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El Navegante

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Morris West El Navegante

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Este libro es para aquellos que, Niños todavía, Puestos ya ante el portal de la medianoche Soñamos con la aurora

Alguna isla Sobre la que pesa el silencio del mar...

Robert Browning Pippa Passes, Parte II

...Tal como era en el comienzo es ahora, y será siempre por los siglos de los siglos.

Doxología

En 1882, el agente de Lloyd's en Rarotonga informó de la supuesta existencia de las Haymet Rocks, a unas 150 millas al sur-suroeste de Rarotonga... Sin embargo, este informe podría haberse originado en la isla perdida de Tuanaki, que parece haber existido en esas inmediaciones, pero en la actualidad ha desaparecido.

El Fabert, cuando buscaba una isla que según informes existía en esas inmediaciones, pero que no pudo llegar a ver, registró una profundidad de 125 metros a los 24° 07' de Lat. sur y 158° 33' de long. oeste.

(Pacific Islands Pilot, Volumen II, 9.a edición, 19ó9, página ó5, parágrafos 25 y 30.)

UNO

SOBRE LA BLANCA PLAYA de Hiva Oa, mirando hacia donde nacía la luna y hacia las rompientes que se formaban en el arrecife exterior, Kaloni Kienga, el navegante, estaba sentado en cuclillas bajo una palmera, haciendo dibujos sobre la arena. Era un hombre viejo ya, y sagrado; más sagrado incluso que el jefe, porque conocía todos los secretos del mar: cómo susurraba el viento antes de un gran vendaval, cómo se desviaban las corrientes al pasar junto a éste o aquel atolón, cómo brillaba el te tapa, el resplandor subacuático, a diez brazas de profundidad, aunque a medianoche el cielo estuviera negro y sin estrellas. Los dibujos que Kaloni hacía en la arena eran signos místicos, como los que llevaba tatuados en los brazos y en el pecho. Eran nombres pronunciados únicamente en el lenguaje ritual de los antepasados. La marea creciente los borraría, y el viento mezclaría las sílabas, de manera que sólo los hombres sagrados pudieran comprenderlas. Para Kaloni Kienga, dibujar esas imágenes no era simple ociosidad. Era un hacer, era la creación de aquello que había sido dispuesto por el destino, soñado, llamado a suceder mucho, mucho antes de que la semilla de su ser hubiera sido depositada en el vientre de su madre. Los sucesos que él simbólicamente dibujaba debían ser, y llegarían a ser; para él no había posibilidad de cambiarlos, como tampoco la había de levantar el dedo de la arena mientras su obra no hubiera sido terminada. La luna que esa noche se elevaba sería la luna de la muerte. Un día, mientras ella saliera nueva y joven, con ella llegaría el barco, atravesando como un fantasma el canal, desplegadas las velas como las alas de un ave marina, perseguido por el viento de la noche. Kaloni oiría restallar las lonas mientras la nave se acercara a impulsos de la brisa, el chirrido de los cables mientras descendieran el ancla en la laguna. Y la vería, aguafuerte negro y despojado contra la hoz de la luna, aquietarse con el peso del ancla, sobre el reflejo de las luces amarillas en el agua ociosa. Oiría las voces de la tripulación y después el silencio, cuando los hombres descansaran del largo mecimiento del océano. Y después, desde el silencio, desde el agua, terso como un pez de plata, vendría hacia él un hombre; el prometido, el compañero de viaje que debía llevarle en su última travesía, hacia la última recalada, la cuna de los vientos alisios. Su llegada era tan segura como la salida de la luna. Y también la recalada era segura: el puerto de todos los navegantes, el hogar de refugio que les esperaba bajo la órbita de Sirio, bajo la negra senda brillante del dios Kanaloa. Kaloni Kienga dibujó el último símbolo en la arena, el símbolo del espíritu guardián que le saludaría a su llegada y que le mantendría para siempre a salvo de invasión. Después inclinó la cabeza sobre las rodillas y durmió hasta que la marea, al subir, empezó a lamerle las plantas de los pies.

Esa misma noche, a 4000 kilómetros hacia el Noroeste, James Neal Anderson, director de Estudios Oceánicos de la Universidad de Hawaii, de pie en su jardín, contemplaba cómo salía esa misma luna sobre las sierras de Wahila. En el aire tibio y húmedo pesaba la fragancia densa de las flores de jengibre, de jazmín y de franchipana. Un resplandor verde, oro y escarlata se dibujaba allí donde la luz caía entre las hojas y las orquídeas rastreras. En una época Anderson había amado ese lugar, con su dulzura pegajosa, la prodigalidad con que le protegía del bullicio del campus y de la actividad política de una Universidad grande y políglota. Después, había empezado a ser para él un lugar solitario, peligroso para un hombre que había enviudado repentinamente después de veinte años de matrimonio feliz. Y esa noche, sería un lugar de ejecución. Había cometido un error al invitar a Thorkild a su casa. Había asuntos que se trataban mejor de manera formal, en el despacho del director, protegido por las misericordiosas distracciones que ofrecían teléfonos, secretarias y visitas de los alumnos. Pero Gunnar Thorkild se merecía algo más que una escueta comunicación de lo que se había decidido y una ejecución rápida e incruenta. Como hombre, era demasiado grande para deshacerse de él con una rápida disculpa y un puñado de estériles cortesías. Desde luego, era difícil tratar con él, terco, demasiado osado en las discusiones, harto impaciente con las opiniones de sus mayores, muy poco conocedor de las sutilezas diplomáticas de una institución cultural y educativa grande y susceptible, implantada en la encrucijada entre Asia y Occidente. Se había elevado con demasiada rapidez y a edad muy temprana. Tenía demasiado encanto para sus compañeras de estudio, y para las esposas de los profesores, y demasiado poco juicio en opinión de los respectivos consortes, menos libres, menos brillantes y menos apuestos que él. Fuera como fuese, Thorkild merecía respeto, y en James Neal Anderson lo encontraría. Tanaka, el sirviente que llevaba la casa de Anderson, apareció en el jardín con una bandeja cargada de bebidas que depositó sobre la mesa de mimbre, junto a la carpeta que contenía el informe de los antecedentes académicos del doctor Gunnar Thorkild y de las publicaciones que llevaban su nombre. Variables fónicas en los dialectos polinesios. Estudio comparativo de los mitos y leyendas de Oceanía, y un Manual de navegación polinesia, con un apéndice sobre el «Culto del navegante». -¿Le sirvo una copa, doctor? -No, gracias. Tanaka. Esperaré a nuestro invitado. -Acaba de telefonear para decir que se retrasará unos minutos. -No importa. Le esperaré. No era novedad, eso de tener que esperar a Gunnar Thorkild. Llegaba tarde a sus clases, a las reuniones de profesores, a las fiestas, a las ceremonias del campus; y cuando por fin llegaba, lo hacía siempre en un torbellino de desorden, con una sonrisa torcida y una sacudida de su largo pelo rubio, acompañada de atronadoras disculpas que ponían a todo el mundo los nervios de punta. Como había comentado una vez ásperamente el rector: -Thorkild siempre tiene el aspecto de haberse caído de la cama. A lo cual su mujer había agregado una cáustica precisión: -Y generalmente es así, cariño. No sé de la de quién será, esta vez. Podrían haber sido más generosos con él, reflexionó Anderson con el ceño fruncido, si en sus antecedentes no se especificaran con tanta precisión sus orígenes. Gunnar era hijo de Thor Thorkild, un marino noruego, y de una mujer de las islas Marquesas que había muerto al darle a luz en el hospital general de Honolulú, una semana antes del ataque contra Pearl Harbor. Su padre se había puesto, con barco y todo, en manos de la Armada de los Estados Unidos, y había confiado a su hijo a las Hermanas de San José, junto con una buena bolsa de dólares en plata que servirían para pagar la cristiana educación de su hijo. Como n¡ el padre n¡ el barco regresaron, las hermanitas y el Gobierno de los Estados Unidos financiaron la alimentación y la educación del niño. Con sorpresa, descubrieron que se encontraban ante un prodigio que devoraba el pan del aprendizaje más deprisa de lo que ellos podían servírselo. Después de las hermanas; los jesuitas se hicieron cargo del muchacho, que se graduó con excelentes calificaciones seis meses antes de cumplir los 18 años. Al día siguiente de su graduación se embarcó como marinero de cubierta abordo de un carguero francés que partía para las Marquesas, y regresó cinco años más tarde, para matricularse en la Escuela de Estudios Oceánicos. A los 28 años fue nombrado ayudante de etnografía del Pacífico, y a los 33 era profesor adjunto. Ahora se había presentado como uno de los cinco candidatos para ocupar la cátedra. Lo que tenía que decirle Anderson era que su candidatura había sido rechazada... -¿Por qué, James? ¿Por qué? Gunnar Thorkild estaba desmoronado en una silla, un enorme montón de frustración y furia, empuñando un vaso de whisky, mientras Anderson se mantenía a distancia segura, con la carpeta abierta sobre las rodillas. -¡Pero maldito sea! -protestó Thorkild-. ¿Con qué criterios se me juzga? Si se tienen en cuenta los antecedentes académicos, tú sabes que los míos son dos veces mejores que los de Holroyd, y diez veces mejores que los de esa estúpida de Auerbach. En cuanto a Luton y Samuels, no niego que sean buena gente, pero en el trabajo práctico son flojos. Son teóricos, lisa y llanamente. En cambio, yo he estado allí, James... ¡desde las islas Tuamotú hasta las Gilbert! Lo que enseño, lo he vivido. ¡ y tú lo sabes mejor que nadie! -Eso es cierto, Gunnar. Por algo eras mi candidato. Pero tú sabes cómo se toman estas decisiones... por acuerdo general de la Facultad, mientras todos los grupos de presión vigilan por encima del hombro. La triste verdad es que el acuerdo general no te favoreció. -¿Cómo fueron los votos? -Tú sabes que eso no puedo decírtelo. Me limitaré a leerte las palabras, sin dar nombres. Pero antes, quisiera estar seguro de que quieres oírlo. -¡Naturalmente que quiero! -Entonces sírvete más whisky, que lo vas a necesitar. Gunnar Thorkild volvió a llenarse la copa, mientras el decano Anderson abría la carpeta y, empezaba a leer con voz monótona y neutra: -«...el señor Gunnar Thorkild es buen profesor, popular (tal vez un poco demasiado popular) entre sus alumnos y sus colegas más jóvenes. Sus teorías suelen ser brillantes; sus conclusiones, demasiado apresuradas, no llegan a ser confiables. Con su temperamento de poeta más que de científico, es posible que sea un soñador inspirado, pero sin duda, como erudito, resulta insuficiente. «Es un recolector apasionado y un hábil recopilador de leyendas isleñas; pero cuando sobre la base de tales leyendas pretende afirmar la existencia de una nueva tierra, una especie de Brasil legendario en la Polinesia, roza el límite que separa lo sublime de lo ridículo y lo absurdo. Lo que no ha visto ninguno de los grandes cartógrafos, lo que n¡ siquiera han registrado los satélites, el señor Thorkild lo postula como un hecho; una isla jamás descubierta que es la tumba de capitanes y navegantes, en algún lugar situado entre Pitcairn y Nueva Zelanda. «Dado que todavía es joven, cabe esperar que el tiempo y la experiencia atemperen su juicio. Estamos dispuestos, por tanto, a aceptarlo como profesor asociado durante un período de tres años de prueba. Por el contrario, en estas circunstancias nos negamos a apoyar su candidatura a la cátedra de etnografía del Pacífico... » El director cerró la carpeta. Gunnar Thorkild se quedó largo rato inmóvil, clavados los ojos en el fondo de su vaso. Después, en voz baja, preguntó : -¿Es la opinión de la mayoría? -Sí. -¿Cuántos lo firman? -Siete. -¿No hay defensa posible, entonces? -Me temo que no. Con sólo dar a entender que has oído esto, estarías traicionándome. -Jamás haría algo así, James. Pero, ¡por Dios! ¿Era necesario utilizar esas expresiones? «El límite que separa lo sublime de lo ridículo y lo absurdo... como erudito, es insuficiente». Con esos juicios en mis antecedentes, soy hombre muerto. -No tanto. Todavía te aceptan como asociado. -¡Pues tiene gracia! ¡Primero me cortan las alas y después me las sirven para la cena! Esto no tiene arreglo, James, de ningún modo. Mañana por la mañana te presentaré m¡ renuncia. -¡Escúchame primero! -¿Qué es lo que quieres decirme, por Dios? -Esto, simplemente. No falta más que un mes para que termine el semestre. Antes no puedes irte, salvo que quieras quedar como un estúpido y organizar un buen escándalo. Después vienen los tres o cuatro meses de vacaciones de verano. Hasta fines de agosto no se harán públicos los nombramientos. Esto te da un plazo. ¡Aprovéchalo! Pon en orden tus pensamientos, analiza s¡ vale la pena echar por la borda toda tu carrera por un primer rechazo, por muy duramente que haya sido expresado... ¡No! ¡Siéntate! Me debes cierto respeto, Gunnar. Yo leí tu último trabajo sobre los navegantes polinesios, y era bueno. Era claro, lógico, espléndidamente documentado. Pero en el apéndice lo echabas a perder. De la erudición pasabas a la especulación. Afirmabas como un hecho la existencia de un lugar, cuando sólo puede ser una teoría. Tú dices que tus colegas te han cortado las alas, pero tú les has dado el cuchillo para que lo hagan. ¿ Por qué, hombre ? ¿ Por qué ? -Porque yo sé que existe. -¿Cómo? -El hombre que me lo dijo es m¡ abuelo, Kalon¡ Kienga. Todo lo que digo en ese artículo me lo enseñó él. -¿Y te lo demostró? -Sí. -Pero esto no lo demostró... o, s¡ él lo hizo, las pruebas no aparecían en la publicación. Se lo arrojaste en plena cara a un público de eruditos y les dijiste: «¡ Ahí tenéis! ¡Aceptadlo sin discusión, como yo lo digo!». Te lo pregunto una vez más: ¿Por qué? -Porque... ¿acaso no lo ves?, porque en algún momento, en alguna parte, hay que tomar algo como artículo de fe. Kalon¡ Kienga es un gran hombre, que encierra en su cabeza un milenio de conocimiento y de tradición. Yo lo creí, y sigo creyéndolo. ¿ Acaso un hombre no tiene derecho a hacer un acto de fe ? -Claro que sí. Pero no puede quejarse s¡ otros le piden pruebas, y s¡ le crucifican porque no puede o no quiere presentarlas. Perdóname, Gunnar, pero soy mucho mayor que tú, y ésta es la forma en que yo interpreto lo que te sucede. Ahora, ¿ qué es lo que piensas hacer ? ¿ Blasfemar o dar testimonio ? Gunnar Thorkild dejó cuidadosamente su vaso sobre la mesa, se enjugó las manos y los labios, y dejó escapar un prolongado silbido de asombro. -¡Oh, James! ¡James Neal Anderson! No te andas con medias tintas. Blasfemar o dar testimonio. ¡Está bien! Es lo que se llama tronar desde el púlpito. Ahora, cuál crees tú que es la forma, de dar testimonio. ¡Pero de verdad, eh! Sin rodeos. -¿Y sin que tú protestes al oírlo? -No protestaré, te lo aseguro. -Hay dos maneras, y para mí las dos son válidas. La primera: aceptas el veredicto, ocupas el cargo que te ofrecen y con ello admites que como científico tienes defectos, aunque remediables. La segunda: pide una excedencia de seis meses para un viaje de estudios (que te concederán, yo te lo garantizo) y sal a demostrar tu afirmación. Encuentra la isla. Trae las coordenadas, dibuja un mapa y fotografíala. Entonces tendrás tu cátedra, y vitalicia... aunque tuviéramos que crear una nueva para dártela a ti. Durante largo rato, Gunnar Thorkild permaneció inmóvil, sumido en un caviloso silencio, que rompió poniéndose súbitamente de pie. -Una pregunta más, James. -¿Sí? -¿Qué interés tienes tú en esto, de todos modos? -M¡ convencimiento de que, como científico, eres más profundo que los otros -respondió James Neal Anderson-; y que, como hombre, vales más de lo que has demostrado hasta ahora. -¿ No tienes inconveniente en que lo piense un poco más? -De ninguna manera, siempre que me des tu respuesta antes de fines de junio. -Gracias, James. -No tienes que dármelas. ¿Quieres llevarte algo para beber por el camino? -Mejor no -respondió tristemente Gunnar Thorkild-. Una nueva infracción de circulación, y me quitan el permiso. Y se fue, un gigante abatido e intrigado, rozando con la cabeza rubia el follaje de los franchipanieros, sembrados los hombros de florecitas amarillas, dejando a James Neal Anderson solo para terminar su whisky, en el jardín perfumado, bajo una luna moribunda y desgarrada...

Pese al desorden que caracterizaba su apariencia personal, y a la ocasional tosquedad de sus modales, en el apartamento de Gunnar Thorkild en South Beretania reinaban una simplicidad y un orden espartanos. Tras haber alquilado una vieja casa de madera, la había dividido en dos partes, una de ellas compuesta por una cocina y una gran sala de estar, mientras la otra contenía el estudio y el dormitorio. La primera zona estaba abierta para todo el mundo: estudiantes, amigos, amantes estables o circunstanciales. La segunda se la reservaba Gunnar para él solo, y era un espacio abierto rodeado por completo de libros y archivos, en donde el único mobiliario lo constituían una cama, una silla y un escritorio meticulosamente ordenado. Allí no entraba nadie, a no ser la anciana Molly Kaapu, que vivía cerca e iba todos los días a hacerle la limpieza y a cocinar. Las ventanas se mantenían cerradas con postigos, el techo y el suelo eran a prueba de ruidos, de manera que Gunnar podía trabajar sin oír otra cosa que el zumbido del acondicionador de aire. Se vanagloriaba -pero también era verdad- de no llegar jamás allí borracho n¡ caliente; s¡ se acostaba con las botas puestas o con una mujer al lado, se quedaba abajo en el salón. También allí, sin embargo, reinaba el orden. Sus visitantes podían sentarse donde quisieran, cantar, gritar o bailar; pero s¡ lo ensuciaban derramando alcohol, o volcaban un cenicero, y no tenían la delicadeza de limpiar antes de irse, jamás recibían otra invitación. -Es que he vivido a bordo de un barco -solía explicar Gunnar en momentos en que se sentía comunicativo-, y s¡ uno no conserva pulcra la litera y el camarote ordenado, al cabo de una semana ya no se puede vivir allí. Molly Kaapu sentía por él un gran afecto, porque Gunnar hablaba la lengua de sus mayores, y la hacía reír hasta que le dolían los costados, contándole historias escandalosas. Cuando estaba harto de su propia compañía, o de la de otros, Thorkild solía ir a buscarla para pasar una hora charlando con ella ante un vaso de té. Después, Molly se arremangaba y le daba masaje en los músculos de la espalda y del cuello antes de que Gunnar volviera a subir a su estudio, con sus libros y los trabajos de sus alumnos. Molly era la única que usaba su nombre nativo, Kaloni, la única a quien le interesaba hablarle de los años que había pasado viajando ociosamente por las islas, Ahora, a su regreso de casa de Anderson, ella estaba esperándole. -Ajá -cloqueó, frunciendo el ceño-. Ya lo veo. ¿ Pasa algo malo? Quítate la camisa, Kaloni, para que Molly pueda hacerte lomilomi. Después me lo cuentas, ¿eh? Mientras ella le amasaba y golpeaba los músculos tensos y agarrotados, Thorkild le fue contando, deteniéndose a veces para buscar las palabras que pudieran expresar los ajenos pensamientos de los haole en el lenguaje de un pueblo más simple y más antiguo. A Molly todo le pareció un disparate. Los haole lo complicaban todo. S¡ algo era así, era así. ¿ Por qué había que demostrarlo? Los viejos sabían. Navegaban a vela por el océano guiándose por las estrellas y las formas de las nubes y el vuelo de los pájaros. No escribían las cosas; las recordaban y las narraban o las cantaban. ¿ Por qué tenía tan en cuenta a los haole ? ¿ Por qué no se volvía al pueblo de su madre? Claro, por qué no... a no ser porque nunca podría hacerlo, nunca podría volver todo él, entero; porque estaba partido en dos, y vuelto a partir por el hecho de ser consciente de ello, y una vez más por los deseos y los sueños, hasta que no quedaba nada de él más que harapos y fragmentos, como hojas muertas que pudieran volar impulsadas por los vientos alisios. Eso también lo entendía la vieja Molly, pero creía aún que todo se podía volver a reunir; que ella, amasándolo como s¡ fuera una masa con sus manos grandes y fuertes, arrullándolo con viejas canciones de un tiempo ya pasado, lo conseguiría. Cuando por fin Gunnar se durmió, ella le cubrió con las mantas, apagó la luz y se fue. Al llegar a su casa encontró a Dulcie, su hija, cabeceando frente al televisor. Le entregó las llaves de la casa de Thorkild y la exhortó dulcemente. -Esta noche, negras nubes cubren el cielo de Kaloni. Vete con él, muchacha. Haz que se olvide de lo que le han hecho los haole. Haz que recuerde que sigue siendo un hombre. Cuando la muchacha se deslizó en su cama, desnuda junto a él, Gunnar Thorkild se movió y le sonrió y la atrajo hacia él, murmurando, soñoliento, una sola palabra : -Ka'u -«Oh, pecho que me das consuelo».

Aunque no sabía muy bien cómo había llegado a poseerla -y no estaba en su naturaleza preguntárselo-, había en él algo que era piedad, que era un sentimiento de responsabilidad y de deber. No lo sentía como una carga; lo aceptaba con la misma sencillez con que aceptaba los rituales servicios de Molly y de su hija, y las amistades ocasionales de los bares y del puerto. El último domingo de cada mes, a las once en punto, detenía su coche ante la puerta del Centro de los Jesuitas de East Moana para recoger lo que por tácito acuerdo llamaban el cuerpo del delito y que era el de Michael Aloysius Flanagan S. J., antiguo mentor de Gunnar Thorkild, antiguo capellán católico de la Facultad de Estudios Oceánicos, y reducido ahora a un mono decadente inmovilizado en una silla de ruedas, con un par de piernas inútiles y un gusto inveterado por las intrigas y las vías menos plausibles hacia la salvación. Una vez estibada su carga, Gunnar la llevaba al viejo hotel Moana, y se instalaban bajo el beniano a beber ponche y comer mahi-mahi a la parrilla, mientras arreglaban el mundo o lo ponían al revés, lo mismo daba. Para Michael Aloysius Flanagan, sesenta años, veinte en las islas, cinco en silla de ruedas, la creación era un caos y Dios un arquitecto perplejo que trataba de arreglar lo mejor posible una obra estropeada. Para Gunnar Thorkild, Flanagan S. J. era el hombre que más se aproximaba al padre que él jamás había conocido, el que le había tirado de las orejas y le había limpiado los mocos y le había defendido de los matones; el que le enseñara las bellezas de la lógica y la concordancia de las ideas más contradictorias. Hacía mucho tiempo que Flanagan había llegado a la incierta conclusión de que al mundo no se le puede salvar; únicamente es posible amarlo. Y, como célibe y defensor de una causa perdida, había centrado en Gunnar Thorkild todo el amor que le quedaba y que, según él mismo aseveraba, le daba derecho a cierta libertad de expresión que él se tomaba sin restricciones. -Gunnar Thorkild, ¡eres un maldito idiota! -Sí, padre. -En el momento decisivo de tu carrera te expones indefenso a los herejes. -Es verdad, ya lo sé. -¿ Y qué fue lo que hicieron? -Exactamente lo que se podía esperar. -De modo que ahí estás, llovido y apaleado, y perplejo, y...¿quieres decirme qué esperas que haga yo? -Nada. Sencillamente, tenía ganas de contárselo. Termine su copa, así pedimos otra. -Cállate la boca, muchacho, y déjame hablar. James Neal Anderson es un buen tipo, y te puso en tu lugar... por más que sea un metodista sin alegría en el corazón. ¿Qué harás tú ahora? -Aguantarme, o sino, buscarme un trabajo para cortar piñas en tajadas en la fábrica de conservas Dole. -Pues podrías poner tu dinero donde pusiste la lengua e irte a buscar pruebas de lo que escribiste. ¿Cuánto dinero tienes, por cierto? -Diez mil dólares limpios, en el banco. -Es más de lo que te mereces, y muchísimo menos de lo que necesitas -¿ Y cómo sabe usted lo que necesito? -Porque hago mis deberes escolares, que era lo que a t¡ había que obligarte a hacer, Gunnar Thorkild. S¡ yo fuera tú... y gracias a Dios no lo soy, porque ¡vaya s¡ vas a verte en dificultades!, me compraría un viejo buque mercante isleño, lo acondicionaría, organizaría las provisiones y la tripulación, me buscaría algunos pasajeros para que paguen las cuentas y sean testigos de mis hazañas, me iría a buscar a m¡ anciano abuelo y me dedicaría a navegar hasta que encontrara m¡ isla. -¿ Y s¡ la encontrara? -La examinaría bien; y s¡ me gustara lo que viera, echaría el barco a pique y me quedaría allí. ¡El mundo se ha vuelto loco, muchacho! Bombas por las calles y terrorismo en el cielo, y la política es un manicomio que da vértigo. ¡Pues, me quedaría allí! -Dos más -le pidió Gunnar al camarero que se mantenía cerca de ellos-. Y no se pierda. Le avisaré s¡ queremos más. -Yo no tengo intención de emborracharme -precisó Michael Aloysius Flanagan-, sino de iniciarte en las negras artes del mecenazgo. -Padre, ya sabe usted lo que dijo Samuel Johnson de los mecenas y protectores. -¡Sam Johnson era un vejestorio pomposo, y protestante por añadidura! Cualquier novicio jesuita podría darle lecciones. Ahora escucha, y presta atención. Lo que necesitas es un barco. Para tener un barco necesitas dinero, y en estas hermosas islas hay gente a quien el dinero le sale por las orejas... -Pero n¡ un solo dólar cae hacia donde yo estoy. -No hay razón para que así sea. Tú ganas un buen sueldo, y tienes tiempo suficiente para disfrutarlo. Nadie te debe un centavo. -¿ Entonces, ¿por qué plantea esa cuestión? -Porque, hijo mío, s¡ pones en juego tu imaginación puedes encontrar quien te financie cualquier clase de locura, ya te dé por sentarte sobre un poste o por salir a convertir pingüinos. Y ahora cállate, porque voy a empezar a soltarte un sermón sobre el dinero y sobre la gente que hace dinero... Del sermón y del mucho escribir sobre servilletas de papel, resultó que Michael Aloysius Flanagan S. J. tenía varios amigos, cualquiera de los cuales, s¡ se le prometían ciertas ventajas comerciales tales como los derechos mundiales de publicación, de emisiones televisadas y de filmación, podría estar dispuesto a financiar un nuevo viaje de descubrimientos por los Mares del Sur. S¡ a Gunnar Thorkild le quedaban unos gramos de fe, cosa que evidentemente no tenía a las tres de la tarde de ese alcohólico domingo, no tenía más que empezar una novena a la Santísima Virgen y dejar lo demás en manos de su viejo amigo Flanagan, que disponía de muchísimo tiempo, y de una lista de generosos donantes a quienes no recurría desde hacía por lo menos cinco años. La idea era generosa, y el anciano se sentía tan eufórico como s¡ tuviera el dinero en el bolsillo. Gunnar Thorkild parecía un tanto más escéptico. Tiempos hubo en que Flanagan S. J. era capaz de reunir millones. Había hecho construir dos iglesias, un orfanato y una casa de estudios; pero en el otoño de sus días tenía que esperar a que Gunnar Thorkild fuera a llevarle a comer.

Tras haber conducido al anciano, sano y salvo, a la casa de los jesuitas, donde se quedó dormitando en el jardín, Thorkild se dirigió con el coche a Sunset Beach, donde los jóvenes iban a practicar surfing sobre las grandes olas del Pacífico norte. Él ya estaba demasiado viejo para eso; era candidato seguro a desnucarse o partirse la cabeza. Pero le encantaba contemplar el espectáculo, que para él tenía el sentido de un ritual, como el enfrentamiento con el toro o como arrojarse atado con una correa de las copas de los árboles, con gran riesgo y sin otra recompensa que el frenesí de la misma acción, la explosiva culminación del triunfo y el resplandor crepuscular de las aclamaciones de los iniciados. Había una hosca majestad en las enormes olas, venidas desde las Kuriles y las Aleutianas, que se rizaban lentamente y se doblaban sobre sí mismas hasta desplomarse en una ruina de espuma en la línea de las rompientes. Había una belleza inenarrable en el espectáculo de una figura humana en equilibrio sobre una tabla, descendiendo por la pendiente mientras una muralla de agua se desmoronaba a sus espaldas. y cundió el terror cuando fue arrojado como un copo de espuma por los aires, mientras la tabla le pasaba a dos centímetros de la cabeza, y después quedó sepultado en un tumulto de espuma y de piedras. Chicas y muchachos parecían dioses del mar, arrancados de alguna antigua fábula, felices y orgullosos y sin embargo, de alguna manera crueles, hasta tal punto eran reticentes y temerarios. Una muchacha, envuelta en un informe muu-muu casi totalmente descolorido por el sol, se acercó por la playa y se dejó caer junto a Thorkild sobre la arena. Tenía enredado y sucio el pelo rubio, su rostro infantil aparecía hinchado, y los labios partidos por la quemadura del sol y del viento. -¡ Hola, profe! -Hola, Jenny. Hace tiempo que no nos vemos. -Es cierto. -Te he echado de menos este semestre. ¿Dónde te has metido ? -Por ahí. -¿No sigues estudiando? -No. -¿Dónde vives? -Por ahí. -¿Y comes? -Para dos, ¿no se ha dado cuenta? -la chica se estiró el muu-muu sobre el vientre redondeado-. ¿No le gusta? Cinco meses. -¿Conozco yo al padre? -Lo ha visto alguna vez. Billy-¡o Spaulding. Tan pronto como lo supo, desapareció. El padre se fue a Nueva York. Me mandó mil dólares y la dirección de un médico discreto y que trabaja bien. -¿Y tú no quisiste? -Yo quería tener el bebé de Billy-¡o, y todavía lo quiero. ¿Chiflada, no? -Para mí, no. ¿Ahora, quién paga el alquiler? -Yo. -¿Cómo? -Oh, bueno... M¡ padre todavía cree que estoy estudiando, y me envía el dinero. Hago algunas cosas, cuido niños... Jenny la tonta, eso soy yo. -¿No te drogas? -No puedo permitírmelo... Un poco de grifa, a veces. -Yo podría conseguirte trabajo y habitación. -Eeeh... No sé. ¿Qué clase de trabajo? -Ahora lo veremos. S¡ no te gusta, no lo tomas. ¿Qué te parece? -Usted es un encanto, profe, pero... -Y no te vendría mal una cena, ¿no? -Dos tampoco. -Bueno, vamos. La ayudó a levantarse y volvieron lentamente al coche, cogidos de la mano. Antes de haber llegado, Gunnar estaba seguro de que había cometido un error. Jenny jamás le había resultado atractiva, como le había pasado con otras alumnas. Siempre había sido torpe, lacónica, pesada, exasperante pero un poco patética, con su sumisión para con cualquiera que tuviera la menor atención con ella. Como alumna era ávida, pero no conseguía resultados; uno de esos seres para quienes el aprendizaje, lo mismo que la vida, era un rompecabezas en el que siempre faltaban piezas. -¿No les has dicho nada del niño a tus padres? -le preguntó Gunnar. -¡Por favor! Tienen bastante con sus propios problemas. Mamá acaba de divorciarse de m¡ padre, y él se casó con su secretaria, que está esperando un hijo de él. Es demasiado complicado. -Desde luego. -¿Adónde vamos, profe? -A ver a una amiga mía. Por el camino nos detendremos en un supermercado a comprar algunas cosas para la cena. Creo que el Leibermans está abierto los domingos. -Sí, creo que sí. Pero escuche, ¿no parecerá un poco raro? -¿El qué? -Que yo aparezca así -soltó una risita infantil-. Y con la reputación de usted... -No sabía que la tuviera. Jenny volvió a reírse. -¡Vamos, profesor! ¿No sabe lo que decían?: "Gunnar Thorkild tiene la pistola más grande de la isla, y dispara sin apuntar". Alguna vez lo habrá oído. Por eso acuden tantas mujeres a sus clases. Por eso me decidí a ir yo. -Lástima que no te quedaras. -¿No está enfadado conmigo ahora? -No. Simplemente, me intriga qué otras cosas pudieran decir, y s¡ han aprendido algo aparte de los detalles de m¡ vida sexual. ¿Tú aprendiste algo alguna vez, Jenny ? -¿Se refiere a los polinesios y sus viajes y su vida, todo eso? Sí, creo que algo aprendí, pero nunca ha tenido sentido para mí. -¿Por qué no? -Bueno, usted sabe... ¿Qué hicieron que tenga algún valor? ¿Qué queda de ellos ahora? N¡ siquiera son dueños de las islas donde viven. Aquí y en Samoa estamos nosotros, y en Tahití los franceses... Aquí en Hawai¡ no son nada... camareros y mozos de playa... -Y nosotros, Jenny, tú y yo, ¿qué somos? -Bueno, quiero decir que por lo menos somos civilizados. Hemos progresado. Hemos... ¡Oh, demonios! Me parece que he metido la pata, ¿no? Thorkild sonrió al contestarle: -Sí, pequeña. Has abierto la boca y has cerrado la mente. Alguna vez, intenta que sea al revés. Durante el trayecto hacia la ciudad, Jenny se mantuvo en silencio. No quiso bajar en el supermercado y se quedó hecha un ovillo en el coche, despeinada e informe como una muñeca de trapo. Gunnar Thorkild hizo las compras con una especie de furiosa indiferencia: bistecs y verduras para ensalada, fruta, vino, paté y helados. Era un idiota que no sabía callarse a tiempo n¡ limitarse a sus propios asuntos. Jamás se podría explicar por qué había tenido que meterse a arreglar precisamente ese entuerto; y ¿ qué diría Martha Gilman cuando apareciera con eso en la cocina, un domingo por la noche? Como s¡ ella no tuviera suficiente con sus problemas: el recuerdo de un marido que había muerto por efectos de la heroína en Saigón, dejándola con un demonio de cabeza de estopa, de once años, para alimentar y educar, un cuerpo de treinta años que no era el sueño dorado de nadie, con su áspero pelo castaño, una cara de niño siempre embadurnada de pintura y tintas de imprenta, un estudio lleno de trabajo a medio hacer, hawaianas montadas sobre terciopelo negro para las tiendas de turistas, mapas para los vendedores de terrenos, estampados sobre seda, tallas en madera y dibujos al carbón... y una cohorte de clientes que protestaban por teléfono porque no les entregaba a tiempo el trabajo... Vaya, iba a sentirse encantada de que le dejaran en el umbral a la estúpida Jenny embarazada! Cuando llegaron a la vieja casa de madera, situada en una calle cualquiera, no muy cerca de la avenida Nuuanu, Thorkild se adelantó como el enviado de una tribu cargado de presentes para apaciguar a un jefe desconfiado. Fue Mark, el demonio, el que abrió la puerta y corrió a anunciar a gritos su presencia. -¡Eh, mamá! Aquí está Gunnar Thorkild con una señora ¡Vienen a cenar ! Martha Gilman, con la cabeza llena de serpientes y el delantal como s¡ acabara de darse un baño de sangre, apareció al otro lado del vestíbulo. Venía armada de una paleta y una espátula, y su voz denotaba irritación. -Gunnar Thorkild, ¿qué demonios significa esto? ¡Yo trabajo los fines de semana como todos los días! S¡ quieres venir a visitarme, telefonea. No tengo tiempo para... -Ya lo sé, tesoro -por encima de los apios, Thorkild sonrió a su cabeza de gorgona-. Por eso voy a preparar yo la comida. Martha, esta es Jenny. Está embarazada, como ves. -¿Fuiste tú? -Esta vez no. Pero Jenny necesita trabajo y un lugar donde dormir, y tú necesitas alguien que cuide de ese monstruo y te arregle el desorden en que vives. Entonces, ¿por qué no os sentáis las dos a hablar del asunto mientras yo empiezo a preparar la cena? Manteniendo ante sí los paquetes a modo de escudo, se metió en la cocina y se parapetó calzando una silla bajo el picaporte de la puerta. Tardó una hora en hacer los preparativos, se concedió veinte minutos más para mayor seguridad, y no dejó de admirarse ante el silencio de afuera, n¡ de prepararse para el torbellino que se le iba a venir encima en cuanto abandonara su santuario. Cuando finalmente reunió el valor necesario para anunciar que la comida estaba lista, se encontró con la mesa puesta, a Jenny vestida con un muu-muu limpio y una cinta en el pelo, jugando a las damas con el demonio, y a Martha Gilman con vestido de noche y zapatos dorados, encendiendo las velas. Mientras él se quedaba boquiabierto, con una botella de vino en cada mano, Martha le dijo con dulzura : -¿Por qué no vas a arreglarte, Gunnar? Jenny y yo serviremos. Aunque jamás se hubiera distinguido por su discreción, esa vez tuvo el buen sentido de callarse y mantener un agradecido silencio. Solo después de terminada la cena, mientras -¡un milagro seguía a otro!-Jenny y Mark estaban en la cocina lavando los platos, Martha Gilman pronunció las palabras de absolución: -eres un payaso, Gunnar. Pero un payaso encantador. S¡ Jenny quiere quedarse, no hay inconveniente. Me vendría bien un poco de ayuda, y quizás a ella le vendrá bien un lugar donde tranquilizarse durante un tiempo. De modo que veremos...Y ahora, dime qué es eso de tu nombramiento. -¡Eh! ¿Cómo te has enterado? -Eso a t¡ no te importa. Cuéntame. -Me ofrecieron el nombramiento de profesor asociado durante tres años, pero la cátedra, no. Anderson me ha ofrecido una excedencia de seis meses, para que demuestre m¡ tesis. Eso es estupendo, salvo que no ha aparecido nadie con el dinero necesario para financiar la expedición. -Qué prostituido estás, Gunnar Thorkild. -No me hace gracia que digas eso. -No lo digo para que te haga gracia. Recuerda que yo leí tu tesis. Dibujé los mapas y las ilustraciones. Y creí lo que contabas de tus antepasados: cómo navegaban a remo y a vela sin brújula, sin cartas; cómo vivían de los frutos de las islas y de la pesca, y recalaban en minúsculos atolones y en islas grandes, como ésta. Y creí en los viajes que tú mismo habías hecho en lugres y canoas, y solo con tu abuelo. Y ahora estás hablando de mecenazgos y expediciones y toda la porquería que eso lleva consigo. Entonces nadie te patrocinaba. Ahora, ¿por qué lo necesitas? ¿Has perdido el valor, acaso? Yo te he visto aquí, sentado en esta habitación, y he visto brillar los sueños en los ojos de un niño que te escuchaba. Y he oído a tus alumnos, incluso a esa pobre tontita que has traído esta noche, contar cómo tú les habías abierto horizontes que jamás habían soñado que existieran. Y ahora, ¿qué eres? ¡Una especie de símbolo sexual para alumnas de segundo año, que habla mucho y actúa poco, mientras lleva a cabo pequeñas acciones de caridad, como la de hoy! ¿Qué ha pasado del gran hombre, el hijo de la hija de Kalon¡ Kienga, el navegante sagrado? ¿No irá acaso a la isla para preparar a su abuelo para el viaje al hogar de los vientos alisios? Durante un momento, la fuerza y la virulencia del ataque le dejaron aturdido. Gunnar estaba acostumbrado a las explosiones de ira y exabruptos de Martha, y siempre había encontrado palabras para calmarla; esta vez se encontraba ante una furia fría, desdeñosa y letal. Ella tiraba a matar, a los genitales, al corazón, a la yugular; pero Thorkild no quiso darle el gusto de entrar en el juego. -¡Basta, Martha! –le dijo secamente-. S¡ estás en un mal día, lo lamento. S¡ tienes algún problema, trataré de ayudarte. Pero no me vengas a mí con complejos de culpabilidad. -Thorkild, eres un infeliz. -Consta en m¡ partida de nacimiento. -Eres de una prodigalidad infernal. Desperdicias todo lo que otras personas darían un ojo por tener...talento, oportunidades, libertad. -¿Y desde cuándo tengo que darte cuentas de m¡ vida a ti, o a ninguna persona? -Aunque no las des, eres responsable...mal que te pese. Hoy, siguiendo un impulso, has cambiado tres vidas: la de Jenny, la mía y la de Mark...No me arrepiento de lo que te he dicho. Creo que resultará bien. Lo que digo es que tú has introducido ese cambio sin preguntar. Tú nos has impuesto a todos una situación, y sin embargo, cuando esta noche termine, te irás de aquí tranquilamente silbando Dixiland como s¡ nada hubiera pasado. Es lo mismo que ocurre con tus clases. Todo lo que tú enseñas tiene consecuencias para alguien. Cada vez que saludas a una muchacha nueva, para ella hay una consecuencia. Pero a t¡ no parece importarte. Eres...No sé...Eres.. -Haphaole –precisó en voz baja Gunnar Thorkild-. A medias blanco, y totalmente a la deriva. En realidad, eso es lo que estás tratando de decir. -¡No! -Sí, Martha. ¡Sí! Oh, ya sé que no es cuestión de color n¡ de prejuicios raciales; pero es algo que tiene que ver con lo que yo soy, y con lo que a t¡ te parece una falta de... ¿cuál es la palabra de moda?, de compromiso. Yo me comporto como hombre de tribu, no como hombre de grupo. En una tribu no se hacen compromisos; uno está comprometido, desde que nace hasta que muere, a compartir, a amar ya sufrir en el seno de unas relaciones que se remontan a los antiguos dioses. Se sale a pescar juntos y se comparte la pesca. Las familias se intercambian los hijos sin que el niño sufra n¡ se perturbe el orden de las cosas. En un grupo haole es diferente. La familia está destruida o se ha agostado. Uno tiene que insistir en lo que es, demostrar su identidad, y después dedicarla en forma total o parcial, como precio de su admisión por el grupo. Yo no soy hombre de equipo, n¡ de facultad, n¡ de empresa. Me niego a trabajar en el conformismo. Soy yo, y nada más... Tú me odias en este momento porque te parece que tengo una libertad de la que te ves despojada. Pero s¡ me dejas ir y venir es porque yo no te planteo exigencias y porque me puedes cerrar la puerta en las narices. Mis colegas me repudian porque dicen que es incómodo trabajar conmigo. La verdad es que yo no tengo un pasado que a ellos les interese compartir, n¡ un futuro que esté dispuesto a hipotecar para satisfacer las exigencias de ellos. Es decir que soy un bicho raro... como el hombre que perdió su sombra. Y eso no hay nada que pueda cambiarlo. No cambiaría aunque me desnudara y, como Cristo, fuera andando sobre las aguas desde Diamond Head hasta Puka-Puka. Martha estaba al borde de las lágrimas, pero no quería darse por vencida y se defendió desesperadamente. -Entiendo lo que dices. Tú no puedes dejar que tu paz personal dependa de bocas ajenas, de comentarios y habladurías. Pero esto es diferente. Lo que está en juego es tu integridad como hombre de ciencia. Tu autoridad de maestro ha sido desafiada. Debes hacer frente al desafío, o abdicar. -¿ Y eso significa un viaje de exploración, no es eso? -Exactamente. -Lo que a su vez significa un barco, tripulación, provisiones...dinero, en otras palabras. -Tú tienes dinero. -Diez mil dólares en el banco. -Y un sueldo, y una casa, y una importante biblioteca y un coche... -¿ Y tú crees que debo jugarme todo eso por esta única empresa? -Creo que es tu deber; de otra manera, el informe te es desfavorable. Como maestro y como científico, estás acabado; además, habrás desacreditado al pueblo de tu madre. -¿Y qué demonios te importo yo o el pueblo de m¡ madre? -Me importa porque te tengo afecto y porque Mark te adora... ¡y me gustaría saber que en este mundo infernal hay alguien a quien los dos podemos respetar! y ahora vete, por favor. Creo que por esta noche ya ha habido suficiente.

A la mañana siguiente, con los ojos enrojecidos y sin haber descansado, Gunnar se despertó ante su escritorio, en el estudio a prueba de ruidos. Bajo la mano tenía una libreta llena de cifras que demostraban que s¡ pedía un préstamo con la garantía de sus bienes personales, podía conseguir cuarenta mil dólares en efectivo, y que amortizarlo supondría diez años de ascética pobreza. Como tenía la primera clase a las once, tuvo tiempo de afeitarse y ducharse, bebió un enorme vaso de zumo de naranja y se dirigió a la tienda donde Red Mulligan tenía instalada su compra-venta de barcos, en Ala Moana. Red era un ex infante de marina, con vientre de bebedor de cerveza, lengua de blasfemador y un ojo infalible para detectar tontos, que tenía el negocio de depósito y corretaje de barcos mejor y más saneado de las islas. Su esposa era una mujer bulliciosa y regordeta que le limpiaba el despacho, perseguía a los pintores, aparejadores y carpinteros, y se ocupaba de que Red estuviera sobrio durante las horas de trabajo. Eran una pareja mal avenida, pero buenos amigos, cordiales y generosos, siempre dispuestos a hacer sabrosos comentarios sobre la vida del puerto. Mientras bebían café en la carpintería, Gunnar Thorkild empezó a esbozar sus planes: -....Sé qué es lo que quiero, Red: algo en la línea de un buque mercante del Báltico o de un lugre isleño, de trescientas toneladas, de unos treinta metros de eslora, tres mástiles, con una vela cuadrada para los alisios. Quiero un motor de pocas revoluciones, uno de esos viejos cascajos que son capaces de continuar avanzando incluso debajo del agua. Necesito comodidades básicas para treinta personas entre tripulación y alumnado. Y quiero que me des la seguridad absoluta de que el casco no está podrido, y de que los palos y los aparejos están bien. -De lo que tú hablas es de un barco antiguo -precisó Red Mulligan-, y s¡ además quieres que sea seguro en alta mar, tendrás que pagarlo. ¿ Cuánto dinero tienes ? -Treinta mil, como máximo. Red Mulligan le miró con la compasión que los irlandeses reservan para los borrachos, los malos sacerdotes y los idiotas congénitos. Lentamente, sacudió la cabeza de un lado a otro, mientras su barriga protestaba también ante tan alucinante insanía. Por fin, extendió dos brazos que parecían troncos de árboles y apoyó las manos sobre los hombros de Thorkild. En su voz había auténtica conmiseración. -¡Amigo! Te diré qué es lo que puedes hacer con treinta mil. Te puedes ir a cualquier agente de viajes y tomar dos billetes de primera clase para hacer un viaje alrededor del mundo. S¡ telefoneas al Servicio de Acompañantes de Helen, ella te dará una lista de cincuenta muchachas sin prejuicios para que elijas a la que quieres llevar. Con esa cantidad puedes tener alojamiento, compañera de cama y bebidas durante seis meses, y cuando vuelvas te quedará aún dinero en los bolsillos. Pero en un mercante del Báltico... ¡n¡ lo sueñes! ¿No sabes lo que es un barco así? No es más que un gran agujero en el mar, por donde los tontos arrojan el dinero para que los tipos vivos como yo lo recojamos. ¿ Me entiendes, amigo ? -Perfectamente -contestó Gunnar Thorkild-. Pero tú mismo me dijiste que los barcos cambian de propietario lo mismo que de coches usados. La gente se da cuenta de que no pueden mantenerlos, de manera que a veces vuelven a vuestras manos antes de que hayan acabado de pagarlos. ¿ Por qué no intentas encontrarme algo ? -No hay necesidad de buscarlo -respondió lentamente Red Mulligan-. En este mismo momento sé dónde está lo que tú quieres. -¿Dónde? -A dos millas de aquí, en la tienda de objetos marinos de Mort Faraday. -¿Quién es el dueño? -Carl Magnusson. -¿El fabricante de conservas? -El fabricante de conservas. el de la línea de cargueros, el de cualquier negocio en que se te ocurra pensar, el de Dios sabe cuántas cosas... Sí. el mismo Magnusson. -¿Cuánto pide por el barco? -Doscientos veinticinco mil. -¿Y cuánto acepta? -Doscientos veinticinco mil. -¿N¡ un dólar menos, eh? -Tú no conoces a Magnusson, muchacho. -De todas maneras, me gustaría ver el barco. -Llamaré a Mort Faraday. ¿Cuándo quieres ir? -Ahora, s¡ es posible. -Pero hazme un favor, amigo. Actúa como s¡ tuvieras el dinero, y simplemente quisieras gastarlo bien. Yo tengo muchos negocios con Mort, y no quiero que nuestra amistad pueda resentirse... Quince minutos más tarde, Gunnar Thorkild estaba de pie sobre la cubierta del Frigate Bird, un mercante del Báltico, de trescientas toneladas, con aparejo de bergantín y motores gemelos diesel MAN, que de carguero en el Mar del Norte había pasado a ser buque escuela, para terminar en yate de millonario, con sus cubiertas de teca, los bronces relucientes, las velas inmaculadas como manteles de lino y el cordaje tan blanco como el día en que fue comprado. El cuarto de máquinas parecía un quirófano, y la timonera era el sueño de un navegante. Para Gunnar Thorkild fue un auténtico enamoramiento a primera vista... y, en el instante siguiente, la desesperación. A ese precio -s¡ uno podía pagarlo- el barco era un regalo. Pero para tripularlo y mantenerlo en ese prístino esplendor se necesitaría otra fortuna. Mort Faraday, el vendedor, comentó esperanzado: -Es una preciosidad, ¿verdad? -¿Cómo hace para gobernarlo Magnusson? -Él mismo hace de patrón, o por lo menos era lo que hacía antes de caer enfermo, y como tripulantes utiliza a muchachos isleños que trae de su propiedad en Kauai. -¿Nunca lo ha alquilado? -¡Nunca jamás! Hemos tenido grandes ofertas, de gente importante. A Magnusson le haría tan poca gracia como alquilar a su mujer. -¿Por qué lo vende, entonces? -Ya le dije que el año pasado cayó enfermo... un ataque. Se ha recuperado, pero le ha quedado una pierna lisiada, y un brazo que no le funciona tan bien como antes. Creo que simplemente ha decidido que el Frigate Bird ya le queda grande. -¿No existe ninguna posibilidad de discutir el precio ? -S¡ el barco fuera suyo, ¿usted lo discutiría? -No, me imagino que no. -Pero le diré una cosa. A ese precio, que es tirado, nuestra financiera podría concederle un préstamo del setenta y cinco por ciento, a cinco años. S¡ usted lo compra y lo alquila podría amortizarlo fácilmente. -Déjeme que lo piense un poco. ¿ Magnusson está en la ciudad? -Sí, al menos eso creo. Ya no sale mucho de casa. Pero s¡ en lo que usted piensa es en regatear personalmente con él, no se moleste. Magnusson se lo comerá sin pelarlo... s¡ es que llega a verlo, que no es tarea fácil.
-Gracias por la información. ¿ En cuánto tiempo puede estar listo para navegar? -¡Hombre! En el tiempo que necesite usted para comprar provisiones frescas y cargarlas a bordo. Los tanques están llenos, tiene productos envasados, el congelador lleno de carne, un inventario de repuestos y piezas de recambio. Lo único que tiene que hacer es apretar el arranque y soltar amarras. Le juro que jamás encontrará otra oportunidad como ésta... -Le creo, Mort -reconoció amablemente Gunnar Thorkild-. Ya volveré. Cuídese. -Cuídese usted también, profesor, que no me gusta perder una venta... Mientras volvía lentamente hacia la Universidad, a través de la confusión del tráfico de la mañana, Gunnar Thorkild iba ya pensando en la carta que esa misma noche enviaría con un mensajero a casa de Carl Magnusson.

La casa era como el hombre, aislada, discreta, privilegiada; un bungalow de construcción baja, en madera de teca y piedra volcánica, que se levantaba en medio de un jardín tropical desde el cual el césped y los arbustos descendían hasta el borde del agua. Los portones eran de hierro forjado, y había un guardián para abrirlos. Quien allí entraba, entraba por gracia, jamás por derecho; e importantes secretos, de Estado y comerciales, se habían discutido en el salón y en el lana¡ que daba a la piscina y al horizonte que se extendía más allá de los arrecifes. Carl Magnusson era un personaje de reputación aborrecible y de excepcional encanto personal. Un hombretón recio como un árbol, de pelo blanco y tez rubicunda, que hablaba con voz suave y parecía quedar cautivado por las trivialidades que decían sus invitados. Sus enfados eran formidables, ya veces destructivos, pero jamás torpes n¡ violentos. Era públicamente sabido que se había casado cuatro veces, y engendrado seis hijos; todos habían crecido y se habían ido. Desde su enfermedad, Magnusson vivía recluido con su servidumbre filipina, su cuarta mujer y una secretaria. Recibió a Gunnar Thorkild en el lana¡ y le hizo sentar ante una mesa sobre la cual, junto a la carta de Gunnar, estaba la serie completa de sus publicaciones. Una vez que el café estuvo servido, empezó a interrogarle: -Thorkild, he leído su carta y la lista de sus publicaciones, y me he informado también de sus antecedentes personales y académicos. Estoy impresionado, pero también intrigado. -¿ Por qué? -En un momento decisivo para su carrera, cometió usted un error... un gran error. -No fue un error. Fue un acto de fe en un gran hombre; en m¡ abuelo. -Un acto de fe... es un punto de vista interesante. Uno de sus colegas, con quien estuve hablando ayer, lo calificaba como entregarse a un cuento de hadas, a un sueño de raíz folklórica. -Es un sueño, señor Magnusson; pero es el sueño de todo un pueblo. En una forma u otra, se oye contar por todo el Pacífico, desde las islas Gambert a las Gilbert. Y sustancialmente, es siempre el mismo tema: que hay una isla, un lugar sagrado donde van a morir los alii, los grandes jefes y los grandes navegantes... No, no es el pequeño sueño de un solo hombre. Es el que Jung llamaba el gran sueño: el mito de toda una raza que se halla dispersa por el océano más vasto del planeta. Detrás de cada sueño hay una gran verdad... o tal vez una verdad pequeña, pero que ha llegado a tener una importancia fundamental. -¿ Y cree usted realmente que esa isla existe? -Sí. -¿ Y cree que puede encontrarla? -Sé que la encontraré. -¿Cómo lo sabe? -M¡ abuelo me lo dijo. El conocimiento debe pasar a mí, y él debe ser quien me lo pase. Las cosas son así. -Vamos, señor Thorkild... ¡que algo deba suceder porque así son las cosas! ¡Para un científico, eso es excesivo! -¿Cuánto tiempo hace que vive usted en las islas, señor Magnusson? -¡Estamos aquí desde hace cuatro generaciones, Thorkild! -Pues entonces, no debería usted burlarse de "cómo son las cosas", n¡ de lo que pasa de una generación a otra. A pocas millas del paso de Pal¡ hay lugares sagrados, perdidos desde hace siglos, pero donde, s¡ diera usted con ellos, se encontraría rodeado por las familias encargadas de su custodia, que le advertirían que se alejara. Usted sabe, o al menos debería saber, que la confianza y el significado se transmiten todavía. -Sí, lo sé -sonrió Carl Magnusson-, pero quería comprobar s¡ usted lo sabía. Para ser alguien dispuesto a pedir un favor, es usted endemoniadamente quisquilloso. -Yo no deseo pedir un favor. Lo que quiero es un trato. -¿Qué clase de trato? -Quiero fletar el Frigate Bird. -Está en venta, pero no lo arriendo. -Tenía la esperanza de que considerara usted m¡ oferta. -No. Al Frigate Bird es preciso amarlo, no es una mercadería. -Lo del amor lo entiendo -asintió hoscamente Gunnar-. Yo también me enamoré del barco. Pero de nada sirve fingir que puedo pagarlo. -Supongamos que pudiera. ¿ Qué haría ? -Buscaría una buena tripulación y, conmigo mismo como patrón y un grupo de chicos y chicas, me haría a la vela hasta Hiva Oa. Allí subiría a bordo a m¡ abuelo y a su canoa, y le dejaría a cargo de la navegación, hasta donde él dijera. Después le bajaría por la borda, a su bote, y me despediría de él. Hecho eso, me vería frente a una opción... -Qué opción? -Una opción nada fácil. En ese momento ya sabría cómo llegar a la isla. Podría volverme, y guardar para mí el conocimiento. O podría seguir navegando, encontrarla, señalarla en las cartas y después volver para reivindicar m¡ reputación científica. -¿Y cómo cree usted que resolvería la opción? -Ese es el problema. Usted sabe que soy Haphaole...dos hombres bajo una sola piel. -Hay una tercera posibilidad. -También la he considerado –admitió Gunnar Thorkild-. Encontrar el único lugar secreto que queda en el planeta, y permanecer allí. La idea es tentadora. -A mí podría tentarme. -¿Apartarse de todo esto? –Gunnar se mostró escéptico. -Hay algo que usted no sabe, Thorkild. Cuando uno está tendido de espaldas, sin poder hablar n¡ moverse, y los buitres esperan en la antesala el momento de limpiarle los huesos, la vida se ve de otra manera...-se interrumpió y durante largo rato estuvo mirándose las manchas que aparecían en el dorso de sus manos-. La idea es interesante –continuó después, con voz inexpresiva -, pero usted está acorralado, ¿no? Yo no pienso fletarlo, y usted no puede comprarlo. ¿Qué piensa hacer ahora? -Seguiré buscando un barco que pueda pagar. S¡ no lo encuentro para fin de mes, abandonaré la idea y me iré a Hiva Oa. Tengo la sensación de que a m¡ abuelo le está llegando el momento, y yo debo estar allí a fin de prepararle para su último viaje. -Quisiera saber –reflexionó amargamente Carl Magnusson- s¡ a nuestros nietos se les ocurrirá la misma idea... Gunnar Thorkild no dijo nada. El anciano frunció el ceño. -¿Se siente incómodo? ¿Por qué? Una familia como la nuestra...construimos imperios y dinastías, y después tenemos que recurrir a los mercenarios para que nos protejan. Cuando yo me muera, los mercenarios se harán cargo: síndicos, banqueros, directorios, abogados. Qué saben ellos de las antiguas devociones, y qué les importan...-se interrumpió para apuntar con un índice largo y grueso al esternón de Thorkild-. Es como he dicho: ¡está usted acorralado! Pues le voy a hacer una oferta. Yo le financio la expedición, para usted y diez personas de su elección; las restantes las designaré. El Frigate Bird se hará a la vela con m¡ tripulación y a mis órdenes, y usted dirigirá las operaciones desde el momento en que recojamos a su abuelo, hasta que lleguemos a la conclusión de que es el momento de desistir y volver a casa. Yo pago todas las cuentas, me cede todos los derechos de publicación y cualquier otra forma de explotación de los descubrimientos, de manera que a partir de entonces los beneficios financieros quedarán repartidos, un sesenta por ciento para mí, y el cuarenta para usted. Hay algo más. El trato se acepta o no se acepta. Nada de regateos n¡ preguntas, y el momento de la decisión es ahora. Bueno, Thorkild...¿qué me contesta? -No acepto –dijo escuetamente Gunnar Thorkild. El viejo le miró, boquiabierto. -¿Cómo? -Que no acepto -¿Por qué? -Porque s¡ el trato es justo, debe ser posible la reflexión y la discusión. S¡ no lo es, no; además, señor Magnusson, hay cosas que yo no puedo negociar porque no me pertenecen; pertenecen al pueblo de m¡ madre. Es usted muy generoso, y sé que no volverán a hacerme una oferta como ésta. Y ahora, s¡ me disculpa, no le haré perder más tiempo. -¡Siéntese, y empecemos e nuevo! –ordenó ásperamente Carl Magnusson- Ya antes de recibir su carta había tenido noticias de usted ...por su amigo, el jesuita Flanagan. Y en él confío, porque es un hombre como yo... está viviendo de tiempo prestado.

Sobre la blanca playa de Hiva Oa, Kalon¡ el navegante se sentó a mirar cómo salía la luna recién nacida. Ahora no estaba solo: esa noche era noche de fiesta y le correspondía ocupar su lugar junto al jefe y recitar, alternativamente con él, las genealogías que los remontaban a los antiguos dioses... Kane, el supremo, Lono el fecundo, Ku el poderoso, y Kanaloa, el Señor de la profundidad del mar. Solo, Kalon¡ entonó el himno a Kanaloa y a todos los espíritus guardianes que le obedecían. Después, terminada ya la danza, el jefe impuso silencio y Kalon¡ se adelantó a pronunciar su oración mortuoria:

Los altos dioses me dijeron que sólo una luna más me quedaré contigo. Cuando Hiva vuelva a mostrarse me alejaré como una blanca ave marina. Kalon¡ Kienga, el Navegante, hará su último viaje. Tú no me seguirás, pero cuando me vaya arrojarás flores al mar. Y las olas las llevarán donde yo esté, más allá de la senda del que brilla, más allá de la negra senda del dios Kanaloa.

Cuando terminó volvió a hacerse el silencio, y del silencio emergieron una a una las doncellas para colgarle del cuello sus leis y tras ellas vinieron los jóvenes que depositaron frutas a sus pies. Cuando ellos se retiraron se le acercó el jefe, personalmente, portador de un remo que llevaba tallado el símbolo del dios Kanaloa. Se lo puso entre las manos y lo bendijo:

Que Kanaloa te proteja

e Hiva alumbre tu viaje, y los jefes y navegantes te reciban en paz y con alegría.

Kalon¡ cerró los ojos y se dejó bañar por la bendición. Cuando volvió a abrirlos, la playa estaba vacía. No quedaban más que las flores, las frutas y los fuegos, como testimonio de lo que había sucedido: en lo sucesivo, estaba dispensado del comercio humano. Había sido confiado a los ancestros. Ritualmente, estaba muerto. Sólo le quedaba esperar la próxima luna nueva, esperar la llegada de la negra nave que lo llevaría al último hogar de los navegantes, a la isla de los vientos alisios.

DOS

GUNNAR THORKILD había pedido que se discutiera, y discusión tuvo en dosis pantagruélicas, a modo de ruda lección sobre los usos y consecuencias del poder. Había pedido definiciones y términos claros, y Carl Magnusson se los dio, en frases como martillazos: -...Lo que queremos hacer y lo que decimos que queremos hacer son dos cosas diferentes... ¿Por qué? Porque estamos organizando un viaje de descubrimientos marítimos, en busca de una isla que hasta el momento no existe más que en la leyenda. S¡ revelamos nuestra verdadera intención, nos convertiremos en objeto de atención para los políticos. Al principio navegaremos por aguas territoriales francesas, y allí tienen una gran fuerza naval y una pantalla para proteger sus experimentos atómicos. Navegaremos en m¡ barco, y es sabido que yo tengo ciertas vinculaciones con el Departamento de Estado y la Armada. Imagínese que encontremos nuestra isla. Entonces se nos plantea un problema interesante: ¿quién es el dueño? En teoría, nosotros. Podemos apropiarnos de ella mediante un acto unilateral, y es posesión demostrable... siempre y cuando podamos defenderla contra otras reclamaciones, cosa que evidentemente es imposible... De manera que nos la anexionamos en nombre de los Estados Unidos y reclamamos para nosotros los derechos sobre la tierra... ¿Nunca había pensado en eso? Imagínese el jugo que le sacaría la prensa, especialmente por estar en juego el nombre de Magnusson. Y no me cabe la menor duda de que pondrían sobre nuestras huellas un destructor, para que nos vigilara con el radar desde el momento en que saliéramos de Hiva Oa... De manera que, no importa lo que usted haya dicho a la gente hasta el momento, estimado Thorkild, ahora vamos a retractarnos y dar una versión ficticia, que tanto la prensa como sus colegas puedan aceptar, y esperemos que incluso adornar. ¡Cómo ya se han reído antes de usted, eso nos ayudará! Gunnar Thorkild lo pensó un momento y asintió con un gesto. -Cuanto más sencilla sea la historia, más fácil de contar. El filántropo local Carl Magnusson invita al profesor ayudante Gunnar Thorkild y a un grupo de alumnos del último año a hacer un crucero de verano por el Pacífico sur. Los estudiantes reconstruirán las migraciones de los primeros navegantes, estudiarán los dialectos y costumbres locales y harán una recopilación de música folklórica... y punto. - ¡Perfecto! Ya me ocuparé de que m¡ departamento de relaciones públicas lo aderece. ¡Bien podríamos sacar algún beneficio de todo eso! Ahora, hablemos de usted y de mí. Usted me ha dicho que puede llegar un momento en que, por razones de lealtad tribal, se sienta obligado a mantener en secreto ciertas informaciones. Lo acepto, siempre que usted acepte a su vez que yo tenga libertad de actuación basándome en m¡ propia información y mis propias deducciones, aunque eso signifique violar el secreto o la posesión de un lugar que para usted es sagrado. -S¡ se planteara una situación así -respondió Gunnar Thorkild- yo tendría que separarme de usted y del proyecto. -¿ Y de cualquier participación ulterior en los beneficios o ventajas que se obtengan? -De acuerdo. Pero también podría sentirme en la obligación de oponerme activamente a usted. -Simplemente, tenga en cuenta que como adversario puedo ser peligroso -advirtió Carl Magnusson-. Y ahora hablemos del personal. Será un viaje largo, y por tanto, es importante que estemos totalmente seguros de que podemos vivir juntos. Primero, la tripulación. El patrón soy yo. Usted hará de piloto y navegante. Tengo cuatro muchachos de Kauai, además de m¡ cocinero y un pinche. En total, ocho personas, y es suficiente, siempre que los pasajeros se ocupen del servicio y de la limpieza. -Todos hombres -observó Thorkild con una mueca-. En el mejor estilo de la Armada, tradicional pero tedioso. Yo prefiero la costumbre tribal... hombres, mujeres y niños, con algunos cerdos para mayor seguridad. - ¡Nada de cerdos! -Magnusson soltó la carcajada; era la primera vez que Thorkild le veía realmente divertido-. Las mujeres, sí. Los niños... bueno, depende de quiénes sean. M¡ mujer no vendrá. No soporta el mar, y se alegrará de verse libre durante un tiempo de mí, de manera que invitaré a Sally Anderton. Además de ser excelente médico es una mujer tremendamente atractiva. Me gustaría contar con Gabe Greenaway, que es hidrógrafo naval; también Mildred, su hija, trabaja en biología marina en Woods Hole. Son viejos amigos, y excelentes compañeros a bordo... Por el momento, eso es todo. ¿Qué es lo que piensa usted? -No sé, todavía. Pero creo que necesitamos una comunidad con una cierta estructura. -¿Por qué dice usted eso? -Porque desde el momento que soltemos amarras y pongamos proa al Sur, nos convertiremos en un grupo amenazado. Navegaremos en aguas peligrosas y tendremos que enfrentar el riesgo de tormentas y naufragios, lo mismo que cualquier marinero. S¡ el grupo tuviera cierta estructura, cierto tinte de familia, podríamos reducir el riesgo. Por ejemplo, usted quiere que entre los pasajeros los sexos estén más o menos equilibrados, y sin embargo acepta sin dudarlo que seis muchachos de Kaua¡ suban abordo sin tejer pareja sexual. Creo que eso es peligroso, y que hay que reconsiderarlo... Durante un momento, pareció que Carl Magnusson estuviera a punto de estallar de furia, pero se dominó y declaró lisa y llanamente: -Dejemos algo en claro. Thorkild. En m¡ barco hay dos mundos: el de popa y el de proa. y el único puente entre ellos es el capitán. Hay cortesía, pero nada de tonterías comunitarias. La tripulación está en el barco para trabajar, y los pasajeros para disfrutar. -Eso lo entiendo, en las circunstancias que se daban antes.
Para su tripulación, el barco era una extensión de la casa y del empleo con usted; para sus pasajeros, era un crucero de placer.
Ahora, las definiciones han cambiado. Los pasajeros participan en una empresa que comporta tensiones y riesgos, una empresa cuyo verdadero propósito sólo puede serles revelado a medias, de manera que no podemos considerarlos como s¡ fueran a salir de vacaciones. Muy pronto tendrán que estar actuando como comunidad. Y para la tripulación, la definición cambia de manera todavía más tajante... -No veo por qué. -Déme tiempo para que se lo explique. Esté usted o no dispuesto a admitirlo. de hecho abordo de su barco hay una barrera racial y de clase. -¡Tonterías! -¿Ah, sí? En la tripulación, son todos polinesios, y sospecho que todos sus invitados solían ser haole... No, Magnusson, ¡escúcheme! Desde el momento en que recojamos a m¡ abuelo en Hiva Oa, la situación experimentará un vuelco espectacular. Tendremos a bordo un hombre sagrado -un kapu- que hace su último viaje, el que habrá de llevarlo junto a sus ancestros. Los muchachos de la tripulación lo reconocerán como tal, por más que hable un dialecto diferente y que haya dos mil millas de extensión marina entre Kaua¡ y Hiva Oa. Lo único que verá usted, y lo único que verán los otros, será un viejo de pelo blanco, con el pecho, la espalda y los brazos tatuados, y que no tendrá mucho que hablar con ninguno de ustedes. Pues bien, la forma en que ustedes se comporten con ese hombre, el camarote que le den, el respeto con que lo traten, todo eso afectará a la tripulación. Pero hay más. Cuando Kalon¡ Kienga nos abandone, y nos abandonará, porque la última parte de su viaje debe hacerla solo, el hombre sagrado, el kapu, seré yo.
Y eso también lo sabrá la tripulación, casi desde el primer momento. Y todas mis relaciones estarán dominadas por ese hecho...De manera que es mejor que tengamos bien en cuenta todo eso, ¿eh? Que estemos dispuestos a ser muy abiertos y flexibles. Y s¡ usted cree que no será capaz de tolerar lo que esto, socialmente, significa, entonces vale más que no sellemos el trato, sin ningún resentimiento... Era evidente que Carl Magnusson estaba incómodo. Atravesó cojeando el lanai, mientras gruñía y mascullaba, llenó un vaso de agua, se la bebió de un trago y después volvió y se enfrentó con Gunnar Thorkild. Su expresión era rígida y hostil. -¡Es usted un infeliz, Thorkild! Me sale con ese argumento porque yo no tengo manera de contestarle. Yo sé lo que significa kapu, pero no me interesa. Es algo que está fuera de m¡ mundo cultural... Es la actitud que he observado siempre ante todo el problema racial. Ustedes viven a su manera y yo a la mía... ustedes se casan entre ustedes, y yo con los míos. S¡ levantamos buenas empalizadas, seremos todos muy buenos vecinos. -En este caso -le contestó furioso Gunnar Thorkild-, estaremos todos viviendo en una misma y pequeña nave, amenazados por el mismo gran océano. ¡Por el amor de Dios! ¿Es demasiado pedirle a usted que respete a un hombre que está en posesión de dos mil años de historia y conocimiento ? En el Frigate Bird cuenta usted con todos los malditos recursos de navegación que puede ofrecerle la electrónica. ¡Pues le aseguro que Kalon¡ Kienga podrá llevarle a cualquier punto del Pacífico que se le ocurra nombrar, sin brújula siquiera! ¡Dios todopoderoso! ¿ Qué es lo que arriesga usted? ¿Acaso tiene miedo de que huela mal? Pues tiene razón. ¡M¡ abuelo come raíz de taro, y eso da mal aliento! Pero por lo demás, estará usted ante un hombre de talla diez veces mayor que la suya, Con una historia más larga que la de los Magnusson o los Dilligham, por más piñas enlatadas que hayan derramado ustedes sobre el mundo. ¿ Es eso lo que teme ? La boca de Carl Magnusson se torció en una leve sonrisa. -No, Thorkild, no es eso. Lo que temo es lo que suceda el día que usted, con razón o sin ella, no lo sabemos, pueda afirmar que todo ese conocimiento y ese poder han pasado a ser suyos. El ataque era brutal, pero Gunnar Thorkild no intentó defenderse. Durante largo rato se quedó inmóvil, con los labios fruncidos, los ojos semicerrados, la cabeza inclinada como un buda de porcelana, como s¡ se hallara afligido por el peso de las palabras de Magnusson. Cuando habló por fin, lo hizo con inesperada humildad: -Tiene usted razón, ciertamente. Una cosa es reclamar el poder. Otra cosa es tenerlo realmente, y naturalmente, no hay garantías de que yo no abusaré de él. En realidad, no sé qué decirle. N¡ lo sabré hasta el día que el mana de m¡ abuelo me sea transmitido... Perdón, pero... ¿entiende usted lo que significa mana? -Significa «espíritu». «alma»... algo así. -Algo así, pero no exactamente. Significa la emanación, la gracia de los grandes dioses, que hace el jefe lo que es, el gran navegante que es. Yo no lo he recibido aún, y no puedo decir qué me pasará cuando lo obtenga. De modo que tiene usted razón para temer, pero tampoco yo me equivocaba al decirle lo que le dije. Siento en los huesos que tenemos que concedernos la oportunidad de crecer juntos. Sólo usted puede decidir s¡ está dispuesto a comprometer ambas cosas en estas condiciones. Magnusson titubeó un momento, y después le tendió la mano. -Mantengo la oferta. No soy un hombre flexible, pero tampoco es usted fácil de tratar. Ambos tendremos que poner a contribución cierta paciencia. Dejemos el asunto por hoy, y volvamos a encontrarnos la semana próxima. -Venga usted a m¡ casa, señor Magnusson. Hay cosas que me gustaría mostrarle, y gente que me gustaría que conociera. -Tráigalas aquí. Actualmente, suelo salir muy raras veces. -Pues tal vez sea el momento de hacer un cambio –señaló tranquilamente Thorkild-. Para m¡ pueblo, es un insulto que un extranjero se niegue a entrar en la casa y compartir la comida. -En m¡ pueblo -respondió Magnusson con una sonrisa-, los buenos modales son raros... cada vez más raros. Llámeme para quedar de acuerdo, que iré con mucho gusto.

Cuando pasó por la casa de los jesuitas para dar las gracias a Flanagan, Thorkild se encontró con que el anciano se mostraba inquieto y lleno de dudas respecto de todo el asunto. Cuando le instó a que le explicara el porqué, dio mil vueltas, masculló para sí con acento irlandés, y durante diez minutos no dijo absolutamente nada. Después le acometió una jaqueca tal que hasta un simple susurro le hacía el mismo efecto que un martillazo en la cabeza. Un tanto aliviado después de un silencioso paseo por el jardín, empujado por Thorkild, consintió finalmente en hablar: -...Gunnar, hijo mío, se trata de esto. Hace mucho tiempo, cuando recolectaba dinero para las buenas causas... para la dote de la esposa de Cristo, como solía decir uno de mis piadosos superiores, yo iba siempre directamente a los peces grandes, a los que tenían el poder. No era necesario que fueran católicos, y hasta era mejor s¡ no lo eran. Un hombre así puede cerrar los oídos al mensaje y extender el cheque, y después se siente feliz con su generosidad... La táctica era muy hábil y casi siempre servía, porque cuando uno es rico y poderoso puede hacer lo que no pueden los pobres: arrojar las inversiones por la borda; calcular tanto para gastos generales, tanto para oropeles, tanto para mecenazgos, y su parte para cada uno de los dioses vigentes... el de los judíos, el de los episcopales, el de los católicos. Después, siempre se puede apostar un poco a los caballos, gastar algo en muchachas y hasta dar algo al sindicato, para el caso de que algún día se lo tengan a uno en cuenta... De modo que con un buen discurso, por lo general conseguía que picaran... Eso, exactamente, es lo que he hecho esta vez con Magnusson. Otras veces había recurrido a él. Hace mucho tiempo que somos amigos... de saludarnos. Claro que éste es el tipo de proyecto que a él le gusta respaldar, me dijo; y ahora tenía un especial atractivo para él... ¿No te has ido, Gunnar Thorkild; me escuchas? -Estoy aquí, padre. Simplemente, no entiendo por qué se preocupa. -Bueno, Magnusson me contó lo que le había pasado... el ataque y todo eso... y era como estar viendo en un espejo la pequeñez de m¡ propia mente. Fíjate que al principio, cuando tienes un ataque, te marchitas; después peleas. Es cuestión de testículos... esos pequeños testigos a los que invocas para demostrar tu hombría. Bueno, pues la pelea te hace bien, hasta el día en que te das cuenta de que en realidad, jamás la ganarás. Estás corriendo en desventaja una carrera contra el reloj. Es cuando empiezas a conspirar por la continuidad: a invocar el amor y la amistad, a comprar aliados, a establecer alianzas y tratados... y todo eso termina en el momento en que te ponen las monedas sobre los párpados y te cubren la cara con la sábana. Y eso tú lo sabes. De manera que te vuelves hacia dentro, en busca de esa pequeña y frágil alma vagabunda en la que hasta ese momento no habías pensado demasiado. Entonces, a veces tienes miedo y otras estás desesperado, porque al principio no ves más que oscuridad, y después sombras y fuegos fatuos y monstruos que erizan las plumas y te hacen sentir un frío sobrecogedor... Yo conozco todo eso, porque he estado allí. En tal situación, uno es peligroso, porque está acorralado y siente envidia y resentimiento, y a veces puede volverse destructivo... Pues bien, eso es lo que me inquieta respecto de t¡ y de Carl Magnusson. Sé que él está en el país de las sombras, y no estoy seguro de que tú seas el hombre capaz de manejarlo... Es posible que todo esto te suene a chino, pero... -Ya sé a qué se refiere -Thorkild se mostró de pronto preocupado y caviloso-. Algo de eso percibí hoy, pero no lo definí como usted lo ha hecho. Magnusson tenía que hacer una exhibición de poder. Quería fijar él mismo todos los términos de la alianza, y yo no estaba dispuesto a aceptarlos. Además, tenía miedo de lo que pudiera suceder cuando yo hubiera recibido el mana de Kaloni, el Navegante... -¿Dices que tenía miedo? ¿Estás seguro? -No. Dijo que tenía miedo... lo cual es diferente. Pensé que estaba advirtiéndome que no me metiera en algo que me queda grande; pero creo que eso no era todo. -¡Por mil demonios que no era todo! -exclamó con súbita vehemencia Flanagan-. ¡De ningún modo ! De pronto, Thorkild se inquietó por el anciano. Estaba tan excitado, se mostraba tan vehemente, que parecía que su frágil cuerpo no podría soportar la tensión. Thorkild procuró calmarlo con una sonrisa y unas palabras despreocupadas: -¡Tranquilícese, padre, que no es tan importante! -¡Es lo que a t¡ te parece! Pero te explicaré lo más hondo. Lo esencial del asunto. Yo sé lo que es el mana y la transmisión de la fuerza. Yo empecé de cero... de ser un chiquillo irlandés de Boston, con la camisa que se le salía de los pantalones. Me eduqué de la manera más dura: peleándome a puñetazos por los callejones y aguantando azotes cuando volvía a casa. Después entré en la Compañía. De pronto me había convertido en un ser sagrado... ¡un kapu! No podía casarme. Era un ser consagrado, y tocarme era sacrilegio. Estudié; año tras año, me fue transmitido el conocimiento. Después me ordené... Un hombre sagrado, el obispo, que recibió el mana del Papa, que recibió el mana de Pedro, el Pescador, quien a su vez lo recibió de Cristo, me impuso las manos y me dijo: «Ahora eres por siempre sacerdote. según el orden de Melquisedec». Y ahora soy un gran kapu. Doy la bienvenida al recién nacido y despido al moribundo. Convierto el pan en Dios. Perdono los pecados y doy prescripciones para la salvación. Tu mujer. s¡ la tuvieras, vendría a contarme lo que hace contigo en la cama, y yo le diría s¡ está bien o está mal. Una hermosa noche de primavera tú matas al Decano, y s¡ yo estimo que estás lo bastante arrepentido, te dejo en libertad, con la conciencia limpia, a salvo de la justicia de Dios y sin que se haya enterado siquiera la de los hombres. Es un don muy grande. ¡Son Dios y Flanagan tocando a cuatro manos! Entonces, ¿qué le pasa a Flanagan? Puede elevarse tanto, sentirse tan santo y tan poderoso, que llegue a pensar que es el propio Dios. ¡O puede ser que no soporte el peso y se dé a la bebida, y a seducir a las penitentes que acuden al confesionario! O s¡ no, procura librarse totalmente del mana... se convierte en un buen muchacho, en el conferencista y consejero del club, en Don Nadie, con una mentalidad tan amplia que los sesos se le salen por las orejas... ¡No te rías! Es la verdad. Un tipo como Magnusson, con todos sus millones, no puede acercarse siquiera a esa clase de poder, de modo que trata de comprarlo con una donación, de someterlo con un exceso de caridad... y yo ¡Dios me perdone! puedo hacer como que lo comparto con él. Es lo que intentará hacer contigo. Te llevará tan lejos, con su dinero y con su influencia, que un día te lo encontrarás subido sobre la espalda, como el viejo del mar, rogándote que le lleves al menos un poco más lejos... -¿Y entonces? -Entonces, tú procurarás hacerlo, porque piensas que el mana es lo bastante fuerte. Pero no lo es... n¡ puede serlo; porque el junco no es el que hace soplar el viento, y Gunnar Thorkild no es más que un hombre, con un corazón que le falla y una próstata que trabaja en exceso y un cerebro que estalla por efecto de las complicaciones y confusiones. -¿Qué es, pues, lo que usted me aconseja, padre? ¿Que suspenda todo? -Eso no puedes hacerlo, porque ya estás comprometido. -¿Qué, entonces? -Gunnar Thorkild, te amo como s¡ fueras m¡ hijo, pero no sé qué decirte. Recibirás el mana, pero te hará sufrir. La gente se apoyará en t¡ y tú te desplomarás bajo su peso. Volverán a alzarte, y los odiarás por la fe que tienen en ti. Tratarás de escapar de ellos, pero no te dejarán huir. Sólo Dios sabe lo que harás entonces. Y morirás rogándole a Él que te lo diga; o vivirás suplicándole a Él que te envíe la muerte, porque la carga habrá llegado a ser intolerable. -¡Vamos, padre, tranquilícese! Está usted armando una tormenta en' un vaso de agua. Flanagan hizo un débil esfuerzo por recobrarse. -¡Es cierto, hijo! S¡ es lo que me dijeron los médicos, ¿no es eso? Que tendría crisis y explosiones... No me hagas caso. Estoy descargando m¡ malhumor sobre ti. Será un viaje maravilloso, y yo estaré aquí para darte la bienvenida cuando regreses. Ahora, llévame adentro, que ya casi es hora de ir a la capilla.

El apasionado arranque del anciano le dejó preocupado. Removió viejos recuerdos que volvieron a acosarle, como espectros venidos de tiempos antiguos. Le hizo bien el razonamiento brusco y grávido de sentido común de James Neal Anderson, que veía toda la situación como una solución impecable para una crisis diplomática. -Francamente, Gunnar, me parece inmejorable. Magnusson ha sido un destacado benefactor de la Universidad, de modo que para mí es fácil disponer que se te conceda permiso sin que parezca un soborno para tu orgullo herido... El hecho de que el viaje se anuncie como un crucero de estudios, en vez de presentarlo como un sensacional intento de reivindicar tu reputación, suaviza también la situación en la Universidad y, te lo digo francamente, te sitúa a t¡ en una posición mucho mejor frente a la Administración. -Estar bien patrocinado es una gran cosa, ¿no te parece, James? Anderson estaba ese día lo bastante relajado para disfrutar del chiste. -Siempre que puedas tener contento al que patrocina... y más s¡ es el patrón del barco. A propósito, ¿ cómo vas a elegir los estudiantes que irán en el crucero? -Un número igual de varones y chicas, elegidos sobre la base de sus conocimientos académicos, su capacidad para la investigación y sus posibilidades de adaptarse a situaciones sociales anormales. -Y eso, ¿ quién lo decidiría ? -Yo. -¿Crees que es prudente? -Es necesario. -Un consejo de alguien que ya se ha dado muchos golpes. Toma tú las decisiones, pero deja que el responsable sea otro. -En este caso, ¿quién? -El patrón; Magnusson. -¿ Y cómo consigo que asuma la responsabilidad? -Haz llenar solicitudes; prepara una lista de una docena de candidatos, organiza sus informes y preséntaselos a Magnusson. Asegúrate de que elige a la gente que tú quieres, y déjalo que sea él quien anuncie a los elegidos. -¡Estupendo... ! Siempre que lo haga. S¡ empieza a cambiar el juego, estoy listo. -¿Por qué ha de cambiar el juego? -¡Para ponerme en m¡ lugar! Anderson se rió desaforadamente, ahogándose con el whisky. -Esto sí que me gusta... Por fin estás aprendiendo... ¡Tantos años como llevo intentando enseñarte diplomacia, y Magnusson lo consigue en una sola lección ! Thorkild le miró con una sonrisa maligna. -¡Ahora verás s¡ la he aprendido, James! Yo pido que llenen las solicitudes, y preparo la lista preliminar. Usted, señor Decano, elige los candidatos finales que tendrá que aprobar Magnusson... teniendo en cuenta, naturalmente, que sean todos los que yo prefiero. -¿ Y por qué, profesor Thorkild, tengo yo que entrar en esa conspiración? Cuando ustedes estén en su alegre crucero, yo seguiré aquí, ocupándome de los estudiantes y la Facultad. Al decirlo se reía, pero Thorkild ya no se divertía. Su respuesta fue meditada y sombría. -James, tú eres un buen amigo, y no quiero molestarte más de lo indispensable. Pero, de una manera o de otra, he de conseguir a la gente que yo quiera. ¿ Por qué? Porque sé que el mar es grande y traicionero; porque ahora que me he comprometido, tengo que hacer frente a un misterio tribal que para mí es inexplicable... Tengo miedo de lo que voy a hacer, por más que sepa que debo hacerlo. Y como tengo miedo, necesito todo el apoyo que pueda conseguir, de gente que conozco, de gente por la que siento afecto y en la que puedo confiar porque antes me han respaldado, en situaciones íntimas. Ellos tienen que saber que corren un riesgo, aunque yo no les pueda decir en qué consiste porque yo mismo no conozco todos los riesgos. James, sé que me estoy expresando mal, pero... -Estás dando rodeos -precisó Anderson-, y yo me merezco algo más. -Es que no hay nada que contar. Todo es simplemente una telaraña mental. -Pues entonces, háblame de la telaraña. -Creo que me bebería otra copa. -Cuando la hayas pagado. -Por lo menos, hazme una promesa. -¿Cuál? -Que como es una telaraña, y yo estoy tontamente asustado, la cosa quedará como un secreto entre tú y yo. -De acuerdo. -Creo que la isla existe. Y creo, cada día con más intensidad, que la encontraremos. Lo que pueda suceder entonces es lo que me inquieta. -¿Por qué? -De todos los grandes navegantes que han ido a ese lugar, ninguno ha regresado... y eso es todo. ¡Punto! y s¡ te ríes de mí, James, te romperé la botella de whisky en la cabeza. -No estoy riéndome. Estoy pensando cuando y como harás para decir eso a la gente que vaya contigo... y cuando se lo digas, ¿cómo lo tomarán? y s¡ se lo toman mal, ¿qué vas a hacer con ellos? -Por eso es imprescindible elegir a los candidatos adecuados. -Eso está claro. Gunnar Thorkild exhaló largo suspiro de alivio. -Por lo menos, tu lo entiendes. -¿Por qué no habría de entenderlo? -Sabe Dios. Sospecho que, hasta ahora, he contado contigo sin reservas. Eras m¡ amigo. Estabas ahí... lo siento. -M¡ mujer solía tener un cuaderno de recortes -de pronto, Anderson se mostró remoto, como s¡ el tema hubiera perdido importancia-. Solía copiar las cosas que le interesaban. Tenía una hermosa letra, una especie de escritura gótica, que simplemente al verla producía placer. Cuando murió, no me sentí con fuerzas para conservar el cuaderno, y lo quemé. Sin embargo, recuerdo cosas, fragmentos, frases, uno o dos versos. Había una poesía que copió un par de meses antes de morir. ¿Cómo empieza...?

Extraño, ¿ verdad? que de los millares que ya antes pasaron la Puerta de la Oscuridad...

...siempre me gustó esa frase: la puerta de la oscuridad. Me parecía que prometiera la existencia de una luz al otro lado. Pero el viejo Omar no decía nada de eso. El poema termina:

...nadie regresa para revelarnos el Camino que habremos de recorrer para descubrirlo.

Y con eso lo dice todo, ¿no te parece? -Para mí, no, James. Para m¡ pueblo no. El camino es conocido, y el punto de llegada también. El conocimiento no retrocede; se sigue transmitiendo desde los altos dioses que son el comienzo de todo. Es lo otro lo que no se dice... el después. -El después es lo que tú haces de él -se impacientó, ásperamente, James Neal Anderson-. Eso lo aprendí cuando murió mi mujer. Uno vive un minuto tras otro, una hora, un día, El futuro es lo que sueñas. La realidad no es más que el presente... el momento en que el corazón late. Lo demás, son telarañas mentales. -No sabía que hubiera sido tan duro para ti. James. -Hay algo más que nunca has sabido. Gunnar. Que te he envidiado, y que te envidio. En m¡ mundo vivimos encerrados en cápsulas de plástico, de las que queremos salir, pero no nos atrevemos. -No te engañes -advirtió secamente Thorkild-. Todos somos prisioneros... de nuestros genes, de nuestra historia, de nuestros largos sueños ancestrales. Creo que esa es la razón por la que yo estaba tan ansioso de obtener esa cátedra. Así podía escapar de m¡ pasado, encerrarlo detrás de una pared de plástico. Ahora tengo que hacerle frente, recibirlo en m¡ interior como una emanación del último hálito de un anciano... ¿Ya me he ganado la copa? -Yo beberé contigo... Y antes de que los dos nos emborrachemos, sería mejor que escribieras los nombres de los que tú deseas como acompañantes.

Le esperaba aún otro enfrentamiento, y para ése se sentía menos preparado. James Neal Anderson bien podía vivir en su cápsula de plástico; Flanagan, S. J. había vuelto de su país de las tinieblas a una resignación crepuscular; pero Martha Gilman se había encerrado bajo llave en un palacio de hielo, del cual no la tentaban a salir n¡ añagazas n¡ discusiones. Todo en su vida tenía un aire defensivo: su manera compulsiva de trabajar, el desaliño de su aspecto, su tajante manera de hablar, la dura disciplina con la que reprimía la rebeldía de su hijo. Martha soportaba la vida como s¡ fuera un cilicio, un secreto castigo por el hombre con quien se había casado demasiado pronto, ya quien demasiado bruscamente había abandonado a las drogas y la muerte. Sin embargo, en ella había pasión y una temerosa nostalgia, que en ocasiones la hacían vulnerable y la dejaban después profundamente resentida. Ante Gunnar Thorkild se había presentado primero como una posible conquista, después como objeto de compasión y, sólo mucho después, como compañera de las horas de calma. Una vez, solamente, habían estado a punto de llegar a ser amantes, y en esa ocasión había sido Gunnar quien había retrocedido, súbitamente consciente y temeroso del peso que cada uno significaría para el otro. Ella necesitaba sentirse atada, Gunnar quería ser libre. Martha exigía que la conquistaran y él necesitaba el amor fácil y libre de la gente de la isla, con sus juegos en la playa y a la luz de la luna y una sonrisa de bienvenida para el nuevo día. Todo acabó en una tregua, inquieta pero sostenible, afectuosa pero siempre un tanto irritante, los dos constantemente en guardia aunque protegiéndose mutuamente. Martha Gilman le obligó a reconocer y a valorar la realidad de esa otra parte de sí mismo que era lo que tenía de haole. Era ella quien le situaba frente al compromiso, al cumplimiento de su contrato con la sociedad que le pagaba sus estipendios y le confiaba la mente de sus jóvenes. Lo que él a su vez le ofrecía era más difícil de definir: un poco de calor en el palacio de hielo, una ventana abierta al sol, un guiño de picardía para la mujer que se ocultaba bajo la negra coraza de la viuda laboriosa. Para Mark, el niño, Gunnar era un compañero masculino, un consejero informal, el que en ocasiones le ponía bruscamente en su lugar, lo cual era aceptado por el chico sin resentimiento. Y podría haberle dado más, pero Martha rechazaba rápidamente cualquier intromisión en su autoridad. Era una relación extraña, que se prestaba a todo tipo de habladurías y bromas festivas, pero Gunnar no podía hacerla de lado de la noche a la mañana y sin reminiscencias. Por eso, cuando ya había terminado sus clases del día, telefoneó a Martha Gilman para invitarla a cenar. Ella protestó, como siempre lo hacía, y después se dejó convencer, siempre que la noche no se hiciera larga n¡ pesada, y que hubiera un número donde Jenny pudiera telefonearle en caso necesario. Gunnar se comprometió a todo eso bajo juramento, y le prometió que pasaría a buscarla a las siete para beber un cóctel, y que le dejaría conducir a ella s¡ él se excedía en la bebida. Después llamó a Anna Wei, en el Manchú Palace, le encargó una mesa para dos y su mejor cena... y se preguntó pesarosamente por qué daba semejante rodeo para conseguir una recompensa tan pequeña. Quien le abrió la puerta fue una Jenny regordeta, agradable y domesticada, con rulos en el pelo, una tableta de chocolate en una mano y una novela de edición de bolsillo en la otra. -¡Hola, profe! Adelante. Martha se está vistiendo, y Mark haciendo los deberes. No puede ver la televisión hasta que no haya terminado. -¿Qué tal van las cosas, Jenny? -Estupendo, realmente... ahora que he conseguido organizar a Martha. -¡No me digas! -Llegamos a un acuerdo. Yo no limpio el estudio de ella, y ella no desordena la casa. Mark me pertenece desde que desayuna hasta que ha terminado los deberes. Después, está con Martha. -¿No lamentas haber venido? -Me alegro. He descubierto que en realidad soy una gata doméstica. ¿Quiere una copa ? -Yo me la preparé. ¿Cómo ha reaccionado Mark ante la nueva situación? -Perfectamente. Yo soy la hermana mayor. Y ahora que Martha no está todo el día fastidiándole, el chico ha demostrado que tiene sesos, y es mucho más fácil de tratar. Martha dice que si quiero puedo volver aquí con el bebé. -¿Y tú quieres? -Tal vez. Inventamos un chiste. Con dos familias en las que falta un padre se hace una familia completa. Yo... me siento cómoda, profe. No quiero pensar demasiado en el futuro. -Eso merece un brindis, Jenny, preciosa. -¡Hola, Gunnar! -Mark Gilman entró, saludó despreocupadamente y entregó su cuaderno a Jenny para que se lo revisara-. Ya puedes mirarlo, Jenny .El programa empieza dentro de cinco minutos. Jenny le despeinó afectuosamente el pelo. -Creo que te has olvidado de algo, pequeño. -¿De qué, por ejemplo? -Por ejemplo, de decir "por favor, Jenny". -Por favor, Jenny. Mientras tomaba su bebida, Gunnar Thorkild los miraba; la niña-madre y el muchacho-niño se inclinaban juntos sobre el libro, y él se sintió de pronto emocionado por la dulzura del momento. Después entró Martha, y Gunnar se maravilló también de cómo había cambiado ella. Estaba elegantemente peinada y llevaba un vestido nuevo. Su antiguo aspecto entre complacido y cauteloso había desaparecido. En su sonrisa y en su saludo había una suavidad que resultaba totalmente nueva para él. Martha se ruborizó al sentir su mirada, y le preguntó : -Bueno, ¿te gusta o no? -¿Qué? ¿El vestido o la mujer? -Lo que sea. -Los dos... ¿Una copa? -Cómo no. Gunnar se tomó tiempo para prepararla, por miedo a que una palabra inoportuna destruyera la frágil armonía del momento. -¿Adónde vamos? -le preguntó Martha. -A Manchú House. Anna We¡ está preparándonos su mejor cena. -¿Qué es esto, una celebración? Gunnar levantó su vaso en dirección a Jenny y al chico. -Es una ocasión especial. Esta noche tienes mejor aspecto que nunca. -Gracias a Jenny... y a ti. -Está todo incluido en el servicio, señora. -¿Cómo van tus planes? -Oh, siguen adelante. Ya te contaré. -Qué misterioso. -No hay ningún misterio. Es una larga historia, y será más fácil contarla mientras comemos. ¿Cómo va tu trabajo? -Todavía estoy sobrecargada, pero ahora me organizo mejor. Oye, quería disculparme contigo por lo de la otra noche. Me sentía aturdida y desdichada, pero realmente no tenía derecho a decir todo lo que te dije. -Yo no lo oí. -¡Pues la próxima vez, gritaré! Soy una mujer que exige que se la oiga. -Pues esta noche, Martha Gilman, vas a escuchar... y s¡ quieres hablar, que sea con miel en los labios. ¿ Prometido? -Lo intentaré. -Bébete eso, despídete de la familia y vamos. Mientras el coche avanzaba en la noche tibia, Martha se recostó, relajada, con los ojos cerrados para protegerse del resplandor de las luces que venían en sentido contrario, y empezó a musitar frases inconexas, tan ajenas a su estado de ánimo habitual que parecía que fuera otra mujer. -...Qué semana tan rara... Esa Jenny, que parecía una insignificancia, una nada, y en un día ha cambiado m¡ vida. Uno nunca lo piensa, mientras no lo ve de cerca... pero una chica necesita agallas para tener un hijo sin padre... Traté de convencerla, pero me ganó... Dijo que ella no es ninguna inútil; que s¡ yo no estaba de acuerdo, se iría, pero s¡ se quedaba, tenía que trabajar, y eso no podía hacerlo s¡ yo seguía interfiriendo en todo... Me hizo reír. Y cuando la v¡ con Mark, me hizo llorar... Cuando murió el padre de Mark, juré que jamás en la vida volvería a llorar por nadie ni por nada... Ojalá se quede; para Mark sería bueno que hubiera otro niño en la casa...y creo que a mí también me haría bien. Ya estaba empezando a sentirme como un dragón femenino, pero no podía controlarme; no sabía cómo... Eres un excelente amigo, Gunnar; y en realidad, nunca te lo he agradecido... -Pues me alegro de que pudieras llorar -se mofó gentilmente Gunnar-, pero ahora, sécate los ojos y empólvate la nariz, porque Anna We¡ es implacable con mis mujeres, y esta noche me gustaría demostrarle que tengo buen gusto. El reservado era íntimo y estaba en penumbras. La cena de Anna We¡ fue larga y ociosamente saboreada, y cuando la hubieron terminado, Gunnar había contado a Martha casi todo lo referente al inminente viaje; únicamente no había mencionado sus propios temores ante el resultado. Martha mantuvo su promesa: escuchó, sin hablar casi, hasta que él hubo terminado, y después le dijo, en voz baja y formal, que se alegraba por él, y le deseó la mejor buena suerte y confesó que le echaría de menos cuando se fuera. Levantó su copa para brindar por el viaje, y después los dos se quedaron inmóviles, frente a los últimos sorbos de vino, esperando cada uno a que el otro hablara. -Qué idea tan estúpida -dijo finalmente Martha Gilman-. Pero me gustaría ir contigo. -Pues podrías hacerlo. -No es imposible y tú lo sabes. Está Mark, y ahora está Jenny. Y me he pasado cuatro años afianzando un negocio que nos permite vivir cómodamente. S¡ fuera solamente por mí, lo echo todo por la borda mañana mismo. Pero no puedo, y se acabó. -Otra vez estás frunciendo el ceño, Martha Gilman. Me gustas más cuando sonríes. -¿Así es mejor? -Mucho mejor. ¡A ver, mírame! -Te estoy mirando. -Ahora quédate callada y escucha. -Estoy escuchando. -Pues, no te lo estoy diciendo por compromiso, y sería una maravilla que... Te lo digo de verdad, Martha. S¡ quieres venir en: este viaje, te llevo. Y pueden venir también Mark y Jenny. Soy yo quien dispone de los lugares, de manera que la oferta es clara e inequívoca. Cuando regresemos, yo te ayudaré para que inicies de nuevo tu negocio. S¡ no regresamos... y te pondré al tanto de todos los riesgos y posibilidades... pues entonces, lo único que puedo decir es que compartiré contigo todo lo que suceda, lo bueno y lo malo... Martha le miraba, boquiabierta, con absoluta incredulidad. Sacudió lentamente la cabeza, de un lado a otro, como s¡ quisiera despejársela de brumas y de ruidos. Después empezó a reírse, en forma suave pero incontrolable. -¡Dios mío! Simplemente, no lo creo. -Ya te lo he dicho... es la verdad. -Pero, ¿por qué? ¿ Por qué has de cargar, entre tanta gente, precisamente con una viuda, un chico de once años y una embarazada? ¡Es una locura ! -Es posible que todo el plan sea una locura... los antiguos dioses, la isla de los navegantes, el sueño de Magnusson de encontrar una tierra nueva antes de morir, que yo sea el heredero del mana... Pero supongamos que no lo fuera, ¿eh? Supongamos que llegamos y hallamos ese último lugar virgen que hay sobre el planeta. Pues conmigo llevaría todo el futuro: una mujer, un niño, una muchacha con el mañana en el vientre... Era así como se viajaba antaño. Y como siguen haciéndolo los pueblos migratorios: con plantas, animales y niños... Aunque tú no fueras, cariño mío, habría toda una tribu a bordo del Frigate Bird. ¿ Por qué no unírtele ? ¿ Por qué no permitir a tu hijo que viva una aventura que recordará durante toda la vida ? ¿ Por qué no dejar que a esa muchacha la traten como no la tratarían jamás en un medio ciudadano? -Tal vez no quiera venir. -Pregúntaselo. El verdadero problema es s¡ quieres venir tú. -¿ Por qué yo? ¿Por qué no otra cualquiera de tus mujeres? -Porque tú eres artista, eres buena cartógrafa, y yo necesito alguien que se ocupe de m¡ archivo. ¿No te parece razón suficiente ? -No. Hay artistas mejores, más baratos y sin hijos. -Dame otra razón entonces. -El viaje es largo y necesitarás una amante. -Hay otras, más baratas y sin hijos. -Qué infeliz eres. Gunnar se rió y le apoyó sus manazas sobre las muñecas, hasta inmovilizárselas sobre la mesa. -¡No juguemos a engañarnos, Martha! No importa lo que signifique, tú y Mark sois para mí lo más próximo a una familia... y no me refiero a una célula pequeña y egoísta, sino a una gran entidad cordial y próxima, que se ama y que riñe, donde todas las puertas están abiertas y todo el mundo mete los dedos en el mismo tazón de poi. Yo sé que hay personas a quienes no les parece bastante excluyente o bastante posesiva... y tal vez para t¡ no lo sea, pero es lo único que yo conozco, la única situación en que me siento cómodo y feliz... No es algo que haya imaginado para ti. Lo mismo le dije a Magnusson. Es muy sencillo. -¿Estás seguro, Gunnar Thorkild? -Tú querías razones. Ya las hemos dado. ¿Qué más quieres? -Podrías decir que me amas. -Sí, podría decírtelo... y entonces querrías saber cuánto, y por qué, y cuál es la diferencia entre las otras mujeres y tú, y qué pienso hacer al respecto... Y yo no sabría qué decirte. -¿Porque estás asustado? -No; porque estoy dividido. En mí hay uno que se remonta vuelve a los ancestros... y el viaje es largo y oscuro, y él no puede responder ante nadie de lo que pueda suceder en el camino. Y hay otro, otro yo que está aquí, para quien todas las mujeres son compañeras de juego y que no conoce a ninguna a quien pueda llamar suya. Y para quien, valga lo que valga, y probablemente no es mucho, la más próxima y la más querida eres tú. -Y, sin embargo, n¡ una sola vez me has propuesto que me acueste contigo. -¿Me habrías aceptado? -No estoy segura. Probablemente te habría usado como uno de esos muñecos para hacer brujerías, y te habría llenado de alfileres. -Todavía es posible que tengas ganas de hacerlo. -Ya lo sé. Hace tanto tiempo que vivo replegada en mí misma, que es difícil perder el hábito. Me meto con Mark, contesto mal por teléfono, tiendo pequeñas trampas para que los hombres caigan en ellas, y después me pregunto por qué estoy haciendo que los vivos paguen por los muertos. -Pues yo te ofrezco la terapia más antigua del mundo... un largo viaje por mar . -Déjame que lo piense, y que hable con Mark y con Jenny. -No puedo darte demasiado tiempo. S¡ vosotros no venís, tendré que pensar en otros. -¿Cuándo quieres saberlo? -Mañana por la noche. Voy a dar una fiesta, en m¡ casa. Si queréis uniros al Frigate Bird, venid los tres. Y s¡ decidís no venir, nadie ha hecho daño a nadie, y seguimos todos amigos... Bueno, te prometí que la velada sería breve... -Creo que me gustaría tomar una última copa en alguna parte. -Desde luego. ¿Adónde quieres ir? ¿Al bar Descalzo? -¿Por qué no a tu casa? -Porque s¡ no fuera usted tan retorcida, señora Gilman, sabría que no se cobra recargo por la familia. Alguna otra vez, ¿eh? -Gracias, señor Thorkild. ¡Muchas, muchísimas gracias!

La noche de la fiesta, Carl Magnusson llegó una hora antes que los otros invitados. Había varias cosas de las que quería hablar, dijo, y además le molestaba profundamente entrar en un salón lleno de gente. El necesitaba irlos absorbiendo de a poco, uno por uno. Molly Kaapu y Dulcie ya estaban allí, preparando los platos y las bebidas, y hubo un momento teatral cuando Molly se quedó mirando fijamente al visitante y después soltó una risita, larga y ronca. -¡Pero, mírale! ¡El pequeño Carlie! Vaya, vaya, ¡y cómo ha crecido! ¿Es que no me recuerdas, Carl Magnusson? Yo trabajaba en tu casa cuando tú eras un niño... ¡Y vaya cómo me perseguías por toda la casa! Magnusson, que la miraba con incredulidad, acabó soltando, también la carcajada. -¡Por Dios! ¡Molly Kaapu! ¿Qué demonios estás haciendo aquí? -Trabajo para él. Esta es Dulcie, m¡ hija. S¡ no hubiera sabido escaparme tan bien, podría haber sido tuya. El encuentro puso de buen humor al anciano, que recorrió la habitación con mirada aprobatoria. -Tiene usted una preciosa casa, Thorkild -comentó. -Si... a mi me gusta. -Yo no puedo soportar el desorden y el amontonamiento. -Lo mismo me sucede a mí -He ahí una buena bebida. -¡Salud! -La gente que viene esta noche... ¿son las personas que usted propone para el viaje? -Exactamente. -Y s¡ alguno de esos no me gusta, ¿qué sucede ? -Hablamos después, en privado, y me dice por qué. -Me parece bien. ¿Quiere decirme algo de ellos? -Usted ya ha visto sus antecedentes académicos. Hay otros tres de fuera, de quienes usted no sabe nada. Pero preferiría que los conociera sin ningún prejuicio y formara su propia opinión. Cualquier cosa que yo dijera en este momento podría ser tomado como un interés especial. -Pues hablemos de la isla. -Cómo no. -He estado estudiando los documentos de usted, y sus fuentes de referencia, y haciendo algunas conjeturas y cálculos por m¡ cuenta. Me gustaría verificarlos con usted. ¿Tiene alguna carta del Pacífico? -Varias. Voy a buscarlas. -No. Preferiría que nadie más sepa de qué estamos hablando. ¿No podemos trabajar arriba? -Bueno... no hay inconveniente. A Magnusson no se le escapó la momentánea vacilación. Pero no dijo nada. Thorkild le condujo a su dormitorio y sostuvo la puerta mientras el anciano entraba. Magnusson se adelantó hacia el centro de la habitación y allí se quedó un largo momento, recorriendo con los ojos la austera habitación, que parecía una celda. -Así que vive usted solo, ¿eh? -comentó lacónicamente. -Aquí, sí. -Y yo me estoy entrometiendo. Perdón. -Usted es m¡ invitado. M¡ casa le pertenece. -Gracias. ¿Qué cartas tiene usted ? -Las de la Armada francesa, la de los Estados Unidos, y una carta del Almirantazgo británico, que para nuestros propósitos es la que tiene mayor utilidad. -¿Por qué? -Porque demuestra lo fácil que sería pasar por alto una pequeña masa terrestre. Se dirigió a la pared del fondo de la habitación y desenrolló una carta del océano Pacífico, montada en tela, que estaba ocultada por una moldura. El sobrescrito rezaba: 5128 ( ó) June-Routeing Chart, South Pacific Ocean. La carta era un laberinto de líneas, cada una de las cuales señalaba una línea de navegación y la distancia en millas náuticas: Suva a Panamá, 6.323 ; Honolulú a Valparaíso, 5.912; Apia a Tahití, 1.303... El entrecruzamiento de los recorridos dibujaba sobre la superficie del mapa múltiples formas geométricas, grandes y pequeñas. Magnusson estudió la carta durante unos momentos y se volvió hacia Thorkild: -Ahora, indíqueme el lugar donde cree que se encuentra su isla. Thorkild tomó un lápiz del escritorio y con la punta marcó Papeete, en las Islas de la Sociedad. -Empecemos desde aquí. Al Sudoeste está la ruta de Papeete a Wellington. Al Sudeste, la que va de Papeete al Estrecho de Magallanes. Entre ellas hay un gran triángulo en blanco, donde no se ve ninguna ruta, hasta que uno tropieza con la línea que va desde Panamá a Sydney... esa línea que pasa allí, al sur de la isla de Marotiri. ¿ Me va siguiendo usted ? -Le sigo –respondió Magnusson-, y estoy esperando a oír los argumentos. -Muy bien. Primer argumento, de carácter muy general. Un gran espacio en blanco en el mapa, fuera de las rutas aéreas y de navegación. Segundo argumento, más interesante. Todas las leyendas dicen que la isla está más allá de la senda de A' a, la resplandeciente. Se refieren a Sirio, la estrella del Can Mayor, cuya órbita se encuentra a unos 17 grados de latitud sur. Está también más allá de la brillante senda negra del dios Kanaloa, que es el Trópico de Capricornio, a 23° 27' al Sur. Mire usted el centro del triángulo vacío. Está a unos 30 grados al Sur, de modo que coincide con la leyenda. Ahora... -Thorkild empezó a trazar una serie de líneas en la carta-. Estas son algunas de las rutas conocidas de los navegantes polinesios. Todas ellas atraviesan ese triángulo vacío... -Entonces, ¿por qué no hay constancia de colonización n¡ de asentamientos? -Esa pregunta no es correcta, señor Magnusson. Hay constancia, pero oral y legendaria, porque los polinesios no conocían la escritura. Lo que no existe es un relato referente a su vida o a su pueblo. Pero es lo mismo que sucede con Pitcairn. Cuando Fletcher Christian llegó allí con sus amotinados, no encontraron habitantes, sino reliquias de una ocupación anterior... -se interrumpió y se volvió hacia Magnusson con una sonrisa burlona-. Usted dijo que había sacado sus propias conclusiones. ¿ Tienen algo en común con las mías? -Lo bastante como para hacerme creer que nuestro viaje vale la pena. -¡Bueno! Entonces, por lo menos evitamos un motivo de discusión. Magnusson le dirigió una larga mirada de soslayo. -¿Y por qué habríamos de discutir, señor Thorkild? -Lo ideal sería que no lo hiciéramos; pero los dos somos hombres capaces de hacerlo. Creo que es importante que antes de partir despejemos el camino de todos los temas de discusión posibles. -¿Se le ocurre a usted alguno en este momento? -Específicamente, no; pero podemos probar con algunos. Si no entendí mal, su intención sería anexionar esta isla a los Estados Unidos, ocuparla, y reclamar para nosotros los derechos territoriales. -¡Exacto! Y, a menos que intervenga algún kapu de allí, ¿estará usted de acuerdo? -Sí. Por eso he elegido gente joven, hombres y mujeres a quienes considero capaces de abrirse a una nueva vida, y de continuarla s¡ quedaran solos. -¿Verdaderos colonizadores? -Pero sin intención de adueñarse. S¡ el lugar estuviera ya ocupado por un pueblo indígena, no reclamamos derecho alguno sobre ellos, porque no tendremos ninguno. -Creo -dijo lentamente Magnusson- que me gustaría beber otra copa mientras pienso sobre todo esto. Cuando Thorkild volvió a subir con la bebida, encontró a Magnusson apoltronado en la silla, leyendo uno de los textos manuscritos de sus clases. Magnusson cogió el vaso con aire ausente, masculló unas palabras de agradecimiento y siguió leyendo. Al cabo de un rato levantó los ojos. -¿Todo esto es material original? -preguntó. -A menos que estén indicadas las citas, sí. -Este pasaje, por ejemplo -Magnusson volvió a tomar el manuscrito y empezó a leer-: «El horizonte oceánico es vasto. La isla como hábitat es pequeña. Su frontera es el arrecife exterior. La comunidad vive confinada y es endógama. Sus actividades son tradicionales, repetitivas, moduladas según el tiempo y el ritmo del océano. Se aclaman las hazañas: la del nadador resistente, la del pescador ingenioso, del cantor o del hábil navegante. Pero no es cuestión de conseguir una hazaña, tal como lo entiende el hombre continental y metropolitano. ¿Qué es lo que hay que lograr ? El rango se adquiere por nacimiento. Los privilegios sólo corresponden a la gente de rango. Y ¿ qué hay que se pueda poseer, cuando lo que se cultiva o lo que se caza se consume en la comida siguiente? Claro que s¡ se introducen en este sistema elementos nuevos y ajenos, los cambios son rápidos, y a veces catastróficos...» -Magnusson interrumpió la lectura-. Me gusta eso, Thorkild. Y empieza a gustarme usted también. Acepto su argumento. Donde no tenemos derechos, no nos metemos. -Gracias. -Y estuve reflexionando respecto a la tripulación. Dos de mis muchachos están casados. Les dije que pueden llevar a sus mujeres, siempre que ellas trabajen. Los otros dos sólo tienen ojos el uno para el otro. Pero hay un pequeño problema. Me he quedado sin cocinero, porque el que tenía se contrata por cruceros, pero no para un viaje largo. -Molly Kaapu es buena cocinera. -Es una vieja ruidosa y alcahueta, y ocupa demasiado espacio. Sin embargo, será más fácil convivir con ella que con un extraño. Primero trataré de encontrar a alguien y en caso negativo, puede usted ofrecerle el trabajo. Parece, Thorkild -sonrió divertido-, que se va usted a salir con la suya. ¡Estamos en camino de convertir el barco en una perfecta Arca de Noé ! Realmente, va a ser un cambio, s¡ pienso en tanta gente aburrida como he llevado. Por más que le tuviera sobre ascuas, Thorkild no podía dejar de reconocer la habilidad del anciano. Era como un pescador experto, que deja correr al pez espada para después acortarle el hilo, por sorpresa, clavándole mejor el anzuelo en la mandíbula. Y en el juego no había malicia. Era un arte consciente, preciso, decidido, en busca de su satisfacción y totalmente despiadado. Para la fiesta, por lo tanto, puso en práctica su propia táctica, simple y elemental. Por experiencia sabía que el impacto de las mentes jóvenes, el empuje de una personalidad ansiosa de afirmarse, solía ser fuerte, y a veces desconcertante. Dejaría, por tanto, que Magnusson recibiera sin atenuantes el embate, que interpretara él solo los gestos y la jerga, soportara los silencios y respondiera a los desafíos, torpes o sutiles, de sus jóvenes contrincantes y de las muchachas que les acompañaban. En cuanto a él, no intervendría más que para ofrecer bebidas y para ocuparse de aquellos que eran demasiado locuaces, de manera que los más callados tuvieran ocasión de hablar. Sólo se erigiría en abogado de Martha Gilman y de Jenny y, s¡ era necesario, las defendería con tenaz suavidad. Creía que al final, envejecido y disminuido como estaba, Magnusson sería el primero en ceder. Se movía en un terreno que le era extraño; la novedad y el número de sus interlocutores se pondrían en contra de él. Por lo que se refería a los alumnos, eran un grupo heterogéneo en el cual había personas muy interesantes. Estaba Franz Harsanyi, hijo de inmigrantes húngaros, un muchacho larguirucho y desmelenado, con gafas de cristal de roca, que trabajaba en un estudio comparativo de los sesenta y tantos dialectos polinesios. Estaba Adam Briggs, un negro de Alabama, que estudiaba gracias a la Ley de Integración racial obligatoria y que, por una secreta razón, se interesaba por los derechos de la tierra y su transmisión en virtud de un acuerdo verbal entre los archipiélagos. Otro de los muchachos era Hernán Castillo, en parte malayo, en parte español, hijo de un cervecero de Manila. Aunque no fuera un estudiante brillante, era un estupendo artesano que había hecho con sus propias manos una colección de miniaturas de naves polinesias, perfectas hasta el último detalle. El último de los miembros varones era Simón Cohen, que pese a su aspecto de trapero era en realidad un ardiente musicólogo, con una avidez por la recopilación de melodías, canciones y danzas que le había valido una beca de la UNESCO. Las tres mujeres formaban igualmente un grupo incongruente: Mónica O'Grady, una muchacha de San Francisco, de ojos tristes y cara de caballo, malhablada y apasionada por la artesanía prehistórica y los artefactos de piedra; Yoko Nagamuna, de Okinawa, que con su aspecto de muñeca estudiaba con igual fervor la nutrición y el mercado matrimonial; y la sorpresa final, Ellen Ching, mitad china, mitad hawaiana, que se autofinanciaba los estudios de botánica del Pacífico bailando hulas para los turistas. Entre ellos había algunos amigos. Hasta donde Thorkild sabía no había amantes. Cada uno de ellos tenía un talento camaleónico para la conformidad y la contradicción. Todos tenían la cualidad que a él le interesaba, una curiosidad insaciable, que les llevaba a disfrutar ávidamente de las cosas que hacían. Sin embargo, no sabía como podían reaccionar ante la tensión impuesta por la compañía obligad ay las incomodidades de un viaje por mar. De una manera extraña, Gunnar quería confiar en el juicio que Magnusson hiciera de ellos, y sin embargo, no podía ni siquiera concederle el derecho a formularlo. Antes de que hubiera transcurrido una hora, se vio obligado a admitir que Carl Magnusson era un maestro de la estrategia social. A pesar de su limitación física, se movía libremente por el grupo, sin equivocarse jamás en un nombre ni en un detalle persona. Sonreía, se mostraba cordial sin ser condescendiente, en todo momento aparecía interesado y dispuesto a aliviar la conversación con algún chiste. En el momento en que sirvieron la comida, Magnusson estaba instalado en el diván como un sátrapa, con Mark Gilman enroscado junto a él y Jenny en cuclillas a sus pies, dándole bocados de su plato, mientras él dirigía el debate sobre la geopolítica del Pacífico en que había embarcado a todo el grupo. Era el triunfo de un conductor, y Magnusson le puso florido término con toda la habilidad. Levantó la mano en demanda de silencio y anunció, con una risa desdeñosa: -Soy un anciano que tiene que irse a la cama. Tengo la impresión de que esta noche, todos nos hemos visto aquí puestos a prueba... no solamente yo, también ustedes. Estaré encantado de encontrarme con todos ustedes a bordo del Frigate Bird, pero es necesario que también ustedes estén de acuerdo en venir. De manera que haremos una votación. El que esté dispuesto a participar, que levante la mano. Todas las manos se levantaron. Magnusson sonrió e hizo un gesto de aprobación antes de continuar: -¡Bueno! Ahora, vamos a establecer de una vez por todas el protocolo. No habrá más que un jefe, que soy yo. El profesor Thorkild será vuestro maestro, pero también mi piloto. Será él quien tratará de hacer de vosotros unos marinos, y estoy seguro de que las mujeres sabéis bien cómo llevar una casa, es decir que podréis mantener el barco limpio y en condiciones. Será necesario que renovéis vuestros pasaportes y obtengáis visados para los territorios franceses, ingleses y neocelandeses del Pacífico. Tendréis que administraros todas las vacunas habituales y llevar un certificado médico que asegure que no padecéis ninguna enfermedad contagiosa. Esto me hace pensar que...Vuestras relaciones privadas no me conciernen, pero si os embriagáis a bordo o atrapáis la sífilis en algún puerto, en la escala siguiente os despacharemos de vuelta por avión ¿Alguna pregunta...? ¡Bueno! Zarparemos dentro de dos semanas. Tengo la esperanza de aprender algo de todos vosotros, y os agradezco vuestra compañía. Seguid disfrutando tranquilamente de vuestra fiesta. Si fuera usted tan amable de llevarme a casa, profesor... Todos le despidieron con una breve y afectuosa ovación, y Magnusson saludó a los hombres con sendos apretones de mano y con besos a las mujeres. Después partió, dejando tras de sí un aura de patriarcal benevolencia. En el trayecto hacia su casa se mostró alegre y reconocido: -Buena fiesta, Thorkild. -Me alegro de que lo haya pasado usted bien. -Constituyen un grupo inteligente...mucho más despiertos de lo que éramos nosotros a esa edad. -Me imagino que no les queda más remedio. -Será interesante ver cómo se forman las parejas.! -Sí. -Esa muchacha, Jenny... el hijo que espera, ¿es de usted? -No. -No es que yo fuera a poner ninguna objeción s¡ fuera así. -Pues no lo es. -Es decir que usted es un hombre bondadoso, y la señora Gilman una mujer comprensiva. -No es para tanto. La chica estaba totalmente sola, y Martha y yo somos viejos amigos. -Ella le tiene mucho afecto. -Es recíproco. -¿Va usted a casarse con ella? -No. -Podría hacer cosas peores. -Ya lo sé. -Estaba pensando que, realmente, vamos a tener a bordo un grupo multi-racial. En cierto sentido, es curioso. -¿Curioso por qué? Hawai¡ es un crisol, y todo funciona cómodamente, con menos tensiones que Nueva York. -No quería decir que vayan a surgir dificultades. Simplemente, me interesaba por el aspecto genético. Después de todo, quien planteó la cuestión fue usted. Habló de algo así como de... "una especie de familia ". Eso sin duda lo ha tenido usted en cuenta cuando seleccionó a sus alumnos... de no ser así, ¿por qué traer a bordo a una muchacha embarazada? No es que yo me oponga, al contrario. Yo estoy excluido de todo contacto sexual. Me han advertido que lo más probable es que me muera en mitad del viaje... cosa que para mí podría ser muy placentera, pero para la mujer no. Sin embargo, no he dejado de interesarme en el tema. -Ha sido usted muy generoso -respondió Gunnar Thorkild, incómodo-, y no me es posible retribuírselo, pero quisiera expresarle m¡ profundo agradecimiento. -¡Hombre, no se incline ante mí! También yo voy a recibir algo de usted y de esos muchachos. La juventud, y un nuevo horizonte, son cosas que yo no puedo comprar... y estoy celoso de usted, Thorkild. ¡No lo olvide en ningún momento! -¿ Por qué habría de estar celoso? -Porque soy un viejo perverso a quien le está vedado el amor y que siente que su tiempo se acaba. S¡ me da usted la menor oportunidad, le haré morder el polvo. -Pues no lo olvidaré -respondió amablemente Thorkild-. ¿Cuándo quiere usted presentarme a sus invitados? -¡Oh, demonios! Había olvidado que teníamos que hablar de eso. Sally Anderson no podrá llegar hasta el día anterior a nuestra partida. Gabe Greenaway y Mildred han desistido. Por lo que parece, Gabe conoció a una chica y... En cuanto a Mildred, se va a Europa a ver s¡ consigue olvidarlo. Por lo tanto, hice un pequeño arreglo con la Armada de los Estados Unidos. Nos van a prestar un equipo especial de comunicaciones y un oficial especialmente adiestrado en su funcionamiento... que no tendrá ninguna autoridad, naturalmente. -N¡ la necesitará. Quien lo apadrine será el comandante en jefe, el Pacífico. -¿Es que no le gusta la idea? -Magnusson se mostró tan sorprendido como una doncella que oye por primera vez una palabra malsonante. -Me parece infame -dijo lacónicamente Gunnar Thorkild-. ¿Por qué no llevamos las cosas hasta el final y llamamos a la infantería de marina ?

Cuando todos sus invitados se habían retirado y la casa estaba limpia y silenciosa, Gunnar se desvistió, se bañó y se encerró bajo llave en la habitación de arriba. Del cajón de su escritorio extrajo una caja de madera de sándalo dentro de la cual, envuelto en algodones, guardaba un largo prisma de obsidiana pulida. Era su posesión más preciada, un presente de su abuelo, la hoja de la azuela de piedra con que Kalon¡ el Navegante había construido su primera canoa. Esa hoja era un objeto sagrado. La noche anterior al comienzo del trabajo, se la dejaba descansando en un lugar santificado, en donde Tane, el dios de la Tierra, le infundiría su mana. A la mañana siguiente se la sumergía en el océano para que la hoja se despertara y el mana comenzara a funcionar. Antes de usar la azuela para derribar un árbol, había que pedir permiso a Tane, y cuando el hacha se recalentaba por efecto de la constante percusión, se refrescaba en la savia de un banano. De tal manera el tronco, la herramienta, el hombre y el dios eran uno, y el mana sería transmitido a la embarcación que se construía en tierra para cabalgar sobre el mar. Gunnar Thorkild tomó la hoja en sus manos, se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, cerró los ojos y esperó a que el mana fluyera dentro de él. Era algo tranquilo y muy simple. La piedra se calentó en sus manos hasta que la sintió como parte de su cuerpo. En la habitación silenciosa, el aire ondulaba con el ritmo de un salmo lejano. Las sílabas se le hicieron audibles, claras y consoladoras como para un niño las canciones de la infancia...

Sostén mis manos que timonean, sostén estas manos que mueven los remos hacia arriba y hacia abajo. Constantemente el cielo se aleja; pero constantemente el poder viene a nuestro encuentro. Es éste el camino que nadie ha tomado, es el camino sagrado de todos los ancestros. El camino de los de antes y de los que sigan a Kalom¡ Kienga, el que comprende, el que distingue nubes y pájaros, el que mira en los ojos a la noche y ve el país del mañana.

Cuando la melodía se extinguió, Gunnar se quedó largo rato en calma, descansando. Después se levantó, besó la piedra y volvió a guardarla en su caja. Cuando se hiciera a la mar, la caja con su piedra y todos los recuerdos que para él encerraba, viajarían con él. Cerró la caja, volvió a ponerla en su escritorio y dijo en la antigua lengua : -Buenas noches, abuelo. Hasta pronto. Sabía que, en el momento mismo en que él las pronunciaba, su abuelo escucharía sus palabras y confiaría en la promesa que encerraban.

TRES

ERA EL MOMENTO QUE MÁS AMABA: el largo y silencioso vaivén mientras cumplía su turno de guardia, con el viento de través, el barco cómodamente recostado sobre las olas, una lluvia fosforescente la estela, las estrellas tan bajas que era posible llegar a ellas y recogerlas como frutos de plata. Avanzaban rumbo al Sudeste, en dirección transversal a los vientos alisios y a la corriente norecuatorial, hacia la zona de calmas ecuatoriales donde los vientos se aquietaban y la contracorriente se dirigía hacia el Este y empezaba a descender hacia las islas Marquesas. Era la ruta tradicional de sus antepasados cuando se dirigían de Nuku Hiva a Hawai¡ y regresaban, s¡ navegaban hacia el Norte guiados por Arturo, y s¡ lo hacían hacia el Sur orientados por Sirio. Habían navegado a vela en un barco de belleza milagrosa, el Va'a Hou'ua, una gran canoa de doble casco cuyos codastes estaban tallados en largas y graciosas curvas y cuya vela parecía el ala de un ave marina. Cuando el viento se calmaba, navegaban a remo, entonando sus salmos al dios del mar para que les enviara el viento, y también lluvia para llenar las cantimploras. Llevaban consigo los frutos de la tierra, raíces de taro y nueces de coco, pasta del fruto del árbol del pan y plátanos, higos y aves domésticas y perros de pequeña talla, que no ladraban y comían verduras, y que a su vez podían servir de comida. Pescaban en el mar con cañas hechas de fibras vegetales y anzuelos de concha, y secaban la pesca colgándola del mástil. ¿Por qué habían viajado a tales distancias y corriendo tales riesgos? Las respuestas que habían sido transmitidas venían siempre entretejidas de leyendas, pero los hechos eran fundamentales: una rencilla entre los clanes, escasez de alimentos, una plaga súbita que había diezmado a una pequeña isla y había hecho de ella un lugar maldito... Desde su puesto en el timón, Gunnar Thorkild veía inclinarse la cubierta donde los kaua¡ y sus mujeres, sentados e inmóviles, entonaban dulces canciones acompañados por la guitarra de Simón Cohen. En la cubierta de proa, apoyado contra los estayes como una gigantesca figura arrancada de un pasado legendario, Adam Briggs, el negro de Alabama, vigilaba el paso de otros barcos. Esa noche podían descansar tranquilos. El oleaje era regular, el viento ligero, pero constante. El Frigate Bird era un barco muy marinero. La cadencia de la música era como la cadencia de la vida de antaño, lánguida, monótona, infinitamente tranquilizadora. El viaje había empezado bien. Magnusson había recibido cordialmente a su heterogéneo contingente, pero no había dejado margen para dudar de que quien mandaba era él, n¡ tampoco de la clase de barco que mandaba. Sobre cada litera los viajeros encontraron tres uniformes completos: camisetas blancas de algodón y pantalones cortos para los hombres, blusas y faldas para las mujeres. Junto con la ropa, una formal petición de que se utilizaran los uniformes al llegar al puerto, al levar anclas y durante la cena. Encontraron también una lista impresa donde se especificaban los turnos de las guardias y otras obligaciones, la forma de deshacerse de los desperdicios y las precauciones que se debían tomar contra las quemaduras de sol y el agotamiento. En la lista de oficiales del barco figuraban: Carl Magnusson, capitán; Gunnar Thorkild, piloto; Peter André Lorillard, técnico de comunicaciones; Sally Anderton, médico; Martha Gilman, secretaria del capitán; el contramaestre era Charles Kamakau. El capitán pedía a sus oficiales que se reunieran con él todas las tardes a las siete a beber una copa; la cena, s¡ el tiempo y las obligaciones de a bordo lo permitían, sería a las ocho. Era una actitud anticuada y formal, pero perspicaz al mismo tiempo. Al principio, los jóvenes habían tomado la cosa a broma, pero después de haber pasado cuatro días en el mar, se habían acostumbrado a la rutina y elogiaban sin reservas al viejo Magnusson y sus métodos. Los recién venidos eran un tanto extraños. Sally Anderton era una mujer alta y estatuaria que debía rondar los treinta y cinco años; más bien guapa que bella, daba la impresión de observar el mundo con ironía cargada de humor. Durante el día, Magnusson la monopolizaba; en cuanto a ella, era evidentemente el consorte del capitán y se mantenía un poco apartada del resto del grupo, como s¡ pusiera buen cuidado en no provocar celos. Peter André Lorillard, teniente de la Armada de los Estados Unidos, era un sureño a la antigua usanza, accesible pero formal, de sonrisa fácil, una deferencia bien calculada y una fe inconmovible en la misión civilizadora del Servicio. A Martha Gilman le parecía atractivo. Thorkild, por su parte, lo encontraba bastante aburrido, y le irritaba un poco el aire de misterio con que hablaba de sus « cajas de sorpresas». Todavía era demasiado pronto para saber qué forma tomaría la comunidad. A algunos, el movimiento les producía aún mareos y náuseas. La indolencia del mar se había adueñado de todos ellos y su atención se dispersaba sobre un enorme horizonte vacío donde los únicos centros de interés eran la aparición de algún tiburón o de un grupo de marsopas. Aun así, se habían producido algunos cambios. Magnusson se había tomado un paternal interés por Mark, el niño, y estaba enseñándole los rudimentos de las artes de timonel y navegante. Franz Harsanyi, el lingüista, y Cohen, el musicólogo, se habían hecho amigos de los tripulantes kauai. Yoko Nagamuna dirigía sus atenciones hacia Hernán Castillo, el filipino. Adam Briggs mostraba una pasión devoradora por las artes de la navegación y una conmovedora solicitud por Jenny, que parecía totalmente feliz de pasarse los días pelando patatas y rebanando verduras para la cocina. En cuanto a Thorkild, disfrutaba del mar como de un sueño. No había nada que planear, nada que decidir. No tenía nada que hacer, a no ser dirigir el barco, gobernarlo, y abrir su mente a la espera de que su pasado le inundara y su futuro se expresara por boca de Kaloni Kienga, el Navegante. Sally Anderson subió la escalera de la cámara, con dos tazas de café y un plato de sandwiches. Era la primera noche que se la veía después de medianoche, y Thorkild se sintió un tanto sorprendido por la visita. -Carl está durmiendo –explicó ella con toda llaneza- y yo estaba desvelada. Se me ocurrió traerle algún refrigerio al timonel. -Gracias por la ocurrencia. -¿No le molesta que me quede un rato con usted? -Me encantaría. La guardia es larga. -¿Qué canción es la que cantan? -Es muy antigua. Creo que es originaria de Puka-Puka. Las primeras palabras son “Ke Kave ‘u i toku panga... Dormiré sobre una estera de pandano frente a la casa del padre de ella... Así, la mujer que es mía y yo quedaremos prometidos”...Es la vieja costumbre isleña para celebrar el compromiso. -Es hermosa...Como en la Biblia...”Duermo, pero mi corazón vela”. ¿También usted durmió sobre su estera” -No –sonrió Thorkild con cierta confusión- Yo jugaba con las muchachas solteras; también era grato, pero un poco diferente. Sally se rió. -“Qué quedaba del alma, me pregunto –citó después con tono de ligereza -, cuando hube de poner fin a los besos?” -Hasta el momento, no ha sido así. -Me alegro por usted...¿No quiere que yo tome el timón mientras se bebe el café? Sé como hay que hacerlo. -Cómo no...El rumbo es uno tres cinco. Mientras comía y bebía, Gunnar observó a Sally con mirada aprobatoria; el porte suelto, las manos firmes, que no jugaban con el timón sino que lo guiaban suavemente, fijos los ojos en la orza de la vela y en el movimiento de las olas hacia proa. Llevaba un muu-muu de algodón, largo, de color verde y oro, y el pelo atado con una cinta verde en la nuca. Despedía una gran lozanía como si acabara de salir del baño, y emanaba de ella un perfume débil y astringente, como de azahares. Durante un rato se mantuvo en silencio y después expresó, sin que viniera a cuento: -Carl me tiene preocupada. -¿Por qué? -Yo le desaconsejé este viaje, pero él insistió en hacerlo. Tiene la tensión muy alta. Si llega a tener otra aventura a bordo, podría ser fatal para él. -Tal vez sea ésa la forma en que preferiría termina. -Tal vez...¿Qué sucedería si muriera en alta mar? -Yo lo anotaría en el libro de bitácora, y usted firmaría el certificado. Y su sepultura sería el mar. -¿Y usted asumiría el mando? -Sí. -Eso me tranquiliza. -Es la costumbre en el mar. -Me imagino que usted se habrá preguntado qué significamos, el uno para el otro, Carl y yo. -No es asunto mío. -En cierta época pensaba que estaba enamorado de mí. Cuando su tercera esposa se divorció de él, me pidió que nos casáramos. -Cosa que evidentemente, usted no aceptó. -No tan evidentemente. Durante un tiempo fuimos amantes, pero Carl es un hombre muy dominante, y yo no valgo para soportar una relación posesiva, como él quería. Nos separamos, pero seguimos siendo amigos. Yo le cuidé durante su enfermedad. Cuando se proyectó este viaje, me ofreció un año de honorarios para que viniera a encargarme de él; a mi me hacían falta unas buenas vacaciones, y eso significaba que podía poner un buen suplente. De manera que aquí estoy... El problema es que Carl sigue creyendo que yo puedo devolverle la juventud. Y eso es imposible, nadie puede conseguirlo. -Y con su mujer, ¿qué pasa? -Es toda una dama, señorial, inteligente, que hace todo lo que cabe esperar de una buena esposa, y que heredará diez millones de dólares. -Y tú, ¿ has estado casada alguna vez? -Oh, sí. Me casé con un muchacho que se graduó conmigo en la Facultad de medicina, pero resultó que su pasión eran los jugadores de fútbol. -No es una situación muy grata. -Pero sucede, y una se recupera. Por lo que he oído, a t¡ no te interesa el fútbol... -En absoluto. -Pero duermes solo y siempre realizas la guardia intermedia. -La guardia intermedia le corresponde al piloto. Hace falta que haya un hombre capaz en el puente para que el resto del barco pueda dormir tranquilo -¿ Y tú eres un hombre capaz, Gunnar Thorkild? -Soy hijo de un capitán y nieto de un gran navegante. -Y estás muy orgulloso de eso, ¿no es verdad? -Claro que sí... ¡Cuidado! Estás dejando que se hunda de proa. Levántalo. -Sí, señor. Uno tres cinco. -Y manteniendo la velocidad. Los dos soltaron la risa y se distendió la momentánea tensión. Thorkild alargó la mano para apagar la luz de la bitácora. -Guíate un rato por las estrellas. Ahí está Proción, el Can Menor, a media altura del estay del trinquete. Tómala como referencia durante un rato. Queda un poco al Este de nuestro derrotero, pero ya compensaremos la desviación. -Ya me has explicado por qué te encargas de la guardia intermedia, pero no me has dicho por qué duermes solo. -Soy huésped en un barco ajeno. Soy el responsable de la seguridad y la disciplina de un grupo de gente muy mezclada, la mayoría de los cuales no tienen la menor experiencia en el mar. No puedo permitirme el lujo de jugar al amor como quien juega al escondite. -Eres terriblemente convencional. -Dejé de ser convencional el día que subí a bordo del Frigate Bird. -Te creo. Simplemente, me preguntaba qué le parece tu cambio oceánico a Martha Gilman. -Yo no tengo ningún derecho sobre Martha Gilman. -S¡ los tienes, más vale que los hagas valer. Nuestro amigo Lorillard muestra un gran interés hacia ella. Y ella no es ciega como para no apreciar su dulce encanto sureño -¿ Por qué no se limita usted a sus medicinas, doctora? -Tú jamás has tenido que luchar por una mujer en tu vida, ¿no es cierto ? -No. N¡ quiero tener que hacerlo. -¡Vaya! Hay que ver al presumido señor Thorkild. -Estás temblando. El viento es muy frío. S¡ quieres quedarte aquí arriba, es mejor que te pongas un abrigo. -No tengo frío, te lo aseguro. -Haz lo que te dicen como una chica buena. No podemos permitir que el médico caiga enfermo... Ah, y ya que bajas, ¿qué te parece s¡ preparas más café para Briggs y los demás que están de guardia? -Pensé que ellos mismos se lo preparaban en la cocina de proa. -Así es. Pero sabrían apreciar un gesto de generosidad... Si quieres participar de la guardia intermedia, tienes que pagar por el privilegio. ¡A trabajar, muchacha ! Sally bajó riendo, moviendo sus cabellos, pero su perfume quedó tras ella. Gunnar se quedó pensando qué heridas se curaría Sally Anderton en sus guardias nocturnas, y s¡ estaría contenta de tener de la mano al viejo pirata que libraba contra los relojes una batalla sin esperanza.

Dos días más tarde, cuando llegaban a la zona de calmas ecuatoriales, Thorkild tuvo su primera discusión seria con Magnusson. En realidad, debería haberlo esperado. Tenía la suficiente experiencia del mar como para saber que en la zona de calmas ecuatoriales el tiempo era exasperante y poco propicio. El viento, el soplo continuo y vivificante de los alisios del Noreste, se había reducido a una leve brisa caprichosa. El oleaje era denso y pesado. Las cubiertas parecían placas de horno y había que regarlas continuamente con una manguera para que los pies no sufrieran quemaduras. El Frigate Bird navegaba a motor, sin más velamen que el necesario para atenuar el rolido, y el hedor del combustible diesel que emanaba de los escapes se demoraba sobre cubierta. Habían dispuesto toldos y sombrillas cerca del botalón principal y, mientras hacía su turno de la tarde, Thorkild fue repartiendo pastillas de sal y formulando nuevas advertencias a los desprevenidos, para que tuvieran cuidado con las quemaduras de sol y el agotamiento provocado por el calor. A las cuatro de la tarde, a Gunnar le llamaron para mantener una entrevista con Magnusson y con Peter André Lorillard. La cabina de Magnusson tenía aire acondicionado y, tras el calor abrasador de las cubiertas, el frescor resultaba gratísimo. Lorillard preparó con mano experta sendos julepes de menta. Magnusson se mostró relajado y cordial, y la conversación se inició de una manera informal y deshilvanada que no presagiaba peligro alguno. -Bien, caballeros, hasta el momento hemos tenido un viaje muy placentero. Todo ha ido saliendo espléndidamente. ¿Algún informe de su guardia, Thorkild ? -No. Seguimos nuestro rumbo y en el tiempo fijado. La sala de máquinas está en perfectas condiciones. Hemos llenado las baterías y cargan sin ningún inconveniente. Estamos preparando casi el agua suficiente para el consumo diario, y la presión del aceite es constante. Magnusson expresó su aprobación con una risita. -¿ Ha visto, teniente ? Ya se lo dije. Profesional no parece, pero es un buen marino, además de ser un hombre culto. -Ya lo veo, señor -Lorillard alzó su copa para reforzar el cumplido-. Ya he observado el modo en que el profesor Thorkild va poniendo en forma a sus muchachos. Van a llegar a ser buenos...especialmente ese negro. ¿Cómo es que se llama, Thorkild? -Adam Briggs. y me imagino que no lo ha dicho usted con intención insultante. -No, claro que no. No sabía que usted tuviera eso tan en cuenta. -Hablemos de los horarios -intervino Magnusson, con displicencia-. Hoy es miércoles. Navegamos a una velocidad de doce nudos, de modo que el sábado por la mañana estaremos en Nuku Hiva. Un práctico nos introducirá en el dominio francés, y cargaremos combustible, agua y provisiones frescas. Desde Nuku Hiva tenemos doce horas hasta Hiva Oa, donde recogeremos a su abuelo. Después llegaremos a Papeete, que es el verdadero punto de partida para la empresa, y el último puerto en donde podemos cargar combustible y provisiones. Después estaremos entregados a nuestra propia suerte, hasta que lleguemos a nuestro destino... o decidamos interrumpir la expedición y regresar. De manera que... hablemos de lo que sucederá a partir de Hiva Oa... Usted primero, Thorkild. Su abuelo subirá a bordo, y le dirá a usted adónde quiere ir... -Pongamos las cosas en claro -le interrumpió Thorkild-. Lo que m¡ abuelo me diga, y la forma en que me lo diga, será muy diferente de lo que usted se imagina. El no va a señalar un rumbo, como hacemos nosotros, n¡ a decirle al timonel que lo siga. Es un hombre kapu, enfrentado con un secreto, con un conocimiento privilegiado. Será él quien tome el timón y fije su propio rumbo. Cuando se encuentre cansado recurrirá a mí y me enseñará hacia dónde poner proa mientras él descansa. No explicará nada n¡ dará razón alguna. Tenemos que confiar en él, y él tiene que saber que confiamos... Usted ha hablado de ir a Papeete. Es posible que él decida no tomar esa ruta, y nosotros no podemos n¡ debemos interferir. Hubo un momento de silencio y después intervino Lorillard: -Con todo el respeto debido, profesor, es mucho barco y es mucha gente para confiárselos a un anciano. -Es el trato que hice -especificó lentamente Magnusson-, y a él me atengo. Sin embargo, tenemos ciertas garantías. Tenemos recursos de navegación: radio, radar, radiogoniómetros, la corredera y las mediciones diarias del sol. Mientras el profesor y su abuelo navegan siguiendo su rumbo, usted, Lorillard, y yo, iremos marcándolo en nuestras cartas, sin interferir, pero sin jugar tampoco a los ciegos...¿ Le parece bien, Thorkild ? -Me parece bien. -Con esto llegamos al tema de la presencia a bordo del señor Lorillard, y de lo que él hace por nosotros y por la Armada. Tiene ya listas todas sus cajas de trucos, y está dispuesto a empezar el trabajo. Primero, organizará un contacto radial diario y codificado con la Armada; informará sobre nuestra posición, sobre las unidades navales francesas que veamos, y más especialmente, sobre la incidencia de atmósferas radiactivas en las zonas de la Tuamotú y de las islas de la Sociedad. Segundo, cuenta con un equipo muy completo de boyas marcadoras, que emiten una señal radial de largo alcance. Cuando su abuelo nos deje para hacer, solo, la última etapa de su viaje, queremos que usted le convenza para que lleve consigo uno de esos marcadores y vaya dejando caer otros a lo largo de su ruta. De esa manera, tanto nosotros como, en su debido momento, la Armada, podremos localizarlos. Incluso en el caso de que su abuelo se perdiera en el mar, sabríamos cuál fue su última posición... -Me gustaría saber -expresó Thorkild con una calma ominosa por qué la Armada está dispuesta a intervenir en esto con un complicado equipo y un especialista de carrera, como el teniente Lorillard. -Permítame que le lea algo -Magnusson se echó atrás en su asiento, tomó un volumen de la estantería y lo abrió por una página marcada-. Es un texto de Hall sobre Derecho internacional...: « Un Estado puede adquirir territorio a través de un acto unilateral de su parte, mediante la ocupación. por una cesión consiguiente a un contrato con otro Estado o con una comunidad o con un propietario individual, o por donación, por prescripción debida a la operación del tiempo. o por prescripción debida a la operación de la naturaleza...». ¡Bueno! -cerró bruscamente el libro y lo dejó sobre la mesa-. Es una definición bien clara de lo que vamos a hacer. Estamos navegando en m¡ barco y bajo m¡ mando, para encontrar y tomar posesión de una isla, que ocuparemos y cuya soberanía cederemos por contrato a los Estados Unidos de Norteamérica, en la persona del señor Lorillard, aquí presente. A cambio de esa promesa de cesión por contrato, la Armada nos ayudará y protegerá en nuestro viaje y se constituirá en garantía de nuestra posesión de las tierras y territorios que podamos descubrir. ¿ Alguna objeción? -¡Muchas! -respondió Thorkild. dando un puñetazo sobre la mesa-. Pero se las formularé a usted en privado. -Las formulará usted ahora -Magnusson habló con la frialdad de un juez que dicta sentencia-, en presencia de un testigo. -¡Entonces, que sea por escrito, demonios ! -Como usted quiera. -¿Sabe usted taquigrafía, señor Lorillard? -No. pero tengo un magnetófono. Podríamos grabar la conversación y posteriormente firmar una copia mecanografiada. -¿ Quiere traerlo, por favor ? Una vez que Lorillard hubo salido. Magnusson tendió su vaso a Thorkild. -¿Me haría el favor de prepararme otra copa? Creo que a usted tampoco le iría mal beber algo. -¿Lo mismo? -No. Whisky con hielo... Está usted cometiendo un gran error, Thorkild. -Lo mismo que usted -¿De veras ? Pero esperemos el magnetófono. y de paso, quiero dejar claro que cuando hagamos la grabación, Thorkild, haré valer contra usted hasta la última palabra, ¡y llegaré hasta el Tribunal Supremo! El teniente Lorillard regresó con el magnetófono y colocó en él una cassette. -Cuando ustedes quieran, caballeros. Thorkild miró a Magnusson. -¿Quiere usted comenzar? -No. El caso es suyo, Thorkild. Es usted quien lo plantea. Yo le interrogaré más tarde. Lorillard puso en marcha el magnetófono y Thorkild esperó un momento antes de comenzar: -Durante el mes de junio de este año, los temas que se discuten en esta cinta fueron objeto de una transacción entre Carl Magnusson y Gunnar Thorkild, de Honolulú, Estado de Hawaii. La disputa se refiere hasta el momento sólo a cuestiones de fondo y de interpretación. ¿ Está de acuerdo con eso, señor Magnusson? -Yo, Gunnar Thorkild, establecí contacto con Carl Magnusson para contratar su barco, el Frigate Bird, para un viaje por el Pacífico sur, cuyo objeto era confirmar la existencia de una isla a la que la leyenda llama la Isla de los Vientos Alisios o Isla de los Navegantes. El señor Magnusson se negó a alquilar su barco por contrato, pero accedió a aceptarnos como huéspedes a mí y a las personas que yo designara, y a pagar los gastos del viaje. Se convino en que, por razones políticas, se hablaría del viaje como de un crucero de estudios, aunque su intención originaria siguiera siendo la misma. ¿ Correcto ? -Correcto. -El señor Magnusson planteó la cuestión de la anexión y colonización de la isla, en caso de que la encontráramos. Sugirió que debíamos anexionar la isla a los Estados Unidos, al tiempo que reclamábamos para nosotros los derechos territoriales. Estuve de acuerdo con ello, haciendo la salvedad de que no se debía hacer intento alguno de anexión o colonización en caso de que la isla estuviera ocupada por una población indígena, cosa que el señor Magnusson aceptó. Me reservé también el derecho de retirarme de la empresa en caso de que comprobara que estaba infringiendo algún kapu, lo cual pudiera afectar a m¡ abuelo y su pueblo, que es también el mío. El señor Magnusson se reservó el derecho de seguir adelante con la empresa y de utilizar con ese objeto cualquier conocimiento que, directamente o por deducción, pudiera haber obtenido de mí o de m¡ abuelo. -Correcto. Ahora, ¿ está usted de acuerdo en que nuestro pacto incluía una sociedad en la que yo pondría el barco y los recursos físicos del viaje, y usted aportaría el conocimiento y la información que eran la base de la expedición? ¿ Está también de acuerdo en que usted me concedió ciertos derechos de publicar y de explotar la información que se obtuviera durante el viaje, y en que usted compartiría las ganancias, en caso de que las hubiera? -Sí. -También accedió a que yo fuera el capitán de la nave, y aceptó actuar como piloto. -Sí. -Con lo que, de acuerdo con el Derecho marítimo, me reconocía como el único responsable de la seguridad de la nave y de cuantos se hallan abordo. -Sí. -Gracias, profesor Thorkild. Continúe usted, por favor . -Cuatro días después de haber salido de Honolulú, usted, señor Magnusson, me anunció que había llegado a un acuerdo con la Armada de los Estados Unidos, en virtud del cual se instalarían a bordo ciertos equipos y un oficial que estaría a cargo de su funcionamiento. Me informó además de que había establecido usted, de manera unilateral, un trato por el cual la Armada de los Estados Unidos recibiría, en nombre de los Estados Unidos, un contrato de cesión de soberanía sobre cualquier nuevo territorio que pudiéramos descubrir . -Corrijo: yo le informé antes de nuestra partida de que había pedido a la Armada que nos proporcionara el personal y el equipo. -Y yo protesté por eso. -Protestó, pero no lo objetó. -De acuerdo. Pero es que entonces no tenía idea del verdadero alcance de sus propósitos. -¿Preguntó usted por los detalles? -No. -Ahora que está usted al tanto de ellos, ¿no diría que constituyen una seguridad adicional para la nave y los pasajeros? -Es posible, sí. -¿Y que ofrecer tales seguridades es parte de la responsabilidad normal de un capitán? -Sí. -En cuanto al acto de cesión, ya nos habíamos puesto de acuerdo sobre eso, teniendo en cuenta la reserva que usted formuló en un principio. -Sí. Pero ahora le pregunto, en presencia del representante de la Armada, s¡ mis reservas fueron comunicadas a la Armada. -Sí, lo fueron. -¿ Puede usted confirmar eso, teniente Lorillard ? -Lo siento, señor, pero yo soy un oficial de baja graduación que cumple órdenes, y no tengo acceso a la información que obra en poder de los mandos superiores. -De manera que le pregunto ahora a usted, señor Magnusson, s¡ la Armada accedió a tener en cuenta m¡ reserva. -No. La Armada es un servicio, no un Estado soberano. Nos facilitaron material basándose en nuestra intención de hacer un contrato, pero el contrato tenía aún que ser ratificado por el Departamento de Estado. -Que puede actuar de manera unilateral y decidir la anexión sin contrato. -Ciertamente, puede hacerlo. Pero dudo que lo haga. -Por ende, señor Magnusson, me permito decir que ha actuado usted sin consultarme debidamente n¡ tener en cuenta mis derechos como socio, derechos que ha comprometido usted efectivamente. Expreso en este momento que me reservo m¡ posición y que es incluso posible que me retire de la expedición. -Y yo declaro, profesor Thorkild, que al no haber ejercitado usted sus derechos ha delegado en mí la responsabilidad de su ejercicio. Declaro además que, en caso de que se retirara usted de la expedición sin que sus derechos hayan sido efectivamente infringidos, le procesaré por daños y perjuicios y le reclamaré el coste de la expedición. Se hizo un silencio. Lorillard desconectó el magnetófono y miró sucesivamente a los dos hombres. -¿Algo más, caballeros? -Por m¡ parte, no -respondió Carl Magnusson. -Yo he terminado -Thorkild se levantó-. ¿ Quiere usted que alguna de las chicas lo pase a máquina? -Martha Gilman lo hará. No tiene sentido que nuestra disputa se conozca en todo el barco. Lo lamento, Thorkild, pero ya se lo advertí. Yo suelo jugar fuerte cuando me impulsan a ello. -¡Pues váyase a jugar solo! -dijo amargamente Thorkild-. La vida es demasiado corta para pasarla actuando como un niño. El teniente Lorillard no dijo palabra. En la Armada aprendían perfectamente la lección. Quienes se ganaban los galones eran los que se callaban; los charlatanes terminaban con la boca llena de agua de la sentina. Esa noche, Thorkild no apareció a la hora de la cena. Envió a Magnusson una breve nota de disculpa, se comió un sandwich en la cocina de Molly Kaapu y se volvió a su camarote, a leer y descansar hasta la medianoche. Su irritación se había calmado. Tenía suficiente sentido del humor como para admitir que se había dejado arrastrar a una trampa. Lo que le preocupaba era su propia confusión, esa sensibilidad casi patológica para todo lo que afectara a su relación tribal. Desde un punto de vista lógico y legal, Magnusson tenía razón. Cualquier descubrimiento territorial debía poner en juego la soberanía del Estado del cual uno era ciudadano. Cualquier expedición, ya fuera su meta la cima del Everest o las profundidades del mar, servía de prueba para equipos e instrumentos nuevos; y las costumbres, los usos del patrocinio de empresas, la prudencia misma, imponían una estrecha cooperación con los servicios que controlaban los fondos y el material. Las raíces de la discusión eran mucho más profundas y se confundían con la maraña de su propia vida psíquica, ese ámbito sombrío de sueños, recuerdos y leyendas donde residía en última instancia su identidad... s¡ es que la tenía. Era ese dominio el que Magnusson había invadido, el ámbito cuyos límites seguiría violando, a menos que Gunnar Thorkild fuera capaz de definirlos y de defenderlos en la forma adecuada. Hasta ese momento, la definición se le hacía imposible. Toda su erudición no era suficiente para proporcionarle las palabras, n¡ siquiera las imágenes que hubieran podido aclararle las cosas. Tendido en su litera, escuchando la palpitación de las máquinas, el crujido de la madera, el parloteo del agua contra el exterior del casco, Thorkild se sentía como un hombre que se abre paso a tientas entre la bruma, ciego, medio ensordecido, ahogado por fétidas emanaciones. Después, lentamente, la bruma fue solidificándose en dos formas: las de dos hombres, ambos muy semejantes, y sin embargo muy diferentes el uno del otro. Los dos eran viejos, los dos habían llegado a ese momento de la vida en que la muerte aparece nítidamente ante un hombre; no lo llama, pero espera, paciente e inexorable, que él se adelante lentamente a su encuentro. Ambos tenían el compromiso de hacer por mar su último viaje. Cada uno de ellos había tendido la mano a Gunnar Thorkild para invitarle a que se uniera a él en el último rito; pero para cada uno de ellos, el rito era diferente, y la forma de piedad que esperaban se contradecía. Carl Magnusson era rico, escéptico, orgulloso, acostumbrado a ser dueño y a mandar. Durante toda su vida había luchado por el poder, y se había rodeado de sus símbolos. Y a él se aferraría hasta que se deslizara de sus manos yertas. E incluso entonces, su testamento imperaría sobre herederos y apoderados; mucho tiempo después de que Magnusson hubiera desaparecido en su tumba, su testamento seguiría rigiendo sus voluntades. Kalon¡ Kienga se iría desnudo, en una pequeña canoa que él mismo había construido con sus propias manos, sin llevar para su último viaje otra cosa que un poco de comida. Sin dejar otra cosa que un conocimiento que le había sido confiado por los dioses y que él confiaría a su vez a uno de su sangre. Con cada uno de ellos Gunnar Thorkild tenía un compromiso: con Magnusson el de la generosidad, que había que retribuir; con Kalon¡ Kienga el de la sangre y el mana que fluye con la sangre. Pero, ¿cómo reconciliar esos deberes, cuando Magnusson, con su política y su perversidad, se entrometía en una relación espiritual que no era en absoluto capaz de comprender ? Conclusión para el profesor Thorkild, erudito y etnógrafo: ¿ cómo demonios podía entenderla s¡ nadie tenía la buena disposición n¡ el tiempo necesarios para explicársela... ? Se oyó un golpe en la puerta y Martha Gilman entró con unas hojas mecanografiadas. Incómoda, habló con brusquedad -El señor Magnusson quiere que leas y firmes esto. Una copia para t¡ y otra para él. -Déjalo ahí, que lo leeré después. -¿ Fue por esto por lo que esta noche no has aparecido a cenar? -En parte, sí. -Gunnar Thorkild, estoy avergonzada de ti. -Martha Gilman, ¿quieres no meterte en lo que no te importa? -Es que me importa. Tú nos invitaste a este viaje. Magnusson nos aceptó a los tres sin reservas. No podría haber sido más generoso. Y es tan bueno con Mark. Y tú... tú te dedicas a plantear esta sórdida contienda tribal que puede emponzoñar todo el barco. -¿Fue Magnusson quien dijo eso? -¡Claro que no! Antes que nada, Magnusson es un caballero. Pero Peter Lorillard estuvo presente y me contó... -¿ De veras ? ¡Pues ahí tienes a un auténtico caballero ! -¡No fue así la cosa ! -¿Cómo fue entonces, tesoro? ¿Sh, sh, sh, con las cejas levantadas y un «estimada señora, no se deje usted inquietar por estas vulgaridades» ? ¡A ver s¡ te haces adulta de una vez, Martha! -¡Quien tiene que hacerse adulto eres tú! Eres una especie de niño grande y egoísta que quiere que todo se haga a su manera. Carl Magnusson te ha proporcionado la oportunidad de tu vida, y tú... -¡Ah ! Creía que estábamos hablando de Lorillard. -Pues hablemos de él, entonces. Es un hombre atento y cordial que me presta cierta atención. De lo cual me alegro, porque tú me tienes totalmente abandonada. -Por lo que yo veo, no me necesitas. Ya tienes un muñeco de uniforme de marino para jugar. -Eso no es verdad.
-¿Ah, no? Sin embargo, desciendes aquí como el ángel del Señor, a emitir tu pequeño juicio sobre cosas de las que no sabes nada, a no ser por boca de terceros. A mí eso no me hace falta. Y menos s¡ proviene de un estúpido Peter Lorillard, de la Armada de los Estados Unidos. -¡Estás celoso ! -Al contrario. Creo que armonizaréis perfectamente. Para mí, él no es más que un maniquí con camisa... y aunque no sea suya la culpa, es un maldito estorbo. -¡Pues puedes irte al infierno, Gunnar Thorkild ! -¡Aloha, tesoro ! Cuando se hubo ido Martha, Thorkild se levantó, firmó los documentos, se lavó y peinó antes de dirigirse al camarote de Magnusson. Le encontró todavía levantado, jugando al rummy con Sally Anderton. Su saludo no llegó siquiera a ser cordial: -Hola, Thorkild. ¿Se le ha pasado la pataleta? -Me gustaría hablar un momento con usted... a solas, s¡ es posible. -Con m¡ abogado y con m¡ médico no tengo secretos. Siéntese. ¿Una copa? -No, gracias. No quiero interrumpir su juego. Bueno, pues ya he firmado los papeles, para que no se pueda pensar que pretendo soslayar la cuestión planteada entre nosotros. Además, quiero disculparme. Estuve grosero y precipitado, y provoqué entre los dos una discusión que, en realidad, nada tiene que ver con el verdadero problema, ya que n¡ siquiera para mí está claramente definido. Y, desde luego, no se ha expuesto nunca con claridad. Es lo que quisiera intentar ahora... aunque sólo fuera para evitar a los demás nuevas disensiones e incomodidades. ¿ Me lo permite ? -Adelante. -En esta aventura hay dos aspectos, y yo los he confundido. Esta confusión tiene consecuencias para mí y para todos. Estamos todos embarcados en algo que, esperamos, es un viaje de descubrimiento y que, s¡ tiene éxito, alcanzará ciertos resultados; para mí será una reivindicación académica, para usted una adquisición territorial, para mis alumnos una oportunidad de participar y de aprender. Respecto de todas estas cosas, lo que usted ha hecho es ventajoso y adecuado. Yo podría desear que fuera de otra manera, pero no tengo motivos reales para quejarme. El otro aspecto es más difícil de explicar. En relación con m¡ abuelo y con m¡ pueblo, yo estoy participando de un acto ritual. Y no tengo derecho a auspiciar la intrusión de terceros en ese ámbito sagrado. Sin embargo, es lo que he hecho, simplemente al aceptar su generosidad. La idea de pedirle a m¡ abuelo, al final de su vida, que participe en una maniobra naval me repugna tanto como le repugnaría a un cristiano la profanación de un sacramento. De manera que estoy en un dilema, y no puedo pedirle a usted que lo resuelva. Tampoco sé yo mismo, todavía, cómo resolverlo. De modo que, s¡ infrinjo sus derechos, tiene usted no sólo todos los derechos sino la autorización necesaria para exigirme cuentas. Es posible que no comprenda usted mis motivos, pero tengo la esperanza de que no piense que son ruines. Eso es todo, creo. Vuelvo a pedirle disculpas. Carl Magnusson recogió las cartas con su única mano hábil y se las pasó a Sally Anderton para que las barajara. Cuando habló lo hizo en tono formal e inexpresivo. -Gracias, Thorkild. Pensaré en lo que acaba de decirme. Acepto sus disculpas. Quisiera que durante su guardia de esta noche haga que Charles Kamakau revise los inyectores. Me parece que en la máquina de babor han surgido ciertas dificultades.

-Qué manera de humillarme -se quejaba amargamente Gunnar Thorkild-. Se quedó ahí, dejándome hablar hasta el final, para después meterme las narices en el estiércol. Increíble... Briggs estaba al timón mientras Thorkild, acodado en la barandilla con Sally Anderton, clavaba los ojos en la acuática luminiscencia que se apartaba interminablemente del casco. Sally Anderton pasó un brazo por el de él y le arrastró con ella. -Vamos a dar un paseo, por favor, -Como tú quieras. Mientras se paseaban por cubierta, agradecidos por el silencio, pasaron junto a Malo y Tioto, los dos amantes de Kauai, que estaban tendidos sobre la cubierta de la escotilla, hablándose en voz baja, besándose a veces, riéndose como criaturas de alguna broma. Sin confusión alguna, saludaron a Thorkild y le aseguraron que estaban despiertos y vigilantes. ¡Fíjese! Las velas pulcramente apiladas, las drizas aseguradas, los cabos arrollados como es debido. -¿Vamos bien, patrón? -Desde luego que sí. Sally Anderton sonrió y comentó con aire pesaroso : -El amor tiene tantas formas... Ojalá yo lo hubiera comprendido antes. -Pues tienes suerte. Hay quienes no llegan a comprenderlo nunca, y viven toda la vida hablando un solo idioma, encerrados en un mezquino esquema de convicciones... Como esta noche con Magnusson... Para lo que él entendió, yo podría haber estado hablando en urdu... -¡No! En eso te equivocas... de medio a medio. -¡Pero por Dios, Sally! S¡ tú estabas allí, y... -Y seguí estando allí después... mucho después. y v¡ a un viejo testarudo que sabía que se había perdido un momento hermoso, por no haber aprendido jamás a doblegarse, n¡ siquiera por un momento en la vida. Cuando tú te fuiste jugamos una mano más, hasta que él apartó las cartas y estalló: «¡Demonios, Sally! ¿ Por qué tiene que pensar que soy un monstruo ? ¿ Acaso quiere que me arranque el corazón y se lo entregue en una bandeja ? S¡ yo sé lo que quiere decir... y tal vez mejor que él. ¡Pero él viene a arrojarme en la cara el maldito documento y a decirme que se responsabiliza de él! ¿Por qué tiene que ser tan formal? ¿ Por qué no me tutea, no me llama por m¡ nombre ? Si es un hombre por derecho propio y, salvo dinero, tiene de todo más que yo...». Le acosté y le d¡ un calmante. Me tendí junto a él y le mantuve abrazado hasta que se tranquilizó. ¡Quería que hiciéramos el amor, pero yo no pude, y él no debe...A veces le veo tan solitario que se me parte el corazón. Es el precio que hay que pagar por el poder, y él lo sabe; pero pagarlo se hace difícil... No le digas jamás que te he contado todo esto, porque no volvería a confiar en mí. -No se lo diré... y gracias, Sally. -No hay de qué... ¿Quieres un poco de café? -Ve tú a prepararlo, mientras yo termino de hacer m¡ recorrido. Después nos veremos en la cocina. Siguió su recorrido por la cubierta, intercambió unas palabras con Adam Briggs, que estaba al timón, y después descendió a la sala de máquinas para comprobar los instrumentos y hacer las anotaciones en el cuaderno de bitácora. Cuando regresaba hacia la cocina, al pasar por los camarotes oyó la voz de Martha Gilman, y después la risa sofocada de un hombre. Se detuvo un momento y después se encogió de hombros y siguió andando, con el ceño fruncido. No tardó en verlo de otra manera y sonrió ásperamente. Era el cambio que el mar estaba operando, y no había capitán n¡ piloto capaces de detenerlo. En la cocina, Sally Anderton estaba cortando sandwiches mientras esperaba que se filtrara el café. -¿Todo en orden, señor piloto? -Todo en orden, arriba y abajo. -Le daré un nuevo dato para anotar en el cuaderno de bitácora... Me incluyo en la guardia intermedia. -Serás bienvenida. Sally dejó el cuchillo, se limpió las manos con una toalla de papel y se apoyó contra la mesa, mirándolo. -Hay algo que quiero decirte, Gunnar. -Pues dilo. -Esta noche, cuando te v¡ hacer frente a Carl, v¡ a un hombre a quien yo podría respetar, amar tal vez. Pero sea lo que fuere, respeto, amor, amistad, no quiero entrar en el juego de representar esa escena estúpida. No puedo soportar a las mujeres remilgadas, y no me gusta el juego sucio. De manera que no quiero saber nada de flirteos. Entre nosotros hay algo que es positivo. Yo lo siento, y creo que tú también. No sé qué puede salir de ello, pero quiero que sea limpio y abierto. Y en tanto que Carl viva, y mientras yo sea su médico, él tiene que saber... -¿ Las reglas del juego, no? -Gunnar Thorkild extendió ambas manos para atraerla hacia sí-. ¿Conque esta vez tiendo mi estera ante la casa del padre de ella? -O me dices buenas noches y te vas; pero quiero que podamos sonreírnos cuando nos encontremos. -También hay una violación ritual -explicó burlonamente Thorkild-. El enamorado se unta el cuerpo con aceite de coco, se desliza al interior de la choza, se tiende junto a la muchacha y espera que ella esté dispuesta. S¡ la chica grita, él escapa corriendo y sus perseguidores no pueden retenerle porque tiene el cuerpo cubierto de aceite. -¿Alguna vez lo has intentado? -Todavía no. Pero no corro mucho. -Tampoco yo grito muy fuerte. Gunnar la besó, y el beso fue cálido y grato, sazonado de amor. Cuando él volvió a cubierta a recomenzar su guardia. Se encontró tarareando la canción de los jóvenes solteros :

Hoy m¡ hijo está feliz, se ha envuelto el cuerpo con cordón de sennit, su carne y sus huesos son fuertes y está lleno de semilla viril...

Habían salido ya de Nuku Hiva e iban bordeando los atolones en dirección de Hiva Oa sin que Thorkild hubiera encontrado todavía las palabras n¡ el valor necesarios para hablar con Carl Magnusson. Era una mañana luminosa. pero el viento ya estaba fresco, y en la distancia se veía cómo se elevaban las rompientes en los arrecifes. Magnusson. irritable. protestaba con aspereza: -¡Esos malditos franceses! Nos hacen perder dos horas con su papeleo, y nos cobran un día más de impuestos portuarios por el privilegio. Ahora no llegaremos a Hiva Oa hasta el anochecer y, tendremos que mantenernos toda la noche al pairo. Es imposible pasar esos arrecifes en la oscuridad. Thorkild levantó la vista de sus papeles. -La luna nueva sale a las ocho. A las ocho y veinte habremos salido del canal. Yo entraré el barco, Carl. Magnusson le miró rápidamente de reojo e insistió: -¡No hay manera, con ese oleaje! y cuando anochezca será peor. -Tranquilícese, Carl. Conozco el canal como la palma de m¡ mano, y además, m¡ abuelo nos estará esperando y hará encender fuegos en la playa, como hacen cuando regresan los pescadores...
¿ Qué otra alternativa tenemos ? ¿ Mantenernos doce horas flotando como un corcho a la espera de que salga el sol, mientras todo el mundo pasa una noche de inquietud ? ¡Vamos, Carl! Ya nos conocemos; yo no voy a poner en peligro su barco n¡ sus pasajeros. Después de cierta vacilación, Magnusson mostró un reticente asentimiento. -Está bien. Te lo confío...Pero, ¿cómo puede saber tu abuelo que llegas esta noche? -Lo sabe, y nos estará esperando. Una cosa, Carl: cuando arrojemos el ancla yo iré solo a la costa, y quiero que tú retengas a todo el mundo a bordo hasta mañana. Este encuentro es importante para mí, y para él. -Después -especificó deliberadamente Carl Magnusson- Yo también quiero hablar con él en privado. ¿ Qué idiomas habla? -Su propia lengua, y el francés de las islas. Muy poco inglés. -Pues tendrás que hacer de intérprete. Y una cosa, Gunnar... -¿Sí? -Esto es importante para mí también. ¿ Puedes creer que me siento asustado...? Yo, Carl Magnusson. ¡asustado de encontrarme con un anciano en una pequeña isla, en medio de la nada! -No hay motivo para asustarse, Carl. Es el momento del respeto, y eso es todo. -Respeto es lo que siento. Y lo siento por t¡ también. Aunque eso hace ya tiempo que lo digo. -Gracias... Hay algo más que quería decirte. -¿Sí? -Sally Anderton...

Sobre la playa blanca, bajo la hoz de la luna. Gunnar Thorkild estaba sentado junto a Kalon¡ Kienga. el Navegante. Juntos habían comido el pescado, asado sobre las piedras calientes del pozo. Habían bebido el whisky que Thorkild llevara consigo, y el anciano había escuchado en silencio, dibujada en palabras y símbolos por Thorkild, la historia de su viaje, el cómo y el porqué de las concesiones que había debido hacer para poder llegar hasta allí. Cuando hubo terminado, Gunnar también guardó silencio, porque lo que correspondía era esperar el juicio, sin tratar de precipitarlo n¡ de influir sobre él. S¡ sus palabras habían sido verdad, el anciano lo sabría por su comunión con los dioses ancestrales; si había mentido, entonces los dioses ya sabrían cómo deshacerse del mentiroso. Kaloni, el Navegante, parecía dormido. Tenía los ojos cerrados, la cabeza caída sobre el pecho, flojas las manos sobre las rodilla. Pero Thorkild sabía que no estaba durmiendo. Estaba cerrando y excluyendo la tierra y el mar, al tiempo que él mismo se abría hacia el intemporal pasado. Finalmente levantó la cabeza, abrió los ojos y dijo simplemente : -Está bien. S¡ así no hubiera estado dispuesto, no habría sucedido. Gunnar Thorkild exteriorizó su alivio exhalando un largo suspiro. Era como si se hubiera levantado una nube de tormenta, y el mar se mostrara otra vez resplandeciente y se pudiera divisar la recalada. -Me alegro -articuló, agradecido-. ¿Vendrás entonces conmigo? -Iré, y después te dejaré. -¿ Y yo podré seguirte... con la gente del barco? -Así esta dispuesto. Me seguirás. -¿ Y llegaré a la isla? -Llegarás. -¿Y después? -Yo ya habré muerto, y tú me encontrarás en el lugar de los navegantes. Es todo lo que me ha sido comunicado. -¿Y los que vienen conmigo? -Ellos son tu gente, no la mía. A mí, ahora, no me queda .. nadie más que tú; y cuando me envíes con los ancestros, también tú estarás solo... Ahora, hay algo que debemos hacer. ¡Ven! Se levantó y, seguido de cerca por Thorkild, recorrió la playa, atravesó la franja de cocoteros, pasó por los bosquecillos de taro y tomó por una estrecha senda, apenas visible entre las malezas tropicales. La senda ascendía por la escarpada pendiente de un valle profundo como un corte de hacha en las colinas, y después se abría súbitamente en lo que eNotros tiempos había sido un claro, pero que en la actualidad era una especie de cámara cerrada por los arcos de los árboles, con el suelo cubierto de musgo, hojas y maleza. Cuando sus ojos se acostumbraron a la semioscuridad, Thorkild distinguió los contornos de grandes tallas en piedra, desplomadas, de cabezas enormes y cuerpos deformados, con macizas pierna de enanos. Más allá de las tallas se veían las plataformas de piedra desde donde éstas se habían caído. Kalon¡ Kienga señaló una de las plataformas. -Siéntate ahí. Gunnar se sentó y deslizó las manos por la superficie de la piedra. Estaba limpia de musgo, y tenía la superficie cubierta de símbolos glípticos que él palpaba, aunque no pudiera verlos. El anciano se adelantó hasta sentarse junto a él. -Tómame las manos. Thorkild tomó en las suyas las manos del anciano, frías y pegajosas como piel de gallina; sintió que su contacto le hacía estremecer. -Ahora esperaremos -anunció Kalon¡ Kienga. -¿Esperaremos qué, abuelo? -Aquello que viene y permanece. Aquello que pasa por mí para serte entregado. -Tengo miedo, abuelo. -Aquí no hay nada que temer... Después bajaremos y nos haremos a la mar .

Con eso, como con todo, hubo ceremonias. Thorkild, el heredero, debía ir cargado de provisiones para su viaje: agua, pescado seco, bananas, cocos y pasta del árbol del pan envuelta en hojas de pandano. No importaba que a bordo del Frigate Bird hubiera agua y comida; el navegante debía llevar sus propios alimentos. No debía compartir con nadie su alojamiento; dormiría sobre cubierta, sobre su propia estera, en el vientre de su propia canoa, al abrigo de una cubierta de hojas de palma entretejidas. En su condición de huésped, debía llevar un presente para el capitán, que consistía en un cubo para achicar el agua, de madera, con el mango tallado representando la figura de una mujer arrodillada... Cuando se dirigieron en la canoa de remos hacia el Frigate Bird, los siguió una flotilla de pequeñas embarcaciones, y una veintena de chiquillos que iban nadando. Mientras izaban la canoa a bordo para depositarla en cubierta, Thorkild presentó a su abuelo a Magnusson y al resto del grupo. Fue un momento de extraña gravedad y formalidad, durante el cual parecía que el anciano navegante fuera midiendo uno por uno a hombres y mujeres, antes de pronunciar un saludo que Thorkild se encargaba de traducir. Cuando Magnusson le agradeció su presente, el anciano contestó: -Dile que le agradezco que te haya traído a mí, y que lo recordaré cuando él haga su viaje. Un día -le dijo luego a Jenny-llevarás en t¡ al hijo de un jefe. Al ver que se ruborizaba y reía, turbada, sonrió gravemente antes de agregar: -El árbol fructifica más de una vez. Mark, el niño, le conmovió de una manera extraña. Después de mirarlo largamente, le apoyó la mano en la cabeza, miró a Thorkild y afirmó : -No te separes de este niño. Él es el que recordará... Franz Harsanyi, que estaba a pocos pasos de él, dio un respingo, sorprendido. -¡Por Dios, tiene razón! -exclamó-. El niño tiene una memoria de computadora. El anciano se volvió hacia él y le interpeló directamente: -¡Tú, el de las lenguas! ¡Enséñale ! -Te he oído -respondió Franz Harsanyi-. Le enseñaré. Con los demás se limitó a un simple saludo, pero cuando le fue presentado Adam Briggs, se dirigió a Thorkild. -Este leerá las aguas -le dijo, y ante el saludo de Lorillard. El anciano murmuró una frase despectiva-: La rémora... el pececillo que nada detrás de los tiburones. -¿Qué ha dicho? -preguntó Lorillard. -Nada especial -respondió Gunnar Thorkild-. Que le reconoce y le saluda. ¿ Quieres hablar con m¡ abuelo ahora o prefieres hacerlo más tarde, Carl? -preguntó, volviéndose hacia Magnusson. -No es necesario que hablemos -respondió éste-. Él no necesita de mis palabras. Soltemos amarras y hagámonos a la mar. Se está levantando viento y quisiera salir de aquí cuanto antes. Quien los sacó del atolón fue Kalon¡ Kienga, pasando por las turbulencias del canal y las grandes rompientes que seguían, hasta que pudieron despegar las velas y poner proa hacia el Sur, rumbo al extremo del archipiélago. De pie ante el timón, con su pelo gris, desnudo a no ser por su falda de tela tapa, el anciano tenía el aspecto de una aparición de un gran pasado, el pasado de Kaho, el ciego, y de Tutapu, el feroz perseguidor, y de los hombres de la gran familia a quienes se llamaba los fafakitahi, los que sienten el mar. Gunnar Thorkild se sintió invadido por una oleada de orgullo y euforia al ver cómo el Frigate Bird se adentraba en el mar, y al oír el comentario de Carl Magnusson a Lorillard : -Pero, ¡tranquilícese, hombre! ¡S¡ lo lleva con la suavidad con que se mece a un niño! ¡Realmente maravilloso! Mientras terminaba de recorrer la cubierta, oyó las conversaciones de los kaua¡ y percibió el respetuoso terror que vibraba en sus voces al hablar del aura que circundaba al anciano. Martha Gilman, que estaba dibujando apoyada contra el mástil, levantó los ojos al advertir su presencia. -¿Estás contento ahora? -preguntó con calma. -Sí. Me alegra que haya venido. De paso, te diré que lamento lo de la otra noche. -No tiene importancia. Yo no debí meterme en tus cosas. ¿Qué dijo tu abuelo de Mark? -Dijo que no me separara de él, porque es el que recordará. -¿Qué quiso decir con eso? -No lo sé. Lo sabremos con el tiempo. -¿Qué hiciste anoche en tierra? -Estuve con m¡ abuelo. -No me refería a eso. -Ya sé a qué te referías -con una sonrisa burlona, le pasó una mano por el pelo-. Fue... un happening. Antes de que empezara, tenía miedo. Después me sentí muy tranquilo... ¿Puedo decirte una cosa? -S¡ quieres... -Todavía te siento como m¡ familia. Y espero que Lorillard te haga feliz. -Gracias. Deseo que te suceda lo mismo con Sally Anderton. -¿Se nota? -Sí, se nota... ¿Me perdonas? Quisiera terminar esto antes de la comida.

La reacción más curiosa fue la de Mónica O'Grady, la muchacha de aspecto equino de San Francisco, que se le acercó para fumar un cigarrillo con él en la cubierta de popa. -Nunca le he visto tan relajado, profesor -le dijo con su habitual desfachatez-. ¿ Lo pasó bien anoche en la cama ? Thorkild soltó la risa. -No. ¿y tú? -No. Ojalá, por Dios. No sé qué es lo que les pasa a los demás, pero a mí el aire de mar me excita. -Lamento no poder ayudarte. -Ya lo sé. Usted tiene sus compromisos. Todo el barco habla de eso. De todas maneras, no he venido a hablarle de m¡ vida sexual... -¿ Para qué has venido, O'Grady ? -Ese viejo, el abuelo de usted... Cuando le estreché la mano tuve una sensación extrañísima, que no consigo que desaparezca. Me imagino que se trata de lo que en mí hay de irlandesa. También de m¡ abuela se decía que tenía el don de profecía... Pero fue casi como s¡ su abuelo estuviera advirtiéndome de algo... de un peligro o una amenaza. Me trajo el recuerdo de algo que solía decir mi padre y que me ponía siempre la carne de gallina: «Nunca bajes a tierra cuando las aves marinas se van hacia el mar...» Pero no se ría de mí s¡ no quiere que me enfade y le ataque. -Qué me voy a reír, muchacha -expresó con seriedad Thorkild-, s¡ pasé la noche en un lugar sagrado, donde el mana ancestral es muy potente. También yo sentí cosas que no podía expresar con palabras, a pesar de toda la erudición que me han metido dentro. Pero, por m¡ propia experiencia, puedo decirte que la sensación es una cosa, y el significado puede ser otro muy, muy diferente. No pierdas el tiempo cavilando sobre eso, porque te perseguirás con fantasmas nacidos de tu propia cabeza. -Es posible que tenga usted razón, pero no me engañe, profesor. ¿Cree usted en el mana, o no? -Sí, creo. -¿Y lo ha experimentado? -Sí. -Entonces, cójame la mano y dígame que no tengo razón para preocuparme. -Bueno... ya te tengo de la mano. -Pues dígamelo ahora. -Mónica O'Grady, no tienes razón para preocuparte. Pero lo que no pudo decirle, lo que apenas s¡ pudo admitir ante sí mismo, fue que las manos de ella estaban tan frías como las de su abuelo; que, incluso mientras hablaba, Gunnar sentía en la boca el gusto salobre de la sangre y que en sus oídos resonaba el eco de la antigua canción :

Y la veo entre las estrellas, danzando. Danzando con los viajeros que murieron hace tiempo.

Tres días de navegación a vela, con viento constante y corriente favorable, les llevaron hasta sobrepasar las islas Decepción, hasta las Tuamotú, esa larga hilera de arrecifes de coral, islotes y atolones con nombres hechos de música: Mataiva, Kaukura, Taharea, Nengonengo. Era una región de bellezas súbitas y pequeñas sorpresas: la forma de las nubes, el vuelo de los pájaros, el revuelo de los cardúmenes. También encerraba peligros. Las corrientes que se formaban en torno de los atolones eran fuertes e irregulares, y había arrecifes y bajíos que no estaban aún señalados en las cartas. Kaloni, el Navegante, no se valía de cartas n¡ de brújula. Para él, el rumbo se mantenía gracias a otros símbolos que estaban escritos en el cielo, y también en el mar. Los altos dioses habían construido un mundo de orden, en el que el sol, la luna, las estrellas, se movían en cursos que habían sido dispuestos desde el principio de las cosas. El mar, sereno o turbulento, obedecía a su propia ley: cada isla que se encontraba desviaba de manera regular las corrientes; las marejadas dibujaban el camino de las tormentas, próximas o distantes; las maderas traídas por el mar hablaban de tierra a barlovento; las algas anunciaban arrecifes, corriente arriba. Hasta la luz se ponía a contribución del que sabía. El color verde de una laguna distante se reflejaba en la parte baja de una nube y podía verse desde el mar. Las nubes arrastradas por el aire constituían indicio de tierra más seguro que las montañas. Hasta las aves, golondrinas, plangas y chorlos migratorios, señalaban el camino hacia la tierra. Con todo, el navegante mismo debía cooperar. Debía tener confianza en los altos dioses, sin mostrarse nunca arrogante n¡ jactancioso. Debía observar los rituales que indicaban respeto y confianza en los dioses. También él tenía su lugar en el orden de las cosas, y s¡ lo quebrantaba, perecería inexorablemente. Mientras Kalon¡ el Navegante seguía su propio curso, Magnusson y Lorillard lo verificaban en sus cartas, con su propia matemática de sextantes, radares y radio. Hasta Lorillard se vio obligado a admitir que la diferencia era mínima, y que el margen de error le perjudicaba generalmente, porque en el libro de pilotaje no le decían de qué manera rodeaba la corriente un pequeño atolón, o cómo iba variando el viento de hora en hora. Pero tuvo la gentileza de admitirlo, y su actitud hacia Thorkild y hacia el anciano navegante se hizo levemente deferente. Magnusson también había cambiado. Estaba menos brusco, menos irritable, más retraído, como si la presencia del anciano navegante fuera para el un recordatorio constante de su propia naturaleza mortal. Al anochecer del tercer día, cuando habían sobrepasado la isla Makemo y se acercaban a Motutunga, Magnusson se reunió con Thorkild, que iba al timón. -¿A qué hora llegaremos a Motutunga? -le preguntó. -Sobre las cuatro de la mañana. -¿Qué rumbo llevamos? -Doscientos diez magnético. Aquí hay una gran variación en la brújula; casi doce grados. -S¡ seguimos con este rumbo, en quinientas millas no volveremos a ver tierra. -Ya lo sé. -Estamos llegando al triángulo vacío que tú señalaste. ¿Te ha dicho tu abuelo cuándo tiene intención de dejamos ? -Pronto. Es todo lo que me dijo. -¿Cómo estamos de provisiones? -De agua, perfectamente. Combustible, los tanques casi llenos. Durante casi todo el tiempo hemos navegado a vela, y los generadores no consumen mucho. Estamos un poco escasos de verduras y frutas frescas, pero tenemos muchas latas y envasados. Y los muchachos han pescado lo suficiente como para que todo el mundo coma pescado una vez por día. ¿Qué te ronda por la cabeza, Carl ? -Por los huesos, más bien. Hasta ahora todo ha sido demasiado fácil, demasiado plácido. -Hemos tenido suerte. Cuanto más al Sur, mayores son las posibilidades de un vendaval. -No me refería a eso. Quiero decir... ¡Demonios, a qué andar con rodeos! Todo lo que me contaste de tu abuelo es verdad. Yo lo he visto, lo he percibido. Ahora, tengo que creer que lo de la isla también es verdad. ¿Te ha dado ya el rumbo para llegar a ella? -No. -¿Te ha dicho algo? -N¡ palabra, aparte de lo que dijo esa noche en Hiva Oa, cuando prometió que llegaríamos a ella. -¿Te habla alguna vez de su muerte, de cómo será, de cuándo llegará? -Para nada, Carl. Eso es algo que tiene asumido desde hace muchísimo tiempo. Ahora, en cierto modo, es un acto que está realizando. -Quisiera Dios que a mí me sucediera lo mismo. -¡Para eso falta mucho, Carl ! -Tal vez. Tal vez no. Pero te digo, muchacho, que tengo una avidez tan increíble por cada nuevo día... Me pone enfermo ver que el sol se pone. A veces me siento tan lleno de resentimiento cuando veo a los jóvenes en cubierta, que me resulta difícil ser cortés con ellos. ¿Qué chifladura, verdad? Tal vez resultaría más fácil s¡ hubiera conmigo alguien de m¡ edad. O tal vez no. Trataría de imponerme sobre ellos, como lo he hecho siempre... De todas maneras, no estoy aquí para despertar tu misericordia. Quiero decirte algo. Cuando tu abuelo nos deje, quiero que tú te hagas cargo del mando en el Frigate Bird. -Santo Dios, ¿por qué? Magnusson rió ásperamente por lo bajo. -Según el libro de bitácora, será por razones médicas. En realidad, es para que seas tú quien le ponga el cascabel al gato. La culpa la tienes tú. Tú me dijiste que te parecía obsceno convertir la muerte de tu abuelo en una maniobra naval: pues es lo mismo que siento yo ahora. Yo no puedo traicionar la confianza de mis amigos de la Armada, pero tú no tienes ningún compromiso con ellos. Cuando tú seas el comandante, puedes ordenar a Lorillard que interrumpa las comunicaciones y reiniciarlas después, según tu criterio... -Carl, ¡eres un viejo zorro !
-Ya lo sé, y bien que solía divertirme... Hay algo más. Si a mí llegara a sucederme algo, encontrarás dinero en la caja de seguridad del barco, en cantidad suficiente para el viaje de regreso. -¡A t¡ no va a sucederte nada! -¡Cállate, hombre, escucha! También encontrarás un sobre sellado, dirigido a ti. Es una escritura de donación, firmada ante testigos. El Frigate Bird y todo lo que contiene pasarán a ser de tu propiedad. -Pero, ¡qué locura! -¿Por qué? El barco es mío y puedo hacer con él lo que quiera. y prefiero que lo tengas tú antes que ningún otro. -Carl, no puedo aceptarlo. S¡ vale una fortuna. -Eso ya está decidido y no vamos a discutirlo. Lo que hagas tú después con el barco es cosa tuya. -¿Sally está al tanto de todo esto? -No, y no quiero que tú se lo digas. -¿Por qué? -Porque va a armar el mismo escándalo que tú. Sally espera que yo esté alegre y rozagante y animado todo el día, y todos los días. Pero yo me siento así; me siento viejo y desvalido, y daría hasta el último maldito dólar que he ganado en m¡ vida para poder irme como se va tu abuelo, sin enemistades y con uno de su misma sangre que le pone en camino... -Carl, ¿qué puedo decirte? Amigos no te faltan: Sally y yo. Si necesitas en quién apoyarte, me tienes a mí. Pero, ¡por Dios, hombre, lo que dices no tiene fundamento... ! ¡Créeme ! -Para un hombre como yo, no hay cosa en el mundo más difícil de creer. ¡Oye! Déjame que me ocupe un rato del timón. En cubierta están cantando. Vete a buscar a tu mujer, y reuníos con ellos. Sintió alegría al irse, alegría al verse liberado de la invasión de la piedad, y de la vergüenza de que un hombre se viera reducido a comprarla con regalos. Después se vio de repente inundado por el recuerdo de las palabras de Flanagan, S. J. : “Recibirás el mana, pero te hará sufrir. La gente se apoyará en ti, y tú te desplomarás bajo su peso. Tratarás de escapar de ellos, pero no te dejarán que huyas...”. Sus alumnos y los hombres de Kaua¡ estaban reunidos en torno de Ellen Ching y Molly Kaapu y Yoko Nagamuna, que bailaban un bula al son de la guitarra de Simón Cohen. A gritos, lo llamaron, para que se uniera al grupo. Thorkild se quitó la camisa y se integró en el círculo, marcando el ritmo con las manos, sintiendo que la sangre se le aceleraba, feliz de dejar de oír el grito rudo y solitario de la vejez y la infelicidad.

CUATRO

AL DÍA SIGUIENTE, Kalon¡ Kienga anunció cuándo y cómo partiría. Cuando cayera la noche y asomaran las primeras estrellas, debían bajar su canoa al mar y depositarle en ella. El anciano navegaría a vela hacia el Sur y ellos hacia el Norte, hasta perderle de vista tras el horizonte. Entonces, y sólo entonces, podrían a su vez regresar y poner proa hacia la isla. El viejo navegante pidió que no hubiera reuniones n¡ ceremonias. Solamente Magnusson, Charlie Kamakau, Briggs y Thorkild debían estar en cubierta para bajarle al mar y despedirse de él. Para que nadie considerara a Kalon¡ Kienga descortés o desagradecido, Thorkild debía explicar que se trataba de un acto privado y sagrado. En cuanto a Thorkild, una vez volviera a poner proa al Sur debía navegar toda la noche a vela, guiándose por las estrellas que su abuelo le indicaría, y durante todo el día siguiente seguir con el mismo rumbo. Cuando volviera a caer la noche, habría entrado en la corriente que iba hacia el Este, y debía remontarla, guiado por el fluir del te lapa, el resplandor subacuático. Al amanecer distinguiría la nube bajo la cual se extendía la Isla de los Navegantes y, s¡ el cielo estaba cubierto o confuso, el manuvakai, el pájaro vigía, le enseñaría el camino. Todo eso fue largo de contar, con una riqueza de imágenes y de detalles que sólo podía tener sentido para quien tuviera la intuición del mar. El anciano hizo que Thorkild le repitiera punto por punto las instrucciones, una y otra vez, hasta que las tuvo tan claras como s¡ las llevara escritas en la palma de la mano. Después le habló de la isla. No era un promontorio de arena y coral. Alta y abrupta, se levantaba nítidamente del mar. Era redonda como un tazón de kawa, y en uno de sus lados el borde del tazón estaba roto. Frente al borde roto había una pequeña playa y, antes de ella, un acantilado en el que se erigía como un centinela una única roca, la cumbre de una montaña sumergida. Para dar con el canal había que dejar la roca a la izquierda, pero navegando muy próximo a ella. Fuera del arrecife no había fondeadero, porque el coral y la roca se precipitaban en enormes profundidades donde moraban peces monstruosos. La roca estaba habitada por los espíritus guardianes de la isla, familiares del dios del mar, de cuyo favor dependía conseguir una entrada sin riesgos... S¡ pasaba la roca y entraba sano y salvo en la laguna, entonces el navegante podía aproximarse sin temor a la isla y trepar hasta el lugar elevado donde lo esperaban, sentados de cara al mar en el mismo sitio donde habían muerto, los que allí habían llegado antes que él. Allí le encontrarían a él, a Kalon¡ Kienga, s¡ los dioses le permitían llegar... Era lo que le había dicho a su padre, y él no podía decir más, porque no lo sabía. Y ahora, tenía que descansar porque tendría que navegar toda la noche; y como durante todo el día habría movimiento en cubierta, le gustaría descansar en el camarote de Thorkild. Mientras bajaban la escalera de la cámara, se encontraron frente a frente con Sally Anderton, que subía a cubierta. El anciano extendió una mano para detenerla, y se volvió hacia Thorkild: -¿ Esta es tu mujer ? -¿Qué dice? -preguntó Sally. -Me pregunta s¡ tú eres m¡ mujer. -Dile que sí, y dile que quiero dar un hijo al nieto de Kaloni. Thorkild tradujo, y el anciano asintió con gravedad. -Está bien, s¡ los dioses lo aprueban. Dile que le deseo bien. -También yo le deseo bien -respondió Sally Anderton-.Y antes de irse, tendría que hablar Con Carl. Está muy deprimido. Thorkild se lo explicó y, después de un momento de vacilación, Kalon¡ accedió. -Entonces hablaré Con él ahora. Después debo descansar. -Nos veremos en cubierta, Gunnar. -Hazme un favor, Sally. Explica a los demás que m¡ abuelo quiere irse en calma, y que desea que a su partida no haya más que cuatro personas en cubierta: Briggs, Charlie Kamakau, Magnusson y yo. Yo les agradecería que respetaran ese deseo. -Así se hará -Sally tomó la mano del anciano y se la llevó a los labios-. Ruego porque tenga usted un buen viaje, Navegante. -Y yo -respondió Kalon¡ Kienga- ruego que halles la paz en el lecho del hijo de m¡ hija... Carl Magnusson recibió Con calma la noticia. Rogó al anciano que se sentara y le ofreció whisky para brindar por su viaje. Después se volvió hacia Thorkild. -Dile a tu abuelo que desearía poder ir con él. Kalon¡ Kienga, sonriente, sacudió la cabeza. -Cada hombre tiene su propio camino para ir hacia sus dioses. -¿Puedes tú leer m¡ camino, Navegante? -No conozco a tus dioses. -Es que no los tengo -admitió Carl Magnusson. -Las estrellas siguen ahí, aun cuando estén ocultas. Los dioses esperan, incluso a quienes los desconocen. -¿Cómo nos recibirán? -No nos reciben n¡ nos rechazan. Estamos siempre bajo su influencia, Como los peces en el mar, Como las aves en el aire. -¿Por qué tus dioses Son diferentes de los otros? -No Son diferentes; les damos nombres diferentes. -¿ Por qué hay tantos para vosotros, y para otros solamente uno? -Porque nosotros vemos lo múltiple y decimos lo múltiple, aunque soñemos con lo uno que no podemos ver. ¿Por qué te preocupas por estas cosas? -Porque tengo miedo. ¿Es que nunca has tenido miedo, Navegante? -El miedo es lo que nos mantiene vivos. En los que mueren no hay miedo, y yo ya estoy muerto... Tranquilízate, que m¡ nieto hará por t¡ lo que ha hecho por mí. -Ahora, él es m¡ capitán -dijo Carl Magnusson. -Confía en él -concluyó Kaloni, el Navegante-, porque tiene el mana...

Cuando Thorkild subió al puente, Charlie Kamakau estaba al timón y Peter André Lorillard ante la mesa de cartas marítimas, preparando su transmisión para la Armada. -El anciano me ha pedido que me haga cargo del mando del Frigate Bird. Charlie, cuando termines la guardia, ¿quieres comunicarlo a la tripulación? -Cómo no, señor Thorkild... ¡Capitán! Lorillard le miraba boquiabierto. -¿Debo entender que esto es oficial? -Sí, es oficial. Magnusson firmará el libro de bitácora. -Tengo que informar a la Armada. -Naturalmente. Y dígales que suspendemos las transmisiones hasta nuevo aviso. -¿Cómo? -Ya me ha oído, señor Lorillard. Suspendemos todas las transmisiones hasta nuevo aviso, y eso también quedará registrado en el libro de bitácora. -Pero, ¿por qué? ¿Qué razones les doy? -Dos razones. La primera, que estamos haciendo un experimento científico, cerrando todos los sistemas de navegación, la radio, el radar, incluso cubriendo la brújula, para seguir los métodos de los antiguos navegantes polinesios. Y s¡ eso no es bastante, diga entonces que obedece órdenes del capitán. Estoy seguro de que eso en la Armada lo entenderán. -¡Vaya s¡ lo entenderán! Hay un contrato, por mis servicios y por el equipo. -Yo no he visto ese contrato. No fu¡ yo quien lo firmé. S¡ no puede usted aceptar órdenes del patrón legal del barco, queda relevado de sus obligaciones hasta que se reinicien las operaciones. -Yo estoy a las órdenes de la Armada. -Está usted a mis órdenes, ya sea como tripulante, pasajero o como prisionero. Elija la modalidad. -Eso no lo acepto. Seguiré desarrollando m¡ programa. -S¡ lo intenta, señor Lorillard, ordenaré que le encierren en su camarote, y haré que destruyan su equipo y lo arrojen por la borda. ¿ Está claro? -Carl Magnusson es el propietario. Iré a hablar con él. -Pues hágalo, y sin perder un minuto, señor Lorillard. -Capitán -dijo alegremente Charlie Kamakau cuando Lorillard hubo desaparecido-, tengo la impresión de que usted no le gusta. -Ya se acostumbrará... M¡ abuelo se marcha esta noche. -Ya me he enterado. -Quiero que no haya nadie en cubierta cuando le dejemos en el mar. -También eso lo he oído. Mis muchachos lo entienden. Además, capitán... -¿Sí, Charlie? -Ellos conocen las antiguas costumbres, y se alegrarán de servir a las órdenes de usted. El señor Magnusson también les gusta. Es un buen patrón, pero... no es lo mismo, ¿verdad? -No, no es lo mismo. -Es extraño... antes de partir, teníamos todos la misma etiqueta. Allí somos todos ciudadanos de los Estados Unidos de Norteamérica; llevamos el mismo pasaporte, vivimos obedeciendo la misma Constitución, pagamos los mismos impuestos. Aquí, de pronto, todo es diferente. El pasado nos sale al encuentro y nos golpea en plena cara... Todas las historias que solían contarnos los viejos, las costumbres que nos hacían reír, ahora tienen un significado. Hasta usted... Yo oía a los chicos que le hacían bromas y le llamaban «profe» y hablaban de sus clases y de su vida sentimental. y después, súbitamente, usted ha cambiado. Es el hombre superior... y nosotros lo sabemos, aunque los otros no lo sepan. Sí, ya lo creo que es extraño...

El crepúsculo tropical se esfumó rápidamente y la noche se extendió vestida de estrellas sobre el mar vacío. Carl Magnusson borneó el Frigate Bird hasta dejarlo meciéndose inmóvil en la marejada, mientras Adam Briggs y Charlie Kamakau comprobaban las provisiones y la reserva de agua para después desatar la canoa y engancharla en el aparejo del pescante. Kaloni, el Navegante, hizo un aparte con Gunnar Thorkild para señalarle en dirección Sur, donde Hadar y Rigil Kent, las estrellas más brillantes de la constelación del Centauro, destellaban sobre el terciopelo del cielo. Enseñó a Thorkild el camino que seguirían y de qué manera debería guiarse por ellas. Cuando su nieto abrió los labios para pronunciar las palabras de despedida, el anciano le silenció con un gesto y una admonición, simple y grave: -Todo está ya dicho, y hecho. Thorkild le atrajo hacia sí y le abrazó. Después, juntos, se dirigieron a la barandilla para ver cómo pasaban la canoa sobre la borda. Kalon¡ bajó dentro de ella, y después lo vieron levantar el mástil y afianzarlo, para luego alejarse remando hasta que pudo izar la vela. Vieron cómo el viento lo impulsaba, oyeron la vibración de las cuerdas al tensarse los estayes, el ruido del agua cuando la batanga emergió del mar. Se quedaron mirando cómo el anciano lleno de orgullo y confianza, se erguía con la vela en la mano, apoyando un pie contra el remo que hacía de timón, desafiando a las olas como un dios del mar. Gunnar Thorkild sintió que la sal de las lágrimas le quemaba los párpados, y un grito se escapó de su garganta: -¡Ai-ee, Kaloni! ¡Ai-ee, Hijo de los Hijos de los Navegantes! Como s¡ fuera otro hombre el que gritara, oyó cómo sus palabras se alejaban en el viento, y vio cómo Kalon¡ y su frágil barca se perdían en la oscuridad. Después una mano se apoyó sobre su hombro y la voz de Magnusson le devolvió a la realidad. -Él ya se ha ido, Thorkild; y tú tienes un barco bajo tu mando.

A la mañana siguiente, mientras Charlie Kamakau estaba al timón, Thorkild reunió a su gente sobre cubierta. -Ahora ya podéis comprender lo que hacemos. Estamos navegando como lo hacían los antiguos polinesios, sin cartas de navegación y sin brújula. S¡ las leyendas responden a la realidad, y s¡ he seguido correctamente las instrucciones de m¡ abuelo, mañana llegaremos a nuestra isla. S¡ encontramos un fondeadero seguro, nos quedaremos allí durante el tiempo suficiente para examinar sus características y anotarlas. S¡ está deshabitada, tomaremos posesión de ella. S¡ es posible establecer una comunidad humana, es probable que a algunos de nosotros, o a todos, nos interese hacerlo... Curiosa posibilidad, ¿no es cierto? Todos, en un momento o en otro, hemos dicho o pensado que nos gustaría detener el mundo y bajarnos. ¿ Y s¡ mañana nos encontramos con que podemos hacerlo... ? Recordad, de todas maneras, que somos libres de escoger. El Frigate Bird es la garantía de esa libertad. Podemos quedarnos o partir, todos o algunos. -Pero, ¿nos será posible partir, profesor? -preguntó Yoko Nagamuna con su vocecilla de pájaro-. Ha dicho usted que navegamos sin carta n¡ brújula. ¿ Cómo podremos determinar nuestra situación? -Lo sabremos... por lo menos con la aproximación suficiente para poner proa hacia Nueva Zelanda o Tahití. y hasta apostaría a que el teniente Lorillard tiene, en este mismo momento, marcada exactamente nuestra posición en la carta. -Con toda seguridad que la tengo -declaró enfáticamente Lorillard. -¡Pues ya veis! -con una carcajada, Thorkild puso fin a la discusión-. Los marcos de referencia son diferentes, pero el resultado es el mismo: sabemos dónde estamos ahora, y mañana también lo sabremos. -Y aunque no tuviéramos el Frigate Bird -Hernán Castillo se sumó al optimismo-, podríamos construir nuestro propio barco y navegar en él. -Siempre que tuviéramos las herramientas necesarias, muchacho -Ellen Ching se mostró escéptica- ...y la habilidad y los materiales adecuados. -Y eso nos lleva a otra cosa -Mónica O'Grady terció en la conversación-. El profesor habló de «todos o algunos».Yo no creo que eso pueda ser así. Hemos fragmentado nuestro conocimiento de tal manera que somos como... ¡bueno, demonios! como aves que no pudieran volar, o caballos de tres patas, o... o vestales en un prostíbulo. Ya no sabemos qué hacer. -Y en este momento -interrumpió Gunnar Thorkild, sonriente- les dejo, señoras y señores. Con un tema sobre el cual discutir : ¿qué hace una vestal en un prostíbulo, o cómo se gana una carrera con un caballo de tres patas? -O -intervino Lorillard con un insólito rasgo de humor- ¿qué se hace con un marino que navega guiándose por el vuelo de un pájaro muerto? -¡Se le manda a la cocina, señor! -Molly Kaapu se alzó sobre todos ellos como una gallina sobre sus pollos-. Y s¡ alguna de vosotras, chicas, no viene a ayudarme, esta noche no va a cenar nadie. Más tarde, mientras bebían una copa en el camarote de Magnusson, antes de cenar, Sally Anderton hizo un comentario final sobre la conversación: -Jamás los había visto tan bien dispuestos. Después que tú te fuiste, Gunnar, hasta la tripulación se nos unió. Y lo extraño de todo esto es que para ellos todavía todo es pura teoría. Ninguno lo considera como una posibilidad concreta... -Yo os diré por qué -intervino Magnusson-. Cuando se ha estado un tiempo a bordo, el barco se convierte en un útero. Uno está abrigado, alimentado y, una vez que se acostumbra al movimiento, se siente tan cómodo que desearía seguir siempre así. Fijaos en cualquier marinero. Dos días antes de llegar a puerto, se muere por bajar a tierra. Dos días después, cuando ha estado con una mujer y se ha llenado de alcohol, suspira por volver a bordo. Es la única realidad que conoce... -Eso es bastante cierto -repentinamente, Thorkild aparecía sombrío y distraído-. Simplemente, intentaba que consideraran la idea. Es que... -¿Qué es lo que te preocupa, Thorkild? -Algo que dijo m¡ abuelo. La roca que se levanta en el arrecife está guardada por espíritus... -Y eso, ¿qué significa? -No lo sé exactamente, y él tampoco lo sabía. Pero no hay leyenda que no se base en unos hechos, de modo que hay que considerar los posibles riesgos. El problema no es el riesgo, sino el aura que lo rodea cuando uno piensa en él. La razón se desengrana, y el control pasa a manos de la memoria tribal... ¿Cómo han ido las cosas con Lorillard ? -Estaba alterado, y es natural. Le expliqué que tu experimento sobre la navegación primitiva podía ser valioso para la Armada, y le animé para que fuera registrándolo. Es lo que está haciendo, pero además tiene otros problemas. -¿Ah, sí? -Está viviendo con Martha Gilman. -Lo sabía. -Y piensa que tú estás celoso. -Hubiera deseado algo mejor para ella, pero no estoy celoso. -Pues díselo. -¿Por qué molestarme? -Porque ahora que eres el capitán del barco -explicó Magnusson- verás sus datos personales y te enterarás de que es casado y tiene mujer y dos hijos en San Diego. -¡Demonios ! -Exactamente... A ver s¡ saca usted las castañas del fuego, capitán Thorkild. -S¡ queréis una opinión -terció enfáticamente Sally Anderton-, yo no diría n¡ haría nada al respecto. Que lo pasen bien mientras estén a bordo, y más adelante, que resuelvan los problemas por sí solos. -Pero, s¡ Martha no sabe... -No te agradecerá que se lo digas, Gunnar Thorkild. -Pues con esto -declaró Magnusson con maliciosa alegría- terminamos con el teniente Peter Lorillard, de la Armada de los Estados Unidos. Ahora, ¿qué hay de vosotros dos? -¿Qué pasa con nosotros? -preguntó Sally. -¿Vais a casaros? -Ya estamos casados -respondió Gunnar Thorkild-. Con el rito de la estera. Los antepasados lo aprobaron, y la mujer vino a m¡ casa. Es la antigua costumbre. ¿Conoces tú otra manera mejor? -No, creo que no. Yo lo intenté cuatro veces : dos con el sacerdote y dos con el juez. y creo que vuestra costumbre es tan válida como cualquier otra.

A las tres de la mañana navegaban rumbo al Oeste, impulsados por un viento de diez nudos, bajo un cielo estrellado. Adam Briggs llevaba el timón y Gunnar Thorkild estaba en la cubierta de proa, observando el te lapa, esa extraña luminiscencia que fluía en las profundidades, con la corriente del Este. A través del movimiento de las aguas podía distinguirla, largos jirones de luz verdosa que brillaban como relámpagos, separándose bajo la proa. Como espectáculo era hipnótico, y de vez en cuando Thorkild tenía que apartar la vista de la luz para volver a fijarla en los objetos familiares de cubierta. Después, gradualmente, se dio cuenta de que algo había cambiado. Los nítidos destellos empezaron a deshacerse. Era un fenómeno totalmente nuevo para él, y que su abuelo nunca le había mencionado, pero aunque le intrigaba, no le dio motivos de alarma. El viento era estable, el barómetro estaba alto y la mar tranquila. Lo único que sentía era el dolor de la pérdida, que Kalon¡ el Navegante no estuviera con él para explicarle el sentido de lo inesperado. Cuando salió el sol pudo distinguir a lo lejos sobre el horizonte, hacia el Oeste, la forma de la nube prometida, la condensación de vapores blancos formados por la acción de los vientos marinos sobre una masa de tierra. Una hora después ya era visible la tierra: un cono truncado, irguiéndose alto y brillante bajo el sol ascendente. En un loco impulso de euforia, llamó a gritos a Adam Briggs: -¡Lo conseguirnos, hermano! ¡Lo conseguimos! ¡Ve abajo a despertar a todo el mundo! ¡A Magnusson también! ¡Que vengan todos a verla, que ella fue la razón de nuestro viaje! Y todos subieron, emocionados, charlando animadamente, a reunirse en la cubierta de proa para ver cómo las formas borrosas crecían y se definían hasta que se hicieron visibles los pliegues y las grietas de la montaña y las primeras pinceladas de color en el arrecife y en la tierra. Junto al timón, debatiéndose entre la risa y las lágrimas, Sally Anderton se comportaba como una criatura. Magnusson, arrebatado, tartamudeaba triunfante: -¡No lo puedo creer! ¡Es... es el momento más feliz de mi vida! Ojalá hubiera un Dios para agradecérselo... ¡Demonios! Yo no he hecho mas que actuar como empresario. ¡Has sido tu quien lo ha logrado, Thorkild! Mientras se aproximaban, Thorkild fue descubriendo todas las características que le había descrito su abuelo: la ruptura en el borde del tazón, a través de la cual una verde cascada de vegetación se precipitaba sobre la playa, la roca que se erguía solitaria y el canal que pasando junto a ella conducía a la laguna. La marea estaba baja y el mar se mecía suavemente, buenos indicios de que podrían pasar sin riesgo. Llamó a Charlie Kamakau a la timonera. -Vamos a recoger las velas, Charlie. Lo acercaré hasta un cuarto de milla más o menos, y después lo pondré al pairo. Tú saldrás en el bote con Malo y Tioto, para examinar el canal. Parece estrecho, pero s¡ hay agua suficiente, no será difícil pasar... Fijaos también cuánta agua hay en la laguna. Parece amplia, pero quiero poder echar el ancla a la profundidad suficiente como para que podamos sentirnos seguros s¡ se desata un vendaval... Media hora más tarde regresaba Charlie Kamakau con su informe. -El canal tiene unos 20 metros de anchura, y es más profundo en la proximidad de la roca... Tiene más de cinco metros de profundidad en toda su extensión. La velocidad de la corriente es de un par de nudos. Al entrar, lo levantará un poco la marea, desviando el barco hacia la gran roca, de manera que habrá que apartarse un poco de ella. Una vez dentro de la laguna ya no habrá problemas. La marea está baja y aun así hay cerca de seis metros de profundidad y el ancla puede bajar lo suficiente. El fondo es de arena y coral... -¿No hay nada peligroso alrededor de la roca? -Nada, a no ser la forma en que la marea se desvía en el canal... Pero tal como está hoy la mar, no habrá problemas. -Está bien... ¡Allá vamos, entonces! -¿Ve usted esas tres palmeras que hay en la playa? Tome como punto de referencia la del medio... -¡Entendido, Charlie ! Gunnar hizo virar en un amplio arco al Frigate Bird y media velocidad, puso proa hacia la entrada. El grupo que le observaba desde cubierta le saludó con un hurra, y Thorkild les correspondió con un gesto de la mano. Estaban a corta distancia del canal cuando Charlie Kamakau dio un grito de advertencia, mientras señalaba a popa. Al darse vuelta, Thorkild vio una gran muralla de agua, como las olas que rompen en Sunset Beach, que avanzaba hacia ellos. Inmediatamente, aterrorizado, advirtió de qué se trataba. Era una ola monstruo, lo que los japoneses llaman tsunami, resultado de alguna conmoción submarina. Imposible volver a virar. S¡ lo hacía, la ola le estrellaría contra el arrecife. S¡ conseguía pasar el canal tal vez tuviera alguna posibilidad, porque el arrecife haría que rompiera la ola y disminuiría su fuerza. Aceleró todo lo posible y se lanzó directamente hacia la entrada. En un momento de salvaje esperanza, pensó que habían pasado; pero, en seguida, la mole de agua levantó el casco y los arrojó contra la roca. Gunnar oyó cómo cedían las maderas, vio cómo se arqueaban las cubiertas y cómo caían los cuerpos dando tumbos, al igual que s¡ fueran muñecos en una cascada. Después, él mismo se sintió atrapado por una mano gigantesca que le arrancó del timón para arrojarle contra el mamparo. Lo último que recordó, antes de hundirse en la oscuridad, fue la luz verde del te lapa, y la forma en que se había estremecido bajo el agua, como s¡ la sacudiera una onda de choque...

Cuando despertó se hallaba tendido sobre un manto de hojas verdes, y sobre él se inclinaban Sally Anderton y Adam Briggs. Sintió que tenía una gran herida sangrante en el cuero cabelludo, y las manos laceradas, pero podía ver y oír. Al cabo de un momento pudo también sentarse y empezar a calibrar la dimensión de la tragedia. El Frigate Bird no era más que un despojo. Tenía la estructura deshecha, las cuadernas hundidas. Con las cubiertas anegadas, estaba varado lateralmente en el canal, donde las mareas terminarían haciéndolo pedazos. Malo se había ahogado, y Mónica O'Grady también estaba muerta, desnucada al chocar contra el mástil. También Thorkild habría muerto a no ser porque Tioto lo había arrastrado, inconsciente, hacia la playa, para después sacarle el agua de los pulmones. Magnusson estaba vivo, aunque tenía una fractura en el hombro. En cuanto a los demás, salvo algunas heridas leves y la natural conmoción, estaban indemnes. La enorme ola había venido y se había vuelto a ir; y ahora, por la más monstruosa de las ironías, el mar estaba otra vez en calma. A pesar de las advertencias de Sally, que insistía en la posibilidad de que sufriera un colapso como reacción a los golpes, Thorkild ordenó que le ayudaran a ponerse de pie y que le sostuvieran hasta que superó la primera sensación de mareo. Después hizo que le ayudaran a caminar un poco, entrando por la abertura en la pared de la isla, hasta que encontraron un lugar donde una cascada de agua dulce caía sobre rocas cubiertas de musgo formando una pequeña laguna. Allí descansaron un momento, bebieron y después regresaron a la playa para volver a encontrarse con los demás. Algunos estaban acurrucados bajo las palmeras, sumidos en la más absoluta desesperación, mirando como hipnotizados el casco destrozado del Frigate Bird. Otros rebuscaban sin sentido entre los desechos arrojados a la playa o se lavaban las heridas en los bajíos. Con la cara de color gris y con aspecto indiferente, Magnusson estaba recostado contra el tronco de un pandano, mientras Molly Kaapu le abanicaba la cara. Saludó a Thorkild con una mueca que intentaba ser una sonrisa. -¡Bueno, Thorkild! -exclamó-. S¡ lo hubieras hecho a propósito, no te habría salido mejor. ¿ Qué pasó ? -Fue una tsunami... como la que asoló Hilo. Aparecen así, de la nada. -Así que nos hemos quedado aquí, clavados. -Eso parece. -Cometimos un error, profesor. Tendríamos que haber dejado que Lorillard siguiera con su trabajo. Por lo menos, la Armada conocería nuestra posición. -El error está cometido y no hay medicina que pueda remediarlo. Llama a todos, Adam, que quiero hablarles. Se le acercaron, desolados y aturdidos ante el espectáculo de la desgracia de los demás. -¡A ver s¡ os despertáis! -les interpeló brutalmente Thorkild-. ¡Es el momento de rehacerse! ¡Alegraos de estar vivos, que esa ola podría habernos matado a todos! ¿Dónde está Hernán Castillo ? -Aquí, profesor. -Un centenar de metros tierra adentro encontrarás agua dulce. Muy cerca de la fuente hay un espacio abierto, llano. Allí organizaremos el campamento. Necesitamos un resguardo contra el viento, abrigo y un lugar para hacer fuego. Franz, Yoko, Martha, id vosotros a ayudarlo. Tan pronto como hayáis preparado un refugio, disponed en él un lugar para Magnusson. ¿Dónde está Ellen Ching? -Aquí estoy.
-Tú, que eres botánica, entiendes de frutas y plantas. Llévate a la mujer de Charlie y a Molly Kaapu, y examinad lo que crece por aquí, además de cocoteros. Necesitamos una buena comida, tan pronto como sea posible. Ahora, tú, Charlie, junto con Adam y Tioto... S¡ todavía podéis nadar un poco, volved al barco para comprobar qué es lo que se puede rescatar antes de que sufra el primer ataque de la marea. Lo primero son las herramientas, hachas, lonas, cuerdas... después, cualquier cosa de la que podáis echar mano o desmantelar. Arrancad las tapas de las escotillas y usadlas como balsas para mandar las cosas a la superficie. Simón, tú te vas con Jenny, Mark y Sally a recorrer la playa. Recoged cualquier cosa que haya sido arrojada por la borda... literalmente cualquier cosa, trozos de madera, latas... y lo apiláis todo en un gran montón, cerca del campamento. No paséis nada por alto. Willy Kuhio, tú te encargarás de pescar. Tú y tu mujer recorreréis estanques y lagunas para ver qué se encuentra allí de comestible. Lorillard y yo nos encargaremos de los entierros... Tardaron dos horas en excavar trabajosamente un par de tumbas en la arena compacta, junto a la playa, tender en ellas los cuerpos, cubrirlos de piedras y arena y erigir un pequeño promontorio. Cuando terminaron, les dolía la espalda y tenían las manos laceradas y sangrantes. -Tendríamos que pronunciar una oración por ellos –dijo Lorillard. -Que descansen en paz -dijo Gunnar Thorkild-. Y que des- de donde estén, intercedan por nosotros. -¡Amén ! -Lorillard se sentó en la arena, con la cara escondida entre las manos-. ¡Qué situación! ¡Qué maldita situación estúpida! -Sobreviviremos a ella. -¿ Y qué? Estamos perdidos donde se acaba el mapa. Nos darán por desaparecidos... durante un tiempo, nos buscaran, y después nos registrarán en el libro de los muertos. -Eso -precisó Gunnar Thorkild con tono amenazador- puedes decírmelo a mí, pero no a los demás. Lo que necesitamos es esperanza, ¡no anuncios de la proximidad del juicio final! -No tienes muy buena opinión de mí, ¿no es eso, Thorkild? -Amigo Lorillard, tampoco tengo muy buena opinión de mí mismo... ¡Mira! Acabamos de enterrar a nuestros muertos... ¿Qué tal s¡ firmamos una tregua ? -¡Perfecto! Una tregua. ¿ y ahora, qué hacemos ? -Por el momento, todo el mundo está ocupado. Esta noche empezará la reacción, y se hundirán en la desesperanza. Tenemos que seguir impulsándoles a la acción. -Tú te haces cargo de todo -observó fríamente Lorillard-. Siempre supones que nadie es tan capaz n¡ está tan preparado como tú. Pues te equivocas. S¡ me hubieras escuchado, en este mismo momento un barco de la Armada vendría a toda máquina a buscarnos... Súbitamente dominado por una náusea, Thorkild se dio vuelta sacudido por las arcadas antes de desplomarse, boca abajo, sobre su propio vómito.

...Había humo y había fuego. Había un viento que le helaba hasta la médula, y un calor que le consumía. Había tierra bajo sus manos, y después un mar que le levantaba y se lo llevaba. Había estrellas, y después negrura. Había voces fantasmales y gritos de pájaros y el ruido sibilante de las olas sobre la playa. Tenía algo sucio y ácido en la boca, y martillos que le torturaban el cráneo, y después un remolino se lo llevó, como s¡ fuera una hoja, hacia ninguna parte. Después hubo un pecho de mujer y su mejilla apoyada contra él, y el agua, fresca en la lengua reseca, y tras eso un largo período de tranquilidad. Cuando abrió los ojos no pudo ver nada. Dominado por el pánico, se esforzó por sentarse, pero las manos de Sally Anderton lo inmovilizaron sobre la arena y su voz le instó, en un susurro: -¡Quédate quieto, que estás bien ! -¿ Dónde estoy ? -preguntó, no su voz sino el graznido de algún cuervo que no se sabía de dónde llegaba. -Aquí, conmigo. -¿Qué ha pasado? -Nada... Una leve conmoción. -¿Qué hora es? -Más de medianoche... -Los otros... ¿dónde están? -Aquí, todos. Durmiendo. -¿Se consiguió comida? -Más que suficiente. -Briggs y Charlie... ¿volvieron del barco? -Sí. y trajeron muchas cosas útiles. Ahora, procura estar tranquilo. Mañana estarás mejor. -Tengo frío. -Yo te abrigaré. Cuando las primeras luces le despertaron. Thorkild tenía de nuevo plena consciencia; aunque se sentía débil, tenía la cabeza despejada y pensaba con claridad. Se apartó suavemente de Sally, se sentó y se puso en pie. Ahí estaba su tribu harapienta, durmiendo acurrucada junto a la empalizada que esa noche les había servido de abrigo contra el viento. El lugar donde habían encendido el fuego todavía estaba tibio, y alrededor de él estaban desparramados los restos de la comida nocturna: trozos de nueces de coco, conchas, cáscaras de banana. Un poco más allá se distinguía un montón de algo que parecía basura, la gravilla de la playa y los primeros objetos rescatados del Frigate Bird. Thorkild no se detuvo a examinarlos. Ya habría tiempo para eso... tiempo interminable. Se acercó hasta la fuente, se lavó la cara, bebió un poco de agua y se dirigió lentamente hacia la playa para aliviarse, como hacían los nativos, en los bajíos. Esa mañana la marea estaba más alta, y las olas jugaban sobre las cubiertas y con los mástiles destrozados del Frigate Bird. Después vio algo que le dejó boquiabierto de sorpresa. En el extremo más alejado de la laguna, donde el arrecife se adentraba para unirse a la tierra, vio a Charlie Kamakau y a Adam Briggs sentados en una canoa, pescando. Les llamó a gritos y, sintiendo las rodillas flojas, tambaleándose, corrió a su encuentro por la playa. Cuando le vieron, ellos se le acercaron también, usando las manos a manera de remos.
Cuando estuvieron más cerca. Thorkild vio que era la canoa de su abuelo; le faltaban el mástil y la batanga, pero la estructura estaba intacta. La habían encontrado bien dentro de la playa, le dijeron, arrojada entre los pandanos por la granola. Charlie había fabricado una caña de pescar con las fibras de las cuerdas, y un anzuelo de concha, y ya tenían pescado para el desayuno. Durante un momento de enloquecida confusión, todos se abrazaron en la playa, balbuceantes, felicitándose a gritos por su increíble buena suerte. -Así que ya veis -exclamó Adam Briggs-, ¡pudo llegar aquí! ¡Debe de estar vivo ! -No -la declaración de Gunnar Thorkild fue como un epitafio-. Está muerto. Lo encontraremos allá arriba, en el lugar alto. -¿Sabes tú dónde es? -preguntó Charlie Kamakau. -Por allá arriba. Ya subiré a buscarlo. Pero ahora tenemos nuestro propio trabajo. Adam Briggs le miraba con cierta preocupación -¿Se siente bien, profesor ? Anoche nos tuvo preocupados. -Un poco débil, pero bien. Los demás, ¿cómo están? -Más que otra cosa, perplejos. Jenny se sintió mal, y Magnusson muy dolorido. Ninguno de nosotros pudo dormir hasta muy tarde. Creo que hoy va a ser un día duro. -Es cierto -asintió con gravedad Charlie Kamakau-. Ahora, Kaloni, tú eres el hombre superior. Esperamos que determines las reglas. -Ya hablamos de eso -Adam Briggs destacó ese aspecto con su actitud sobria y tranquila-. Lorillard, Simón Cohen y Yoko hicieron hincapié en la necesidad de tomar decisiones en común y evitar los errores de un personalismo... La señora Gilman dijo que lo que es adecuado en un barco no da resultado en una comunidad asentada en tierra. Charlie y yo no estábamos de acuerdo. Pero pensamos que usted tenía que saber que las opiniones están divididas. -Ya veremos qué hacemos -Thorkild se mostraba pensativo-. Vamos a llevarles un buen desayuno, y después lo hablaremos. La conversación se hizo larga y resultó más difícil de lo que Thorkild había esperado. La fácil camaradería de a bordo había desaparecido, lo mismo que el respeto que hacía aceptar sin cuestionarlo el hecho de que Gunnar Thorkild fuera el manantial de conocimiento de todo lo referente a Polinesia. Ahora, era el hombre que había perdido un barco y que, como resultado de una imprudencia colosal, había puesto a sus sobrevivientes al margen de toda esperanza de ser rescatados en un plazo de tiempo razonable. Cualquier cosa que pudiera ofrecer ahora no era más que una reparación inadecuada. Nada de eso se dijo, aunque podía leerse fácilmente en los rostros herméticos y cautelosos que le rodeaban. El preámbulo de Gunnar fue breve y directo: -Nos guste o no nos guste, pasaremos aquí un largo tiempo. Tenemos todos los medios para sobrevivir. Poseemos las habilidades suficientes para llevar una vida más que tolerable. Con mucho tiempo y mucha paciencia, podemos incluso construir un barco que nos permita salir de aquí. Para lograr todo esto, los planes y el trabajo deben hacerse en conjunto... De manera que establezcamos ciertas prioridades. ¿Quién quiere ser el primero en hablar ? -Yo -dijo Sally Anderton-. Tengo habilidades médicas pero carezco de específicos, de manera que voy a daros un par de lecciones elementales de medicina preventiva -tendió una mano con la palma hacia fuera-. ¿ Veis eso? Las heridas hechas por el coral. Ya están infectadas. La mayor parte de vosotros tenéis alguna. S¡ las descuidáis, ésas o cualquier otra herida, no tardarán en convertirse en úlceras tropicales que se incrementan rápidamente, en extensión y en profundidad. De manera que limpiadlas continuamente, y mantenedlas secas... -señaló los restos de comida esparcidos junto al fuego-. Esa basura atraerá insectos y provocará infecciones gástricas. Es necesario quemar todos los restos después de cada comida. He observado que todos vais a orinar y defecar a las malezas. No lo hagáis... Alejaos bien sobre la playa, y hacedlo al borde del agua, de modo que la marea se lleve los desechos. Por el momento, eso es todo, pero recordad que es importante. Más adelante, es posible que con los conocimientos de botánica de Ellen podamos organizar una farmacopea sencilla, pero por el momento, no disponemos de nada...
Todos comprendieron y aprobaron. La cuestión planteada por Simón Cohen, y en la manera de formularla había cierta agresividad. -Usted ha dicho que tenemos medios para sobrevivir. Desde el punto de vista médico, es evidente que no. ¿Qué pasa con la comida? ¿Tenemos la seguridad de poder sobrevivir con lo que hay aquí? Adam Briggs le respondió rápidamente. -La laguna está llena de peces, y encontramos un par de tortugas. Tenemos un bote, y podemos hacer nosotros mismos el aparejo. En eso no hay problema. Tú, ¿qué encontraste, Ellen? -Tenemos cocoteros y árbol del pan, y hay taro que crece en el valle. Después podremos cultivarlos, Es indudable que comida no nos faltará. Hasta podemos fabricar licores, s¡ queremos. -Tú eres la encargada de la dieta, Yoko. ¿Estás de acuerdo? -Sí -la respuesta fue tajante, como s¡ hubiera que discutir otras cosas mucho más importantes. -¿ La cuestión siguiente ? -Las herramientas -empezó Franz Harsanyi-. Tenemos un hacha, un par de destornilladores y cuatro cuchillos de marinero... entre todos. -Pues todo lo demás lo fabricaremos -declaró con voz firme y segura Hernán Castillo-. Con las conchas podemos hacer raspadores y cuchillos. Tenemos piedras suficientes para hacer hachas y martillos primitivos. Nos llevará tiempo, pero eso es lo que nos sobra. Y hablando de tiempo, tenemos dos relojes sumergibles que funcionan, y el cronómetro de abordo, que está roto. -Vamos a necesitar un refugio adecuado -intervino bruscamente Carl Magnusson-. No podemos acampar así, a cielo abierto. Todavía no ha llovido, pero cuando comience a hacerlo será un auténtico diluvio. En m¡ opinión, un abrigo adecuado es de extraordinaria importancia; una casa grande con un suelo y un techo para que no entre la lluvia. Y tendríamos que empezar a construirlo hoy mismo... lo más pronto posible. También en ese punto todo el mundo estuvo de acuerdo, y después se hizo un silencio incómodo, que finalmente rompió Martha Gilman: -Hay otra cuestión que se planteó anoche y que habría que resolver ahora. ¿Cómo nos organizamos? ¿Quién se encargará de decir qué es lo que hay que hacer y quiénes lo hacen ? -No puede haber más que un jefe -fue Magnusson quien volvió a hablar, áspero e imperativo-. Somos una tribu y no un ayuntamiento imbécil. De manera que a nombrar un jefe y terminemos con el asunto. -Yo propongo al teniente Lorillard -dijo Simón Cohen. -Y yo, al profesor Thorkild -se oyó la voz de Jenny, trémula, pero desafiante. -¿Algún otro...? No. Pues votaremos levantando las manos. Por el teniente Lorillard. ¿cuántos votan? Martha Gilman, Simón Cohen, Yoko Nagamuna y Hernán Castillo levantaron la mano. -Parece que sólo le apoya la minoría. señor Lorillard – sonrió Carl Magnusson-. Espero que tenga usted la gentileza de admitirlo. Thorkild, tú eres el elegido. Durante unos segundos Thorkild permaneció en silencio, concentrándose en un instante que sería crítico para todos ellos. Después se puso de pie y se quedó mirando al pequeño grupo de personas harapientas. Su expresión era hosca, sin sombra de sonrisa. Su voz resonó con la solemnidad de quien recita las genealogías, como los grandes del pasado. -Hay algo que quiero deciros, y después volveréis a votar, pero esta vez con conciencia de lo que hacéis. Todos hemos retrocedido en el tiempo. Somos genes del siglo XX, reducidas súbitamente a una situación primitiva. Eso ha de provocar un cambio en los valores relativos. Algunas cosas que sabemos son inútiles, basura. Otras, que considerábamos conocimientos triviales, son de importancia vital. Los roles personales también cambian, y las relaciones que en su momento fueron exclusivas tienen que ampliarse hasta incluir a todo el grupo. Tened en cuenta que s¡ votáis por mí, elegís un jefe, no un títere. Estáis poniendo vuestra vida en mis manos y comprometiéndoos a obedecer. Yo buscaré el consejo de todos y cada uno de vosotros, y me comprometo a actuar solamente siguiendo la voz de la prudencia. Vosotros os comprometéis a obedecer mis órdenes. Tal era la costumbre de m¡ pueblo, de los que antaño llegaron a esta isla, y es la única costumbre que conozco cuando se trata de una tribu: que uno solo se ocupe de los muchos que la integran. Pensadlo, discutidlo s¡ queréis, y después volved a votar. S¡ elegís a Lorillard, o a cualquier otro, yo le prestaré la misma obediencia que esperaría de él. Pensad también en otra cosa. ¿No sería mejor que hubiera tal vez dos, un hombre y una mujer, para que cada sexo tenga a quién recurrir... ? Veo que sonreís como s¡ yo hubiera dicho algo divertido, pero ¿es tan humorístico? No me refiero a una consorte, a una esposa, aunque no tardará en plantearse la cuestión de cómo nos organizaremos en parejas y cómo procreamos. Estoy pensando en una mujer sabia, capaz de ser la madre de esta comunidad, la mujer kapu a quien las otras puedan acudir cuando necesitan algo especial. Voy a dejaros que discutáis y decidáis estas cosas, pero quiero que lo decidáis todos: tú, Charlie, y tu mujer, y Tioto, y vosotros también, Willy y Eva Kuhio. Una palabra más. Nos guste o no, ahora formamos un pueblo, asentado en un fragmento de tierra del cual durante mucho tiempo no podremos salir. Tratad de pensar así, y tratad de actuar en función de eso... y tomaos el tiempo necesario, porque mañana es muy largo... -se relajó y, mientras empezaba a alejarse, tocó en el hombro al joven Mark Gilman-. Tú ven conmigo, muchacho, muchacho. Iremos en busca de un lugar donde edificar nuestra casa... Para Thorkild fue un alivio dejarlos allí con sus temores y sus celos, para sumergirse en la verde maraña que crecía donde antes, hacía muchos siglos, la lava había irrumpido a través de la abertura del cráter para fluir como un mar hirviente. La vegetación era densa, el suelo estaba cubierto de una gran capa esponjosa de hojas que se pudrían y de troncos en descomposición; pero al cabo de un rato empezaron a distinguir contornos, una serie de amplias terrazas planas donde proliferaban en silvestre abundancia el bambú y el pandano, los árboles fei y la papaya, el rojo de los hibiscus y el verde y el azul del tapo-tapo. El aire, pesado, estaba lleno de insectos, y la luz del sol se filtraba hacia el suelo a través de un denso enrejado de hojas y ramas de palmera. De tanto en tanto se oía el canto de algún pájaro y alcanzaban a divisar la iridiscencia de un batir de alas. Cuando Thorkild se estiró para alcanzar un plátano del árbol fei, una diminuta rata de las frutas huyó ante su contacto. La cuarta terraza era más amplia que las otras y, mientras se abrían paso a través de ella, a Thorkild se le trabó un pie bajo un saliente de piedra, de forma que cayó hacia delante, golpeándose el hombro contra el tronco de un árbol. Se levantó y comenzó a examinar el obstáculo, un largo reborde de piedra, cubierto de musgos y helechos. Al liberarlo de su recubrimiento descubrió que era un fragmento de cerámica, de tamaño de su mano, con un curioso dibujo reticulado en el borde. Después de limpiarlo cuidadosamente, se lo enseñó al muchacho. -Mira atentamente esto, Mark. Es muy importante. ¿Qué es lo que te dice? -No sé. ¿Qué es, Gunnar? -Cerámica. Cerámica lapita... es lo más antiguo que se encuentra en las islas. Casi mil años antes de Cristo se fabricaban estas cosas, y se transportaban a través del Pacífico. -Y eso, ¿qué significa? -Que hace mucho tiempo, aquí vivía gente. Fueron ellos quienes dispusieron esas terrazas y las cultivaron. -¿Qué les sucedió? -No sé. Se extinguieron. Se fueron. Pero su recuerdo se conserva en la memoria de m¡ pueblo. Lo cierto es, hijo mío, que ellos vivieron aquí como vamos a hacerlo nosotros. Aquí es donde construiremos nuestra primera casa... con esos bambúes que hay allí, con esas palmeras. Y en torno a ella plantaremos nuestro primer huerto, y llevará tu nombre: la mirada de Mark Gilman. Anda, ve a tallar tu nombre en ese árbol mientras yo voy despejando el primer claro. Después, cuando regresemos, marcaremos una senda... -Oye, Gunnar, ¡hay tantas cosas! ¿Cómo vamos a conseguir hacer un claro? -¡Escúchame, Mark! Hay un antiguo proverbio chino que dice: «El viaje de mil millas se inicia con un paso». Para dar ese primer paso hay que tener fuerzas... ¿Que cómo hacemos un claro? Pues cortamos un arbusto, después otro, y otro más, hasta que hayamos conseguido un espacio para una casa y un huerto. Después despejaremos otra terraza, y la que sigue, y para cuando tú seas hombre, todo el valle se habrá convertido en un huerto. -¡Para cuando yo sea hombre! ¿Quieres decir que vamos a estar aquí tanto tiempo? -Bueno, s¡ queremos irnos tendremos que construir una barca grande, como las hacían mis antepasados. Y eso también lleva tiempo. Tenemos que encontrar los árboles, derribarlos y despejar una pendiente para llevarlos hasta la playa y trabajarlos allí... Oye una cosa. ¿Por qué no señalamos ya uno o dos árboles cuando regresemos? -Tengo miedo, Gunnar. Este lugar me asusta. -Extiende la mano. El muchacho hizo lo que se le decía y Thorkild le puso sobre la palma el fragmento de cerámica. -Mira esto. Es cerámica, es algo que la gente hace para guardar la comida y el agua, y el licor que les hace cantar. Esas son cosas buenas, cosas felices, y vamos a hacer de la morada de Mark Gilman un lugar feliz. ¿ De acuerdo? -Sí... Por favor, ¿podemos volver ya? Todos estaban esperándole, inquietos por su ausencia, avergonzados por lo que tenían que decirle. Habían elegido como portavoz a Carl Magnusson, que pronunció el veredicto de todos con su desenfado habitual: La discusión fue libre y abierta, y la decisión unánime. El líder designado eres tú, y la consorte que pedías, Molly Kaapu. Sin embargo, nadie estaba totalmente de acuerdo en que ejercieras tus funciones de jefe en forma absoluta, según la antigua usanza tribal. Es verdad que estamos en una situación primitiva; pero somos criaturas del siglo XX, y a todos nos asusta el poder absoluto, por más que sea ejercido en aras del bien común. De manera que hemos designado un consejo para que te asesore y te ayude. Está formado por cinco miembros. Charlie Kamakau, Peter André Lorillard, Franz Harsanyi, Ellen Ching y Martha Gilman. S¡ hay algún punto en discusión, tú y Molly Kaapu tendréis voto en el consejo. Las decisiones se toman por mayoría. Periódicamente, pasaremos revista a la situación general en un consejo general. Es deseo de todos que quede claro que eso no significa poner en duda tu competencia. La formulación final fue ésta: la comunidad deseaba establecer los términos en virtud de los cuales Se puedan instaurar y preservar mejor la cooperación y la armonía: Todos tenemos la esperanza de que aceptes estos términos. S¡ no puedes hacerlo, designaremos a algún otro en tu lugar. Quisiéramos que te sientas en libertad de preguntar lo que quieras a cualquiera de nosotros. Fue un momento de extraña cualidad mística. El mana que
Thorkild sentía en su interior enfrentaba el desafío de otro, que sin ser hostil era más potente, que emanaba de otros dioses, de otros hombres superiores, frutos de una historia diferente. Thorkild podía hacerle frente o reconocerlo, y reconociéndolo, recibirlo parcialmente dentro de sí. El resultado del conflicto sería el desastre, un gusano que devoraría los cimientos de su pequeño mundo nuevo. Esperó, tratando de estimar los costes y las consecuencias de esa capitulación, primera y decisiva. Finalmente, anunció con voz pausada: -Primero, me gustaría hacer algunas preguntas. -Adelante. -S¡ yo tomo una decisión, y el consejo está de acuerdo, ¿obedeceréis todos ? -Sí -la respuesta fue un murmullo unánime. -¿ Y os obligaréis recíprocamente a obedecer ? -Sí. -¿Estaréis de acuerdo en comunicarme abiertamente, y en forma directa o a través del consejo, cualquier problema u objeción que se plantee, en vez de formar entre vosotros grupos camarillas ? -Sí. -¿Consentís en que nuestro trabajo, así como los frutos del mismo y cualquier cosa que poseamos o podamos poseer sean considerados como un fondo común puesto al servicio del bien de todos? -Sí. -¿ Y en que el único privilegio de una persona cualquiera sea el que dicte la necesidad? -Sí. -Bien. Lo que acabáis de hacer es dictar la ley por la cual regirán nuestras vidas. ¿ Lo entendéis todos en este sentido? -Sí. -Entonces, sobre esta base, acepto ser vuestro líder y considerarme responsable de vosotros. Todos le ovacionaron y se congregaron en tomo de él para estrecharle la mano y expresarle sus buenos deseos y su lealtad personal. Después de un momento, Thorkild impuso silencio y levantó el fragmento de cerámica que había encontrado en la terraza más alta. -¡Mirad esto! Es un trozo de cerámica de lapita que Mark y yo encontramos en lo alto de la colina. Quiero que comprendáis lo que significa. Mucho tiempo atrás, aquí vivió gente. Los frutos que plantaron se han reproducido, y nosotros podemos volver a cultivarlos. Despejaremos las terrazas para construir casas y sembrar la tierra. Eso nos llevará tiempo, de manera que empezaremos por construir una casa aquí abajo, cerca de la playa. Hay bambúes para los marcos y hojas de palma para los techados y las paredes. Todo el mundo puede ayudar, con excepción de Carl y de cuatro personas más, dos que se dedicarán a pescar y otras dos a recoger alimentos en tierra. Peter Lorillard y Charlie Kamakau organizarán los grupos de trabajo. Molly, ven tú conmigo, y tú también, Carl. ¡Tú, ocúpate de que se empiece a trabajar, Charlie! Me gustaría que para la puesta del sol pudiéramos contar ya con un abrigo...

Carl Magnusson estaba muy molesto. Su renguera era más pronunciada. El hombro le dolía cada vez que hacía un movimiento. Tenía mal color y respiraba con dificultad. Le recostaron contra el tronco de una palmera y se tendieron junto a él, sobre la arena. El anciano empezó a hablar, dificultosamente: -...Tú sabes que he tenido problemas en la vida, Thorkild... disputas legales, altercados en reuniones de directorio, embargos...pero la discusión de hoy ha sido el más arduo de esos episodios. Estaba en juego todo al mismo tiempo... actitudes raciales, religiosas y políticas; prejuicios personales. Incluso los que más decididamente te apoyaban, tenían sus temores y sus reservas. La idea de la tribu era nueva, y para algunos repugnante. No les gustaba la idea de normas y órdenes. Querían una especie de dedicación religiosa sin ceremonia, una jerarquía basada en el talento, una benévola anarquía. Llegamos a una solución de compromiso, pero no sin derramamiento de sangre. Y s¡ tú no hubieras aceptado, habríamos tenido graves problemas. -Con toda seguridad. Tendremos problemas de todos modos -asintió tristemente Molly Kaapu. -¿Qué tipo de problemas? -quiso saber Thorkild-. ¿Acaso no entienden que tenemos que aunar nuestros esfuerzos ? -Claro que sí... con la cabeza. Pero s¡ salimos de la cabeza, la cosa es diferente, hasta los dedos de los pies. Fíjate lo que tenemos: diez hombres y un chico... y el señor Magnusson en este sentido no cuenta, de modo que son nueve hombres. Por otra parte, tenemos ocho mujeres: una embarazada, y yo tan gorda y vieja que no ilusiono a ningún hombre. Es decir, nueve a seis. Ya eso constituye un serlo problema. Agreguemos que al señor Lorillard tú no le gustas, que Martha Gilman está celosa de la señora Anderton, que Simón Cohen se siente atraído por la japonesa, pero a ella le gusta Castillo, que anda detrás de Ellen Ching; que la mujer de Charlie Kamakau necesita más de lo que Charlie le da y que Tioto, que perdió a su amigo, piensa que podría volver a probar con chicas... Y s¡ los pones en una casita en una islita, ya tienes problemas con «P» mayúscula. Tú eres el privilegiado, Kaloni. Tú eres el jefe y tienes tu mujer. Y la señora Gilman está con Lorillard... Pero a los demás los metes en una caja y los sacudes, y jamás saldrán de ellas parejas... -Molly tiene razón -asintió Carl Magnusson con una mueca- Según como lo interpretes, es un chiste sucio o una broma sangrienta. ¿Qué te ocurre, Gunnar ? -Dame tiempo, Carl. y dáselo también a ellos... ¿Qué dicen las mujeres de todo esto, Molly ? -Lo que las mujeres dicen es una cosa, y lo que hacen es otra. Eso ya lo sabes, Kaloni... o deberías saberlo, en todo caso. Pero en última instancia, son ellas las que tendrán que decidir. S¡ quieres saber m¡ opinión... Yo las pondría a todas en una sola casa grande, para que los hombres las visitaran. Las que quieran un hombre solo, que lo tengan; las que quieran más, que hagan sus propias combinaciones. S¡ hay hijos... y los habrá, que los hijos pertenezcan a todos. Pero de una cosa estoy segura, Kaloni... -¿ De qué cosa, Molly ? -De que tú no debes meter las narices en esto. Déjame que yo me arregle con las chicas mientras yo no te pida otra cosa. ¿ De acuerdo ? -Es un buen consejo -Carl Magnusson soltó dolorosamente la risa-. Fue lo único en que todo el mundo estuvo de acuerdo. Querían que la madre de la tribu fuera Molly Kaapu. -¡Qué madre n¡ madre! -estalló Molly-. Todavía podría darle a alguno de esos bebés una tunda que no podrían olvidar. Y tú también, Carl Magnusson, s¡ no te hubieras desgastado corriendo detrás de los dólares y de las mujeres. -Tal vez esa sería la forma mejor de despedirme, Molly. Que tú me dieras un buen castañazo y después me enterrarais con un lei en torno del cuello. -Tal vez lo haga -respondió agriamente Molly Kaapu-. Pero hay alguien a quien posiblemente tendremos que despedir antes que a ti. Thorkild se mostró muy preocupado. -¿A quién te refieres, Molly? -A esa chiquilla que vino contigo, Jenny. Aunque no quiere decirlo, se hizo daño cuando chocamos con la roca. Anda por ahí arrastrándose, y s¡ lleva a término ese embarazo, yo soy la querida de un millonario. -¿La ha examinado ya Sally Anderton? -Claro. Pero lo único que dijo es que hay que esperar. -Entonces, esa chica no debería estar trabajando. -¿ Y qué quieres que haga, que se esté todo el día tendida al sol, asustada y compadeciéndose de sí misma ? ¡A ver s¡ creces, Kalon¡! Estas son cosas de mujeres. ¡Deja que las arreglemos nosotras, que tú ya tienes bastante de qué preocuparte! -Del Frigate Bird, por ejemplo -Carl Magnusson señaló hacia el canal, donde al romper las olas se elevaban por encima del casco y bañaban de espuma blanca la cubierta-. Antes de que quede totalmente deshecho, podríamos rescatar muchísimas cosas más. -Con esta mar, no, Carl. Esperaremos a que vuelva a bajar la marea para ir a bordo y nadar a su alrededor. Ahora que tenemos la canoa podemos hacer el transporte a tierra con bastante rapidez. Carl Magnusson le miró de reojo, intencionadamente, antes de hablar. -Podrías, tal vez, conseguir rescatar parte del equipo de radar de Lorillard: las boyas para señales, por ejemplo, o las piezas necesarias para armar un transmisor . -Podemos intentarlo. -¿ Intentarlo en serlo ? -le azuzó fríamente Magnusson-. Y antes de que me contestes, te diré que no he hablado de esto con Lorillard n¡ con nadie más, aunque me imagino que dada su formación de marino, él mismo lo pensará. Por otra parte, el jefe eres tú, de modo que tal vez te corresponda a t¡ hacer algo. -Quizá la máxima prioridad sea concentrar todos nuestros esfuerzos en establecer esta comunidad y conseguir su autosuficiencia, antes de distraerlos en tan débiles esperanzas... Lo pensaré. Carl Magnusson se volvió hacia Molly Kaapu. -¿ Qué dices tú, madre Molly ? -Digo que te ocupes de tUs cosas, anciano. Tu juicio se aproxima, y no querrás. responder de más maldades. Tú, Kaloni, haz lo que te dicten tus pensamientos y no atiendas a nadie más. -Estupendo -asintió Magnusson, haciendo de nuevo una mueca de dolor-. Pero has firmado un contrato. Tu trabajo y los frutos de tU trabajo pertenecen a la comunidad. S¡ lo rompes, tú tendrás que hacer frente a las consecuencias.

Una hora antes de la puesta del sol, la casa se hallaba ya terminada y todo el grupo se quedó contemplándola triunfalmente. Todos estaban de acuerdo en que no era un palacio. Un buen arquitecto -pero bueno de verdad- podría encontrarle ciertos defectos. Los artesanos de otras islas podrían objetar que los armazones de bambú estaban un poco torcidos, que las bardas del techo estaban algo descuidadas, y las paredes, en vez de ser entretejidas, estaban simplemente atadas contra el marco como una empalizada de juncos. Así y todo, era indiscutiblemente una casa qué los protegería de la lluvia y del viento, y les permitiría incluso cierta intimidad, ya que estaba dividida por una tosca mampara que permitiría a las mujeres aislarse y dormir solas s¡ así lo preferían. Delante de la casa había un espacio despejado, con un hoyo hecho en el suelo para cocinar y un horno de piedra, aparte de un lugar donde mantener seca la leña para el fuego y guardar lo que rescataran del barco. Se sentían orgullosos de su obra, ansiosos como niños de escuchar un elogio y, por un momento, les invadió la solemnidad ante esa primera y mínima promesa de permanencia y continuidad. -Habría que bendecirla -sugirió Martha Gilman-. El jefe debería pronunciar unas palabras. -Este es nuestro primer hogar -dijo, simplemente, Gunnar Thorkild-. Lo hemos construido con nuestras propias manos, en un lugar sagrado. Ruego porque en él podamos vivir en paz y seguridad. Amén. -Esta noche tendríamos que hacer una fiesta -agregó Molly Kaapu-. Deberíamos ponernos flores en el pelo, bailar y cantar. -Pero es que yo no tengo nada que ponerme -objetó Ellen Ching. Todos se rieron, con una risa feliz y sonora que descargó, por primera vez, todas las tensiones de los dos últimos días. -Vamos a nadar -sugirió Franz Harsanyi-. Me siento sucio como un cerdo. -Dejad la ropa aquí, que yo la remojaré en agua dulce –dijo Sally Anderton-. S¡ la introducís en agua salada, no se secará. Hubo un fugaz momento de tímida indecisión mientras todos se despojaban de la ropa; después, riendo y gritando como niños que salen de la escuela, corrieron hacia la playa, mientras Jenny, con torpes movimientos, les seguía lentamente, escoltada por Adam Briggs. Carl Magnusson emitió un gruñido de aprobación. -Yo no hacía más que preguntarme cómo se conseguiría eso. ¡Has estado muy bien, Sally! Oye -agregó después-, ¿no podrías hacer algo con m¡ hombro? Me duele terriblemente. -No es mucho lo que puedo hacer, Carl, a no ser inmovilizártelo mejor. A ver, probemos... -¡Y es m¡ brazo sano, maldito sea! Me siento tan impotente como un niño de meses. Todos los demás están trabajando, y yo ando cojeando por ahí como el idiota del pueblo. -A ver... ¿así está mejor? -Sí, un poco. Gracias... -Tú te quedas aquí conmigo, pequeño Carl -le dijo firmemente Molly Kaapu-. Puedes conversar conmigo mientras yo enciendo el fuego y empiezo a preparar la cena. Tú y yo ya no estamos para nadar en cueros. Sally Anderton recogió el montón de ropa y lo llevó hasta la vertiente. Gunnar Thorkild la siguió y la observó mientras ella también se quitaba la ropa y la arrojaba toda en el agua. -Dame también la tuya, Gunnar. Después me ayudarás a aclararla y escurrirla. Thorkild obedeció, riendo. -Ahora sí que hemos vuelto al estado natural, ¿no? Estos trapos no nos durarán mucho, y después nos veremos reducidos al taparrabos. -Cuanto antes mejor. Cuanto antes nos desprendamos del pasado, mejor estaremos... ¿Crees que serías capaz de dejar de ser gran jefe durante un rato para hacerme el amor ? -Tal como estás, mujer, tendría que empezar por limpiarte. -¡ Limpiarme! ¡ Pero mírate tú, s¡ estás más sucio que una escoba! Jugaron como criaturas bajo la cascada, echándose agua y arrojándose uno al otro al estanque. Luego, sobre el musgo de la orilla se hicieron ávidamente el amor. Después se quedaron tendidos, tranquilos y satisfechos, acariciados por el sol poniente, acunados por la música del agua y el largo susurro del viento entre las palmeras. -Ahora me siento feliz -suspiró Sally Anderton-. Esta mañana tenía mucho miedo. -¿Por qué, por Dios? -Después de esa primera votación, cuando te levantaste e hiciste ese gran discurso solemne, se te veía tan remoto, tan diferente. Era como s¡ no fueras parte de nosotros, como s¡ vinieras de algún otro mundo. Yo creía conocerte, hasta el último centímetro de tu piel y hasta tu última pulsación, Y de pronto te me apareciste como un extraño... amenazante y peligroso. Y no me sucedió a mí solamente; los otros también lo sintieron. -¿ Fue ésa la razón por la que cambiaron las cosas... y decidieron limitar m¡ autoridad ? -Sí. -¿Y una opinión unánime, como dijo Carl? -Sí. Yo estuve de acuerdo con los demás. -Sigo siendo el mismo Gunnar Thorkild. -Oh, no, amor mío. De ningún modo. Desde aquella noche que fuiste a tierra en Hiva Oa y estuviste con tu abuelo, ya no eres el mismo. Antes de eso eras media docena de hombres, reunidos en un haz y atados con un cordón. Ahora no eres más que uno, y de ese uno me queda mucho por saber... y mientras podamos seguir como hasta ahora, no estoy segura de querer saber algo más. -¿Tú sabes que te amo, Sally? -Sí, eso lo sé. -¿Y me amas tú? -¿Puedes dudarlo? -No. Sólo espero no obligarte a llevar una carga demasiado pesada. -¿Qué puede ser esa carga? -Yo, y todo lo que queda a mis espaldas, y todo lo que encierra el futuro. Por primera vez en m¡ vida, he encontrado a una mujer a quien puedo entregarme en forma absoluta y de verdad. Y es lo que he hecho. Lo hice la primera noche que hicimos el amor, a bordo del Frigate Bird. Ahora, pesan sobre mí otras preocupaciones. Y habrá más y más; y cada una de las cosas a las que deba atender, hará que tenga menos para ti. Lo único que puedo prometer es mantener el equilibrio hasta donde me sea posible...¿Comprendes lo que estoy tratando de decirte ? -Creo que sí. Tal vez tengamos que aprender, los dos, a compartimos. Pero ahora no. Abrázame, cariño. Abrázame fuerte.

CINCO

LA NOCHE DESCENDlÓ sobre una escena de tribal simplicidad. Molly Kaapu había reunido a las mujeres alrededor del lugar reservado para hacer fuego para enseñarles a preparar la pasta del árbol del pan, la forma de asar a la parilla los fei, los gruesos plátanos rojos que una vez cocidos sabían más dulces que las bananas, y a asar el pescado en una envoltura de hojas.
Las dos mujeres de los kaua¡ se dedicaban a hacer fibras de hojas de palmera para trenzar cañas para los pescadores. Tioto y Willy Kuhio preparaban anzuelos de concha. Simón Cohen hacía muescas en una caña de bambú, para convertirla en una flauta. Hernán Castillo trataba de hacer un hacha con un trozo de basalto y una raíz torcida. Adam Briggs y Charlie Kamakau estaban tallando un par de remos para la canoa, en tanto que Franz Harsanyi, Carl Magnusson y Martha Gilman se habían entregado a un complicado juego memorístico del cual todos los demás estaban excluidos. En la sombra, apartado de los demás, Gunnar Thorkild hablaba con una Jenny llorosa y desdichada. -Me siento tan, tan mal, profe. Con estos dolores. Es como si estuviera toda hecha nudos por dentro. Después se van, y entonces me siento descompuesta. Sé que soy un desastre. Todos son tan buenos y atentos... Pero es que no es justo con ellos... -A ellos les hace bien, Jenny. Les ayuda a dejar de pensar en sus propios problemas... Además, tú eres importante para ellos por otra razón. Llevas en t¡ el primer niño que nacerá en esta isla. Tú eres algo precioso, y tu primer hijo será el orgullo de todos. -Eso jamás se me había ocurrido. -Pues debes tenerlo en cuenta, porque es la verdad. -Tengo miedo, profe. Quiero decir, de cómo será el parto, de lo que pueda dolerme. Aquí no hay medicinas, n¡ anestésicos, ¡nada! -Jenny, tesoro, las mujeres tenían hijos mucho tiempo antes de que hubiera medicinas. Tienes a Sally, a Molly Kaapu y a Martha. Ellas te brindarán más ayuda de la que podrías recibir actualmente en la mayoría de los hospitales. -Eso ya lo sé. Ellas han hablado conmigo y se han preocupado de explicarme cosas. Pero no puedo evitar sentirme asustada. -Llegará el día en que tú tendrás que ayudar a las otras, porque sin duda aquí han de nacer más bebés. -Quisiera saber de quiénes serán. -Nuestros, Jenny. Serán de todos nosotros. Serán los niños más felices del mundo. -Pues yo quisiera ser realmente de alguien. Lo digo en serio. Thorkild le rodeó los hombros con el brazo y la acercó más a él. -Bueno, muchacha, creo que tú nos perteneces a mí y a Martha. Yo te recogí en la playa, y ella te aceptó en su casa. -¿Por qué no están juntos, usted y Martha? -No sé. Algo salió mal. -Ella sigue enamorada de usted. -De ninguna manera. Ella y yo nacimos para ser amigos, no amantes. -Pero, ¿hará usted las paces con ella? Dígale algo tierno y bondadoso. -No lo dudes, s¡ de ese modo te has de sentir mejor. -Creo que las dos nos sentiríamos mejor. Pienso que Lorillard está muy bien, y que en algunos sentidos es bueno para ella, pero no le ofrece mucho apoyo. -Martha no está atada a él. Hay otros hombres, y más jóvenes. Franz Harsanyi, por ejemplo, o Adam Briggs. -¡Qué gracioso! Aquí estamos todos, sin que nadie esté atado a nadie, salvo usted y Sally. Esta tarde todos estuvimos nadando juntos completamente desnudos, pero parecía un picnic de colegiales. Quisiera saber cómo acabará todo. -Yo también me lo pregunto. ¿Te sientes mejor ahora? -Sí, gracias. Lamento ser una complicación. ¿Querría usted hacer algo por mí, profe...? -Seguro, ¿qué quieres? -Prométame que no se reirá. -Prometido. -Antes de que me vaya a acostar, ¿quiere usted... quiere darme las buenas noches con un beso ? -Te lo doy ahora, chiquilla... y que te sirva para irte a dormir también. Sécate los ojos y vamos con los demás. Mientras iban hacia la casa, Castillo llamó con un gesto a Thorkild y le enseñó la herramienta que había estado haciendo. -Mire eso, jefe. ¿Qué le parece? -Parece estupenda. ¿La has probado ya? -No. Hágalo usted. Thorkild se dirigió hacia una de las grandes palmeras que bordeaban el claro e hizo una serie de incisiones en el tronco. La hoja de piedra se incrustaba profundamente, pero seguía firme en el mango. El pequeño filipino dejó escapar un grito de alegría. Thorkild volvió hacia el grupo que se hallaba reunido junto al fuego para mostrarles el milagro. -¡Mirad lo que ha hecho Hernán! -Ahora que sabemos cómo hacer las incisiones en el mango y cómo atarlo, podemos hacer otras cosas... cuchillos, martillos. Después tendremos que aprender a tallar y trabajar en la piedra para conseguir un buen filo. S¡ alguien encuentra trozos de basalto como éste, debe recogerlos para amontonarlos junto a la casa... y si alguien quiere aprender a hacer herramientas, yo le enseñaré. -Es una pena que no tengamos bebidas para celebrar –señaló Carl Magnusson. -Pues s¡ me facilitan un recipiente para el mosto, yo puedo hacer el mejor licor casero que nadie haya probado en su vida –se ofreció Adam Briggs. -Y yo seré la primera en probarlo -advirtió, cautelosa pero sonriente, Sally Anderton-, para asegurarme de que no os quedéis ciegos n¡ acabéis con el hígado destrozado. Cuando se distribuyeron en torno del fuego para cenar, todos estaban eufóricos, llenos de planes y proyectos, grandes y pequeños : tejer cestas para fruta, descubrir con qué corteza podrían hacer telas tapa, hacer una batanga y una vela para la canoa, una artesa para las mujeres, una prensa par extraer aceite de coco. Fue una conversación cordial, turbulenta y en la que cada uno dejaba traslucir sus esperanzas. Una vez terminada la comida, arrojaron los restos dentro del pozo y reavivaron el fuego; entonces, bajo la dirección de Simón Cohen, empezaron a cantar, al principio con inseguridad, después con una armonía cada vez más serena. Fue un momento de extraña y triste belleza, mientras la luna dibujaba su senda sobre el mar desierto, con la cadencia de las votes que se elevaban y volvían a bajar contra el bajo continuo de las rompientes lejanas y el cuchicheo del viento en las palmeras. Físicamente se acercaron unos a otros, hasta tocar cuerpo con cuerpo, y comenzaron a mecerse al compás de los viejos ritmos, compartiendo recuerdos sin palabras y miedos inefables. Conducidas por Ellen Ching, las muchachas kaua¡ y Molly Kaapu bailaban mientras los hombres entonaban las antiguas melodías que en otro momento se habían trivializado para los turistas, pero que ahora volvían a llenarse de una belleza nueva, de la nostalgia de un paraíso perdido. Cuando se cansaron de cantar, Molly Kaapu les dio las buenas noches con su característico impudor: -¿ Veis la casa que está ahí ? Pues ésa es para dormir...Los hombres a un lado y las chicas al otro, porque a nosotras nos gusta conservar a veces nuestra intimidad. Los que deseen otra cosa, pueden excavarse un pozo cómodo y abrigado en la playa Pero mucho cuidado con los cangrejos de tierra, que pueden dar buenos mordiscos en las partes más insospechadas del cuerpo. Y cuando regreséis a casa, no nos despertéis. Buenas noches a todos... Mientras los demás se dispersaban lentamente en la oscuridad, Gunnar Thorkild se quedó solo, mirando los tizones ardientes que quedaban del fuego. Jenny había recibido su beso. Sally estaba ocupada atendiendo a Carl Magnusson. Los demás irían disponiendo de sí mismos a su manera ya su debido tiempo. Para él estaba el problema, que al día siguiente sería una realidad, de Peter André Lorillard y su equipo. La radio no le preocupaba. Sería imposible rescatar los generadores, y sin fuerza motriz la radio no funcionaría. Las boyas de señales eran otra cosa. S¡ se las podía rescatar, y s¡ todavía servían, era evidente que contarían con un medio, aunque tremendamente problemático, para comunicarse con el mundo exterior. Igualmente claro estaba que Thorkild no tenía derecho a negar semejante oportunidad a uno solo de sus náufragos. Y sin embargo, atrapado por el mágico resplandor crepuscular que prolongaba la velada, la idea se le hacía repugnante, como s¡ se tratara de propiciar una invasión armada en un santuario. Al recordar la ansiosa vivacidad, el súbito desarrollo de impulsos creativos en el grupo, se preguntó s¡ todo eso hubiera sucedido en caso de que les hubieran quedado aún esperanzas en la intervención mecánica de un vociferante objeto abandonado a la deriva en la inmensidad del mar. Además, pensó, aunque dejara que los corales devoraran los malditos aparatos, eso no significaba negar la esperanza ; solamente diferirla hasta el momento en que pudieran construir su propia nave y hacerla a la mar con una tripulación adiestrada... Aún estaba pensando sobre eso cuando la voz de Martha Gilman le arrancó de su ensimismamiento con un sobresalto : -¿Gunnar, puedo hablarte un minuto? -Claro -Thorkild se puso de pie-. ¿Pasa algo? -No. Acabo de dejar acostado a Mark, y Peter me espera en la playa. Pero quería decirte algo -Deja que sea yo quien lo diga -el tono de Thorkild era de ternura-. Hace demasiado tiempo que somos amigos para que sigamos peleando. S¡ te hace daño, perdóname. ¿Podemos reanudar nuestras relaciones a partir de ahí? -Seguro. Y yo también te pido perdón. Pero hay otra cosa. Peter me habló de su mujer y de su familia, en San Diego. -¿Y...? -Tú lo sabías, ¿no es verdad? -Sí. -Gracias por dejar que fuera él quien me lo dijera; pero hay una cosa, Gunnar, que tengo que saber porque eso puede hacer cambiar todo lo demás. ¿Qué probabilidades tenemos de salir de la isla? -¿Ahora, en un futuro inmediato? Prácticamente cero. Más adelante, cuando nos hayamos establecido y estemos en condiciones de planear y construir un barco... tal vez. -¿Incluso entonces, tal vez y nada más? -Exactamente. -Comprendes m¡ situación, ¿verdad? S¡ estamos varados aquí, entonces Peter y yo podemos empezar una vida nueva. En caso contrario, s¡ yo tengo un niño y... -¿Qué quieres que yo te diga, Martha? -Quiero que tú me digas lo que yo debo hacer. -¿No puede decírtelo Lorillard? -Él dice que estaría dispuesto a quedarse aquí conmigo, para siempre. -Pues entonces, esa es la respuesta... s¡ tú le crees. -¿Le crees tú? -Todavía no lo sé. Aún no le he visto puesto a prueba. Pero s¡ tú le crees, entonces adelante. No te puedes pasar toda la vida haciendo juegos malabares; en algún momento tienes que dejar caer las naranjas. -Gracias, amigo mío -Martha le tomó la cara con ambas manos y le besó en los labios-. Lamento haber hecho de t¡ un fetiche. Sally Anderton tiene suerte; espero que se dé cuenta. Buenas noches, jefe. Mientras Martha corría hacia la playa, Thorkild se preguntó con helada ironía qué diría Peter Lorillard cuando él planteara la cuestión de las boyas de señales.

En las primeras horas de la mañana, Thorkild se despertó al oír ruido de pies que se arrastraban y voces de mujeres, detrás del tabique. Un momento después Sally apareció junto a él. -Jenny está a punto de abortar -anunció con voz tensa y urgente-. Ha roto la bolsa de aguas y pronto empezará el parto. Aviva el fuego, piensa en el modo de tener luz y caliéntame agua. -¡Es imposible, cariño! No tenemos en qué calentarla. -¡Oh, Dios! Será agua de la vertiente, entonces... Y esterilízame un cuchillo para cortar el cordón. Pero necesitamos luz... -Traedla aquí afuera. Podremos contar con la luna y el fuego. -¡Imposible! . -Aquí estará más abrigada, y tú podrás ver lo que haces. Te avisaré cuando todo esté listo.
Corrió hacia fuera, maldiciendo la nueva locura. Apiló ramas sobre el fuego moribundo, se apoderó del hacha y atravesó rápidamente el trozo de jungla hacia donde estaban los árboles fei. Derribó una planta entera, la arrastró hasta el fuego y esparció las anchas hojas verdes para formar una manta sobre la arena. Después bajó a la playa y empezó a recoger puñados de algas y madera que había depositado el mar y cortezas de cocoteros para alimentar el fuego. Se dirigió hacia la vertiente para llenar de agua dulce media docena de cáscaras de coco. Después volvió a la cabaña, donde Jenny gemía ya bajo la presión de los primeros espasmos. Esperó a que las contracciones hubieran pasado para tomarla en brazos y llevarla afuera, seguido por las otras mujeres, y la depositó sobre la alfombra de hojas, junto al fuego. Molly Kaapu se sentó con las piernas cruzadas, haciendo de su falda una almohada para la cabeza de Jenny. Martha Gilman y la mujer de Charlie Kamakau se arrodillaron a ambos lados de la muchacha, sosteniéndole las manos, y Sally Anderton se puso de rodillas entre sus piernas abiertas, mientras Ellen Ching y Yoko le inmovilizaban los pies. Cuando empezaron otra vez las contracciones, Jenny gritó, y los hombres salieron torpemente, con los ojos hinchados, a ver lo que sucedía. Thorkild les gritó que se volvieran al interior de la casa y se quedaran allí. Cortó y limpió un trozo de madera y se lo puso en la boca a Jenny, para que pudiera morderlo mientras hacía fuerzas, guiada y animada por las mujeres. El parto fue largo y difícil, y terminó con el nacimiento de un niño diminuto, muerto ya antes de llegar al mundo. Sally Anderton, ensangrentada hasta los codos, agotada y sudorosa, terminó sin embargo la operación, silenció a las mujeres que lloraban y les ordenó bruscamente : -Lleváosla adentro y envolvedla con toda vuestra ropa. Tendeos junto a ella para que esté abrigada. Y por el amor de Dios, dejad de lloriquear, que eso no la ayudará en absoluto. Cuando las mujeres se fueron, Sally se echó a llorar con furia desesperada, golpeando la arena con los puños. Thorkild le apoyó la mano en el hombro, tratando de consolarla, pero ella le rechazó : -¡No me toques ! Ve a enterrarlo. Ve y entiérralo rápido. Gunnar Thorkild envolvió el cuerpecito ensangrentado en las hojas de fei y bajó a la playa. A mitad de camino, se le unió Adam Briggs. Entre los dos cavaron la tumba y apilaron las piedras, y Adam se quedó junto a Thorkild mientras éste lloraba amargamente y en silencio, hasta que ya no le quedaron lágrimas. Después, le ayudó a levantarse y le dijo con calma : -¡Ya es bastante, hombre! No puedes tú llevarnos a todos...y todo el tiempo. Vamos a dormir un poco. Thorkild no podía dormir. Limpió el desorden que había quedado junto al fuego y comenzó a caminar sin rumbo en el falso amanecer, recogiendo madera para combustible y frutas. Sacó al mar la canoa y estuvo una hora pescando, de modo que cuando el campamento despertó al nuevo día, él ya tenía comida para ofrecerles, y pudo urgirles al trabajo antes de que empezaran a interpretar lo sucedido como un presagio y se dejasen abatir por su impacto. No podía compadecerse de ellos, n¡ podía dejar que ellos mismos se compadecieran. -Lo de esta noche ha sido muy triste -les dijo-, pero ya ha pasado. A otra cosa. Jenny está viva y tendrá otros hijos. Tenemos que seguir viviendo y ayudarla a vivir a ella... Esta mañana tenemos marea baja. Quiero organizar una amplia operación de rescate en el Frigate Bird, antes de que las mareas terminen de destrozarlo. El encargado de la operación será Peter Lorillard. Toma los hombres que necesites, Peter, pero asegúrate de que todos saben nadar y bucear, porque vais a tener que sumergiros dentro del casco para buscar a tientas todo lo que podáis encontrar. ¿Crees que tus boyas de señales todavía podrán servir ? -Sí, posiblemente. -Pues preocúpate de ellas ante todo. Fíjate s¡ es posible rescatarlas sin riesgo de que nadie se rompa el cuello. ¿ Dónde estaban? -En un cajón de la bodega. Tal vez no podamos llegar hasta allí. Además, son muy voluminosas. -Intentadlo, de todos modos. ¿ y el resto del equipo de radio? -Es inútil, sin fuerza motriz. -Entonces, n¡ hablar. La prioridad siguiente, para recipientes de metal. Anoche no teníamos siquiera en qué hervir agua. Después, herramientas y objetos metálicos.. Y s¡ podéis echar mano de alguna de las botellas de Carl -agregó, en un penoso intento de bromear-, ¡traedlas también ! Traed todo lo que se pueda. Pero si sube la marea y el barco empieza a moverse, abandonad todo. Tengo la impresión de que se hundirá más en el canal. ¿ Entendido? -Entendido. -¡Hernán Castillo ! -¡Presente ! -Quiero que te pongas a hacer todas las herramientas que puedas... hachas, azadas sencillas, cualquier cosa que se te ocurra útil para despejar, edificar y plantar en las terrazas... Molly y Eva: necesitamos cestas, esteras para dormir y para recubrir las paredes de la casa. Y fibras para atar. Vosotras sabéis cómo se hacen esas cosas; enseñadles a los demás, y poneos todos a trabajar... Salvo Ellen Ching. Quiero que tú vengas conmigo hoy. Y tú también, Tioto. Trae un cuchillo, porque vamos a empezar la exploración de la isla. Estaremos de regreso antes de la puesta del sol.. .¿ Alguna pregunta? -Una sola, jefe -intervino Franz Harsanyi-. Creo que tendríamos que tratar de rescatar también libros, cartas y papeles. Sé que probablemente el agua los habrá echado a perder, y que algunos estarán inutilizados, pero de alguna manera tenemos que conservar los conocimientos que compartimos. No podemos dejar que todo eso se pierda. Sobre esto quisiera hablar más en otro momento, pero mientras trabajamos en el barco... -De acuerdo, Franz. Pero sin olvidar en ningún momento que lo primero son los medios de supervivencia. Después hablaremos, como tú dices. ¿Alguna sugerencia más? -El botiquín -pidió Sally Anderton-. Está en el camarote de Carl, en un armario que hay debajo de la litera. Es una caja grande y oblonga, de metal. Me gustaría que eso fuera lo primero. -Yo me ocuparé de eso -declaró Peter Lorillard-. Es mucho más importante que las boyas de señales, que de todas maneras tal vez no funcionen. -Tú eres el responsable, Peter -dijo Thorkild, como sin darle importancia-. Cuando lleguéis abordo, decide tú mismo. Y tratad de actuar con rapidez, que el tiempo y el mar trabajan en contra de vosotros. Ellen y Tioto, preparaos para partir dentro de diez minutos. Antes quiero hablar contigo, Sally. -Cariño, no tuve intención de herirte anoche -explicó ella mientras los dos se dirigían hacia la cabaña. -Ya lo sé. -Me sentí tan horriblemente inútil e impotente. Me gustaría que hoy me llevaras contigo. -No puedo. A Ellen la necesito, porque es botánica. Y quiero llevarme a Tioto porque es un charlatán y un chismoso. S¡ hay problemas formales que estén fermentando... y creo que los hay, por su boca me enteraré. Y me gustaría que mientras trabajas con las mujeres, tú también te mantengas alerta.
Sally se detuvo bruscamente y se quedó mirándolo. -¡Dios mío! Vaya político que eres. Jamás te había visto en ese aspecto... y no estoy segura de que me guste. -¡No me juzgues! -Thorkild estaba tenso y habló con aspereza-. En cuarenta y ocho horas he tenido que enterrar tres muertos, y hay dieciocho seres vivos que siguen dependiendo de mí. He encargado a Lorillard de la operación de rescate para que tenga que tomar él una decisión que no quiero tomar yo, porque s¡ me equivoco, eso dañará a m¡ autoridad y a la gente que confía en que yo la ejerza. S¡ por eso soy político... bueno, ¡sea! Aquí o en Honolulú, el hombre sigue siendo un animal político, y mientras no aprenda a gobernarse, con la fe, la esperanza y la caridad no basta. No te pido que apruebes lo que hago, sino que lo comprendas, nada más. No puedo luchar en dos frentes, Sally. -No me excluyas, entonces. Ayúdame a entender. -Lo intentaré. ¿Cómo está Jenny? -Como el diablo. Pero, a menos que haya una infección grave, vivirá. -¿ Puedo verla? -Claro. S¡ ha estado preguntando por ti. Hazme un favor, Gunnar. Antes de irte, reúnete conmigo junto a la cascada. -Muy bien. No tardaré. Tendida en el suelo de la cabaña, envuelta en la ropa de las otras mujeres, Jenny , con su aspecto infantil, parecía una muñeca de trapo que un niño hubiera arrojado ya cansado de jugar. Enmarcado por el pelo lacio, su rostro estaba tenso, y bajo los ojos se veían sombras oscuras. Cuando le vio, le dedicó una sonrisa llorosa, mientras le tendía la mano, floja y pegajosa. -¡Hola, profe! -¡Hola, Jenny! -Thorkild se puso en cuclillas en el suelo, junto a ella, y le apartó el pelo de la frente-. ¿Cómo te encuentras? -Horriblemente. Lamento haberles hecho pasar semejante noche. -Es parte de la situación. -¿Dónde lo enterraron? -En la playa, junto a los otros. -¿Podré tener otro? -Sin duda. Varios, probablemente. -Fue lo que prometió su abuelo, ¿no es eso? Dijo que había más de un fruto en el árbol. -Es verdad. Casi lo había olvidado. -Y dijo que yo tendría un hijo de un jefe. -Eso también. -Me alegro de que éste haya muerto. El hijo de Billy Spaulding, en realidad, no hubiera caído bien entre nosotros, ¿ no le parece? -Bueno, los viejos solían decir que todo lo que sucede está bien, porque de otra manera los dioses no lo permitirían. Ahora descansa. Más tarde volveré a verte. ¿Necesitas algo? -No. Me dormiré ahora. Béseme, por favor. Gunnar se inclinó a besarla y Jenny le abrazó un momento y después se recostó, con un suspiro de satisfacción. -Me alegro tanto de que usted esté aquí. Recuerdo que anoche me llevó en brazos, y que me sostenía como solía hacerlo mi padre cuando yo era muy pequeña. Pronto estaré bien, ¿verdad? -Muy pronto. Que duermas bien. La cubrió con las improvisadas mantas y salió al encuentro de Sally Anderton, que le esperaba junto a la cascada. -No dejes que te devoren -le rogó ella mientras se besaban, estrechándose fuertemente-. ¡Guarda algo para mí, por favor ! -No digas eso, querida mía. A t¡ te amo. -Eres m¡ marido, pero para ellos eres el lazo con la vida, y su exigencia es más fuerte que la mía. -Sally, mírame! No tengas miedo. El amor es lo único que aumenta cuanto más se consume. -¡Pero la vida no! ¡El tiempo no! y s¡ no lo usas bien, un día te das vuelta y a tus espaldas ves un páramo. -¿Qué quieres que haga? -Nada. Eso es lo tremendo, que te veo ahí, de pie en medio del grupo, y tú eres el más alto y el más fuerte de todos y yo estoy orgullosa de t¡ y no quisiera que fueras de ninguna otra manera. Pero tengo miedo también, porque sé que nunca puedes ser completamente mío. Sé que es egoísta y estúpido, y que a m¡ edad no debería sentir eso... pero es lo que siento, y no lo puedo evitar. ¡No me culpes, por favor ! -No te culpo -dijo sombríamente Gunnar Thorkild-. Pero tampoco yo puedo escapar a lo que soy: aquello que hicieron de mí los antepasados, lo que esta gente ha decidido que yo sea, que yo haga. Tú eres la primera mujer a la que he amado de verdad. Eres el puerto que necesito después de cada tormenta... Pero s¡ con eso no es bastante... ¡que Dios nos ayude a los dos!

El propósito de su expedición, explicó Thorkild a Ellen Ching y a Tioto, era doble: estudiar coNojo experto los recursos animales y vegetales de la isla y encontrar, s¡ era posible, el lugar elevado que había mencionado Kalon¡ el Navegante. Habían comprobado ya que en otros tiempos la isla había estado habitada, y era probable que existiera una población animal, cerdos o perros descendientes de los que criaran los antiguos habitantes. Los animales podían ser peligrosos s¡ uno se topaba con ellos desprevenido, de modo que armaron de cañas de bambú aguzadas por uno de los extremos. Irían primero a la terraza en donde, en compañía de Mark Gilman, Gunnar había encontrado el fragmento de cerámica. Desde allí ascenderían hasta el nivel del borde del cráter y empezarían a rodearlo en círculo, marcando la ruta para que posteriormente pudieran seguirla los otros. Calcularían el tiempo que estaban caminando por medio del sol y emprenderían el regreso no bien pasado el mediodía, para evitar que la oscuridad los atrapara en el bosque tropical de la planicie alta. Sus compañeros eran de un valor inapreciable. Con todas sus rarezas sexuales. Tioto era inteligente, ingenioso y ocurrente. Había sido marinero, peluquero, cantante en un club nocturno, barman y gimnasta. Fuerte como un toro. se expresaba con gracia en inglés y en su lengua natal. Ellen Ching era una agradable combinación de pragmatismo chino y humor isleño. Su mente funcionaba con la rapidez y precisión de un ábaco. Y la matemática de su propia vida había estado siempre meticulosamente ordenada. Mientras empezaban su marcha ascendente. la muchacha hablaba abiertamente y sin reparos sobre el futuro: -No sé qué es lo que usted tiene ya pensado, jefe, pero una vez esté preparada la tierra para el cultivo, habrá toda una serie de estructuras nuevas. -¿En qué sentido. Ellen? -Empecemos por el principio. El suelo es de lava descompuesta. En ella crecerá casi todo lo que necesitamos, pero aquí las plantas crecen con tal rapidez que cultivar, cosechar y mantener a raya la jungla será una tarea de dedicación exclusiva. -¿ Y entonces? -Entonces, hará falta una comunidad agrícola establecida. Al mismo tiempo necesitaremos pescado, para conseguir proteínas, y gente para construir el barco... Ellos serán el grupo de la costa, dedicado a artes y actividades diferentes, que se adaptará de otra manera... incluso desde el punto de vista climático. Fíjese lo diferente que es aquí arriba, pegajoso y húmedo; cuanto más subimos, nos hallamos más directamente bajo la influencia de esa enorme nube. -Pero no veo por qué la división ha de ser tan rígida. Ellen. -Al principio no lo será. Todos compartiremos el mismo esfuerzo. Más adelante, a medida que las aptitudes y habilidades se definan, empezarán a establecerse las divisiones y las diferencias. Y usted tendrá que hacer mayores esfuerzos para mantener unida a la gente. -Ellen tiene razón, jefe -aprobó Tioto con una risita-. Usted tiene bananas y yo tengo pescado. ¿Cuántas bananas por un pescado, eh? ¿ Usted sabe cuánto tiempo se tarda en hacer una pieza de tela de corteza? ¿No pensará regalarla, verdad? y también tiene un hombre que hace herramientas. ¿ Cuánto por un hacha ? Por ahora no, pero más adelante todo el mundo querrá traficar. Es algo que el ser humano lleva en la sangre... -Pues entonces tendremos que sacárnoslo de la sangre, Tioto, porque eso nos destruiría como una enfermedad. ¿Recuerdas el acuerdo que hicimos, que todo es propiedad común? -Decirlo es fácil, jefe. Hacerlo es otra cosa. A menos que haga usted como los antiguos jefes y entierre viva a la gente, o los azote... ¿Y qué me dice de las relaciones entre hombre y mujer ? ¿También eso será en común? Ellen Ching soltó la risa. -¡No creía que eso te interesara, Tioto ! -¡Vaya s¡ me interesa! -Tioto se irritó-. Charlie Kamakau es m¡ amigo. ¿Qué pasa s¡ la mujer de Charlie le pone ojos de deseo a uno de los muchachos haole, y se van juntos entre la maleza? Yo he visto a Charlie partirle la cabeza a un hombre con la mandíbula de un pez espada, porque el otro subió a bordo borracho y dijo algo sucio... ¿ y qué pasa s¡ una noche yo me pongo pesado y persigo por la playa a la señorita Ching? -Te castraré de una patada. Tioto. -S¡ castras a todo el mundo a patadas, tesoro, tendrás una vida larga y solitaria. -Entonces, pongamos juntos un establecimiento, Tioto. Tú atiendes a los clientes, y yo cobro. -¡Dejad de decir tonterías! -Thorkild soltó la risa-. Vamos a descansar un poco. Estamos en la terraza a la que llegué el otro día. Haznos un resumen de lo que has visto hasta ahora, Ellen. -Bueno... Plátanos, bananas, nueces de coco, árbol del pan, taro. Eso ya lo sabíamos. También hay mangos y guayabos. Ese arbusto de allí es un pimiento; con las raíces se prepara el kava... si es que alguien tiene dientes lo bastante fuertes para triturarlas. También hemos visto cerezas silvestres, caña de azúcar y piñas silvestres. Y ese árbol grande es una morera papelera. Se le quita la corteza interior para hacer la tela tapa... Las ratas fruteras que se alimentan de bananas son animales limpios. S¡ no queda otro remedio, las podemos comer... Tenemos de todo lo que pueda ocurrírsenos, sin más molestia que recogerlo. Y s¡ comenzamos a cultivar, estaremos aún mucho mejor. -Hay cerdos también -anunció Tioto-. ¡Escuchad! En la espesura, hacia la izquierda, oyeron gruñir y resoplar, y un momento después una gran cerda negra, seguida por un lechoncillo, atravesó el claro a gran velocidad. Tioto levantó su estaca para atacar al animalito, pero Thorkild le detuvo el brazo. -¡No! S¡ el macho está rondando por ahí, te hará pedazos. Ya basta con saber que podemos conseguir carne. -Tiene razón, jefe -Tioto se calmó y observó cómo los animales volvían a desaparecer en las malezas-. ¿Por qué piensa usted más deprisa que yo? ¿ Es eso lo que le enseñan a uno en la universidad? -Es lo que me enseñó m¡ abuelo, Tioto. -¡Ah, sí! Me olvidaba -Tioto se estremeció involuntariamente y miró en torno suyo con inquietud-. ¿Podemos seguir ahora? No me gusta este lugar. Era la segunda vez que Thorkild oía decir lo mismo, y ya no estaba dispuesto a apartar la idea con cualquier trivialidad. -¿Qué tiene de malo, Tioto ? -Algo perverso, algo cruel. -Yo no siento nada -declaró Ellen Ching con su manera directa-. Me parece un lugar fértil, y pienso que sería excelente para trabajarlo. -¿ Usted siente algo, jefe? -No, Tioto, no siento nada. -Usted es jefe y es navegante; tiene el mana. Tal vez por eso no le afecte, pero yo no viviría aquí n¡ por un saco lleno de dólares. -Hay otros lugares -le tranquilizó Thorkild-. Sigamos adelante. El ascenso se hizo más difícil; las terrazas eran más estrechas, el sol cada vez menos intenso, hasta que, finalmente, al negar al borde del cráter, se encontraron andando a tientas entre largos y desgarrados jirones de niebla. Cuando se detuvieron para recuperar, el aliento y esperara que la bruma se despejara, Ellen Ching insistió en lo que ya había dicho. -Es a esto a lo que me refería, jefe. Evidentemente, la altitud es algo decisivo. Las antiguas terrazas terminan, a unos sesenta metros por debajo de la línea deja nube. El lugar donde vimos los cerdos era, evidentemente, el área principal de asentamiento de la tribu, y era también donde había mayor variedad de plantas comestibles... -Tal vez era eso lo que yo sentía -Tioto seguía mostrándose inquieto y caviloso-. Demasiada gente, demasiadas peleas. Nosotros les contamos muchos cuentos a los turistas, pero nuestros antepasados fueron guerreros, rudos y sanguinarios, Eran antropófagos. Hacían sacrificios humanos. Practicaban brujerías y torturas. -Se está levantando la bruma -le interrumpió bruscamente
Ellen Ching-. Sigamos adelante mientras nos sea posible. La cuenca del cráter no se distinguía aún, pues quedaba cubierta por densas nubes, pero el borde se veía claramente como el lomo de una negra navaja de lava donde no crecía otra cosa que ásperos matorrales. Sin embargo, por primera vez había una senda claramente definida, estrecha y cubierta de musgo, que subía serpenteando en torno del borde interior. Thorkild se puso en cabeza y durante más de medio kilómetro avanzaron sin dificultades, hasta un punto en que la senda se acababa bruscamente frente a una alta muralla de lava. La muralla estaba perforada por un túnel, de la altura de dos hombres, al final del cual se distinguía luz. El aire que les llegaba a través de él era fresco y estaba impregnado de sabor de sal. -Creo que éste es el lugar -dijo Tioto. -Yo sé que lo es -asintió Gunnar Thorkild-. Desde aquí, seguiré solo. Esperadme. Durante un momento vaciló, herido por un terror antiguo; después respiró profundamente, se enderezó y se adentró en el túnel. Estaba vacío en toda su longitud. El suelo era áspero, cubierto de piedras sueltas e irregular. No tendría más de unos cien pasos de longitud, pero la distancia parecía interminable. A diez pasos de la abertura se detuvo, como para acorazarse contra el terror que podía estar esperándole en el lugar que era el término de todos los viajes. Después se adelantó hacia la luz. Le saludaron los chillidos de un millar de aves marinas que se elevaban en bandadas de los agujeros de las rocas. Ante él, deslumbrante a la luz del sol, se extendía un océano sin límites. Cerró los ojos para protegerse del resplandor y del vértigo y cuando volvió a abrirlos advirtió que se encontraba en una gran plataforma que se extendía, a ambos lados, contorneando el borde externo del cráter. Alrededor de la plataforma, contra la muralla, había pequeños montículos de piedras, y sobre cada montículo se veía el esqueleto de un hombre, un montón de huesos desordenadamente caídos a medida que la carne y los ligamentos que los sostenían iban disolviéndose o eran devorados por los pájaros. Junto a cada esqueleto había un remo de madera tallada. Algunos eran sencillos, otros más ornamentados; en todos ellos estaba el símbolo del dios, Kanaloa. Lenta, dolorosamente, como s¡ se moviera en la pesadilla de la fiebre, Thorkild recorrió la hilera de esqueletos, sin atreverse a mirar hacia delante por miedo a que el valor le abandonara, a escapar del encuentro final con su abuelo. Le parecía que el trayecto le llevaría recorrerlo toda una vida. Una piedra, un montón de huesos, un remo; un momento de pausa para rendir homenaje al espíritu anónimo; seguir y volver a mirar, en espera de que el hedor de la corrupción se abatiera sobre su olfato, rogando tener el valor suficiente para mirar, en el rostro de un ser amado, el horror de la disolución. El pánico creció y siguió creciendo hasta que Thorkild sintió que le ahogaba; aun así siguió avanzando, un lento paso tras otro, hacia la revelación. Cuando llegó, su propia serenidad le dejó atónito. Kaloni, el Navegante, estaba sentado con las piernas cruzadas sobre su roca, con el rostro vuelto hacia el sol, cerrados los ojos como s¡ durmiera, sosteniendo el remo sobre las rodillas. No había sobre él marca n¡ rastro alguno de descomposición. Thorkild extendió una mano temblorosa para tocarle, y notó la carne aún cálida y flexible como s¡ el pulso le hubiera animado hasta un momento antes. Entonces sintió como s¡ el corazón le estallara dentro del pecho. Vuelta la cara hacia el mar, abiertos los brazos, en la lengua de los antepasados gritó su dolor al sol :

¡Ai-ee ! Kalon¡ el Navegante ha muerto. Kaloni, de cuya estirpe vengo ¡ha muerto! Estoy solo, estoy ciego. No puedo leer el mar, no puedo ver las estrellas. Oh, Kaloni, habla por mí a los dioses y envíame su respuesta en el viento. ¡Ai-ee ! ¡Ai-ee ! Aparta la oscuridad, Kaloni. ¡Ayúdame a ver...!

Mientras descendían trabajosamente la pendiente de la jungla.
Ellen Ching preguntó : -Tiene mal aspecto. ¿No se encuentra bien? -Déjale en paz -le reconvino Tioto en voz baja-. ¿Estaba allí, jefe ? -Sí. Estaba allí. Todos estaban allí. -¡Oh. Dios mío! -la muchacha habló en un susurro reverente-. ¿Todo era verdad, entonces? -Todo era verdad. Pero no hay nada que temer. Ahora es algo perfectamente sereno... muy sereno y tremendamente solitario. -¿Podemos hacer algo? -Nadie puede hacer nada -Tioto habló gravemente y con una ternura extraña-. Yo lo sé... cuando murió Malo, las estrellas para mí se apagaron. ¿ Le pasó a usted lo mismo. jefe? -Algo muy semejante. Tioto. Yo jamás conocí a mis padres.
Kalon¡ Kienga era m¡ única familia. Lo mejor que hay en mí. proviene de él. -Y el mana también, jefe. No lo olvide. -No puedo olvidarlo -respondió Gunnar Thorkild-. Ojalá pudiera. -Los pake no lo comprenden. -¡No estés tan seguro! -Ellen Ching se mostró súbitamente enojada-. Tal vez no lo entendamos; pero lo sentimos, sea lo que fuere. Es posible que no lo sintamos todos, o tal vez no siempre de la misma manera, pero es algo que está ahí. Es como esa nube, que cambia a cada momento, pero siempre está. En la Biblia también hay algo de eso. Nos lo enseñaron en la escuela: en el desierto, los israelitas seguían de día a una columna de nubes, y de noche a una columna de fuego. -¿Lamentas haber venido conmigo? -Sí -admitió Tioto con brusquedad-. S¡ no hubiera venido. Malo estaría vivo. Pero no crea que le culpo a usted. Es simplemente que todo nos sale mal, como esta noche, con esa pobre criatura. Es difícil, muy difícil. -Yo soy fatalista -expresó Ellen Ching-. El adivino arroja las varillas, pero no se puede alterar la forma en que éstas caen-
¿ Puedo decirle algo, jefe ?
-Lo que quieras.
-No se preocupe demasiado por lo que pensemos o digamos.
No se someta con demasiada facilidad, porque eso nadie se lo agradecerá. -¿Tienes miedo de que yo sea demasiado débil? -No. Pero una vez que estemos establecidos, con la barriga llena y hayamos adquirido un ritmo de vida, empezaremos a pensar de nuevo por cuenta propia. Las cosas que dice Tioto aflorarán, porque están en la sangre. Y entonces, usted tendrá que ser muy fuerte. -Esta mujer tiene sesos -admitió Tioto a regañadientes- Escúchela jefe, que por ella habla el buen sentido chino. Dinero en el banco, el suelo bajo los pies y los viejos para mantener unida la familia. Eso será lo difícil... mantenernos unidos. -Descansemos un poco que todavía es temprano –propuso Thorkild. Se recostaron contra un árbol, no sin que Tioto señalara que ésa era la variedad que debían usar para construir el barco. Ellen Ching tomó el cuchillo y empezó a separar la tierra alrededor de las raíces de un gran pimiento. Tioto recogió algunas cerezas silvestres, diminutos glóbulos escarlata, le entregó algunas a Thorkild y, poniéndose en cuclillas junto a él, empezó a hablarle en voz baja en la lengua de los antepasados: -Jefe, este asunto de las mujeres... tendrá que resolverlo de alguna manera. Eva Kuhio es una excelente muchacha, despierta. Ella y Willy se entenderán muy bien. Pero la mujer de Charlie...¡ ay, ay! se excita con cualquiera menos con él. En ella -con el pulgar señaló a Ellen Ching -también se puede confiar... Es de sangre hakka, pura cabeza y sin mucho fuego abajo... pero de fiar. En cuanto a la japonesita, ésa sí que traerá problemas. Ya sé que es dulce como la caña de azúcar, y bonita como una muñeca de porcelana... Pero s¡ alguien la hace enfadar le pondrá veneno en el tazón de poi. Yo sé que es así, jefe, porque estoy más próximo a las mujeres de lo que jamás podrá estarlo usted, de modo que es mejor que empiece a pensarlo, antes de que Charlie Kamakau se enfurezca y coja el hacha. -¿ Y qué sugieres tú, Tioto? -Volver a la antigua usanza. La mujer casada es kapu para cualquier hombre, salvo para su marido. Las solteras pueden jugar el papel que deseen, pero el jefe tiene que aprobar cualquier matrimonio o arreglo permanente. -Dicho parece fácil, Tioto; pero no estoy seguro de que pueda salir bien. Esta gente procede de una sociedad muy diferente. -Pero han venido aparar a una sociedad más primitiva, y en ella tendrán que quedarse. Escuche, jefe, no es que me preocupe mucho... a no ser por Charlie. Yo podría hacerle más feliz de lo que lo hace su mujer. Pero s¡ se llega a perder el control... entonces, el problema será más grave de lo que usted se imagina. -Gracias por decírmelo, Tioto. Lo pensaré. -¿Puedo pedirle un favor, jefe? -¿Cuál, Tioto? -Que no me saque de la playa. No me pida que venga a trabajar en la montaña. -Está bien. Pero no le digas nada a nadie. S¡ para ellos hay mal kapu, que lo descubran por sí mismos... Ahora, tú puedes hacer algo por mí, Tioto. -Lo que me pida. Usted lo sabe. -Procuraré decirlo. Tú perdiste a alguien que amabas, y ves a todos los demás buscando pareja. Es algo cruel y difícil de aceptar, capaz de provocar a veces acritud y malos sentimientos en un hombre... ¡Bueno... ! Pues, no seas tú quien ponga veneno en el tazón de poi. Tioto emitió una risita nerviosa. -Conque estoy quejoso... ¿Es tan grave? De todas maneras, le doy m¡ palabra. Usted nunca me trató de manera especial por lo que soy, y se lo agradezco. Al volver, Ellen Ching le arrojó un puñado de raíces a cada uno. -Tomad, llevemos esto a casa, para preparar el zumo de la felicidad. Thorkild negó con la cabeza, sonriendo: -El kava no es el zumo de la felicidad... de ningún modo. Es amarillo y tiene un sabor inmundo, y después de unos veinte minutos uno se siente triste y amodorrado. Por eso lo guardaban para las grandes ocasiones, las reuniones de jefes, por ejemplo, o la adivinación del futuro. Le pone a uno solemne, le hace sentir importante. Probadlo, s¡ queréis, pero no contéis conmigo. Ya me siento bastante solemne sin necesidad de kava. Vamos, pongámonos en movimiento, que tenemos dos horas de camino.

El campamento parecía un basurero, lleno de mantas, libros empapados, latas, cuerdas, cubiertos, herramientas, botellas de licor accesorios de metal, paneles de madera, cajones, cables de acero, mástiles rotos, trozos de vela, ollas, sartenes, zapatos, artículos de vestir, alimentos envasados, todo parte de un heterogéneo botín que todos iban seleccionando y clasificando bajo la mirada vigilante de Carl Magnusson, mientras Willy Kuhio, en compañía de Charlie Kamakau y de Adam Briggs, construían un rústico cobertizo para almacenarlo todo. Peter Lorillard brillaba de satisfacción al dar su informe: -Trabajaron como burros. Debemos de haber hecho una docena de viajes de ida y vuelta antes de la subida de la marea. Rescatamos la brújula y la mayor parte de las cartas de navegación, y tenemos el botiquín de Sally. Hay muchas más cosas abordo, pero dudo de que podamos rescatarlas. El barco se mueve mucho, y creo que en dirección al mar. Pienso que la próxima marea grande lo destruirá. -¿Qué pasó con las boyas de señales? -Imposible. No pudimos siquiera llegar a la bodega. Yo bajé primero, y Willy Kuhio me acompañó, pero estaba demasiado oscuro para identificar nada, y no podíamos seguir sumergidos el tiempo necesario para trabajar. Es peligrosísimo allá abajo. -Bueno, pues lo intentasteis... Yo me ocuparé de que todo el mundo lo sepa. -Gracias. Tengo algo que es tuyo.
Se dirigió presurosamente a la cabaña y no tardó en volver trayendo la caja que contenía el tesoro personal de Thorkild, el hacha de Kalon¡ el Navegante. Thorkild se sintió hondamente conmovido. -¿Cómo lo sabías? -preguntó con voz temblorosa. -Sally me pidió que la buscara. Parece que tú se la enseñaste una noche. Thorkild le tendió la mano. -M¡ deuda contigo es grande... Trataré de pagártela algún día. Lorillard se encogió de hombros. -Estaba allí, y la traje. No es para tanto... ¿Cómo os fue en la montaña? -Bien. La tima es buena y hay de todo lo que necesitamos para cultivar. Hay cerdos, también. Pero tendremos que establecer dos comunidades, dc modo que será mejor que nos instalemos aquí abajo antes de empezar con las tierras altas. -Me parece prudente. ¿Algo más? -Encontré el lugar alto. M¡ abuelo estaba allí. -Debió ser un mal momento para ti. -Bastante malo. Hay miles de aves marinas que anidan en torno del cráter, de manera que tendremos huevos, s¡ nos molestamos en subir a buscarlos. -Es algo más en nuestro haber. Me siento bien hoy, Thorkild. Mejor de lo que me he sentido en mucho tiempo. De paso, tienes que creerme que intentamos rescatar la boyas. -Naturalmente -se asombró Thorkild-. ¿Por qué no habría de creerlo ? Sentado en medio de una pila de libros y cartas de navegación estaba Franz Harsanyi; a su lado, Mark Gilman separaba las páginas, procurando que se secaran bajo el sol poniente. Franz le llamó, al tiempo que le tendía un volumen negro. -Aquí está el cuaderno de bitácora, jefe... y en la timonera encontré algunos lápices. No intente utilizar el libro hasta que lo sequemos. -Gracias, Franz. -Es importante, jefe... para Mark, y para los que vengan después de nosotros. Tenemos que dejar constancia de las cosas, mantenerlas en la memoria. No podemos dejar que desaparezcan dos mil años de conocimientos, simplemente porque tenemos una casa y la barriga llena. ¿ Está de acuerdo con eso, verdad ? -Estoy de acuerdo, Franz, y os ayudaré en todo lo que pueda. -S¡ usted quiere, yo me ocuparé de los libros, junto con Mark. Los dos hemos estado intentando unos experimentos. -¿Qué clase de experimentos? -Te haremos una demostración cuando sea el momento, Gunnar. -Tú dirás cuándo, muchacho. ¿Habéis visto a Sally? -Está con Molly en la cascada. Está lavando mantas o algo así. ¿Quieres que vaya a buscarla? -No. Esperaré a que haya terminado. Mientras se dirigía a la cabaña, Thorkild pasó junto a Hernán Castillo que, de rodillas en el suelo con una pila de piedras a un lado y un montón de astillas de madera al otro, le mostró el fruto de sus esfuerzos, un prisma triangular de basalto con un borde serrado de casi diez centímetros de ancho. -Ya he encontrado el sistema, jefe. Esto me costó un día de trabajo, pero ahora puedo hacerlo más rápido. Y es una hoja excelente, aunque sea yo quien lo diga. Los mangos son fáciles. ¿ Ve? Cuando los demás salen a cortar leña, que busquen trozos como éste y me los traigan. -Me gustaría enseñarte algo -dijo gravemente Gunnar Thorkild. Abrió la caja, apartó la tela empapada que envolvía la piedra y se la entregó a Castillo, quien la sostuvo con reverencia en sus manos, dándole vueltas para examinarla en todos sus detalles. Después levantó la vista. -Es maravillosa. ¿Dónde la consiguió? -Era de m¡ abuelo. Él mismo la hizo, y con ella construyó su primera canoa. -Gracias por enseñármela. Se lo agradezco. -Es para t¡-dijo Gunnar Thorkild-. Yo ya no la necesito. -No es posible que lo diga en serlo. Es un objeto sagrado. -Ahora, tú eres el fabricante de herramientas, y el tuyo es un arte sagrado. Consérvala, por favor.
Hernán Castillo se puso de pie y le tendió la mano. -¿Quiere saber una cosa, jefe? Jamás en me vida me he sentido tan solo como sentado aquí todo el día, tallando piedras mientras los otros trabajaban y se reían juntos. Ahora entiendo lo que significa... Es gracioso... Es como verlo, y verme, por primera vez. Es usted un gran hombre, profesor. Estoy orgulloso de conocerle. Con un encogimiento de hombros, Thorkild se desentendió de los cumplidos. -No me coloques demasiado alto, porque s¡ lo haces algún día tendrás que echarme abajo... ¿ Podrías hacer también puntas de lanza? Allá en la montaña hay piezas de caza. -Puntas de lanza, arcos y flechas...¡es fácil ! -¿ Y forjar metales? S¡ eso fuera posible, en el barco han rescatado mucho hierro viejo. -No sé. Podría intentarlo. Pero déjeme que resuelva esto primero. No sirvo para pensar en varias cosas a la vez; por eso nunca fu¡ buen estudiante. -Por eso eres tan buen artesano. Sigue como eres. Thorkild le saludó cordialmente y entró en la casa para ver a Jenny, que estaba dormitando, pero se despertó al oír sus pasos y se enderezó para saludarle. Se sentía mejor, y había comido algo. También había dado unos pasos, y deseaba volver a intentarlo. Le pidió a Thorkild que la llevara afuera. Gunnar la ayudó a ponerse de pie, la llevó hasta la puerta y llamó a los demás para que presenciaran el triunfo de Jenny. Excitados y solícitos, todos se reunieron alrededor de ella. Después, abriéndose paso entre los demás, Adam Briggs se adelantó y tomó posesión de ella. -Yo la llevaré hasta la playa, señorita. La levantó en brazos y se la llevó, en medio de los aplausos del pequeño grupo. Peter Lorillard agregó, riendo, el comentario final : -Cuando estábamos en el barco estuvo apunto de ahogarse, empeñado en encontrar los vestidos de Jenny y en traerle un peine y un cepillo. -¡Qué maravilla, el amor! -se admiró intencionadamente Bárbara Kamakau-. ¡y m¡ Charlie, que no fue capaz de pensar más que en herramientas y latas de aceite! -Y bebidas -la interrumpió rápidamente Carl Magnusson-. Esta noche podríamos beber una botella, para festejar... ¡S¡ el jefe está de acuerdo, claro ! -Estoy de acuerdo -Thorkild se unió a la comedia de la diversión-. Salvo que alguien prefiera el kava. Ellen trajo con qué hacerlo -levantó, para mostrarlas, las raíces que tenían aún la tierra adherida-. Hay que mascarlas, escupir el jugo en un recipiente, y dejarlo fermentar. -Gracias -lo rechazó Sally Anderton-. Pero un whisky, sí... Y a ti, Bárbara, te necesito para que me ayudes a extender la ropa lavada. Esas mantas pesan una tonelada. -¡Esta Bárbara! -estalló Charlie Kamakau, mientras el grupo se dispersaba-. Siempre burlándose y provocándome. ¡Nada le parece bien! ¡Nada es suficiente! Un día de éstos le voy a romper el alma a palos. -Tómatelo con calma, Charlie -Thorkild le llevó aparte-. El día ha sido largo y duro para todos. Yo voy a nadar un poco. ¿Vienes conmigo? -Claro que sí. Enseguida termino con el cobertizo, y nos encontramos en la playa. Cuando Charlie ya no podía oírle, Carl Magnusson expresó su desaprobación: -¡Estúpido! ¡Jamás aprenderá! Tiene cuarenta años, se liga con una muchacha bonita en un bar del puerto, se casa con ella en una semana, se hace a la mar conmigo... ¡Y espera que al volver la encontrará en casa zurciéndole los calcetines ¡S¡ yo fuera Charlie, me libraría de ella sin perder el respeto por mí mismo. ¿Tienes inconveniente en que te acompañe hasta la playa, Thorkild? -¡Por favor! ¿Qué tal va ese hombro? -Hoy, un poco mejor... tal vez porque he encontrado algo que hacer. ¿ Cómo os fue a vosotros ? Thorkild le contó lo sucedido, y Magnusson se conmovió extrañamente ante la historia del último lugar de reposo de Kaloni Kienga y los demás Navegantes. -Recuerdo que mantuve una larga conversación con Flanagan, el sacerdote amigo tuyo -expresó pensativamente-, sobre la esencia de la fe. Él insistía en algo que yo apenas ahora comienzo a entender: que la fe religiosa ofrece al hombre lo que él llamaba la aritmética del cosmos... un medio de ponerse en armonía con el Universo misterioso en medio del cual se encuentra. Fue más lejos aún, llegó a decir que sin esa aritmética no éramos más que idiotas viviendo en una casa de locos. Entonces no lo entendí, pero ahora lo veo. Jamás conocí un hombre tan completo y armonioso como tu abuelo. Por eso su fin parece tan... tan adecuado... Con nuestro grupo, ahora, es totalmente diferente. Hasta el momento, tú estás haciendo lo que corresponde, es decir, manteniéndolos unidos con una ética simplísima, la de trabajar juntos para sobrevivir. Pero con eso no podrás ir muy lejos. Y a ahora se ve que tenemos más de lo que necesitamos, y que nos queda tiempo libre. De modo que mañana, y los días que sigan, el ritmo irá haciéndose más lento, en parte por el clima; en parte, como dice Sally Anderton, por la monotonía de nuestras actividades. Tú también te volverás más lento, Gunnar. Tu autoridad se relajará inevitablemente, como se relajó la mía. ¿ Y entonces... ? -S¡ yo pensara así, no haría nada -respondió Gunnar Thorkild-. Yo debo planear el trabajo de un día para otro, proponiendo metas limitadas: el rescate, la granja en las terrazas, la construcción del barco. En este preciso instante, lo que me preocupa es la situación social. Charlie Kamakau y su mujer no son más que los primeros síntomas. -Ya lo sé. Hoy he hablado de eso con Molly Kaapu. Hablamos, y escuchamos también... sobre todo a las mujeres, que comentan esas cosas con mucha más libertad que los hombres. -¿Y qué decían, Carl? -Bueno, empecemos por el principio... Todas tienen preferencias entre los hombres -Magnusson se rió-. Nos tienen a todos catalogados, Thorkild, incluso a ti, como proveedores, protectores y parejas sexuales; y las preferencias no se limitan a un hombre solo. También saben que ellas son vulnerables: no hay píldoras ni preservativos, de manera que cualquiera puede quedar embarazada. Y ésa es la razón por la que la mayoría de ellas andan en estos momentos con pies de plomo. Todavía no están hechas a la idea de que vayamos a pasarnos la vida aquí, y no les divierte la idea de volver un día a la civilización con un hato de chiquillos que antes pertenecían a una tribu y después no pertenecerían a nadie. Aquí no hay ley que las proteja: n¡ matrimonio, n¡ divorcio, n¡ derecho de propiedad, ningún marco de referencia que siga siendo válido si algún día se van de aquí. Claro que cuando estén excitadas sucumbirán al placer y al diablo con las consecuencias. Enterrarán sus miedos y vivirán al día, pero la incertidumbre seguirá estando ahí...A primera vista, parece que las casadas como Bárbara Kamakau y Eva Kuhio están en mejor situación, pero en otro sentido es peor, porque ellas están atadas y las demás son libres... ¿Te parece sensato lo que digo? -Muy sensato, Carl. Pero yo todavía no veo qué se puede hacer sobre eso. -¿Eres capaz de considerar una propuesta? -La que me hagas. -Pues bien, volvamos a la discusión que tuvimos tú y yo antes de partir: la anexión de este territorio a un Estado soberano, los Estados Unidos de Norteamérica. A primera vista, es una formalidad sin sentido. Sin embargo, s¡ nos decidiéramos a adoptarla, nos situaríamos bajo los preceptos de un código legal al cual todos estamos acostumbrados, que tiene variaciones lo bastante flexibles como para permitirnos administrar una especie de justicia colonial, y conseguir que fuera válida s¡ alguna vez regresamos... cosa que no creo. Podríamos solemnizar matrimonios, registrar derechos de propiedad de tierras, conceder divorcios, permitir la cohabitación y proteger al mismo tiempo los derechos de las mujeres y de su progenie... Tal vez me equivoque, pero creo que de esa manera contribuiríamos indudablemente a estabilizar las relaciones. Tal como están las cosas, s¡ aquí se cometiera un asesinato, no se podría aplicar sanción alguna al asesino... o a la asesina, una vez que hubiera salido de la isla. -¿Quién habla de asesinato ? -Charlie Kamakau se dejó caer sobre la arena junto a ellos-. Porque yo desde luego me siento como para romper algunas cabezas. -¿Qué es lo que pasa, Charlie? -quiso saber Thorkild. -¡Esa mujer que tengo! -exclamó Charlie Kamakau-. Acabo de ir hasta la cascada, y ahí estaba, lavándose como su madre la echó al mundo, con Yoko y Simón Cohen y Franz. Le dije que no me parecía bien eso en una mujer casada, y se me rió en la cara. La saqué de allí a empujones, la abofeteé y la envié de vuelta al campamento. -Eso no tiene nada de malo, Charlie -trató de calmarle Thorkild-. Es una muchacha joven y alegre. Además, ahora todo el mundo se baña desnudo. -Cuando me casé con ella era una puta -declaró amargamente Charlie-. y sigue siéndolo. -Pues entonces, olvídate de ella. Charlie -intervino Magnusson, con firmeza-. ¿ Por qué desgarrarte las entrañas? -¡Porque es mía y quiero hacer de ella una mujer honrada, aunque tenga que llenarla de cardenales... y mataré a cualquiera que le ponga las manos encima ! -Es malo hablar así, Charlie -le interrumpió Thorkild-. Malo y peligroso. Basta ya de eso. -¡Esa mujer es mía ! -¡Y los dos sois mis súbditos! Vosotros me hicisteis jefe, y tú, mejor que nadie, sabes lo que eso significa. -¡Entonces. hágala razonar usted, jefe ! -De acuerdo, lo intentaré. Ahora, vamos a nadar y refrescarnos un poco -ayudó a Magnusson a ponerse de pie-. Tú vuélvete al campamento, Carl, que más tarde seguiremos con nuestra conversación... y prepara dos botellas de bebida. ¡Creo que a todos nos vendrá bien una copa durante la cena !

Esa noche hubo antorchas en torno al fuego, hechas con haces de fibras empapadas en aceite y atadas luego al extremo de cañas de bambú. El humo ahuyentaba a los insectos; la luz trazaba un círculo de seguridad y domesticidad, una frontera más dilatada ante la oscuridad que al caer la noche se infiltraba en cuerpos y espíritus. Terminada la comida. Thorkild sirvió ritualmente el licor, sólo una copita para cada uno, y arrojó otra al fuego en acción de gracias a aquello que era el Comienzo y Fundamento de todas las cosas. -¡Por todos nosotros y por el futuro! -brindó. -Yo diría que el futuro pinta bastante bien -apuntó Carl Magnusson-, y lo único que lamento es que aparentemente, el mío será más breve que el vuestro. Con permiso del jefe, aquí presente, me gustaría deciros unas palabras... y s¡ no son las que corresponden, recordad que soy un viejo empecinado que perdió todo lo que tenía y salió ganando una familia... y no se siente demasiado disconforme con el cambio. ¿ Qué me dice, jefe ? -Tiene la palabra, señor senador -sonrió Thorkild. -Pues me pondré de pie, porque así coordino mejor mis ideas -declaró Magnusson. Simón Cohen y Willy Kuhio le ayudaron a levantarse. Bajo la luz de las antorchas, Magnusson parecía un viejo guerrero, encanecido y cubierto de cicatrices, pero lleno de fuerza y dignidad. Empezó a habar lentamente, eligiendo con cuidado las palabras: -Quiero hablaros de dos cosas: de quiénes somos, y de lo que podemos llegar a ser. Somos un grupo heterogéneo de hombres y mujeres, la mayor parte de nosotros ciudadanos de los Estados Unidos de Norteamérica, náufragos en una isla desconocida, apartada de la rutas comerciales. Tenemos a nuestra disposición todo lo necesario para sobrevivir. Tenemos la esperanza y la habilidad necesarias para construir un barco que nos devuelva al contacto con el resto del mundo. Contamos con los navegantes capaces de dirigirlo... Pero esa esperanza también tiene, para nosotros, sus propios peligros. Puede distraernos de las tareas inmediatas. Puede impedir que perfeccionemos nuestras relaciones... sexuales, de amistad, de amor incluso, de las que depende nuestra existencia tribal... Tal como están actualmente las cosas, al hallarnos fuera de toda jurisdicción estatal o legal, cualquiera de nosotros podría repudiar cualquier cosa que haya sucedido en esta isla. Pues bien, s¡ todos fuéramos perfectos, eso no importaría; pero no lo somos. Somos celosos, posesivos, discordamos en un sentido o en otro con la armonía natural... Yo soy un anciano, y he llevado una vida de luchas y asperezas. Puedo deciros estas cosas con toda franqueza porque ninguno de vosotros puede pensar que espero nada, a no ser bondad... De modo que tengo una propuesta para haceros, la propuesta de algo que, en m¡ opinión, dará la continuidad necesaria a nuestro pasado, nuestro presente y el futuro que esperamos conquistar. Os propongo que, como grupo de ciudadanos, anexionemos este territorio a los Estados Unidos de Norteamérica y, al hacerlo, aceptemos su Constitución para vivir bajo sus leyes. S¡ lo hacemos, suceden varias cosas. Nuestros hijos mantienen la ciudadanía de la cual gozamos. Nuestros actos sociales, tales como matrimonios, y divorcios s¡ se planteara el caso, tienen carácter legal. Nuestros derechos individuales pueden ser determinados judicialmente, si fuera necesario. Los líderes que elijamos tienen una autoridad indiscutible... Ahora bien, este es el lado bueno. El malo es que admitamos que necesitamos supeditarnos a un Estado y a un sistema ya establecidos, con todos sus defectos. Eso puede provocar conflictos en vez de evitarlos. Limitaremos nuestras elecciones personales y nuestra capacidad de atenernos a ellas por el compromiso recíproco. Es posible que algunos de vosotros, todos tal vez, queráis una sociedad más flexible que la que yo estoy describiendo... por ejemplo, un matrimonio más abierto, una forma de relación sexual menos restrictiva y más adaptada ala vida que tenemos que llevar aquí, de manera que las tensiones puedan acallarse con más facilidad, y evitarse los celos. Yo quedo al margen de todo esto, por eso he decidido plantear la cuestión en que todos debéis ya haber pensado. No sugiero que se tome una decisión rápida en una votación junto al fuego; lo que digo es que hay que resolverla con prudencia, tras madura reflexión y no sin haberla discutido en público y en privado... Y, como solía decir nuestro viejo predicador: «Hermanos y hermanas, gracias por vuestra paciencia». Se sentó en medio de prolongados aplausos, y después habló Martha Gilman, en su estilo entrecortado, pero directo. -Quisiera agradecer a Carl Magnusson que haya dicho cosas que era necesario plantear abiertamente... No estoy en desacuerdo con sus argumentos, pero veo problemas en sus dos propuestas. Porque no se puede adoptar una ley para abrogarla después a voluntad... Por ejemplo, para la ley estadounidense la propiedad privada es sagrada y los frutos del trabajo pertenecen al individuo. Nosotros acordamos un sistema completamente diferente: la propiedad común del trabajo y de sus frutos. Creo que todos consideramos que para nosotros, esa es la mejor forma; de manera que con eso ya tenemos que prescindir de la mitad de las leyes basadas en la Constitución. En cuanto al otro punto, lo referente al matrimonio, al sexo o como queráis llamarlo... Creo que nuestra obligación recíproca es ser absolutamente honrados también en ese aspecto. Después de todo, estamos trabajando juntos todo el día. Andamos por ahí semidesnudos, nos bañamos y jugamos juntos. No hay secreto posible, n¡ creo que deba haberlo. Entre nosotros hay dos matrimonios que sellaron su contrato mucho antes de conocer a los demás. Peter es m¡ amante... Sally y el jefe también son amantes... Pero, ¿hasta qué punto deben ser estas cosas exclusivas ? ¿ Durante cuánto tiempo pueden seguir siendo exclusivas en un grupo como éste ? Ya sé que se trata de algo personal, que toca aspectos muy íntimos de cada vida... los sentimientos, la moralidad pública y privada. Pero ahora, nuestro mundo es esta playa, esta isla... y tenemos que vivir lo mejor posible. Yo soy mujer, soy el receptáculo que produce el hijo, el cuerpo que lo nutre. Quiero tener la libertad de aceptar o rechazar por mí misma. Nosotras, las mujeres, ya hemos estado hablando de estas cosas. No queremos ser tratadas como muebles y ser esclavas de un contrato que no obligue a todo el mundo... y en esta comunidad, no veo cómo podría eso ser posible... -Lo que estás diciendo -preguntó furioso Charlie Kamakau- ¿es que el matrimonio de Willy o el mío no significan nada, y que debemos entregar nuestras mujeres como propiedad común? -De ninguna manera, Charlie -respondió con calma Martha Gilman-. Lo que digo es que nuestras relaciones deben ser tan exclusivas o tan abiertas como cada uno de nosotros lo decida. Yo no quiero que me invadan, y tú no desearás ser un semental obligado a servir a cualquier mujer que te lo exija, te guste o no. Sorprendentemente, fue Eva Kuhio quien terció en la discusión. Era una muchacha corpulenta y tranquila, de sonrisa lenta y modales dóciles, que la convertían en el miembro menos conspicuo del grupo. -¿Puedo yo decir algo, jefe ? -preguntó. -Eva, tú tienes el mismo derecho que los demás. Habla. -Bueno, Como dice Martha, nosotras estuvimos hablando de esto, y yo hablé con m¡ Willy también. Yo le amo, y con él estoy feliz... Pero supongamos que todos formamos parejas; todavía quedan hombres sin nadie a quien amar o con quien estar cuando se sienten solos. Eso es triste para ellos, y es negativo para el grupo. Yo tuve educación religiosa y sigo creyendo lo que me enseñaron en la escuela y en la iglesia. Pero no creo que Dios quiera mandar a ningún hombre a prisión perpetua, n¡ creo que tengamos derecho a hacerlo nosotras, las mujeres. Así que tal vez todas tendremos que ser un poco más tolerantes y dar un poco de amor cuando sea necesario. -Yo estoy de acuerdo con Eva -asintió Sally Anderton. -Yo también -coincidió Yoko Nagamuna. -Yo no -declaró Charlie Kamakau-. ¡En absoluto! S¡ yo quisiera ir a un prostíbulo me habría quedado soltero. -Estamos hablando de amor -señaló Franz Harsanyi. -Estás diciendo tonterías, Charlie -Simón Cohen habló con manifiesta hostilidad-. Y a ninguno de nosotros le gusta ver que abofetean a una mujer. Charlie Kamakau se lanzó sobre él, con el puño levantado para golpear. Adam Briggs y Thorkild le obligaron a volver a su lugar. -¡Quieto, Charlie! Esto es una discusión tribal, y debes respetarla. D¡ lo que tengas que decir. -¡Que lo diga ella! -Charlie Kamakau señaló a su mujer con un dedo acusador-. ¡Que diga ella Con quién estuvo jugando, aquí y a bordo del Frigate Bird y antes incluso! Que me diga ahora lo que quiera decir . -¡Está bien, pues! -salvaje y desafiante, Bárbara se había puesto de pie-. Ya que lo pides, ¡lo diré! ¡Estoy harta de ti, Charlie Kamakau! Estás celoso y te dedicas a abofetearme porque no eres capaz de hacer lo que debe hacer un hombre con una mujer. Si ando por ahí, es en busca de lo que no encuentro contigo en la cama. ¡Es la verdad, y tú lo sabes! Así que con esto, hemos terminado. ¡No quiero tener nada más que ver contigo! Se hizo un silencio largo y cauteloso mientras los dos se enfrentaban por encima del fuego. Después Charlie Kamakau soltó una especie de risa, un agudo grito animal. -¿Tú me dices eso? ¿Tú, una ramera del puerto que recogí en un bar ? Pero, ¿es que sabes por qué no puedo tocarte? ¡Porque hiedes! ¡Despides el olor de todos los hombres con los que te has acostado, de todas las camas inmundas donde te revolcaste! ¡De acuerdo, hemos terminado ! Se levantó y escupió sobre el fuego. Después, giró sobre sí mismo para enfrentar a Thorkild. -Ya lo oye, jefe. ¡Esta no es más m¡ mujer! -Te oigo, Charlie. ¡Que así sea! Charlie Kamakau giró sobre sus talones y a grandes pasos se alejó hacia la playa. Tioto se levantó para seguirle. -Deje que yo me ocupe de él, jefe. Sé como manejarlo. -¡Apuesto a que sí, tesoro! -le gritó Bárbara Kamakau mientras se alejaba-. ¡Estoy segura de que sí ! -¡Vete a acostarte, mujer, que ya has causado bastante sufrimiento esta noche! -la increpó irritada Molly Kaapu.

Más tarde, cuando ya los otros se habían retirado a dormir y mientras ella se paseaba por la playa Con Thorkild, Sally Anderton resumió el episodio en un exacto estilo clínico: -Es como un absceso. Hay que abrirlo, pero lo que sale es inmundicia. -Y una inmundicia peligrosa, cariño. Esta noche, a Charlie lo desnudaron y lo castraron. No sé cómo se puede restablecer su orgullo. -La única que puede hacerlo es una mujer. -Dudo de que ninguna mujer se acerque a él en mucho tiempo, s¡ es que alguna lo hace, después de lo de esta noche. ¡Demonios! Es el hombre más útil que tenemos, y esa pequeña idiota... -Tampoco a ella la culpes demasiado, m¡ amor. También ha pasado momentos difíciles, con la vena de violencia que tiene Charlie dentro de sí. -Ya lo sé, y eso es lo que me preocupa. Tendré que esforzarme por mantener su lealtad y conseguir que vea las cosas en perspectiva. La de esta noche fue una sesión muy dura, y en definitiva no conseguimos nada. -Yo creo que conseguimos mucho -afirmó decididamente Sally-. Fue un verdadero enfrentamiento entre todos nosotros. Los problemas se discutieron con franqueza y, en parte, por lo menos, se resolvieron. -Como el hecho de que las mujeres marcaran la pauta, y... -Y se mostraran dispuestas a ser compartidas. Es lo que querías decir, ¿verdad? -Creo que sí. -¿La idea te resultó repugnante? Thorkild se encogió de hombros y le dedicó una sonrisa lamentable. -No. Es una parte de la antigua vida que yo comprendía y aprobaba, pero cuando te oí a t¡ decirlo... bueno, sentí celos. -Entonces, somos dos, ¿no? A mí no me gusta compartirte, y a t¡ te ocurre lo mismo conmigo. -No te burles de mí, Sally. -No me burlo, cariño. En nuestra vida, eso es un hecho al que todos estamos procurando adaptarnos. Yo no tengo el menor deseo de irme a la playa con otro hombre; pero... ¿cómo decirlo...? Si pensara que así puedo devolverle su hombría a Charlie Kamakau y reintegrarlo en el grupo, lo haría. ¿Me lo impedirías tú? -No estoy seguro. Ya no estoy seguro de nada. -¿Cansado? -Hambriento de ti. -¿Y los cangrejos de tierra? -Más peligrosa es la gente -respondió Gunnar Thorkild-. Quedémonos a dormir aquí esta noche.

SEIS

A LA MAÑANA SIGUIENTE se despertaron temprano; el cielo estaba cubierto y el mar parecía una balsa de aceite. La absoluta falta de viento presagiaba tormenta. Charlie Kamakau y Tioto ya habían salido a pescar en el arrecife. Thorkild les saludó y ellos se acercaron, remando, a mostrarle su captura: camarones, un pulpo, mahi-mah¡ y un gran langostino. Thorkild les ayudó a arrastrar la canoa fuera del agua y después, mientras Sally volvía andando al campamento Con Tioto, él se quedó en la playa Con Charlie Kamakau. Charlie se mostró sereno y muy respetuoso, pero extrañamente vacío, Como el personaje bíblico que al ser exorcizados sus demonios se encontraba perdido y solitario sin ellos. Lamentaba la escena que había protagonizado, pero estaba decidido a que la ruptura con su mujer fuese irrevocable, y definitiva; no sólo decidido, sino contento. Había algo que quena pedirle a Thorkild, en la esperanza de que éste se lo concediera.
- ...No sé cómo decírselo, jefe. Esta mañana me siento mejor, pero estoy totalmente roto por dentro. No quiero volver allá y enfrentarme Con todos los que vieron cómo me humillaban anoche. No quiero que me miren y se pregunten s¡ lo que dijo Bárbara es verdad y s¡ yo no sirvo para complacer a una mujer. Sirvo, servía antes de conocerla, jefe, y ella empezó a andar por ahí, y sólo volvía a casa para discutir... De todas maneras, quiero estar solo durante un tiempo. Me gustaría que usted me diera algunas herramientas y me dejara subir para empezar a despejar la terraza. -Es un trabajo durísimo, Charlie. -Ya lo sé, y por eso quiero hacerlo. Tal vez así podría demostrar algo. -Y aquello es muy solitario. -Tioto me lo dijo. Él no quiere que yo vaya, pero me sentiría mucho más solo aquí abajo, viendo cómo Bárbara busca a todos, menos a mí. Usted podría visitarme, jefe. O mandar gente arriba. Además, no sería para siempre, sino hasta que consiga apartar esas ideas de la cabeza. -Charlie, no me gusta la idea de que te apartes. ¿ Por qué no superas la situación aquí? En dos o tres días, lo peor habrá pasado. -Y allí donde ponga los ojos, me encontraré con esa perra. Es demasiado. ¡Déjeme ir, jefe ! Thorkild no tenía buenas razones para negarse, y sí una muy buena para acceder: así se evitaría a la comunidad la tensión de un divorcio violento. Consintió, pero no sin una advertencia: -S¡ caes enfermo, Charlie, o te sientes muy solo, baja. Tu situación con Bárbara no le importa a la gente tanto como tú piensas. Todos tienen sus propias preocupaciones. ¿Me lo prometes? -Se lo prometo, jefe. Recogeré unas cuantas herramientas y me iré. -Buena suerte, Charlie. No te aísles durante demasiado tiempo. Antes de que para el resto del campamento hubiera empezado el día, Charlie había partido. Tioto se mostró descontento e inseguro. La terraza era un mal lugar, doblemente peligroso para un hombre tan confundido como Charlie. Habría sido mejor que se quedara en la playa, como pescador, dejándole trabajar aparte de los otros hasta que pudiera aceptar otra vez la compañía humana. Thorkild no quiso entrar en una discusión. Lo mejor era dejarlo andar como pudiera hasta que consiguiera caminar de nuevo con fuerza y sin tambalearse. Ahora, se iba a producir una tormenta de viento y lo mejor era que protegieran el campamento antes de que fuera tarde. La tormenta se prolongó durante todo el día y la mitad de la noche; quince horas de viento fuerte y lluvia impetuosa, con el mar alborotado; quince horas para refugiarse en el interior de la débil cabaña y mantenerse ocupados con trabajos manuales: trenzando fibras de palmera, tejiendo cestas o alfombrillas, haciendo anzuelos de concha, preparando arpones y trampas para los pescadores. Eran trabajos sencillos y satisfactorios, animados por bromas cordiales a expensas de los más torpes, y por fáciles y ambiciosas charlas sobre los planes futuros. Franz Harsanyi y Mark Gilman hicieron su demostración. El muchacho tenía una memoria prodigiosa, tanto auditiva como visual. Era capaz de leer una página impresa y recitarla palabra por palabra. S¡ se le leía una lista de números y nombres, o los versos de un poema, los repetía sin vacilación n¡ error. Tenía, por naturaleza, oído para las lenguas, y ya estaba aprendiendo el habla dialectal. En un prolongado alarde de elocuencia, Franz Harsanyi desarrolló el tema que había tocado por primera vez con Thorkild. -Todos tenemos ciertos conocimientos especializados que en este momento no usamos, pero que más adelante pueden sernos enormemente útiles... La doctora Anderton, por ejemplo, y Peter Lorillard, y Ellen Ching como botánica. De una parte de todo eso podemos tomar nota, al dorso de los mapas o en los márgenes de los libros, pero la mayor parte tendremos que conservarla y transmitirla a la antigua usanza, de memoria. Simón Cohen puede ayudarnos, adaptándole melodías y ritmos fáciles que simplifiquen el esfuerzo de recordar. Pero todos tenemos que colaborar en eso. De noche, cuando nos sentamos en torno del fuego, cada uno puede aportar parte de su conocimiento y memorizarlo entre todos. Podemos cantarlo, repetirlo, interrogarnos unos a otros. Será como un juego, pero es un juego muy importante, y que se viene practicando desde hace siglos. Nuestro joven amigo Mark, como habéis visto, es un genio para eso... Bueno, ¿qué le parece, jefe? -Me parece una gran idea, algo que nos devuelve a todos a la escuela y nos mantiene mentalmente despiertos. Nos permitirá revivir así un fondo común de conocimientos al cual podremos recurrir s¡ cualquiera de nosotros, Dios no lo permita, desaparece o queda incapacitado. Deberíamos tratar de llegar a una situación en la que todos nos enseñemos unos a otros, al igual que estamos haciéndolo ahora con el trabajo manual. Podemos hacerlo de manera regular, fijar una hora todas las noches, después de la cena. -¡Un momento! -Yoko Nagamuna se levantó del rincón donde estaba trabajando con Hernán Castillo-. Con eso imponemos otra regla además de todas las que ya tenemos. Yo no estoy de acuerdo, jefe. -¿Quieres explicarnos por qué, Yoko? -Me parece que estamos volviendo a lo mismo de lo que muchos de nosotros queríamos apartarnos, ya antes de que esto nos sucediera: a una sociedad totalmente regulada. Eso fue lo que causó el lío de anoche, la exigencia de reglas y horarios para todo... hasta para el sexo. Así no nos queda ningún margen para crecer según nuestro propio impulso. -Yoko tiene razón -Simón Cohen se unió rápidamente a la protesta-. Yo, por ejemplo, estoy encantado de hacer m¡ parte del trabajo, pero que me cuelguen s¡ me apetece pasarme las noches componiendo cancioncitas infantiles sobre medicina y navegación... -Sin embargo, s¡ caes enfermo, desearás tener atención médica -objetó impacientemente Thorkild-. Y cuando construyamos el barco para salir de aquí, esperarás que alguien fije el rumbo, identifique las estrellas y sepa de qué lado soplan los vientos y cómo van las corrientes. -Desde luego, pero para eso contamos con especialistas. -Y s¡ el especialista se rompe el cuello, o una ola se lo lleva de cubierta, ¿qué pasa? -planteó Franz Harsanyi. -De acuerdo -aceptó Yoko-. Pero lo que yo digo es que debería quedar un margen para la elección personal. Yo soy dietista, y me encantaría trabajar con Sally en medicina o con Ellen en botánica; pero no quiero ponerme el sombrero de Peter Lorillard, porque no tengo la cabeza hecha para eso. -Me parece -señaló con cierta irritación Carl Magnusson- que a todos nos gustaría comernos la tortilla, siempre que sea otro el que la haga. -Yo creo que necesitamos reglas -declaró lisa y llanamente Adam Briggs-. De otra manera, nuestros esfuerzos serán tan difusos que jamás conseguiremos nada... Esta casa, por ejemplo, en este mismo momento se está sacudiendo sobre nuestras cabezas. Tampoco nos ofrece intimidad. Tenemos que construir otras, y mejores. Eso significa que nuestra fuerza laboral necesitará una dirección. -Eso yo lo acepto -afirmó Simón Cohen. -Aceptas la parte que te conviene. -Dejadme que intente explicaros algo -intervino rápidamente Sally Anderton- de lo que posiblemente no os dais cuenta. Para mí, como médico, es obvio. Desde que llegamos aquí, nuestra dieta ha cambiado radicalmente. Estamos perdiendo mucha sal, debido a la humedad. Nuestro acopio de minerales y de proteínas es más bajo que antes, porque en vez de carnes rojas estamos comiendo frutas tropicales y pescado. Inconscientemente, para compensar esta nueva situación, estamos todos bajando de revoluciones. Eso tiene también un efecto psicológico, que se designa con una palabra griega, acidia. ESo significa estupor, indiferencia, y es consecuencia de la monotonía, de una serie de actividades limitadas y repetitivas. Eso es, precisamente, lo que pretende evitar Gunnar Thorkild. El ha vivido la vida de las islas, y conoce sus trampas y añagazas. Lo que intenta no es regular nuestra vida como un tirano; quiere que nos mantengamos activos, interesados y dispuestos para las grandes tareas que nos esperan: el cultivo de la tierra, la construcción del barco... Para nadie es un secreto m¡ amor por él; pero yo me enfrentaría a él s¡ pensara que se equivoca o que es injusto. Y en este caso, no es así... -Lo demás lo diré yo -terció Molly Kaapu-. Vosotros sois haole. No sabéis vivir como vivimos nosotros. Y s¡ no lo aprendéis, terminaréis sentados en la playa, mirando el mar mientras las moscas os cubren las llagas... Yoko Nagamuna no se arredraba tan fácilmente. -Yo sigo pensando... -¡No lo digas, pequeña! -Hernán Castillo bostezó con teatral exageración-. Escribe un libro, cuando regresemos. Y ahora, ayúdame por favor a atar esto.

En algún momento, mientras la tormenta estaba en toda su fuerza, el Frigate Bird desapareció, tragado por las grandes profundidades de las aguas que se extendían más allá de la roca centinela. Ningún rastro quedó de que allí hubiera habido un barco, a no ser algunos trozos de madera y diversos desechos arrojados sobre la playa. Thorkild se sintió feliz de su desaparición: ahora el canal quedaba abierto y desaparecía de la vista el trágico recordatorio de su viaje y de su mala suerte. Ahora podrían navegar con la canoa hasta más allá del arrecife, explorar la costa más apartada de la isla y, cuando construyeran el barco, botarlo en el mar abierto. Por el momento, había otro trabajo, más urgente. A causa de los estragos causados por el viento y la lluvia, la cabaña grande era apenas habitable, de modo que, con ayuda de Tioto, Lorillard y Adam Briggs, Thorkild dio forma a los planos de una comunidad permanente, próxima a la playa. En total había diez hombres y ocho mujeres, pero Charlie Kamakau no estaba con ellos, de manera que decidió que construirían ocho cabañas pequeñas y un depósito, más grande y que también pudiera ser usado como dormitorio. Esa vez, el trabajo se haría de manera más sistemática. Los hombres cortarían y levantarían los marcos y armazones de bambú. Las mujeres prepararían cuerdas para atarlos y tejerían las bardas para los techos y las esteras para las paredes. A Willy Kuhio y su mujer, Mark Gilman y Jenny, se les encargó la pesca y recolección de alimentos; también se les confiaba la cocina. El diseño que Thorkild propuso para cada casa era sumamente sencillo: cuatro postes principales con travesaños cruzados para que se mantuvieran firmes, un techo con la inclinación suficiente para no dejar pasar la lluvia, hecho de tablillas de bambú y un tejido de fibras de palmera, y las paredes de esteras de palmera, que pudieran bajarse y subirse para dejar entrar la brisa o protegerse de la lluvia. No haría falta clavos n¡ abrazaderas, ya que los travesaños irían atados y las cubiertas del techo y de las paredes serían tejidas con fibra. Las viviendas se instalarían en dos hileras de a cuatro, de frente unas con otras, a través de la boca del valle, donde éste se abría sobre la playa. La cabaña destinada a almacén quedaría dispuesta en cruz con respecto a las otras, dejando el espacio suficiente para que por ella pudieran bajar hasta la playa los troncos de árboles, cuando empezaran a construir el barco. El terreno que quedaba libre sería el lugar destinado a hacer fuego y a la actividad comunal. Respecto de ese proyecto, por lo menos, no hubo discusiones. Todos empezaban ya a sentirse irritados por la forzada convivencia en una sola habitación. Se habían empezado a producir roces provocados por las burlas dirigidas a las características personales de cada uno. Éste roncaba, el otro eructaba, el de más allá necesitaba doble espacio para dormir... Mientras hundían en la tierra los primeros postes, Carl Magnusson, tartamudeante y avergonzado como un escolar, llamó aparte a Thorkild. -Eh... Thorkild... quería pedirte que... eh... Cuando esto esté construido, quisiera... vivir con Molly Kaapu. Thorkild tuvo que hacer esfuerzos para reprimir una sonrisa, pero consiguió contestar despreocupadamente : -Naturalmente, Carl. Elige la casa que quieras. -¡Diablos! No es que me importe la casa. Es que, sabes, yo no puedo valerme muy bien solo, y Molly es tan buena, y... -No tienes que explicarme nada, Carl. Lo entiendo. -Sí, supongo que sí. Pero es raro, ¿no? Mírame a mí, el gran magnate, el hombre más conocido, el hombre de más dinero en las islas, viviendo en una cabaña con una vieja que en otro tiempo fregaba los pisos en casa de m¡ madre... Y, además, me alegro de hacerlo... ¡me alegro muchísimo! -de pronto, le estremeció la risa-. ¿Qué diría m¡ mujer s¡ pudiera verme ahora? ¿Qué dirían James Neal Anderson y tu amigo Flanagan ? -Creo que ellos dos te envidiarían, Carl... -Es probable, sí. Dime, ¿cómo vas a disponer los demás alojamientos? -Bueno, habrá una casa para Sally y para mí, y otra para Lorillard y Martha. Mark puede estar con los muchachos. Los demás, pueden hacer las combinaciones que deseen. Será interesante ver cómo lo resuelven. -Vaya s¡ será interesante -gruñó con irritación Carl Magnusson-. Yo no entiendo cómo funciona su cerebro, pero Sally Anderton les dio un buen repaso, y tú demostraste con ellos más paciencia de la que yo te creía capaz. -Estoy aprendiendo, Carl, pero aún no estamos más que en el comienzo. Será mejor que ahora vuelva al trabajo, porque aún hay mucho por hacer. De paso, ¿ de qué color te gustarían las cortinas ? -¡Vete al diablo! -respondió Carl Magnusson mientras se alejaba en busca de Molly Kaapu y de las tejedoras. Al cabo de cinco días, todas las chozas estaban levantadas y ya habían empezado a techarlas. Para entonces trabajaban ya con un ritmo tan animoso y constante que Thorkild decidió dejarlos solos durante un día entero para ir a visitar a Charlie Kamakau en la terraza de la montaña. Esta vez llevó consigo a Sally Anderton, con la no muy convincente excusa de que Charlie podría necesitar atención médica. Tioto le dio un par de pescados, recién sacados del agua y envueltos en hojas frescas, como regalo para Charlie, y Thorkild, siguiendo un impulso de último momento, le llevó una botella de whisky como ofrenda de paz de parte de todo el grupo. Mientras iban subiendo las primeras pendientes, Sally estaba tan excitada como una criatura ante la profusión de frutos y de flores, y al ver las orquídeas que crecían en las rendijas de los árboles y rocas. Más adelante, a medida que el aire se hacía más pesado y que los insectos empezaban a acosarles, fue quedándose callada y pensativa. -Te pasa algo, Sally -señaló Thorkild-. ¿Qué es? -Hay muchísimos mosquitos. -Nada excepcional. -Ya lo sé... ¿Cuánto tiempo dirías tú que ha pasado sin que aquí viva gente? -Es difícil saberlo. La cerámica que encontramos es muy antigua. A medida que vayamos excavando la tierra, es posible que encontremos otros restos que nos den una idea más precisa. ¿ Por qué lo preguntas ? -Los mosquitos son portadores de la filariosis, que es una enfermedad endémica en ciertas islas del Pacífico. Esta enfermedad, s¡ no se atiende, produce el estado que llamamos elefantiasis...una hinchazón enorme de los miembros y de otras partes del cuerpo. -Ya lo sé, lo he visto. Es horrible. -En esta parte del mundo, el portador de la filaria suele ser un mosquito diurno... Por lo tanto, s¡ vamos a hacer que la gente trabaje aquí arriba, debemos tener en cuenta el peligro y tratar de combatirlo. -Pero, ¿cómo, por Dios? S¡ no tenemos mosquiteros n¡ medicamentos. -Entonces tendremos que acabar con los mosquitos. -Absolutamente imposible. Eso significaría fumigar todos los lugares donde desovan y despejar enormes extensiones de vegetación tropical. -No me hables en ese tono, cariño; no hago más que señalar un peligro. -Sí, claro... Perdona. ¿Estamos en la impotencia, no es eso? -Me parece que, estamos en peligro. Lo mejor que podemos hacer es reconocer que existe y reducirlo todo lo posible... ¿ Falta mucho todavía ? Tratándose de un solo hombre que trabajaba en una selva tropical Charlie Kamakau había logrado un pequeño milagro. Sin otras herramientas que el hacha, un cuchillo de pesca y la sierra de piedra que había hecho Hernán Castillo, Charlie había despejado una superficie de casi veinte metros cuadrados, dejando en pie los frutales y los árboles de tronco grande, y amontonado la maleza en grandes pilas que estaba quemando con ayuda del combustible de petróleo que había llevado desde la playa. Se había construido un rústico refugio de bambú y un pequeño horno de piedras. Su cuerpo, antes muy grueso, se había convertido en hueso y músculo. Estaba cubierto de polvo y de ceniza. En los brazos y las piernas tenía llagas que le supuraban, pero de sus ojos inyectados en sangre emanaba una fanática expresión de triunfo. -¡Mire, jefe! ¡y dicen que Charlie Kamakau no es hombre! ¡Le apuesto a que tres de esos jóvenes haole no podrían haberlo hecho en el mismo tiempo ! -¡Es una maravilla, Charlie! Pero no te agotes. -¿Agotarme, yo? ¡Míreme! No parezco un moribundo, ¿no? Déme un mes y todo estará listo para empezar la primera huerta. Dígaselo a todos, jefe. . -Se lo diré, Charlie, y todos se sentirán muy orgullosos de ti. Te enviaron algunos regalos. Los pescados de parte de Tioto, y el whisky de todos nosotros. -¡No me diga que también de Bárbara, porque eso no lo creo ! -De ella también, Charlie -procuró apaciguarle Sally-. Se ha mostrado muy... muy tranquila desde que te fuiste. -¡No quiero oír hablar de ella ! -Ahora estamos construyendo la aldea sobre la playa, Charlie -le informó Thorkild, en voz baja-. Tan pronto como esté terminada, enviaré a alguien para que te ayude aquí arriba. -¡Antes de que yo se lo pida, no, jefe! –instantáneamente Charlie se puso en guardia-. ¿ Me oye ? Antes de que yo lo diga, no. Tienen que saber lo que es capaz de hacer Charlie Kamakau. -Ya lo saben, Charlie. Y te echan de menos, allá abajo. -¡Me alegro! Tienen que llegar a comprender que no se puede insultar a un hombre superior. Y hay algo más, jefe, Cuando se instale la colonia aquí, yo quiero detentar el mando. -Hablaremos de eso cuando sea el momento. -Hablaremos todo lo que usted quiera, pero el mando lo tendré yo. Este es un lugar muy especial... aquí hay un kapu muy grande, y el único que lo conoce y lo comprende soy yo. -¿Cómo lo sabes, Charlie? -preguntó inocentemente Sally Anderton. . -Se lo mostraré -desapareció en su refugio y regresó un momento después con un paquete de hojas de fei, que dejó sobre la piedra. Antes de abrirlo, les hizo retroceder un poco y les advirtió: -No toquéis. Mirad, nada más. Abrió el paquete y desparramó su contenido sobre la roca: un pequeño mortero de piedra con una mano pulida de diorita, una maza guerrera de madera dura, hermosamente tallada, aunque carcomida por el tiempo, un cráneo humano, amarillo como de marfil viejo, con un agujero abierto en el temporal. Charlie siguió hablando, con una burlona sonrisa de lobo : -Gran, gran kapu, ¿eh, jefe? En ese recipiente, los sacerdotes trituraban las plantas mágicas. Esta piedra era para el sacrificio, y ésta la maza que se utilizaba para matar a las víctimas. ¿ Es así o no, jefe? -Probablemente -articuló Thorkild en voz baja-. ¿ Dónde encontraste estas cosas? -Aquí mismo, junto a la plataforma. Primero encontré la maza, después la cabeza. Al día siguiente desenterré el recipiente. Ellos querían que yo lo encontrara, porque deseaban que yo me convirtiera en el guardián del lugar. Lo entiende, jefe, ¿verdad? -Procuraré entenderlo, Charlie. ¿Quieres que asemos el pescado? -No. Sólo como por la noche. Ahora tengo que volver a trabajar. Sally Anderton dio un paso hacia él. -Charlie, tienes unas llagas muy feas en las piernas y en los brazos, y s¡ no las cuidamos, se te empeorarán. ¿ Quieres dejarme que les dé un vistazo? -¡No! Eso no es nada. Al terminar el día, yo me limpio. Gracias por la comida y la bebida. Llévesela, jefe, que yo se lo haré saber cuando esté listo. -De acuerdo, Charlie. Regresaré pronto. -Pero la próxima vez, solo, jefe. Para que hablemos, un hombre superior con otro, ¿eh? -Muy bien, Charlie. ¡Cuídate ahora! Mientras volvían sobre sus pasos, abriéndose camino entre la maleza, le oyeron entonar, en voz alta y quebrada, la canción de Kaka y Koko, que se cayeron al mar y se los tragó un gran tiburón, de modo que jamás pudieron volver a estar con hombre n¡ mujer. -Está medio ido -comentó sombríamente Thorkild. -Está completamente ido -declaró con firmeza Sally Anderton-. Y así continuará, a menos que podamos traerlo de nuevo y mantenerlo durante un tiempo en contacto con la realidad -¿ Y cómo podemos hacerlo, querida doctora, mientras su mujer hace continua mofa de él? -No lo sé, querido mío -Sally lo admitió con humorística tristeza-. ¿Cómo actuaban en los viejos tiempos cuando surgían casos como éste? -S¡ eran inofensivos -contó Gunnar Thorkild-, los conservaban como diversión. S¡ eran peligrosos, los sacrificaban para aplacar a los dioses. Más tarde, ya de vuelta en el campamento, hablaron con Tioto y con Carl Magnusson. La posición de Tioto fue inequívoca: -Hay que hacerle regresar al campamento, jefe. Yo puedo cuidarle. Conseguiré que mantenga la calma, le sacaré a pescar y a navegar, y me ocuparé de que Bárbara no se meta con él. Pero allá arriba, en ese lugar, yo no puedo hacer nada, porque a mí me da miedo, y él lo sabe. Yo sé qué es lo que le sucede; ha regresado...está en el tiempo del sueño, en el que vivíamos cuando éramos pequeños y los viejos seguían recordando el pasado. A mí me sucedió cuando... bueno, cuando todavía estaba tratando de descubrir quién y qué era. y me volvería a ocurrir s¡ permaneciera demasiado tiempo en un lugar kapu. -Para mí, kapu no significa nada -declaró Carl Magnusson-, y Charlie Kamakau también lo sabe. Conmigo hablaría de una manera completamente distinta. Hay muchas probabilidades de que yo pueda convencerle para que baje; después, Tioto podría hacerse cargo de él. -Me gustaría que lo intentaras, Carl-aprobó Thorkild-. Yo podría llevarte hasta las proximidades de la terraza y después dejarte para que vayas solo. Pero hay que preverlo todo. ¿S¡ se niega a bajar ? -Entonces -anunció implacablemente Sally- tendréis un ermitaño, loco y enfermo, paseándose por las tierras altas hasta que se muera. Os digo que hay que inducirle a bajar. Yo podría tranquilizarle y mantenerlo dopado unos días, hasta que se me acaben las drogas. Después, tal vez Tioto pudiera cuidarlo hasta que vuelva a la normalidad. -¿Y suponiendo que se resista y trate de escapar de nuevo? -Entonces tendríamos una caza del hombre -opinó Carl Magnusson-, y a eso me opongo, porque es peligrosa y destructiva para toda la comunidad- -¿ Por qué no dejarle solo un poco más de tiempo? –insistió Tioto-. De todas maneras, es lo que él quiere. Quiere terminar el trabajo y después llamarnos para hacer una gran exhibición de lo que ha conseguido. Es posible que esté enfermo, claro; pero cuando el trabajo esté hecho, él se sentirá feliz y orgulloso, y será mucho más fácil de manejar. -Eso es lo más sensato que hemos oído hasta ahora –aprobó enfáticamente Magnusson-. En la duda, abstente. No hagamos nada. Siempre existe la probabilidad de que sobreviva a sus propias crisis y encuentre por sí solo la manera de volver a la cordura. -Yo tengo graves dudas al respecto -les confió Sally Anderton-. No estamos hablando de neumonía, sino de una aberración psíquica, de una tendencia que puede confirmarse e intensificarse hasta llegar a hacerse irreversible- -¿ Y entonces, qué ? -la última, ominosa pregunta, fue de Gunnar Thorkild, pero nadie poseía la respuesta.

Esa noche, mientras estaban sentados en torno del fuego, Lorillard volvió a plantear el problema de la identidad social, dándole una formulación clara y concreta : -Hay entre nosotros algunos que quisiéramos ver que esta cuestión se resuelve rápidamente. ¿ Estamos o no de acuerdo en anexionar esta isla y en colocarnos, por común consenso, bajo la jurisdicción de los Estados Unidos? Carl Magnusson nos explicó claramente las ventajas y desventajas, y nos pidió que lo pensáramos y lo discutiéramos. Ya hemos tenido tiempo de hacerlo. ¿ Podemos hacer la votación ahora? -¿ Qué prisa corre, Peter ? -quiso saber Thorkild. -Yo voy a tener un niño -fue Martha Gilman quien contestó-, y Peter quiere resolver la situación como un caballero. Quiere llevar a cabo un divorcio y un matrimonio que sean válidos bajo las leyes de los Estados Unidos. -Permitidme recordaros nuestra intención original-Lorillard había pensado bien las cosas-. Carl Magnusson financió la expedición y contrató mis servicios sobre esa base. La otra noche señaló que un acto formal nos daría, podría darnos, cierta sensación de seguridad y de continuidad. Es lo que yo quiero conseguir, por mí mismo, por Martha y por Mark. -Hay un problema -expresó deliberadamente y con seriedad Gunnar Thorkild-. En total, somos dieciocho personas. Por el momento, Charlie Kamakau está ausente, e incapacitado desde el punto de vista médico. Mark es menor y no vota. Hernán Castillo es filipino. Es decir que quedamos quince. S¡ votamos ahora, Charlie se ve privado de su derecho político. ¿No deberíamos esperar por lo menos un tiempo razonable, para ver s¡ llega a ser nuevamente capaz de ejercitarlo ? -Yo no creo -Simón Cohen estaba siempre en desacuerdo-. Es el procedimiento de votación normal. La incapacidad, ya sea permanente o temporal, descalifica al votante. -Entonces -dijo Thorkild-, me gustaría que el procedimiento se centrara en dos mociones. Alguien tendría que presentar una moción para que el voto se emita ahora, en vez de diferirlo para una fecha posterior. -Yo presento esa moción -expresó Lorillard. -Yo la apoyo -declaró Cohen. La votación arrojó nueve votos a favor y cinco en contra. -La moción siguiente, por favor. -Yo la tengo escrita -Lorillard levantó una página manchada por el agua, la guarda de un cuaderno de bitácora-. Como no tenemos mucho papel, primero la leeré y después la haré circular...«Presento la moción de que esta comunidad, constituida con una única excepción por ciudadanos de los Estados Unidos de Norteamérica, anexione a ese país esta isla y la ponga bajo su jurisdicción, y se comprometa a vivir bajo su jurisdicción y de acuerdo con su Constitución y con las leyes que, en virtud de esa Constitución, se puedan dictar para hacer frente a las especiales y peculiares circunstancias que puedan presentarse...». -Yo secundo la moción -declaró Yoko Nagamuna. -Cuando todos la hayáis leído -anunció Thorkild-, escucharemos los argumentos en favor o en contra, empezando por ti, Peter, ya que la moción es tuya. Lorillard esperó a que el papel hubiera pasado de mano en mano y después empezó a hablar, en forma sencilla y desapasionada: -...Quiero deciros tres cosas que, en m¡ opinión, hacen necesario que demos este paso. Primero, cualquier niño que nazca ahora en esta isla nace sin nacionalidad, y deberá intentar adquirir posteriormente una ciudadanía mediante un acto legal. Segundo, aparte de la costumbre, que todavía no tiene vigencia entre nosotros, carecemos de medios legales para decretar el status de casados y los derechos conyugales. Tercero, no tenemos posibilidad de apelar legalmente, n¡ en teoría n¡ en la práctica, contra la violación de los derechos individuales o minoritarios por parte de la mayoría o incluso de un grupo violento. Nuestra norma de vida es el hecho y no el derecho. Es obvio que no podemos aplicar todos los preceptos del derecho existente, ya sea en los Estados Unidos o en la Comunidad de naciones. Podemos, sin embargo, adoptar sus principios, juzgarnos en función de ellos y, s¡ alguna vez salimos de aquí o somos rescatados, tener la posibilidad de apelación en la patria. Con más claridad no puedo expresarlo. Os ruego que apoyéis la moción. Después de un momento de silencio, se produjo un murmullo de sorpresa cuando vieron que Jenny se ponía, vacilante, de pie. Con una sonrisa que expresaba su confusión, empezó: -Todos ustedes saben que yo era un caso desesperado. Fu¡ a parar en una playa, embarazada. El profesor y Martha me recogieron, me levantaron el ánimo y... aquí estoy. Tampoco es que aquí me las esté arreglando tan bien, pero algo he aprendido: que cuando uno llega al punto en que necesita que alguien le cuide, las cosas andan muy mal. Cuando una busca apoyo en la ley, se encuentra con que la leyes un montón de palabras que cada uno interpreta de la manera que le conviene. La ley nos revienta, nos castiga, arregla un poco las cosas cuando nos hacemos daño entre nosotros... Pero eso es todo. No fue la ley la que me proporcionó un hogar; fue una mujer bondadosa. Cuando oigo a alguien hablar como lo ha hecho Peter, me da miedo. Es como... como s¡ estuvieran penetrados de una especie de magia, la de la Constitución y la bandera y todo eso. Todos los que murieron en Vietnam murieron bajo nuestra bandera por una causa perdida. El marido de Martha se mató con heroína porque la Constitución y el presidente le mandaron a hacer algo que le repugnaba. Yo no necesito bandera n¡ ley n¡ nada de eso. Quiero que sigamos haciendo lo mismo que hacemos, todos juntos y para todos. Y no me interesa eso que Peter llama apelación... ¡Al diablo!. S¡ lo de hoy está mal, lo que yo quiero es borrarlo, besarnos y empezar de nuevo mañana. Y eso no se puede hacer s¡ uno está ante un policía armado, o con alguien que tiene un enorme libro negro lleno de palabras largas...S¡ lo que os preocupa son los niños y nosotras, las mujeres, el problema se resolverá mejor con amor que con un acorazado en la bahía... Me parece que lo importante es que haya confianza recíproca, pero s¡ no la tenemos, no veo cómo podrá ayudarnos un Gobierno que está a miles de kilómetros de distancia. Jenny estaba llorando cuando se sentó. Adam Briggs la rodeó con el brazo y la besó. Franz Harsanyi la aplaudió con entusiasmo: -¡Bravo, pequeña! Lástima que no podamos conservar tus palabras para la posteridad. La discusión se prolongó, a ratos como áspero razonamiento, a ratos como confusión y tanteos, pero siempre apasionada y sincera. -Quisiera prescindir de m¡ cargo de presidente -pidió finalmente Gunnar Thorkild- para expresar m¡ opinión personal. ¿ Me lo permitís? Seguro ya de que les interesaba oírlo, su exposición fue de una enorme simplicidad: -¿En qué se enriquece nuestra existencia si, en este momento, izamos en esta playa la bandera que pedís ? En nada. ¿ Qué nos dice la ley que no sepamos ya: que en nuestras relaciones tenemos que ser sencillos, honrados y bondadosos ? ¿ Qué nos dará el Gobierno que no podamos encontrar entre nosotros... ? S¡ es cuestión de registros, eso podemos solucionarlo. Podemos solemnizar el matrimonio cuando alguien lo quiera, y reconocer el divorcio cuando la convivencia resulte imposible. Y en cuanto a apelaciones, ¿cómo podrá ningún tribunal, en el futuro, juzgar lo que hagamos aquí? Allá arriba, en la montaña, hay un hombre enfermo y triste, que constituye una carga para sí mismo y un peligro en potencia para esta comunidad... Es un problema nuestro, y ninguna autoridad distante podrá resolverlo. De lo que es nuestro tenemos que ocuparnos nosotros, y nadie más que nosotros... Ahora que ya me he expresado, reasumiré la presidencia. Votaremos levantando la mano. ¿ Quién vota a favor ? Seis manos se levantaron en apoyo de la moción: las de Martha Gilman, Lorillard, Yoko Nagamuna, Simón Cohen, Willy y Eva Kuhio. -Moción rechazada -anunció Gunnar Thorkild-. Se mantiene la independencia. Se levanta la sesión. -Un momento -Lorillard se puso inmediatamente de pie-. La cosa no termina aquí, supongo. Las opiniones pueden cambiar. Se nos debe conceder la posibilidad de volver a plantear la cuestión. -No hay nada que te lo impida. -A no ser una cosa -advirtió Magnusson al grupo-. S¡ se rasca continuamente una llaga, lo que se consigue es una infección ulcerosa. Lo que menos falta nos hace son tácticas de hostigamiento. Ocupémonos de nuestras cosas, a ver cómo nos las arreglamos. Yo pediría que no se vuelva a hablar de este asunto durante un año por lo menos. -Seis meses -pidió Lorillard. -Seis meses, pues -Thorkild puso punto final a la discusión-. S¡ para entonces no estamos organizados, esto será una Babel.

Por más conflictos que tuvieran respecto de la ley y la soberanía, la distribución para ocupar las cabañas no planteó ninguno. Las parejas establecidas se instalaron inmediatamente: Magnusson con Molly Kaapu, Martha con Lorillard, Thorkild con Sally, Willy y Eva Kuhio. Yoko y Jenny compartían una cabaña, en tanto que Bárbara Kamakau y Ellen Ching ocupaban otra. Franz Harsanyi se instaló con Mark Gilman. Adam Briggs y Hernán Castillo ocuparon la última cabaña, en tanto que Simón Cohen y Tioto se instalaron en los dos extremos de la cabaña destinada a almacén. Si Charlie Kamakau regresaba, se construiría otra cabaña. A partir del momento en que tomaron posesión de las viviendas individuales, se manifestó un cambio en las características de la vida tribal. Empezaron a fabricar muebles sencillos, camas, mesas y bancos de bambú. Las herramientas pasaban de mano en mano, se intercambiaban servicios, se distribuían artículos sencillos: un plato, un cuchillo, un trozo de lona de las velas... una taza de fuel oil para estrenar una lámpara hecha de conchas... El grupo como tal se descompuso en diversas células y, de manera tácita quedó establecido como norma el derecho a la intimidad: nadie entraría en la cabaña de otro sin ser invitado. La comida seguía cocinándose y compartiéndose alrededor del fuego, pero existía la posibilidad de comer en privado. Se aflojaron las tensiones derivadas de la excesiva proximidad, y las conversaciones empezaron a buscar la comunicación, más que el intento de imponerse unos a otros. El compañerismo se hizo más fácil en la medida en que planteaba menos exigencias. Las mujeres se apoyaban entre sí y los hombres tenían sus propias reuniones a solas. Aparentemente, Carl Magnusson había llegado a un nuevo y cordial acuerdo con la vida. El hombro se le estaba curando y eso le permitía hacer tareas sencillas. Su cojera no era tan acentuada, y se le oía en todo el campamento cuando reñía amistosamente a Molly Kaapu, que alternativamente lo desafiaba y le engatusaba. Thorkild calculaba que pronto estaría en condiciones de hacer la larga caminata a lo alto de la montaña, para tratar de hacer entrar en razón a Charlie Kamakau. El propio Gunnar había vuelto a subir en dos ocasiones a la terraza, solo, para llevar pescado al solitario Charlie, prepararle la comida y tratar de establecer un diálogo con él, pese a su excentricidad. Las dos veces, había regresado convencido de que aún cabía tener algunas esperanzas. Charlie Kamakau seguía trabajando de una manera increíble, pero ahora con un ritmo menos desesperado. Había accedido a usar las vendas que le enviara Sally para sus llagas, pero seguía obsesionado por la idea de que los antepasados le habían elegido para que fuera él quien gobernara esa parte de la montaña, y le mostró una increíble variedad de objetos y artefactos, todos ellos pruebas indudables de la elección y del favor místico. Rechazó de plano la propuesta de regresar al asentamiento de la playa. Aceptó recibir a Carl Magnusson, pero no quería que nadie más subiera mientras no hubiera limpiado y plantado toda la terraza. Decidió que él bajaría parte del camino para dejar frutas y verduras para el campamento y recibir en cambio pescado, pero con la condición de que los mensajeros fueran únicamente hombres. Charlie había terminado con las mujeres, y la sola mención de Bárbara desataba en él un frenético torrente de amenazas y obscenidades. Además, empezaba también a sospechar de Tioto, ya que s¡ éste tenía miedo del kapu, eso quería decir que los dioses estaban disconformes con él... Esas entrevistas le alteraban los nervios, y Thorkild se sentía aliviado al alejarse y volver el rostro hacia el mar, donde al menos quedaban vestigios de razón, de risa, de felicidad. Sin embargo, no todo era alegría. Jenny había empezado a mostrarse apática, y en varias ocasiones la habían encontrado llorando desconsoladamente, junto a la cascada o en algún lugar alejado de la playa. Sally Anderton lo atribuyó a la depresión típica del puerperio y procuró, en vano, ayudarla a superar su estado con admoniciones y cariño. Adam Briggs, que seguía cortejando asiduamente a Jenny, estaba sumido en silenciosa desesperación. Un día pidió a Thorkild que le acompañara a recorrer las redes de pesca, y mientras lo hacían le abrió su corazón: -...y yo la amo, jefe, la amo tanto que es como un dolor continuo. Y también sé mejor que cualquier médico qué es lo que ella necesita... un hombre que la ame y le devuelva el niño que perdió, y le proporcione seguridad. Yo podría hacerlo, y sería feliz haciéndolo, toda la vida. Pero tal como ella está ahora, apenas s¡ puedo acercármele. Dice que no soporta que la toquen, y al momento siguiente me dice que yo le gusto más que nadie. Cuando le pregunto s¡ es porque soy negro, me jura que no, y llora, y dice que simplemente no puede dominarse... Me tiene preocupado, jefe. Usted no la ve mucho, últimamente; pero le puedo asegurar que Jenny se nos va... -¿Qué puedo decirte, Adam? Quisiera ayudarte, y tú lo sabes. ¿No has pensado que tal vez pueda gustarle algún otro... Franz, por ejemplo, y no quiera decírtelo? -¡Nada de eso! Yo también lo pensé, pero todos la han invitado a ir a la playa... y el único con quien va es conmigo. Incluso he preguntado a las demás mujeres qué pensaban, pero se encogieron de hombros y me dijeron que a veces las mujeres se ponen así. -¿No tienes inconveniente en que le cuente a Sally lo que acabas de decirme ? -No, ¡qué va! S¡ sirviera de algo, subiría a la montaña andando sobre las manos. Lo que no soportaría sería que le sucediera lo mismo que a ese pobre infeliz de Charlie...De todas maneras, le agradezco que me haya escuchado. Hablemos ya de otra cosa. ¿ Ha visto lo que hemos hecho con la canoa? Le hemos puesto una batanga nueva, y las chicas están haciendo una estera de palma para la vela. -Estupendo, Adam. Le irá espléndidamente. -Cuando la vela esté lista, usted y yo podríamos salir a dar una vuelta por la isla. -Tú me dices cuándo, Adam, y lo hacemos. -¿Cuándo piensa comenzar la construcción del barco grande? -Bastante pronto. Primero quiero que todos estén establecidos. Y necesitaremos muchas más herramientas de las que tenemos ahora. -¿Cuánto tiempo nos llevará construirlo? -Doce meses; o más, tal vez. Es un trabajo muy arduo. -¿ Y me enseñará usted a navegar primero? Me gustaría, jefe. Me gustaría mucho. -Ya eres el primero. M¡ abuelo te designó, ¿recuerdas? -Todo el día y todos los días. -Pues será así, hombre. No podemos dejar que se extinga la estirpe de los navegantes. -Pero ahora, es posible que usted tenga un hijo, jefe. -Es posible -rió Thorkild-. Estamos muy lejos de la Universidad, ¿no te parece? -¿Le gustaría volver ? -¿A qué? -Usted lo ha dicho: ¿a qué? Aquí tenemos nuestro pequeño mundo, sin contaminación n¡ bomba atómica n¡ atracadores. Se parece tanto al paraíso que no dejo de preguntarme cuándo aparecerá la serpiente. -Ya está aquí -declaró secamente Gunnar Thorkild-. Desde el lugar que yo ocupo, ya la he visto.

Esa noche, mientras ambos estaban acostados, escuchando el murmullo distante de las rompientes y el suspiro del viento entre las palmeras altas, y el sonido lejano y quejoso de la flauta de Simón Cohen, Gunnar le contó a Sally su conversación con Adam Briggs. Ella lo escuchó en silencio y después se volvió para apartarse de él y se quedó, con las manos detrás de la cabeza, mirando las tablillas del techo. Cuando Gunnar intentó atraerla de nuevo hacia él, le rechazó, diciéndole : -¡Por favor! Esto no es fácil. Déjame que lo piense un poco...No sé hasta dónde llegará en esa especie de fuga, n¡ cuánto tiempo le durará. Yo soy médico, no psiquiatra. La depresión posterior al parto es bastante común, y la mayoría de las mujeres la superan rápidamente. Pero en el caso de Jenny la historia es larga y complicada: un hogar destruido, padres indiferentes, un novio que la rechaza cuando ella queda embarazada, un breve período de seguridad con Martha y contigo, y ahora un aborto, tardío y muy traumático. Y Martha que está embarazada, y tú que estás conmigo, y ella se siente destrozada por dentro, desdichada e insegura... El pronóstico no puede ser muy optimista, ¿no te parece? -Entonces, ¿qué puedes hacer con ella? -¿ Yo? Muy poco. En otra situación tal vez la hubiera tenido un tiempo con estimulantes y después, s¡ con eso no salía adelante, la habría llevado a un buen psiquiatra. Aquí no tengo nada, a no ser los remedios básicos en el botiquín de un barco, algunos tranquilizantes y los anticoagulantes que usaba para Carl. Soy como un mago sin su varita y sin su caja de trucos. -Y entonces, ¿ qué se puede hacer ? -Prestarle todo el apoyo que podamos, hacerla sentir querida y necesaria. -Eso ya se lo estamos dando... y mucho más; se lo está dando Adam Briggs. -¿ Y no es suficiente? -Es obvio que no. -¿No has pensado alguna vez, cariño mío, que te preocupas demasiado ? -¡Es que tengo que preocuparme, y tú lo sabes! Lo mismo que tengo que preocuparme por Charlie Kamakau. S¡ uno de nosotros está enfermo, estamos enfermos todos. Sally se volvió ahora hacia él, se enderezó apoyándose en el codo y le pasó las yemas de los dedos por las mejillas tersas e hirsutas. -¿Todavía no te das cuenta, verdad? -le preguntó en voz muy baja. -¿Darme cuenta de qué? -De que Jenny está enamorada de ti... desde el día mismo en que la recogiste en la playa. -¡Qué disparate! S¡ por la edad yo podría ser su padre. -Esa es una de las razones probablemente. -Entonces es... ¡es poco menos que incesto ! -Llámalo como quieras, amor mío, pero es real. Ella no puede tenerte a ti, y no quiere a nadie más. Por eso, como dijo Adam, se nos está yendo... -¿ Y por qué has tenido que decírmelo? -Porque te amo y una de las cosas que te debo es la verdad; además, porque otros lo ven, aunque tú y Adam no os hayáis dado cuenta. -¡ Oh, Dios, qué lío! ¡Qué lío tan cruel y absurdo! y lo más disparatado es que durante toda m¡ vida he andado con toda clase de mujeres, y la única por la que nunca, jamás me sentí sexualmente atraído es Jenny. Le tengo afecto, sí... el afecto que se siente por una criatura que está sola y necesita protección. -Eso lo sé yo, y lo sabes tú, pero Jenny lo ve de otra manera. Cuando Sally se inclinó para besarle en los labios, Gunnar se aferró a ella con desesperación. -Es lo que me dijo Flanagan: todo el mundo se apoya, todos se me adhieren, todos quieren que sea yo quien solucione sus problemas. y yo no puedo. ¡No soy suficiente para eso! -Pero somos dos, querido. ¿Recuerdas? -¿Qué hago? ¡Dímelo! -Hablar con Adam. Dile lo que me contaste y lo que yo te dije. -¿Por qué con Adam? -Porque él está tan ciego como tú. Y algún día le despertarán las habladurías, y entonces tú perderás el mejor amigo que tienes en este grupo. Tú necesitas de él y le necesitarás más a medida que pase el tiempo. Hazlo ahora, que todavía no es tarde. La gente apenas empieza a moverse. Quítate ese peso de encima y después vuelve a hacer el amor con tu mujer... Thorkild encontró a Adam Briggs con el agua a la rodilla, tratando de arponear lenguados a la luz de una antorcha. Juntos regresaron a la arena y se instalaron, como aves marinas, sobre una roca plana. Briggs le escuchó en silencio mientras Thorkild le exponía lisa y llanamente la historia, sin suavizarla n¡ embellecerla. -Me alegro de que me lo haya dicho -le agradeció después- Agradézcaselo en m¡ nombre a Sally. Qué mujer tan sensata... Realmente, no sé qué decirle, pero quiero que sepa que para mí esto no tiene importancia. Usted sigue y seguirá gustándome, como siempre, y sigo teniéndole la misma admiración. -Gracias. -Y respecto a Jenny, sigo sintiendo lo mismo. Ella no tiene culpa de nada; no ha hecho ningún mal. Está en tal situación que no puede hacer nada por sí misma. -Pero así son las cosas, Adam. -Sin embargo, yo no la dejaré que se pierda... Comprende usted eso? -Claro. -No me importa lo que tenga que hacer, n¡ qué soportar. -Es probable que tengas que sufrir mucho, Adam. -¿Cree usted que no puedo soportarlo? -Estoy seguro de que sí. Y s¡ yo puedo servir de algo, siempre estaré dispuesto a ayudarte. -Hay una cosa más, jefe, y quiero decírsela aunque después me haga arrojar a los tiburones... S¡ eso pudiera ayudar a Jenny, yo aceptaría que usted se uniera con ella para darle un hijo, y los recibiría y amaría siempre a los dos. . -¡Qué locura, Adam! No es eso lo que yo siento por Jenny. -Ya sé que no. Por eso he dicho «si» ...Para que usted supiera cómo pienso, nada más. El amor es una cosa terrible, jefe; terrible y hermosa y... -la voz se le quebró en un desgarrador sollozo de angustia- ¡y tan injusta, caramba ! -¿Sabías? -preguntó Sally, adormilada- ¿...sabías que los médicos son detestables como amantes? -¿ Me lo preguntas o lo afirmas ? -Thorkild la acercó más a su cuerpo para protegerla de las primeras rachas de las brisas de tierra que empezaban a colarse por la pared de esteras. -Lo afirmo. -Hasta el momento, no tengo ninguna queja. -Eso, porque yo soy excepcional. Sin ,drogas, sin libros, sin pretensiones. Pero, en serio... -¿A esta hora? Va a salir el sol. -Entonces, levántate, amor mío, paloma mía, m¡ señor, y ven... -¡No puedo, Josefina! Me has tenido toda la noche despierto. -¡Escúchame, pues! ¿ Por qué los médicos son detestables como amantes? Porque lo suyo es la mortalidad... con nombres latinos. Se saben todas las partes y todas las funciones y toda la patología... pero jamás uno de ellos ha visto un alma bajo el microscopio. S¡ les da por interesarse en la metafísica, como les sucede a algunos, entonces suelen fracasar en medicina. S¡ deciden poner su fe en el corpus hominis, se convierten en ganaderos y carniceros, y para ellos la vida es algo que se juega en términos de peso y de precio en el mercado... Por eso, aunque parezca raro, me alegro de lo desvalida que estoy aquí. Así puedo ser mujer, para variar. -¿ Y olvidarte de las partes y de las funciones? -No... de la mortalidad. El que se ocupa de eso ahora eres tú. -Y no me gusta nada. -No tanto. S¡ eres un hombre superior es porque fuiste hecho para serlo y llamado a serlo. Y a mí también me gusta, porque yo nací para ser pareja de un hombre superior... aunque sea ésta la primera vez que me enamoro de uno. Y me gusta saber que la que él necesita, cuando desea un hombro en que apoyarse, soy yo. Es todo estupendamente egoísta, pero no hasta el punto de que yo no sepa que para mí, tú eres el último y el único. -¿Por qué no te duermes? -Porque no he terminado. Una vez, tú le dijiste a Carl, y me dijiste, que m¡ pasado no te importaba porque comprendías la antigua usanza, en la cual el jefe de la tribu, o el padre, desfloraban a las vírgenes en un rito de iniciación... Ahora, soy yo quien te digo que no me importa lo que hagas, n¡ con quién n¡ por qué, mientras yo sea la mujer del jefe, la que le espera en su casa. -¿Incluso con Jenny? -Incluso... -¿No te parece que ella puede tener algo que decir al respecto? -Todo lo que quiera... Que lo diga, que lo haga y que se lo quite de encima. -¿Sabes lo que voy a hacer mañana... no, hoy, mejor dicho? -Dime. -Voy a sacar la canoa, yo solo y m¡ alma, y me iré remando por el canal para circunnavegar la isla. -Eso no. Es peligroso. -¿Para el nieto de Kalon¡ el Navegante? -¿ Me llevas contigo? -Esta vez no. -¿Por qué no? -Porque lo que quiero es estar solo. -¿Tan mal van las cosas? -Tan mal. No contigo, sino con todos los otros. Soy como un maestro de jardín de infancia que todos los días tiene que inventar juegos nuevos para mantener entretenidos a los niños. Y ahora, tú quieres que me convierta en medicina de enamoradas sin esperanza. -¡Yo no he dicho eso! ¡No era m¡ intención! -No sé cuál era tu intención, pero la mía es ésta: por un día, por un solo día, quiero ser yo mismo... ¡a solas ! Sin exigencias, sin discusiones, sin problemas. ¿ Es demasiado ? -Es bien poco -respondió Sally Anderton con voz trémula-. Que regreses bien, es lo único que te pido. -D¡ a los demás que me he marchado -le encargó ásperamente Gunnar Thorkild-. S¡ quieres, diles por qué. -Por favor, ¡no te vayas así! -Sally, querida, no es contigo. Es toda... toda esta maldita tribu. Que lo sepan o no, y hay quien lo sabe, todos están jugando conmigo, acorralándome, acosándome para que afronte un problema o participe en una discusión. Hasta el loco de Charlie, allá en lo alto de su montaña, hace lo mismo a su manera: dar un poquito, recibir un poquito, cerrarse cuando yo no digo lo que él quiere. ¡Bueno, pues más vale que lo aprendan ahora! Soy un ser humano, nada más. A menos que yo decida transmitirlo, el mana se extingue conmigo. Que me demuestren algún respeto, que sean ellos quienes me levanten un poco el ánimo, al menos por una vez. -Ya he oído decir esas cosas -comentó secamente Sally-. Se las oí a Charlie Kamakau. ¡Pues vete, Gunnar! Vete a limpiarte, y que yo te vea volver como vuelve un rey...¡no como un triste ejecutivo con úlcera de estómago !

A media milla de distancia de la costa, Thorkild dejó de remar para que la diminuta embarcación quedara meciéndose como un trozo de madera abandonado al movimiento del mar. Estaba al otro lado de la isla, donde los bordes del cráter se elevaban abruptamente hasta la nube y, por abajo, se hundían en la vasta profundidad azul. El sol estaba sobre su cabeza, el mar era un inmenso espejo ondulante salvo donde las olas rompían contra las negras murallas y se deshacían en tomo de las mil estrechas entradas abiertas entre los antiguos promontorios de lava solidificada. Tras él, a ambos lados, el mar estaba desierto, a no ser por una banda de aves marinas que se precipitaban, riñendo, sobre un cardumen acorralado por un par de tiburones. El mezquino drama de la predación atrajo su atención por un momento, pero pronto se aburrió. No había salido en busca de comida, n¡ para confirmar su virilidad capturando un tiburón para volver después a jactarse de la hazaña ante las mujeres y el resto de la tribu. Había salido para recuperarse, como mucho tiempo atrás le había enseñado su abuelo, mediante un acto de retiro consciente, una concentración de todas sus facultades difusas y distendidas, una exclusión de todo lo que a través de la vista y el oído pudiera perturbarle. Una vez, después de una gran tormenta que se había abatido sobre un lugre lleno de gente que se dirigía a Raiatea, Gunnar había visto cómo el anciano se dirigía hacia la cubierta de proa, para allí quedarse sentado, inmóvil, durante casi seis horas, encerrado en un silencio tan tangible como un muro. -Es como cuando se fabrica una cuerda -le había explicado, después, el anciano-. Cada fibra es débil... tan débil que un niño puede romperla. Pero s¡ las trenzas juntas, son capaces de sostener un mástil bajo el huracán... Después de una travesía larga y difícil, yo soy como una cuerda gastada y deshilachada. Entonces, me siento a trenzarme de nuevo, con nuevas fibras; miro hacia dentro y sueño y recuerdo los consejos de m¡ padre y las palabras de las viejas canciones, y los gritos de todos los pájaros. Permanezco en silencio, porque cada palabra es un hilo que me arranco. Nadie puede tocarme, porque cada contacto me roba algo de mí mismo. Tú también tienes que aprender a hacer eso. Aprender a estar en silencio. A trazar un círculo a tu alrededor y no dejar que nadie penetre en su interior... Por esa razón, Thorkild se había hecho construir la habitación aprueba de ruidos en su casa de Honolulú. Por esa razón, hoy, se había escapado, para aislarse, al mismo tiempo que se abría en el vasto círculo del mar. Él era más débil que su abuelo, mucho más vulnerable, y tanto más urgente era su necesidad de renovación. La cosmogonía de Kalon¡ Kienga era esencialmente fija y firme. Pese a la multitud de dioses y espíritus guardianes, todo encontraba su raíz y su sentido en Te Tumu, el Fundamento. Las raíces eran muchas, pero el árbol uno solo. Las relaciones eran complejas, pero fijas e inalterables. Para Gunnar Thorkild, la cosmogonía no era una, como la moralidad no era una, sino muchas. Su tribu no era una tribu, era demos, el pueblo, hidra de múltiples cabezas que vociferan y se ladran entre sí, configurando una cacofonía de palabras cuyos significados cambian constantemente con cada capricho, con cada impulso de pasión. También él estaba dividido y subdividido: una parte atrapada por la razón y la lógica del erudito, otra perdida y errante entre los expatriados de una ciudad del siglo XX, una que se aferraba como un niño a un pasado legendario, otra más que se mantenía armada y vigilante ante la posibilidad de que la anarquía tendiera sus cabeceras de puente en la pequeña comunidad instalada en medio de la nada. Y para cada una de esas partes la amenaza era diferente: al erudito le amenazaban la ironía y el escepticismo, al errabundo la babélica locura de las voces en conflicto, al niño el terror del ridículo, al guardián el demonio draconiano que quería arrastrarle a la tiranía. Allí fuera, solo, recuperaba por lo menos su integridad: era un hombre, pequeño en su frágil cáscara de nuez, solitario, sin grilletes n¡ trabas, en armonía con la vastedad del mar y del cielo y con una pequeña tierra surgida de las profundidades, la misma desde que la vieron los primeros viajeros, mil largos años atrás. La armonía del momento se adueñó de él y le invadió, grata como el sueño después de un largo esfuerzo. Sin saberlo, supo, y vio sin verlo, qué era lo que muchos siglos antes había arrancado a su pueblo de sus puertos isleños hacia la inmensidad. Comprendió también otra cosa: que para un pueblo pequeño, fragmentado por las migraciones y por la enormidad de las distancias, atado a la monotonía de las cosas simples y concretas, el manantial del sueño eran siempre los seres concretos, los que recuerdan, los hombres superiores y los magos y los que saben. No importaba que tuvieran privilegios, que fueran orgullosos y tiránicos; eran ellos quienes estaban en el centro de las cosas. Por su mediación el pasado se unía con el presente, el futuro estaba determinado por los muertos. De nuevo empezó a remar, en forma tenaz y rítmica, para hacer frente a la corriente y seguir el contorno de la costa. Las aves marinas se elevaron, chillando, mientras él se acercaba, y los dos tiburones se olvidaron de su presa para empezar a describir círculos alrededor de la canoa, amplios primero, después cada vez más estrechos, de manera que Gunnar llegaba a ver el brillo azulado de la piel del dorso o, cuando se daban vuelta, el blanco relámpago del vientre. Eran animales grandes, de seis metros de largo por lo menos, pero el festín con su presa les había dejado ahítos y no atacarían; aunque más de un pescador solitario había visto inutilizado su remo al atreverse a golpear con él a uno de esos monstruos. A Thorkild, eso le hizo recordar que su comunidad seguía siendo inexperta en las habilidades de alta mar, que seguían confinados en una población costera, alimentándose de lo que pescaban en el interior del arrecife y en lo recogido en la parte más próxima a la isla. N¡ siquiera los kaua¡ tenían la pericia de verdaderos isleños. Ellos también habían pasado por la civilización, y la ciudad les había hecho dependientes del confort que se compra en las tiendas. Era el momento de empujarles, cada vez más, a salir, a adiestrarse en las duras artes de la supervivencia. Y también había que resolver el problema de Charlie, porque era un obstáculo para cualquier impulso hacia fuera. Podía convertirse en un peligro para la seguridad de todos, y llegaría, sin duda, a ser objeto de superstición y miedo, como un merodeador nocturno o un viejo lunático. El problema consistía en dilucidar lo que se debía hacer con él s¡ no se adaptaba o no respondía a la terapia que representaba el contacto normal con la comunidad. Otra cuestión, y más fundamental, era s¡ la comunidad estaba en condiciones de proporcionar semejante terapia. S¡ Charlie Kamakau resultaba ser un recluso incurable y excéntrico, el destierro era una posibilidad, ya que él parecía bastante hábil para mantenerse solo. El problema era encontrar un lugar lo suficientemente apartado para excluir todo contacto futuro con el grupo. Al recordar los horrores de Molokai, el enclave para leprosos, Thorkild se sintió asqueado ante la brutalidad del recurso. De todas maneras, cambió de rumbo y empezó a remar en dirección a la costa, para ver s¡ habría alguna otra bahía o playa donde pudiera sobrevivir un hombre solo. No encontró ninguna. La costa era totalmente inhóspita y no servía de refugio a otro ser viviente que las aves marinas. En ese lado de la isla la corriente era más fuerte, y el viento del mediodía empezaba a levantarse y a soplar en dirección opuesta. Eso, unido al hecho de que la marea estaba subiendo, y a la fuerza del agua que lo empujaba al volver a los acantilados, le obligó a remar con más fuerza para dar holgadamente la vuelta al cabo y volver hacia donde se abría el canal en el arrecife. El esfuerzo le llenó de una alegría embriagadora, dándole la sensación no de dominar los elementos, sino de estar en complicidad con ellos. Recordó la antigua canción que le había enseñado Kaloni, la que cantaban al mar aquellos que lo sentían intensamente:

Te conozco, Oh, mar, Donde mora el dios marino. Contigo no peleo Como un guerrero Oh, mar, Ni te canto Como una mujer Oh, mar, En ti nado como el blanco tiburón y te cabalgo como el pájaro pescador Oh, mar. En t¡ vivo al vivir en la casa de m¡ padre, Oh, espejo de Hiva y ojos de la noche.

Mediaba la tarde cuando volvió a encontrarse en las inmediaciones del arrecife, todavía bastante alejado, tan pronto distinguiendo como perdiendo de vista la playa y las cabañas y las figuras que como hormigas se movían entre ellas. Esa disminución de tamaño le resultó agradable. Estaban lejanos, eran seres irreales como los pigmeos de una pintura primitiva. Estaban prisioneros, encerrados entre la montaña y el arrecife. Él era libre, grande, fuerte, el rey que Sally soñaba y que el propio Gunnar casi había olvidado. Con ritmo continuo y fácil remó hacia la costa, observando los remolinos que formaba la corriente en el canal y la forma en que el arrecife quedaba cubierto por la pleamar, y dónde las olas rompían con mansedumbre y dónde se estrellaban, turbulentas y destructivas, sobre las formaciones de coral... Y... ¡ahora les enseñaría! No entraría por el canal, sino por encima del arrecife. S¡ calculaba mal la cresta de la ola, s¡ no la tomaba bien... pues vaya. ¡jamás se enteraría! Pero s¡ acertaba, entonces, ¡por Dios que sabrían en qué se diferenciaba de los demás un hombre que tiene el sentimiento del mar! Fue un momento de salvaje ebriedad y Thorkild se entregó a él, gritando con euforia mientras remaba hasta el lugar donde empezaban a formarse las grandes olas, antes de la línea de las rompientes. Allí permaneció un rato, resistiendo el oleaje, sintiendo en todo su cuerpo el impulso y el vaivén, en espera del breve momento en que tenía que jugarse el todo sin reservas. Cuando llegó, con un grito hundió el remo y se sintió elevado y transportado, cada vez más alto, sobre un gran promontorio de agua. Durante un momento, su corazón se detuvo al creer que la ola rompería demasiado pronto y volcaría la canoa; pero se mantuvo, prolongándose como un largo redoble de tambor bajo el casco, y lo llevó por encima del arrecife hasta deshacerse en una espuma que le arrojó sobre la arena con la rapidez de un caballo al galope. Debería haber habido himnos guerreros y cantos de mujeres dando la bienvenida al Koa, el superhombre del mar. Pero no se oyó más que un áspero grito de Lorillard: -Qué idiota eres. Thorkild. ¡Te podrías haber roto la cabeza! Durante su ausencia no habían estado ociosos. Más aún, como le dijo Sally con malicia de amante enamorada, se habían alegrado de verse por un rato libres de él y poder dedicarse a sus cosas. Willy Kuhio y Tioto se habían adentrado en la isla hasta encontrar los árboles que había señalado Thorkild, los habían descartado por demasiado grandes y difíciles de trabajar, habían elegido otros y habían abierto un sendero para hacer bajar los troncos. Franz Harsanyi y Hernán Castillo habían terminado un pequeño surtido de herramientas entre las que había hachas, raspadores, arpones para pesca e incluso un taladro primitivo, hecho de madera y cuerda y un trozo de basalto aguzado. Adam Briggs había puesto a hervir una horripilante mezcla de pulpa de cocos, fruto de árbol del pan, bananas y diversos restos de frutas que, según él, terminaría por fermentar hasta convertirse en un licor pasable, por más que Lorillard pronosticaba con escepticismo que junto a eso, el fuel oil parecería alcohol para uso médico. Eva Kuhio y Bárbara habían terminado la estera que serviría de tela para la canoa y en ese momento la aseguraban en el bastidor de bambú. El propio Lorillard, con Martha y Mark, había construido un horno, pequeño y rústico, que les permitiría preparar carbón de leña para una fragua e incluso, Dios mediante, para filtrar el diabólico brebaje que estaba preparando Briggs. Yoko, Ellen y Jenny habían encontrado un nuevo monte de taro y estaban transplantando algunos tubérculos a la tierra blanda que rodeaba la cascada. Simón Cohen y Bárbara Kamakau habían salido a recoger fruta, y aún no regresaban. Esta última noticia hizo que Thorkild frunciera el ceño, y cuando los dos excursionistas volvieron, una hora más tarde. cargados de papayas, mangos y un gran racimo de bananas, les llevó aparte para echarles un pequeño sermón. -Bárbara. mientras yo no diga otra cosa, quiero que tú te quedes aquí en la playa. Mientras Charlie esté allá arriba, la montaña es un lugar peligroso para ti. -No nos hemos alejado, y yo tenía un cuchillo –protestó Simón Cohen. -Y Charlie tiene un hacha, y es dos veces más grande que tú y, en cuanto se trata de Bárbara, está más loco que una cabra. No empecemos a discutir, y haced lo que os digo, ¿queréis? -No le culpe a él, jefe -le sonrió Bárbara, provocativa-. Yo se lo sugerí. ¿ Dónde más vamos a ir en pleno día, eh? -Donde se os ocurra, pero no a la montaña. Tioto, que andaba por las inmediaciones, terció en la conversación. -¡Haz caso a lo que te dice el jefe, mujer! Él ha visto a Charlie, y tú no. Además, no siempre se queda en la terraza; ahora anda bastante por ahí. Thorkild giró en redondo hacia él. -¿Qué has dicho, Tioto? -Que anda moviéndose más, jefe. El último árbol que señalamos está más o menos a mitad de camino entre el campamento y la terraza, y en un espino encontré esto enganchado -le enseñó una tira de gasa blanca, manchada y descolorida-. Es un trozo de venda como los que tiene la doctora en el botiquín. -¿Y eso qué significa? -Bárbara estaba visiblemente alterada. -Lo que dice Tioto. Que Charlie anda merodeando y acercándose más al campamento -se volvió a encarar a Simón Cohen-. ¿Qué hay de vosotros dos? ¿ Habéis formado una pareja? Cohen hizo una mueca, cohibido. -Bueno... sí, digamos. -¡Muy bien! Entonces, que Bárbara se traslade al almacén, contigo y con Tioto. Así seréis dos para protegerla. -¿Quiere decir que...? -¡Ya me has oído, muchacho! Tu vida sexual me importa un rábano. Lo que quiero es mantener viva a tu mujer. Se apartó de ellos y a paso vivo se dirigió hacia donde Carl Magnusson estaba dando a Adam Briggs una conferencia sobre la fabricación clandestina de bebidas alcohólicas. -¿Te sientes como para dar un largo paseo mañana, Carl? –le preguntó Thorkild. -¿ Para ver a Charlie ? Desde luego, estoy dispuesto. -Tú también vendrás, Adam. Tú y Willy Kuhio. Es posible que os necesite. -¿Habrá problemas? -Espero que Carl pueda ayudarnos a evitarlos. Carl Magnusson meneó la cabeza y gruñó: -No esperes demasiado, Thorkild. Cuando Charlie no era más que un marinero, yo podía tratar con él, pero la locura y la magia quedan fuera de m¡ alcance. Me gustaría tener el consejo de Sally. Cuando la pusieron al tanto del plan, Sally Anderton se enfureció con ellos. -¡Los hombres! Siempre con vuestra cabeza dura, y viendo el mundo al revés. Ahí tenéis aun pobre diablo, chiflado porque se ha quedado sin su mujer, trabajando hasta reventar en una montaña en el trópico, completamente solo, rodeado por los fantasmas y espectros del pasado... y de pronto, ¡siente deseos de volver! No puede hacerlo sin más n¡ más, porque tiene miedo y se siente acosado. Entonces, se acerca un poco y se va otra vez, dejando un trozo de venda enganchado en un arbusto. Y de pronto, eso es el tremendo incidente, y ahí van los tres matones, con Carl Magnusson como portavoz, dispuestos a someterlo. ¡Me dais náuseas! -¡Tranquila, Sally, tranquila! -Magnusson hizo un gesto para apaciguarla-. ¿A qué vienen esos gritos? Estamos aquí para que nos des tu opinión médica. -¡Pues es lo que os estoy dando! -con las piernas abiertas, Sally se apostó en mitad de la cabaña, desafiándoles-. Ahí estáis, los cuatro: Gunnar, Adam, Willy y tú, Carl. ¡Vaya ! Pero ésa no es manera de parlamentar, n¡ siquiera con un hombre cuerdo. ¿Cómo te sentirías tú, Carl, s¡ me invitaras a comer y yo me presentara con tres abogados y una taquígrafa ? ¡Es una locura, y nada más que una locura! -¿Y qué haría usted, señora? -preguntó con meticulosa cortesía Adam Briggs. -Para empezar, Adam, que tú te quedes en casa. Tú tienes la discreción suficiente para entenderlo. Para un polinesio, tú resultas más extranjero que para un yanqui de Connecticut, y conste que no te estoy insultando. Las cosas son así. -Ya lo sé, señora. Pero cuando el jefe me da una orden, yo obedezco. Es lo pactado. -Cuando lo que está en juego es una vida, no hay pacto que valga. ¿ Gunnar ? -Tú eres el médico, Sally. Lo que esperamos es tu prescripción. -Pues adelante, Gunnar. Y llevadle comida y bebida. Pero sin armas n¡ amenazas. Nada más que buenas palabras y suavidad...Convencedle para que baje, como se hace con un piloto perdido en la tormenta. S¡ se asusta, dejadle allí y ya se intentará de nuevo otra vez... ¡Por Dios! ¿Por qué tengo que dároslo todo masticado? -Porque somos tontos -dijo Willy Kuhio con una sonrisa-. Es como cuando m¡ Eva me pide que le sostenga la lana para ovillarla. Se me enmaraña toda en los dedos. Pero s¡ nos ponéis a los dos en un barco, ella no distingue el ancla de las jarcias. -Y tú no eres psiquiatra, Sally -le recordó con calma Gunnar Thorkild-. Tú misma lo dijiste. No puedes asegurarnos contra todos los riesgos. De manera que Willy y yo subiremos con Carl y procuraremos convencer a Charlie para que regrese. S¡ no quiere hacerlo, le traeremos por la fuerza. Tenemos que empezar a trabajar esa montaña para tener madera y alimentos. Además, no podemos tener a toda la comunidad viviendo atemorizada, con Charlie en libertad y todos los demás limitados a un sector de playa como los estúpidos infantes de marina en Okinawa. -¿Por qué no ? -Sally le desafió, arrebatada y furiosa-. ¿Qué es lo que nos falta? ¿Qué necesitamos que no podamos tener? -Seguridad -precisó Thorkild-. Que la gente duerma tranquila en su cama. -¡Narices! -estalló Sally Anderton-. ¿Es que nos ha amenazado, acaso? -No, pero... -¿Pero qué? También podría arrebatamos otra ola gigantesca, o estrangulamos un pulpo enorme... cosas que no sucederán. Estáis peleando con fantasmas. ¡Ojalá no lleguéis a matar a un hombre! -Sally, por favor... -Ya está todo dicho. Ya lo he dicho todo. Ahora ya no tengo palabras. ¿Por qué no os vais a la playa y lo pensáis entre vosotros ? Yo estoy cansada, y quisiera acostarme. -Una palabra más, señora, s¡ quisiera escucharme. -¿Qué hay, Adam? -Su marido... el jefe... -¡Deja que él diga lo que tenga que decir ! -Señora, es algo que no puede hacer un hombre. ¿Qué puede decir? ¿Que él tiene razón? ¿ Que usted se equivoca? ¿O tal vez que los dos tienen razón y se equivocan al mismo tiempo? Pero ..como él es el jefe, no puede apostar todo en un solo movimiento. Tiene que estudiar las cartas y no puede pensar únicamente en Charlie o en él mismo solamente. Está usted, y Bárbara, y Jenny...¡estamos todos! Cuando a usted se le estaba muriendo un paciente, tenía que pensar en los que quedaban, no sólo en el que se iba. Aunque tal vez no lo hiciera... no sé. Pero usted sabe a qué me refiero... -No te molestes en defenderme, que todo está decidido –le interrumpió bruscamente Thorkild. -Cuando un hombre es bueno contigo -señaló hoscamente Carl Magnusson-, le das las gracias. ¡y cuando una mujer te dice palabras duras con amor, la escuchas con respeto! Ven conmigo, Briggs. ¡Vamos a ver cómo está ese mejunje tuyo !

SIETE

LA TERRAZA ESTABA LIMPIA: quemada hasta la última maleza, el terreno listo para los cultivadores, pero Charlie Kamakau había desaparecido. Su choza estaba vacía, las cenizas frías desde hacía largo tiempo, los restos de comida descompuestos. También sus herramientas habían desaparecido y, con ellas, las reliquias que Charlie había descubierto y guardado como signos de su vocación sagrada. No quedaba más que el cráneo, reducido a fragmentos desparramados sobre la piedra del sacrificio. Thorkild y Kuhio recorrieron minuciosamente la terraza y la espesura que la rodeaba, pero las malezas eran demasiado densas y exuberantes para conservar señales de su paso. Repetidas veces, ambos le llamaron a gritos, sin obtener más respuesta que aleteos y chillidos de pájaros sobresaltados. Thorkild estaba sumamente alterado. Charlie Kamakau había logrado su objetivo. La terraza despejada era un monumento a su capacidad y su esfuerzo, pero a él ya no le interesaba demostrarlo. Aunque tal vez su fuga no fuera más que un nuevo y angustiado grito de socorro: «¿ Veis que me necesitáis ? ¡Venid a buscarme! » El cráneo hecho pedazos hablaba de violencia, pero era imposible precisar s¡ era un acto simbólico o un simple estallido de cólera. ¿Dónde estaba ahora Charlie ? ¿ Se habría retirado a tierras más altas, incluso al lugar de los navegantes? ¿O andaría rondando por las pendientes inferiores, demasiado asustado o demasiado hostil para reunirse con el grupo? Carl Magnusson resumió sucintamente la situación: -De nada sirve que sigamos buscando, Thorkild. Podrías poner en su busca al campamento entero y no encontrarlo en medio de esa jungla. Regresemos. Se pueden establecer guardias nocturnas y dar instrucciones a todos para que s¡ lo encuentran le traten con suavidad. Y se pueden dar las mismas instrucciones a los grupos que vengan a trabajar aquí arriba, y en la bajada de los troncos... S¡ está definitivamente loco, no hay nada qué hacer. S¡ trata de volver con nosotros, en su momento intentará comunicarse... En una cosa, Sally tiene razón: todavía no ha cometido ningún acto hostil. En otra, tienes razón tú: no podemos seguir así inmovilizados. -¿ Por qué no le dejamos un mensaje ? -sugirió Willy Kuhio con su suavidad habitual. Thorkild sacó su cuchillo y arañó unas letras en la superficie de la piedra de los sacrificios: «¡Buen trabajo, Charlie! Ven abajo a festejarlo -Thorkild, Willy, Carl !». -¿Así está bien, Willy? -Sí, está muy bien -asintió tristemente Willy-. Pero no sabemos s¡ él lo creerá. -Pues regresemos, entonces. -Regresemos despacio, que yo ya no soy tan joven –pidió Carl Magnusson. -No tenemos prisa, Carl. Además, quiero echar un vistazo a los árboles que señalaron. Mientras descendían por la falda de la colina, se sintieron aliviados al hablar de cosas simples y concretas. Coincidieron todos en que habría que encargar el diseño del barco a Hernán Castillo, que había construido modelos de casi todas las embarcaciones del Pacífico: el pahi de la Sociedad, el ndrua de las Fidji, el waka taurua del archipiélago de Cook. Pero antes de elegir el tipo de embarcación debían decidir, en común acuerdo, la naturaleza del viaje. ¿Se arriesgaría todo el grupo en un solo intento de volver al puerto conocido más próximo? ¿O enviarían un pequeño grupo, dos o tres personas, a que hicieran el peligroso viaje en busca de un grupo de rescate? S¡ decidían partir todos juntos, necesitarían- una embarcación grande, con doble casco y cubierta, que tuviera cabida para ellos, el agua y las provisiones. Y construirla llevaría mucho tiempo, mucho más de un año, que era el tiempo que había calculado Thorkild. Si optaban por enviar una pequeña avanzada, debían avenirse a perder mano de obra especializada y valiosa, y resignarse a un largo período de incertidumbre sobre su destino. Mientras descansaban bajo uno de los árboles señalados, Carl Magnusson hizo un comentario que dio a Thorkild motivo para largas reflexiones: -Una vez que tengamos en claro la meta, y que la consideremos alcanzable, creo que lo importante es olvidarse por completo del factor tiempo. ¿Cómo puedo decirlo? El trabajo es más importante que lo que produce. El viaje es más importante que la llegada. Lo que hemos perdido en nuestra era mecanizada es el arte de vivir. Yo lo he redescubierto demasiado tarde, me temo. Hasta Peter André Lorillard... quiera Dios lavar su alma almidonada, empieza a necesitarlo... La discusión de la otra noche, sobre el exceso de reglas, es parte del mismo proceso... La gente ansía el crecimiento, no los logros. Por más vagamente que sea, empiezan a sentir que aquí en esta isla pueden sentirse felizmente plenos... ¿ Has visitado últimamente las tumbas, Thorkild? -No. ¿Por qué? -Sobre ellas hay flores frescas todos los días. -Molly Kaapu y m¡ Eva las llevan -terció Willy Kuhio-, cuando van a bañarse o a mirar las redes de pesca. A mí me parece agradable... como una especie de plegaria. -Pues a eso iba -Magnusson recogió una orquídea que pendía sobre ellos, y siguió hablando mientras sostenía en las manos la flor purpúrea-. A lo que nos está sucediendo a todos. El tiempo se detiene y la vida florece. Estamos empezando a contemplar el misterio... algunos de nosotros, por lo menos. Yo no dejo de preguntarme quién será nuestro primer profeta, y qué será lo que lo despierte y le desate la lengua. -Espero que eso no suceda demasiado pronto -deseó Thorkild, riendo-, que yo ya tengo bastantes complicaciones. -Qué cosa tan extraña... -Willy Kuhio había captado la idea-. La otra noche, m¡ Eva dijo que lo único que echa de menos es la iglesia y las oraciones colectivas de los domingos. Yo le dije que todos teníamos religiones diferentes y que algunos no tenían ninguna, de modo que lo mejor era que eso se hiciera en privado. -Yo, hace veinte años que no me acerco a una iglesia –dijo despreocupadamente Magnusson-, pero a veces me quedo pensando en lo que dijo Kalon¡ Kienga el día que nos dejó: «Cada hombre va hacia su Dios por su propio camino, pero todos los dioses son imágenes de uno solo»... ¿Qué piensas tú, Thorkild? Thorkild se encogió de hombros y consideró la idea durante un momento antes de responder .. -Yo rechacé el cristianismo cuando dejé a las hermanas...sobre todo, creo, porque no quería vivir de conformidad con él. Con m¡ abuelo, me sentí atraído por las antiguas costumbres... pero eso es una cosa emocional, poética s¡ queréis; de todas maneras, el mana es algo muy real para mí. En ese sentido, supongo que sigo siendo un hombre religioso. Tengo reverencia, tengo respeto. Pero no creo que tenga nada que enseñar a nadie. Sin embargo, s¡ Eva o algún otro quiere orar, reunirse o meditar, me sumaré gustosamente a ellos. -A mucha gente eso le ayuda -expresó con sencillez Willy Kuhio-. Un himno que levante el corazón, una plegaria contra la oscuridad. En la gente siempre hay algún miedo... y a veces, Dios es el único a quien pueden contárselo. -Ya me siento recuperado -Carl Magnusson se puso de pie- Recógeme esas orquídeas, Thorkild, así llevamos unas flores para las señoras. La noticia de la desaparición de Charlie Kamakau inquietó a todo el mundo, pero Thorkild se esforzó por atenuar los temores. En tanto que la gente no se apartara del campamento, no había peligro. Desde medianoche hasta el amanecer se establecería una guardia, que se repartiría entre dos hombres. No deberían llevar cuchillo n¡ ninguna otra arma evidente, pero podían tener a mano una estaca de bambú para defenderse en cualquier improbable emergencia. En caso de que vieran a Charlie, debían dirigirse a él con calma, invitándolo a comer y beber junto al fuego. No debían desafiarle n¡ perseguirle, sino hacer que se sintiera libre de ir y venir a voluntad. El radio de acción de Bárbara Kamakau quedaría restringidos al campamento ya la playa. S¡ después de cierto tiempo no había rastros de Charlie, entonces se podían atenuar las precauciones. La guardia de la primera noche correspondería a Lorillard y a Tioto, y Thorkild participaría en las guardias con todos los demás. Pensaron que con esas sencillas precauciones todos podrían dormir tranquilamente durante la noche. Franz Harsanyi aprovechó el buen humor de todos para insistir en que hicieran una prueba con su juego nemotécnico, de modo que Thorkild empezó con una sencilla charla sobre las estrellas del hemisferio sur, sus movimientos y las leyendas que se asociaban con ellas en el folklore de la Polinesia. Hizo que se cubrieran los ojos y dibujó las constelaciones en la arena; después les hizo levantar la cabeza e identificar las estrellas, nombrándolas por orden de magnitud. Finalmente, hasta el propio Simón Cohen se había unido al juego, cantando los hombres en una melodía que entonaron al unísono:

Aldebarán, Alnilám, Betelgueuse y Bellátrix, Pólux y Proción...

Como señaló más tarde Ellen Ching, era estrictamente un juego de niños, pero mucho más divertido que el franeleo o que cualquier fiesta de la Universidad. Yoko Nagamuna, que había estado muy brillante en el reconocimiento de estrellas, les dio una pequeña conferencia sobre la larga tradición de juegos de las geishas, y la forma en que la gente ¡y los hombres, especialmente! seguían teniendo algo de niños en el corazón. Thorkild asintió, sonriendo, y después se fue con Sally a caminar por la playa. Sacaron la canoa para remar por la laguna, lejos de la corriente que entraba por el canal, hasta llegar al agua serena donde podían tenderse boca arriba en su cáscara de madera, como en una cuna que les llevaba lentamente a la deriva, bajo las estrellas. -Anoche me sentía tan mal -evocó Sally, soñolienta-, que hubiera deseado cavar un pozo en la arena para enterrarme. Tú y yo estuvimos discutiendo por el pobre Charlie Kamakau. Yo me sentía celosa de Martha Gilman, que ya lleva en sus entrañas un hijo de Peter Lorillard, mientras yo hasta ahora no te he dado nada más que sexo y discusiones. Y estaba tan furiosa con Jenny que me daban ganas de sacudirla y decirle que hiciera el favor de acostarse con alguien y volviera sonriendo, para variar .Y para colmo, me vino la menstruación y tuve que improvisar compresas... ¡que es uno de los problemas que el gran jefe ignora en su reino primitivo! Pero hoy todo ha sido diferente. Por primera vez, me encontré cantando, hice comentarios como una verdadera ama de casa con Molly Kaapu, y estuve bromeando con Adam Briggs. Me sentía mimosa y con afanes domésticos, y no veía el momento de que tú regresaras... Qué tontería, ¿verdad? -A mí no me lo parece. Ayer, cuando yo me fu¡ a dar la vuelta a la isla, estaba desesperado, me sentía hecho pedazos. Ahora, yo también estoy mejor. -Dime una cosa, en serlo. ¿Te gustaría realmente tener un hijo? Aquí, en este lugar, quiero decir. -Sí, me gustaría. Más que en ninguna otra parte, creo. Tendría tanto amor para recibir... ¿Te he contado alguna vez cómo eran las cosas antes? -Cuéntamelo ahora. -Bueno..., pues, a pesar de toda la violencia y la crueldad y la tiranía, siempre hubo un sentimiento de la gracia, la belleza y la generosidad... Cuando llegaban extranjeros, se les invitaba a comer y a beber. Durante la comida, nadie debía hablar de cosas tristes o amargas. Los problemas, como la comida, debían ser compartidos... A eso se le llamaba «volver a reunirse». S¡ una mujer no podía tener un hijo, otra familia le daba uno... En cuanto al sexo, era la cosa más natural del mundo. Estaba en todas partes, hasta en los caracoles y en las piedras. Una mujer embarazada buscaba una piedra que fuera una deidad femenina para dar a luz sobre ella. Si nacía un varón, el piko, es decir el cordón umbilical y la placenta, se enterraban en una cueva, para que el niño quedara así ligado a la tierra ancestral. Cuando lo circuncidaban, le ataban una flor en la herida, para expresar que era hombre y que su masculinidad era hermosa... Una de las cosas que jamás he entendido es la locura que nos lleva a pedir que se mate a los que aún no han nacido. Al mismo tiempo, entiendo al anarquista que quiere volar nuestras inmundas ciudades y dejar que el césped y los árboles crezcan en las ruinas. El noble salvaje de Rousseau era algo más que una ficción romántica; pero nosotros hemos puesto hombres en la luna y hemos elevado la tortura a la categoría de una de las bellas artes...¡Sí, me gustaría que nuestro hijo naciera aquí! y me gustaría quedarme con él y su madre aquí, para siempre. -Es un hermoso sueño, amor mío, pero no pongas muchas esperanzas en él. -¿Por qué no? -Porque una vez que hayamos establecido contacto con el mundo exterior, todo cambiará... ¡tú y yo incluso! -Pero jamás volveremos a ser los mismos. -Yo seguiré siendo médico, y tú serás el gran erudito, con tu cátedra vitalicia y mundialmente reconocido. -Y m¡ corazón volará siempre hacia el Sur, como la fragata. -¡También el mío! ¿Por qué adopto una actitud defensiva frente a ti, s¡ te amo tanto ? -Un hombre te falló, y ahora quieres saber qué será capaz de hacer el nuevo. -¿ Y la respuesta? -No hay respuesta. Estoy aquí echado, mirándote, y pienso que tienes los ojos llenos de estrellas, y que tus pechos son hermosos y que es grato acostarse contigo, y que eres fácil para la risa, y un demonio cuando decides pelear... y también pienso que hemos pasado un día más, y cavilo sobre quién irá a cortar los árboles y quién a trabajar en las plantaciones de la terraza, y cómo demonios nos las vamos a arreglar con los mosquitos diurnos... ¡y en que si no empezamos a remar nos vamos contra el arrecife! -Gunnar Thorkild, ¡eres imposible! La próxima vez... -¡Cállate un momento! -¿Qué pasa? -Me ha parecido oír un grito. ¡Volvamos ! Para cuando llegaron a la playa, todo el grupo estaba esperando, alterado, siniestro, colérico. Peter Lorillard les contó lo sucedido. Acababan de irse cada uno a su cabaña, y él había ocupado su puesto junto al fuego, cuando oyeron un grito procedente del almacén. Charlie Kamakau se había metido dentro, cortando las esteras que servían de paredes, y estaba esperando, emboscado tras la pila de objetos rescatados del naufragio. Había atacado a Bárbara con un cuchillo, dejándola malherida. Tioto y Simón Cohen le habían desarmado y ellos también estaban heridos. Charlie Kamakau estaba atado, inconsciente después de la paliza. La escena en torno del fuego era sangrienta. Herida en los pechos, los brazos y el vientre, Bárbara sangraba profusamente. Tioto tenía heridas en las manos, Simón Cohen estaba herido en el cuello y en la mandíbula. Sally Anderton organizó rápidamente a las mujeres para que limpiar las heridas de los hombres y detuvieran la hemorragia, mientras ella, con ayuda de Thorkild, empezaba a atender a Bárbara Kamakau. Fue una burda operación quirúrgica de urgencia: limpiar, unir bordes y coser, para empezar en seguida con la herida siguiente. Quedarían cicatrices, ya que no se podría practicar cirugía estética para borrarlas después, pero Bárbara viviría, y los hombres se curarían rápidamente, salvo Tioto, que quedaría disminuido porque tenía cortados los tendones de la mano izquierda. Cuando Sally hubo terminado, los heridos recibieron las últimas dosis de morfina que se habían rescatado del barco y los pusieron a descansar en las cabañas; las mujeres se encargarían de atenderlos durante la noche. Después Thorkild, Sally y Peter Lorillard se dirigieron al almacén, donde Willy Kuhio vigilaba a Charlie Kamakau, quien permanecía atado como un pollo con parte del cordaje del barco. Estaba magullado y ensangrentado, pero consciente, y mostraba una calma que helaba la sangre. Sally le pasó una esponja por la cara, le dio agua y le habló con suavidad: -Charlie, ¿me reconoces? -Desde luego que la reconozco. Usted es la doctora Anderton. -¿Sabes lo que has hecho? -Sí. -¿Por qué lo hiciste? -Era necesario. Me lo ordenaron. Nada irá bien mientras ella no muera. -Ella no ha muerto, Charlie. -No podrán culparme a mí de eso. Yo lo intenté, y puedo volver a intentarlo. ¿ No pueden quitarme estas cuerdas? Estoy muy cansado y quisiera dormir. -Te daré algo para hacerte dormir, Charlie; pero no te quitaremos las cuerdas, porque puedes hacer más daño. -Yo no quise hacer daño más que a Bárbara. -Heriste a Tioto, que es tu amigo, y a Simón Cohen, que solía hacer música y cantar contigo. -Porque trataron de detenerme, nada más. ¡No tendrían que haber hecho eso! La malvada es Bárbara. -Está bien, Charlie. En seguida volveré a darte algo para dormir. Ahora quédate tranquilo, que nadie te hará daño. Al salir de la cabaña hizo un gesto para que Lorillard y Thorkild la siguieran. Antes de que ellos la formularan, respondió a su pregunta: -Está ido... completamente. Le atiborraré de barbitúricos y le dejaré que duerma. Tal vez por la mañana pueda razonar un poco más, aunque lo dudo. -Tú hazle dormir -dijo tranquilamente Lorillard-, y deja que Thorkild y yo lo llevemos hasta aguas profundas y lo arrojemos allí. Será un acto de misericordia, para él y para todos. -También será un asesinato -objetó Thorkild-. S¡ por la mañana está lúcido, debe responder de sus actos. S¡ no, nos reuniremos en asamblea para discutir lo que se hace con él. -Voy a buscar las tabletas -dijo Sally. Cuando ella desapareció, Lorillard se volvió hacia Thorkild, amargamente. -¡Escucha, hombre! Tú eres el jefe, yo soy uno de tus consejeros y te garantizo los votos de los demás. ¿Por qué no arreglamos esto ahora mismo, limpia y misericordiosamente? ¿Por qué tenemos que hacer pasar a los otros semejante prueba? ¿Nunca has oído hablar del tamiz ? Tienes un montón de heridos, y los repartes en tres grupos: los que se pueden salvar, los que se podrían salvar y los que llevan ya el sello de la muerte. y los dejas ir, con el mínimo dolor posible... yo he pasado por eso, y s¡ tú no tienes estómago para hacerlo, lo haré yo mismo. -No, no lo harás, y te diré por qué. Somos una tribu con un miembro enfermo. Nuestra responsabilidad es tanto personal como colectiva, y la afrontaremos juntos, porque, no importa lo que pueda hacerse, en lo sucesivo todos tendremos que vivir con lo que hicimos. Nada de héroes n¡ de chivos emisarios. ¿Está claro? -¡Tonterías ! -A t¡ puede parecértelo -Thorkild habló con aspereza-. Pero tú dispones con demasiada facilidad de las vidas ajenas, Lorillard: de la de tu mujer, de las de tus hijos... ¡de las nuestras también! Esas boyas de señales no estaban todas en la bodega. ¡Dos, por lo menos, estaban en tu camarote! Tú estabas probándolas el día que yo asumí el mando. -¡Eso no puedes demostrarlo! Después las volví a llevar a la bodega. -No necesito demostrarlo. Dejé que tú tomaras la decisión, y no me quejo. Pero no tengo en t¡ la confianza suficiente como para dejarte ser juez, jurado y verdugo... Ha terminado tu guardia. Vete a dormir ahora, por Dios. El pronóstico de Sally Anderton resultó erróneo. Cuando le vieron, a primera hora de la mañana, Charlie Kamakau estaba lúcido, aunque muy lejos de la normalidad. Recordaba lo que había hecho, pero hablaba de la existencia de los hombres, uno de ellos poseído e impulsado por el otro. A sí mismo se denominaba Charlie, y al otro, el hombre kapu. Cuando el hombre kapu tenía en sus manos el mortero mágico, oía voces que le hablaban en la antigua lengua: solemnes voces autoritarias que le decían que los frutos se marchitarían y la tierra seguiría estéril a menos que se derramara sangre para fertilizarla. Y él daba crédito a las voces, porque sabía cómo era todo en los días de antaño... Charlie seguía odiando a Bárbara, pero no tanto como para matarla. y quería que Thorkild les dijera a todos que él lamentaba el problema que había causado... a Bárbara también, ahora que estaba castigada y ya no podría hacer ostentación de sí misma y destruir a otros hombres. Charlie entendía que debían juzgarlo, pero no quería estar presente ni hablar, por temor a ser humillado de nuevo. S¡ Carl Magnusson y el jefe querían explicar las cosas, para él era suficiente. En realidad, la vida o la muerte no le importaban. Algún día, todos comerían los frutos de la tierra que él había preparado. Con eso, ¿ no había demostrado, acaso, que era un hombre? Y no podía entender por qué le tenían atado. Charlie no tenía malas intenciones hacia nadie, pero el hombre kapu exigía obediencia. Afuera, mientras los demás seguían ocupados con desgana en los menesteres de la mañana, Gunnar Thorkild explicó a Sally Anderton cuál sería su papel en la asamblea. El propio Gunnar le haría algunas preguntas que Sally debía responder tan bien como se lo permitiera su capacidad. En cuanto a lo demás, era libre de participar en la discusión o de abstenerse de hacerlo. ¿Cuáles eran las preguntas? Por lealtad hacia el grupo, no podía adelantárselas. Sally accedió, sintiéndose agotada. Cuanto más pronto se terminara con todo el asunto, mejor. Bárbara no estaba en condiciones como para estar presente. Todavía no había salido del shock, y presentaba inquietantes signos de infección. Sally advirtió a Thorkild que se enfrentaría con una asamblea hostil y desmoralizada. Para completar el panorama, Carl Magnusson no se encontraba bien. La larga caminata para subir a la montaña, unida a la conmoción provocada por los últimos acontecimientos, le habían provocado un gran aumento de la tensión, pero así y todo, insistía en participar de la reunión. En cuanto a la propia Sally, iba aguantando, pero sentía grandes deseos de ir un rato a nadar con Thorkild antes de la asamblea. Mientras iban caminando hacia la playa, se les unió Martha Gilman, que estaba preocupada por Mark. Ella le había pedido que cuidara de Bárbara mientras se llevaba a cabo la discusión, el chico se había negado, hoscamente, y Lorillard le había abofeteado. Después, ellos dos habían discutido y Lorillard le había acusado de destruir la autoridad que él debía tener sobre el muchacho. Thorkild hizo una mueca de amargura al enterarse de la nueva complicación, tan innecesaria. -Yo pienso -le dijo a Martha- que tu hijo debe estar en la reunión. Será para él una buena lección de moralidad tribal, y quién sabe s¡ no puede incluso aportar algo a la discusión. No es necesario que tú des marcha atrás; yo le diré que he desaprobado tu decisión, porque creo que es el momento de que aprenda a conducirse como un hombre. Media hora más tarde, algunos de pie, otros sentados, otros tendidos en la arena, estaban todos reunidos, Thorkild sentado sobre una lata puesta boca abajo, frente a todos los demás, como si fuera a él y no a Charlie Kamakau a quien juzgaban. Esperó a que todos se hubieran acomodado y estuvieran en silencio y después se levantó para hablar, no ya como un hombre superior sino como un igual, confundido y desconcertado: -Estamos aquí para decidir el destino de uno de nuestros semejantes, de un camarada de nuestro viaje y de nuestros infortunios. Debemos decidirlo juntos, con toda la sabiduría y la compasión de que seamos capaces. E insisto en lo de «juntos», porque no podemos hacer que sea uno sólo quien tome la decisión. Algunos de vosotros conocéis, otros no, la historia de los amotinados del Bounty en Pitcairn. Hoy todavía, esa pequeña comunidad vive acosada por el recuerdo de los crímenes y la violencia perpetrados por sus fundadores. Debemos evitar, tanto para nosotros como para nuestros hijos, una carga tan espantosa. Debemos tomar la decisión en común y asumir solidariamente la responsabilidad. Todos deben hablar, y todos deben votar, incluso Mark Gilman, aunque no sea más que un niño, porque él sufrirá en el futuro las consecuencias de lo que decidamos ahora. Como soy vuestro jefe, yo empezaré; después, a medida que cada uno de vosotros hable, debéis sentiros en libertad de desafiar y de interrogar. ¿He sido claro...? Doctora Sally Anderton, ¿quiere hacer el favor de levantarse ? Sally se levantó, con rostro inexpresivo pero erguida y tranquila. -¿Le he informado a usted de mis preguntas o sugerido las respuestas? -No. -¿ Entiende usted que puede contestar libremente ? -Sí. -Primera pregunta. En su opinión, ¿Charlie Kamakau es un hombre cuerdo? -No. -¿Es responsable, en sentido moral o legal, de lo que ha hecho? -No. -Siempre en su opinión. ¿está en situación de responder por lo que ha hecho ante esta asamblea? -No. -¿Puede usted especificar cuál es su estado? -No creo tener competencia para hacerlo. Aunque soy médico, tengo una experiencia muy limitada en enfermedades mentales. -¿Podría usted decirnos, o conjeturar al menos, s¡ su estado es curable ? -No lo sé, simplemente. -¿Sigue él siendo un riesgo para esta comunidad, o no? -En m¡ opinión, sigue siendo un riesgo, para sí mismo y para los demás. -¿Deberíamos pedirle que se defienda ante esta asamblea? -Decididamente, no. -Gracias. doctora. Ahora... -Thorkild se mostraba muy sereno, muy decidido-. la cuestión es clara: ¿ qué hacemos con un hombre enfermo y que no es dueño de sus actos, que ya ha cometido violencias, que puede repetirlas, para quien la opinión más autorizada con que contamos no ofrece garantía de curación? Podéis hacer declaraciones específicas o ampliar el tema haciendo preguntas. ¿Carl Magnusson? -Le haré una pregunta a usted, jefe, ¿No podemos separarlo en forma permanente y segura del resto de la comunidad? -Por lo que sé de la geografía de la isla, eso es imposible. -A t¡ entonces, Sally: ¿qué sucedería s¡ lo confináramos permanentemente en el campamento o en sus inmediaciones ? -A él lo reduciría a la insanía permanente, y a los demás nos desmoralizaría. -Gracias. Me reservo m¡ conclusión. Usted tiene la palabra, jefe. -¿Molly Kaapu? -Yo digo que Charlie tuvo momento de locura. Cierto que hizo cosas terribles; pero creo que se pondría bien, s¡ pudiéramos mantenerle tranquilo durante un tiempo. -¿Se te ocurre alguna manera de hacerlo? -Bueno... no, no se me ocurre. Me gustaría pensarlo mientras los demás habláis. -Señor Lorillard. -Yo ya he expresado m¡ opinión. Lamentablemente, a este hombre nadie puede ayudarle. Creo que deberíamos deshacernos misericordiosamente de él. -En concreto, ¿matarlo? -Sí. -¿Yoko Nagamuna? -Yo estoy de acuerdo con Peter Lorillard. Se podría hacer rápidamente y sin dolor. -¿Quién lo haría? -En eso no había pensado. -¿Quieres hacer el favor de considerarlo, mientras seguimos? ¿Simón Cohen? -Yo no hablaré. Soy una de las víctimas, y no podría ser objetivo. -¿Tioto? -Charlie es m¡ amigo, y eso todo el mundo lo sabe, ¿no? Pero s¡ no podemos curarlo n¡ mantenerle apartado, yo diría que acabemos con él sin dolor. -¿Martha Gilman? -Yo no sé... Realmente, no sé. -¿Willy Kuhio? -¿Puedo hablar en nombre de Eva también? -Seguro. -Estuvimos toda la noche hablando de esto. Y pensamos...claro que no podemos prometerlo, que s¡ nos llevamos a Charlie, no de vuelta a la terraza, sino un poco más arriba o más abajo, y nosotros trabajamos con él y le cuidamos, tal vez pueda llegar a recuperarse. El problema es que no podemos encerrarlo, n¡ quisiéramos hacerlo. Pero nosotros estaríamos dispuestos a intentarlo... si los demás estuvieran dispuestos a correr el riesgo. -Gracias, Willy. Y a t¡ también, Eva... Ahora, creo que tendríamos que oír la opinión de Mark Gilman. -Yo no sé qué decir, lo mismo que m¡ madre. Lo único que digo es que no tenemos derecho a matar a alguien de esa manera, porque ahí se acaba todo. Quiero decir que ya no hay después. Se termina y nada más. Además, ¿quiénes lo van a hacer ? ¿y qué les decimos después? -Eso es importante, Mark. Es algo que hay que pensar. ¿Ellen Ching? -Yo no hablaré. Esperaré a la votación... que en m¡ opinión, debe ser secreta. -Veremos. ¿Franz Harsanyi? -S¡ se acepta la sugerencia de Willy y de Eva, yo les ayudaré. Es una probabilidad remota, pero estoy dispuesto a afrontarla. -¿ Hernán Castillo? -Yo lo plantearía de esta manera: s¡ una piedra no es buena para trabajarla, se la desecha. S¡ un árbol no sirve, se derriba. Yo me siento inclinado a adoptar una solución rápida y definitiva, y creo que en última instancia, Charlie Kamakau estaría agradecido. -¿Jenny? -Yo opino del mismo modo que Eva y Franz. S¡ se permite que lo cuiden, yo colaboraré. -¿Adam Briggs? -Lo mismo que Jenny. -Sally, tú respondiste a las preguntas iniciales. ¿Quieres dar tu opinión personal? -Sí -aunque estaba evidentemente tensa, la voz de Sally era firme, y eligió con especial cuidado sus palabras-. Los que se abstienen no hacen más que eludir el problema y ocultarse tras el secreto del voto. Eso no nos ayuda en absoluto. Se lavan las manos como Pilatos y se conceden una opción fácil para después. No se han ofrecido más que dos soluciones: la muerte, o una especie de terapia abierta en una comunidad de voluntarios. Por más profundamente que lo lamente, debo decir que no creo que la última solución sea viable. Nuestro grupo se dividirá y eso hará que sea más vulnerable. Los que tengan a su cargo la custodia de Charlie tendrán una responsabilidad que ninguno de nosotros se atreve a cargar sobre ellos. Yo pienso que puede curarse, pero no puedo, en conciencia, prometer que vaya a ser así, de modo que llegamos a la segunda solución: la muerte. Puede ser rápida, puede ser indolora, es muy posible que sea la solución más misericordiosa. Os lo mostraré -sacó del botiquín de la nave una jeringa hipodérmica-. Lo único que hay que hacer es inyectar una burbuja de aire en una vena. El paciente morirá, en un breve espasmo, tan pronto como la burbuja llegue al corazón. No hay más que una pregunta: ¿Quién la hará? Yo no, porque yo juré curar y no hacer daño. ¿Lo harás tú, Peter? ¿Tú, Yoko? ¿O Hernán? ¿O alguno de los que se abstienen? S¡ el resultado de la votación es ése, alguien tiene que hacerlo. Nadie habló. N¡ una mano se levantó. Sally entregó la jeringa a Thorkild y se sentó. -Hemos hablado todos, salvo uno -dijo un momento después Tioto-. ¿ Qué dice usted, jefe ? Gunnar Thorkild se levantó, alto y grotesco contra el resplandor de las lámparas, y habló en voz monocorde e inexpresiva: -Yo estoy de acuerdo con todos los que han hablado esta noche: con los que están en favor de una eliminación misericordiosa, con los que se ofrecen para llevar a cabo una labor de custodia voluntaria, con los que, por la razón que fuere, se abstienen de dar su opinión. Ninguno de nosotros debe culpar a otro por la que haya expresado aquí esta noche. El destierro es imposible, y aun si fuera posible, sería una tortura inhumana. La muerte, administrada en la forma que ha descrito Sally Anderton, sería una prudente misericordia. Una libertad bajo custodia sería una carga intolerable y corrupta para los guardianes, y más tarde podría exponernos a disidencias y recriminaciones. Entonces, ¿qué hacemos? ¿Matar a un hombre al que no podemos curar ? ¿ Intentar el riesgo de una curación que excede nuestros escasos recursos? Todas estas soluciones son de consecuencias peligrosas. Por eso me decido a valerme de la autoridad que me habéis conferido, y del mana que me legaron mis antepasados. He aquí lo que haremos. Adam Briggs, tú prepararás la canoa, con mástil y vela, remos, equipo de pesca y un cuchillo. Molly Kaapu, tú la aprovisionarás de agua, frutas y todo lo que tengamos. Le daremos el bote a Charlie, para que en él navegue hacia donde pueda. Es buen navegante, y puede sobrevivir s¡ lo desea. De nada de lo que ha hecho aquí tendría que responder en ningún otro lugar del mundo, porque aquí estamos al margen de la jurisdicción de ningún Estado o ley. El mar ha dado nueva vida y nuevas esperanzas a otros hombres; tal vez haga lo mismo por Charlie Kamakau. ¿ Estáis de acuerdo con m¡ voto ? -Sí -asintió rápidamente Tioto-. Y s¡ Charlie quiere, iré con él. -Irá solo -declaró secamente Thorkild. -¿Y qué hacemos sin bote? -preguntó Yoko Nagamuna. -Construimos otro... y entretanto, podemos vivir de las redes. -¿Y por qué...? -Peter Lorillard habló con una gran amargura-. ¿Por qué no propusiste esta solución desde el primer momento? -No se enoje usted, Lorillard -Eva Kuhio tendió una mano hacia él-. Ninguno de nosotros sabe cuánto cuesta el pan hasta que no sale a comprarlo. -¡Eso no lo acepto! -Lorillard temblaba de furia-. Lo que digo es que el hombre que elegimos como jefe nos ha inducido deliberadamente a caer en una serie de admisiones u opiniones que lesionan nuestra estimación recíproca. Y que lo ha hecho con el único propósito de cimentar su propia autoridad, ofreciendo una solución simple que él tenía ya pensada. Esta ha sido una artimaña política, cruel y burda, y un hombre capaz de perpetrarla no es adecuado para ser nuestro líder. -Esas palabras son muy duras, señor Lorillard -Adam Briggs se puso instantáneamente de pie-. No le niego a usted su derecho para expresar su posición ante todos, pero ahora que la ha manifestado, voy a criticarla. Usted dice que el jefe nos ha hecho caer deliberadamente en una trampa. ¿De qué manera? -Valiéndose de la treta más vieja del mundo: ¡el procedimiento! Sabía que adoptando una actitud formal podía obligarnos a revelar nuestras opiniones mientras él se reservaba la suya. -Y al revelar nuestras opiniones, ¿disminuye nuestra estimación recíproca ? -Sí. -Yo no lo veo así. Personalmente, tengo gran respeto por cualquiera que sea capaz de tomar con valentía una decisión difícil. Yo he vivido más situaciones de peligro físico que usted, y he tenido que poner en los dos platillos de la balanza la muerte de un hombre y la seguridad de otros... y además, decidir s¡ lo mataba o lo dejaba morir... Incluso los que se abstuvieron fueron una ayuda, y en eso estoy en desacuerdo Con Sally Anderton, porque mantuvieron una actitud de cautela que es necesaria... Lo mismo que era vital para todos nosotros, como lo expresó el jefe, someternos a este enfrentamiento abierto ya que lo que se planteaba era una cuestión de vida o muerte. -Sigo creyendo que ha sido nocivo y no puede tener otro efecto que producir divisiones. -Puedo señalar dos puntos más, entonces. Usted ha dicho que esta era una solución simple. Yo no la veo simple, n¡ para el hombre que la ha propuesto n¡ para Charlie Kamakau. Implica que nos privemos de uno de nuestroS elementos más valiosos, una embarcación marinera. E impone un riesgo enorme a un enfermo, por más que parezca que le ofrece una esperanza de salvación. Nos quita un peso de encima, pero en cambio nos deja con otro, que es el de saber que por el momento, no podemos resolver el problema que nos plantea la existencia entre nosotros de un ser aberrante e inadaptado, algo en que podemos llegar a convertirnos todos. -¡Pues con eso me da la razón, Briggs! -Lorillard se apoderó instantáneamente de la idea-. La solución se nos presentó como simple, aunque no lo fuera. Su única cualidad es hacer que el jefe parezca humanitario y compasivo, y todos los demás quedemos como cobardes o como verdugos a sangre fría. ¿ Qué otro punto tenía que señalar? -De nuevo, una cuestión de procedimiento -señaló con calma Adam Briggs-. La solución no nos ha sido impuesta, sino sugerida para que se someta a votación. -¿Seguimos con el procedimiento, entonces? Nos vemos enfrentados con tres propuestas diferentes: la muerte, una terapia comunitaria, y ésta... ¡este gesto de bucanero, de echar al mar a Jonás en una canoa abierta! Insisto en que las tres sean sometidas a votación. -Antes de votar -señaló Carl Magnusson-, es posible que haya otros que quieran hablar. Yo, por ejemplo, que antes me reservé m¡ posición. Ahora me gustaría expresarla. Hay un punto en el que todos estamos de acuerdo: confesamos que no podemos garantizar una custodia segura n¡ una terapia adecuada para Charlie Kamakau. Hay quien está dispuesto a intentarlo, sin garantías. Los demás quieren que Charlie sea eliminado de la comunidad... Yo opino que es hora de que dejemos de hablar de él como s¡ no existiera. Me gustaría que, enfermo o no, se presentara ante la asamblea. -Eso le produciría terror -opinó Tioto. -Creo que todos estamos asustados -interpuso rápidamente Martha Gilman-. En realidad, jamás nos habíamos parado a mirarnos a nosotros mismos. Impulsivamente, Thorkild se puso de pie y se enfrentó a todos. -Yo voy a poner término a la discusión. M¡ integridad ha sido puesta en tela de juicio y no puedo ya serviros con plena confianza, de modo que, aquí y en este mismo momento, renuncio. Ya no soy vuestro jefe, soy únicamente Gunnar Thorkild. Voy a aparejar la canoa que, permitidme que os lo recuerde, perteneció a mi abuelo. Voy a cargarla, a hacer subir a Charlie y dejarlo que se vaya. Y s¡ alguno de vosotros quiere detenerme, espero que lo intente... Se apartó de ellos para dirigirse hacia el almacén. Momentos después volvió a salir con Charlie Kamakau, que agobiado y vacilante marchaba junto a él. Sin mirar n¡ a derecha n¡ a izquierda, se encaminaron directamente hacia la playa, donde empezaron a colocar el mástil en la canoa. Después Molly Kaapu se levantó y, seguida por Jenny que le pisaba los talones, recogieron una media docena de calabazas para el agua y se dirigieron a la cascada. Un momento más tarde, Adam Briggs y Tioto se adentraron en los matorrales armados de hachas y cuchillos. -¡Vaya! -apuntó con helada malignidad Peter André Lorillard-. Perfecta demostración de razón y democracia. -Yo voy a ver a m¡ paciente -anunció Sally Anderton-. Ayúdame, por favor, Ellen. -Creo que lo mejor es que empecemos a pensar en nuevas elecciones -señaló afablemente Yoko Nagamuna. -¡Pues piénsalo tú, tesoro! -Carl Magnusson se puso trabajosamente de pie-. Yo tengo que despedirme de un amigo. Charlie Kamakau no había dicho palabra desde el momento en que Thorkild había entrado en la cabaña para explicarle la situación. Tampoco Thorkild hizo esfuerzo alguno por inducirle a hablar, pero mientras trabajaban no dejó de dirigirse a él en un monólogo simple y sin modulación: -Desde aquí, Charlie, navegarás hacia el Norte, desviándote todo lo que puedas hacia el Este. Irás a dar a las Cook meridionales, o a las islas del Mar del Sur... Tienes equipo de pesca y, aunque tendrás que racionar el agua, no te será difícil s¡ tienes cuidado. Ahora, ten en cuenta que nadie, nadie en el mundo, puede hacerte nada por lo que ha sucedido aquí. Pero tú no tienes que mencionarlo siquiera... Cuando llegues a tierra, explica que eres uno de los náufragos del Frigate Bird y que te ofreciste a hacer el viaje como navegante solitario, en busca de ayuda... Yo lo confirmaré, lo mismo que todos tus amigos... Pero eso sí, nunca, nunca debes regresar aquí... Sigue con rumbo al Noreste, y por la noche oriéntate por Sirio, desde que sale hasta que llega al cenit... Olvídate de todo, salvo de que vas de regreso a casa. No hay voces, n¡ kapu... nada, sólo un puerto que te espera... Charlie no dio signos de haber oído n¡ entendido nada; Únicamente, sus movimientos eran los de un marino, coordinados y decididos. Observado por los pocos que le ayudaban, probó la resistencia de los aparejos; izó la vela y la volvió a bajar; dispuso pulcramente y al alcance de la mano las provisiones, las calabazas de agua y el aparejo de pesca. Cuando Tioto se acercó a abrazarlo, Charlie se quedó rígido como un árbol, sin experimentar ninguna reacción. Carl Magnusson le tendió la mano. -Adiós, viejo compañero. Charlie Kamakau le ignoró por completo. Se puso en cuclillas en los bajíos para vaciar el intestino y la vejiga, empujó la canoa hacia el agua, se introdujo en ella y, sin mirar n¡ una sola vez hacia atrás, se alejó remando por el canal. -¿Por qué? -preguntó Tioto, dolorido, sin dirigirse a nadie en particular-. ¿Por qué tenía que irse de esa manera? S¡ éramos sus amigos, y él lo sabía. -Es que le hemos fallado -expresó Gunnar Thorkild-. Lorillard y los demás tenían razón. Él quería que le matáramos.

Ahora que todo había terminado, se sentía vacío y sin meta, ávido de soledad y de alguna bebida fuerte, como s¡ fuera un alcohólico. Los otros percibieron su estado de ánimo y se apartaron de él, conversando en voz baja entre ellos. A falta de cosa mejor que hacer, Thorkild entró a ver a Bárbara Kamakau. Sally acababa de cambiarle los vendajes y le estaba lavando la cara con agua fresca. La enferma tenía fiebre y fuertes dolores, pero al verlo le tendió flojamente la mano. -¿Se ha ido Charlie? -Se ha ido. -¿Y no volverá nunca? -Nunca. -¡Oh, Dios, ojalá ellos no me odien por esto ! -Nadie te odia, muchacha. Queremos verte bien y sonriente. ¡Ya encargamos flores y bombones que llegarán en el próximo vuelo ! -Está usted loco, jefe. -Loco totalmente -Sally habló con ácida seriedad-. Ahora salgamos de aquí para que ella pueda descansar. Thorkild se fue al almacén, recogió un hacha, un cuchillo marinero, un taladro y un manojo de cuerdas y salió del campamento para dirigirse a las tierras altas. A menos de un kilómetro del campamento encontró lo que buscaba: un bosquecillo de bambúes jóvenes que crecían cerca de una roca grande y chata. Con un sentimiento de sencilla satisfacción que hacía mucho tiempo que no sentía, puso manos a la obra, eligiendo las cañas, probando s¡ eran lo bastante fuertes y flexibles, cortándolas y ordenándolas. Caía ya la noche cuando terminó con su proyecto: un sencillo armazón para una canoa, de tamaño suficiente para que en ella cupieran dos hombres. Cuando el armazón estuviera forrado de esteras de palma y recubierto con lona para velas, tendrían una embarcación adecuada para pescar en la laguna y en el arrecife. Recogió las herramientas, se cargó el armazón a la espalda y regresó al campamento. Dejó el armazón cerca del fuego, fue a buscar un trozo de lona y algunas esteras y, a la luz del fuego y de las antorchas, enseñó a los demás la forma de revestirlo. No llevaría más de un día de trabajo, cuando mucho; la privación no sería demasiado larga. Mientras se dirigía de vuelta a su cabaña, Sally se puso junto a él y le habló ásperamente: -Antes de que empieces a jugar al llanero solitario, amor mío, piensa un poco en la mujer que te espera en la casa. Thorkild se mostró contrito. -No lo pensé. Disculpa. Quería que tuvieran hoy mismo el maldito bote... Quedará bastante bien, ¿no te parece? -Perfecto. Pero no te recibirán con música a pesar de eso. -¿Acaso lo he pedido? -No, pero ahí está el problema. Nadie sabe lo que quieres. -Nada. -Entonces, ¿por qué renunciaste? S¡ todo iba bien en esa reunión. ¡Se dijeron cosas duras, ciertamente! Y es indudable que Lorillard estuvo insultante... pero fue el único. Y tuviste defensores fieles y elocuentes. Tengo que decírtelo, cariño, me decepcionaste. Te pusiste tú y pusiste a todo el mundo en una posición falsa... -Lo lamento, pero yo no lo veo así. Soy un hombre a la antigua. A mí me enseñaron a respetar a los demás, y espero también que me respeten a mí. -Pues hoy no lo has hecho así. Defraudaste en lo que habías ofrecido desde el comienzo: conversación abierta, decisiones en común. ¿ Y sabes por qué? Porque no estabas dispuesto a confiar en que tomáramos una decisión decente y humana. Nos privaste a todos, a mí incluso, de un derecho fundamental. Es terrible tener que decir algo así al hombre al que amo, pero lo digo en serlo, Gunnar. En serlo, de la primera a la última palabra. -¿Qué quieres que haga, que llame a m¡ abogado? -No te pongas impertinente, que no te va en absoluto... Te veré luego. Voy a ayudar a preparar la cena. Sally tenía razón y Gunnar lo sabía. Había roto un contrato. Había violado los derechos de quienes le habían aprobado sin más garantía que la fe en Gunnar Thorkild, erudito, caballero, respetado heredero de una tradición más antigua que la de ellos. ¿ Por qué lo había hecho? Su orgullo herido no era la respuesta; había exagerado el insulto de Peter Lorillard. ¿Miedo a la votación? Un pretexto demasiado débil, con tantas voces, y tan elocuentes, partidarias de la compasión. La verdadera razón era mucho más profunda, y mucho más vergonzosa. La historia de los alii, de los hombres superiores, era una leyenda seductora. El mana que ellos le habían transmitido era un don tan peligroso como el toque de Midas o la condición divina de los Césares. Era algo que tentaba, s¡ no a la tiranía, al menos a saborear el homenaje y a inhalar el incienso. Había repetido el mismo error que cometiera en su carrera académica: exigir demasiado crédito con muy pocas pruebas; esperar demasiada tolerancia para una presunción demasiado arrogante. Casi inmediatamente se inició la reacción y Thorkild pasó sin transición de la culpa al resentimiento. ¿ Por qué demonios tenía él que humillar la frente ante un grupito de discrepantes profesionales como Simón Cohen, Yoko y Peter Lorillard? ¿Por qué habían de tener ellos el derecho, que a él se le negaba, del vituperio y la negación perpetuos? Que pusiera Lorillard, o Castillo, o Cohen el trasero en la silla del jefe. En cuanto a Thorkild. ¡se alegraba de haberlo quitado de ella! Los primeros aromas de la comida empezaron a llegar desde el fuego, pero esa noche no tenía apetito, n¡ de comida n¡ de compañía. Se fue caminando lentamente hacia la playa, se hizo un respaldo de arena y se sentó a mirar la extensión del mar, intentando volver a entretejerse, como le había enseñado su abuelo. Esa vez no le resultó tan fácil. A sus espaldas, amortiguadas por la distancia, se oían las risas y las charlas alrededor del fuego. Ante él se extendía la inmensidad del océano, sacudido por la turbulencia de una tormenta lejana que haría de la primera noche de Charlie en el mar una pesadilla. S¡ al propio Thorkild le hubieran pedido que calculara sus probabilidades de supervivencia en esa circunstancias, habría calculado tres a uno en favor de él. Y él era un hombre experimentado, cuerdo, que no se mareaba y para quien la simple distancia no albergaba terrores. Charlie Kamakau también era buen navegante, pero su experiencia se limitaba a barcos grandes, no a pequeñas embarcaciones isleñas; e incluso para un hombre sano y cuerdo, la soledad en alta mar era una amenaza constante. Eso le llevó a pensar en el barco que tendrían ahora que construir para todos. Construir una embarcación grande como el ndrua de las islas Fidji o la vieja Wa'a kaulua hawaiana podía llevar años. Eran barcos capaces de hacer viajes muy largos, pero que exigían una habilidad marinera y un aguante que su gente no tenía. Los viejos emigrantes pasaban largos períodos en esas embarcaciones, pero mojados, incómodos y, cuando había mar gruesa, sacudiéndose como en una montaña rusa. Además, Charlie Kamakau ya no estaba y Tioto tenía una mano inútil, lo cual suponía una grave reducción de la mano de obra. Carl Magnusson tenía cada vez menos fuerzas, y las bajas entre las mujeres -Jenny, Bárbara y ahora Martha embarazada- eran un inconveniente más. Con un pequeño sobresalto, se dio cuenta de que seguía pensando como si fuera el jefe y árbitro de todos los destinos... En la arena, a sus espaldas, se oyó un rumor de pasos. Cuando se dio vuelta se encontró con Yoko Nagamuna, que le preguntó con voz infantil : -¿No le molesta que le haga compañía? -De ninguna manera. Ella se sentó junto a Thorkild en la arena. -Están todos hablando hasta por los codos junto al fuego. Y todos tan serlos... ¡bla, bla, bla! Me aburría. -Hoy no ha sido un día muy alegre. -¿Qué ha pasado con su sentido del humor, profe? Usted solía estar siempre dispuesto a reírse. -No estoy entrenado. ¿ Por qué no dices algo gracioso? -¿Sabe el cuento de la mujer a quien arrebató un gorila mientras visitaba el 200? Se la llevó dentro de la jaula, cerró de un golpe la puerta y empezó a desvestirla. «¿Qué hago, Harry?» le gritó ella al marido. «¿Qué hago?» El marido se encogió de hombros y le sugirió: «Dile que te duele la cabeza». A pesar suyo, Thorkild se rió. -Hay otra versión -continuó Yoko, con rostro impasible-, en que la mujer entra en la jaula y pocos minutos después sale, sacudiendo la cabeza. «Es inútil», dice. «¡Impotencia psíquica, lo mismo que m¡ marido!» -Qué triste -comentó Thorkild-. Me dan ganas de llorar. -Pues ahórrese las lágrimas -le aconsejó Yoko-, porque a la semana siguiente ella se volvió lesbiana, conoció a la encargada de un instituto de belleza y vivieron felices y comieron perdices. -¿Y la moraleja es... ? -Yo estoy enamorada de Hernán Castillo, a quien le importa un bledo porque a él le gusta Ellen Ching, pero a ella tampoco le importa un rábano porque está con Franz Harsanyi, aunque preferiría estar conmigo, y a mí no me interesa. -Una buena mezcolanza. -¡Un lío de órdago, profesor! Lo cual explica por qué yo soy tan desgraciada. -Es triste, Yoko, pero me temo que no hay nada que yo pueda hacer al respecto. -Ya tiene las manos bastante ocupadas, ¿ no ? Vaya, s¡ con Sally y Jenny y Martha Gilman... ¿No siente nostalgia de su precioso apartamentito de soltero de Honolulú? -No he tenido mucho tiempo para pensar en eso. -Ahora lo tendrá. ¿Cómo se siente ahora que es otra vez en simple ciudadano? -¡Pues sí que eres una desgraciada! -¿Y me lo reprocha usted? -Claro que sí. Haces maldades, y cuando las cosas van mal y tú resultas afectada, haces aún más maldades. De ese modo cualquiera se espanta, sea hombre o gorila. -¡Muchas gracias, profesor ! -¡Escucha, mujer! Todos nos sentimos solos, y todos tenemos miedo... Hasta cuando estás enamorado, te despiertas por las noches y ves sombras en el techo. ¡Mira ese mar, qué torbellino! Y Charlie Kamakau está por allí, solo, y yo fu¡ quien le mandó. -Y su Sally está allá junto al fuego diciendo no sé qué de «volver a arreglar las cosas». ¿ Por qué no está ella aquí con usted? -¡Ya está bien, Yoko ! -Thorkild se puso de pie-. Sally lo ha pasado peor que cualquiera de nosotros, y está muy preocupada porque ya se está quedando sin medicamentos. -Yo también estoy preocupada por eso -declaró Yoko Nagamuna-. Y tengo otra novedad para su cuaderno de bitácora. Yo también estoy embarazada. Fue con Simón Cohen en la playa, una noche... ¡que n¡ siquiera resultó muy divertida! De manera que ¿qué le parece, gran jefe? -Oh, Dios... lo lamento. -No lo lamente, que yo me lo busqué; me conformo con que no me lo eche en cara. Jamás tuve la intención de decírselo, pero no me vendría mal una palabra bondadosa... ¿Quiere acompañarme a caminar hasta el final de la playa? -Vamos. -No le retendré demasiado. -No importa. No tengo otra cosa que hacer. -Vaya s¡ lo tiene. Traigo un mensaje para usted. Como yo era de la oposición, me eligieron a mí como embajadora. Quieren que usted vuelva a ser el jefe.

Le habían guardado un lugar junto al fuego, y le esperaban con un poco de pescado asado, confitura de fe¡ y pulpa de coco, ya que había estado ausente durante la comida. El designado para hablar en nombre de todos era Lorillard, pero antes de que empezara, Thorkild hizo su gesto de paz: -Tengo que disculparme ante vosotros. Me comporté mal, y rompí el contrato que habíamos convenido. Espero que me perdonéis todos. Fue como s¡ no hubiera hablado. -Está claro -empezó formalmente Peter Lorillard- que la mayoría de nuestros problemas se originan en conflictos de personalidades. Estamos todos de acuerdo en que hay que intentar aislar los elementos conflictivos. También coincidimos en que seguimos necesitando un jefe que coordine nuestras acciones, de manera que esperamos que accedas a reasumir el cargo, Thorkild. -Me gustaría oír primero la otra propuesta que tenéis que hacerme. -Martha y yo, Willy Kuhio y Eva colonizaremos y cultivaremos las terrazas. S¡ seguimos gozando de buena salud, para asegurarnos de lo cual Sally nos hará regularmente un chequeo, nos quedaremos allí. De ese modo, quedáis abajo tú, Franz, Hernán Castillo, Briggs y Simón Cohen: cinco hombres dedicados de lleno a la construcción del barco, en tanto que Carl, Tioto y las mujeres pueden hacerse cargo de los demás trabajos. Mark dice que le gustaría quedarse aquí. S¡ necesitamos cambiar de paisaje o descansar, podemos cambiar nuestras ocupaciones... ¿Te parece sensato? -Hasta ahora, sí. -Hasta que no hayamos podido cazar o domesticar a los cerdos, vosotros tendréis que abastecernos de pescado... Nosotros os enviaremos fruta y verdura... Hay otra cosa más: sin que eso signifique desafiar la autoridad general del jefe y de la tribu, nos gustaría... bueno, hacer las cosas a nuestro modo en la terraza. Sin que nadie se moleste, pero... -¡Ya sé! -sonrió afablemente Thorkild-. Nos ahorraremos problemas de personalidad. ¿Cuándo queréis partir? -Por la mañana, después de haber llevado provisiones y herramientas. -De acuerdo. ¡Arreglado, entonces! -Un brindis por la vida tranquila -propuso Carl Magnusson mientras levantaba una botella de licor-. Aparte de ésta, nos quedan seis. ¡Les daremos dos a la gente de la montaña y el resto lo reservaremos para nacimientos y funerales!

Había una cosa que Thorkild veía con inequívoca claridad: la comunidad instalada en la playa tenía ventajas en cuanto a la mano de obra, pero era ahora mucho menos estable que antes. Era inútil esperar que n¡ los hombres n¡ las mujeres se adaptaran solos con facilidad a una situación que implicaba tan enorme tensión, de manera que, sin consultar a nadie, Thorkild tomó una decisión arriesgada. Primero llamó a Simón Cohen y le dijo sin ambages: -¡Las cosas tienen sus consecuencias, hijo mío! Dejaste encinta a una muchacha a quien no le interesas. Bárbara está herida, pero se curará. Y s¡ bien yo no soy un criador de caballos para andar apareando yeguas y padrillos, creo que nuestros compromisos deben tener cierta estabilidad... Y a ti, tus cicatrices pueden explicarte lo que pasa cuando se destruye esa estabilidad. De manera que ahora viene la pregunta por un millón: ¿qué diablos vas a hacer? Cohen se lo tomó con bastante calma. En cuanto se refería a la vida en la isla, podía compartir su vivienda con Bárbara de tan buena gana como con cualquiera... En la cama estaba bien; además, tenía sentido del humor; y en la oscuridad, las cicatrices no se notarían... Simón el tonto era eminentemente práctico, de modo que no se plantearon problemas n¡ complicaciones... Thorkild vaciló largo tiempo antes de decidir su segunda jugada y por fin, inquieto, se resolvió a depositar su fe en el sentido común chino de Ellen Ching. Sin titubeos, ella accedió a guardar el secreto de la confidencia. Thorkild le contó su conversación con Yoko Nagamuna, le habló de sus propios temores y del acuerdo a que había llegado con Simón Cohen, y agregó : -No es que me esté preparando para ser corredor de Bolsa matrimonial. Deseo más que nada un consejo. Ellen Ching le dedicó una sonrisita helada, cruzó las manos sobre la falda y empezó: -Ya hace tiempo que aprendí que uno se aviene a lo que es y a lo que puede tener... Yo siempre he funcionado bien de ida y de vuelta... y Yoko lo sabe, pero puesta a emprender juegos con mujeres, ¡yo preferiría a una víbora de cascabel antes que a ella! En cuanto a Franz Harsanyi y a mi... Bueno, él es dulce y bueno, y tiene la cabeza llena de sueños...es poeta, me imagino. Cree que está enamorado de mí, pero es porque yo le entiendo y no nos peleamos, y él siente más afecto por mí que yo por él. S¡ a usted le conviene que yo viva con él, no tengo inconveniente... y él se creerá que se ha casado con la Mona Lisa... Y s¡ no entiende usted por qué todo esto me importa tan poco, no tengo inconveniente en que sepa que no soy la matriarca hakka en la que tal vez usted pensaba. Me aterrorizan los niños, y estoy toda cosida por dentro para no poder tenerlos. -Háblame de Hernán Castillo. -¿Muy guapo, eh? Menudo, moreno, apuesto, cortés, amable. Lo mejor que hay en el mundo... Pero no se deje engañar, jefe, que es un artista. Bronce macizo... ¡totalmente autosuficiente! Ya lo ha oído. ¡Lo que no se puede usar, se tira! ¡Por favor! -¿Y qué probabilidades tiene Yoko con él? -Ella también es de cuidado. Y s¡ yo no estoy en carrera, se las arreglará muy bien. Mientras Hernán pueda jugar con sus piedras y sus palos, se le podría casar con un agujero en la pared sin que notara ninguna diferencia -Ellen Ching se relajó y le estudió, con una sonrisa sardónica-. ¿Está seguro de que sabe lo que hace, jefe? -¡No! Estoy improvisando el camino. -Algunos podrían decir que se comporta usted como un perfecto fascista. -¿Y qué alternativa hay? ¿Un nuevo conflicto? -¡Bueno, bueno! ¡Recuerde que yo estoy de su parte! A mí también me gusta la vida ordenada, y eso me recuerda que... cuando haya terminado usted su ronda policial, a su mujer quizás le fuera bien que le demostrara un poco de preocupación y afecto. Está empezando a marchitarse. -Gracias, Ellen. ¡Qué buena amiga eres! -Pero también me pongo en celo como todas las mujeres. Se lo advierto honestamente, jefe. ¡Todavía puedo tentarme ! Después de tan saludable consejo, Thorkild fue en busca de Jenny. La encontró al borde del agua, escamando y limpiando pescados que iba depositando sobre un puñado de hojas frescas. Los ojos se le iluminaron al verlo, y le puso una cómica cara de repugnancia. -¡Me horroriza este trabajo! ¡Nada más que tripas y sangre! -Me gustaría hablar contigo, Jenny . -Qué tremenda seriedad. ¿ He hecho algo malo? -No... pero tal vez yo esté a punto de cometer un gran error. Últimamente, he cometido bastantes. -Pues yo no lo creo...¡y anoche, junto al fuego, lo dije ! -Jenny, ayer tuve uno de los peores días de m¡ vida... Estuvimos hablando de acabar con la vida de un hombre porque no podía adaptarse a la realidad. Y finalmente, es posible que yo le haya matado. -No debe usted culparse. No es posible. -Y para decirte la verdad, Jenny , parte de la culpa es del pobre Charlie. Él se apartó de la vida real y terminó en un mundo -de pesadillas y fantasías. -Ya lo sé... -Y ¿qué es lo que estás haciendo tú, ahora, Jenny? -Yo... No entiendo. -Entonces yo tendré que hacerte comprender. Eres la muchacha más feliz que hay en el mundo. Hay un hombre excelente que se muere de amor por ti. Y tú también le amas, pero no quieres admitirlo porque crees estar enamorada de mí...¡No, no te des la vuelta! Lo vas a oír y lo vas a entender. Yo te amo, Jenny, pero en la forma en que un padre ama a su hija y quiere protegerla y ver que le va bien en la vida. ¡Pero es eso y nada más! ¡Punto, terminemos, a otra cosa! S¡ tienes la fantasía de que alguna vez yo te haré el amor, ¡olvídala! S¡ lo intentara sería impotente, y no porque tú no seas bella o deseable, sino porque para mí eres kapu: ¡me estás prohibida! Pues bien, tienes dos posibilidades: tomar el dulce fruto y comértelo; amar al hombre que te pertenece y gozar del amor que está ofreciéndote y alegrarte de todo el restante amor que te rodea... ¡O te subes por ese acantilado, das el salto y dejas que te coman los tiburones! Yo lo lamentaré y lo lamentarán todos. Pero al día siguiente reanudaremos normalmente nuestra vida, porque la que tenemos es muy pequeña, ¡y no podemos seguir dedicándotela a ti! Giró sobre sus talones y se fue, dejándola en cuclillas en los bajíos, sollozando como un niño con una muñeca rota. Cuando se acercaba al campamento se encontró con Adam Briggs, que estaba sacando del horno la primera producción de carbón e iba almacenándola en cestas. Thorkild le tocó en el hombro. -¡Vengo de la playa, de hablar con tu chica! -¿Ha dicho algo de mí? -No le he dado tiempo. Le he dicho que eligiera entre casarse contigo o tirarse para que se la coman los tiburones. -¡Pero demonios! -Briggs estaba horrorizado-. ¡Esa no es manera de hablarle a la chica ! -Pues s¡ tú conoces una mejor, ¡inténtala! Yo ya me he quedado sin palabras. Briggs partió con tanta rapidez como una chispa del pedernal. Thorkild se encogió de hombros y fue a observar la lata donde se preparaba la bebida. La mezcla tenía un aspecto inmundo, pero fermentaba, indudablemente. Un verdadero zumo de jungla de primera, capaz de levantar a los muertos o de volarle la cabeza a los desprevenidos.

Sally Anderton, empapada y con el cabello en desorden, estaba lavando ropa bajo la cascada. Thorkild se metió al agua junto a ella y la tomó en brazos. -¡Basta, mujer! Deja eso ya. ¡Es orden del jefe ! -¡Por favor, Gunnar! ¿No ves que estoy ocupada? -¡Todos estamos ocupados! Lorillard está haciendo su trabajo de avance en la jungla. Franz Harsanyi y Ellen Ching están cambiándose de casa. Adam está proponiéndole matrimonio a Jenny...eso espero. Castillo está trabajando en los planos que tenemos que ver juntos esta tarde. Y tú y yo, amor mío, ¡vamos a ocuparnos de ser dulces, corteses y seductores el uno con el otro ! -Has estado muy absorbido por tus sermones, ¿no es cierto? Tres bodas a punta de pistola en veinticuatro horas debe ser todo un récord. Espero que sean duraderas. -Por poco que duren, las cosas estarán más tranquilas durante un tiempo... Vamos, que me gustaría verte sonreír. Sally le contestó con cierta dureza : -No tengo ganas de sonreír. ¡Estoy simplemente harta, de mí misma y de todos los demás! ¡y tampoco tengo ganas de hacer el amor! -¿Acaso te lo he pedido? -No, pero... -¡Cálmate, cariño! ¡Cálmate...! Thorkild la levantó en sus brazos, la sacó del agua y la depositó sobre el suave musgo de la orilla, donde Sally quedó tendida, llorando silenciosamente, mientras él le enjugaba las lágrimas y le hacía reposar la cabeza sobre sus rodillas, mientras la tranquilizaba con palabras suaves, arrulladoras. -No puede usted arreglar el mundo, doctora Anderton. Basta con que intente seguir amándolo, y a veces eso es más difícil que odiarlo. Un día te llevaré hasta el lugar donde está Kaloni, mi abuelo, sentado junto a sus antepasados y los míos. A primera vista la impresión es escalofriante, te horripila: montones de huesos viejos en un lugar elevado, mientras las aves marinas, rapaces e indiferentes, describen círculos sobre ellos... Después, el significado te va ganando poco a poco. Los hombres que están allí conocieron todos los terrores del mar: las grandes tormentas; las largas calmas en que se quedaban sin agua y tenían que sorber el rocío acumulado en trapos, o masticar pescado crudo para calmar la sed; el gran tiburón blanco que de un salto se asoma del agua para atacar a un remero desprevenido, o a una mujer que deja flotar la mano en el agua; los enfermos y los muertos, y los cadáveres arrojados por la borda en la oscuridad... Pero el final, y eso lo puedes ver allá arriba, el final es la paz. Están por encima de las tormentas, más allá del alcance de las olas más altas. Observan la salida y la puesta del sol y la gran marcha de las constelaciones. El viento ya no es una amenaza: es música. Eso es lo último que aprenden; y cuando se conoce, el pasado es simple y el futuro se convierte en una almohada que invita al descanso... y tú también puedes descansar, Sally; y yo te cantaré ahora una canción para que te duermas.

Bajo el árbol del pikake el aire es dulce aunque yo no pueda saborearlo. El cielo está lleno de flores aunque yo no pueda verlas porque el rostro de m¡ amante las oculta y sus labios están sobre m¡ boca.

OCHO

EL BARCO, DIJO HERNÁN CASTILLO debía ser fácil de construir y fácil de maniobrar. Sería una locura tratar de emular a los grandes armadores del Pacífico: los samoanos, los hombres de las Marquesas o de las islas Fidji, que disponían complejas ensambladuras, con planchas calafateadas con savia, y con diversos diseños para popa y proa. El diseño más simple era el de vaka, la canoa tradicional de Pukapuka, que se podía excavar en un solo tronco, que iba provista de una sola batanga y contaba con dos mástiles y con velas. Tendrían que hacer una embarcación con cabida para seis personas, pero que pudiera ser gobernada, a vela o a remo, por cuatro hombres. Castillo había previsto exactamente el método de construcción. Habría que cortar, desbastar y llevar a la playa el árbol más grande y el más pequeño. Primero trabajarían el más pequeño, para hacer la batanga, de manera que les sirviera de práctica sin riesgo de echar a perder el árbol más grande. Empezarían por dar forma al exterior del casco y después ahuecarían el interior, primero con fuego para carbonizar la madera y después con hachas de piedra para ir retirándola. La batanga también sería hueca, como el casco principal, de manera que entretanto pudieran usarla para pescar en la laguna o en las fosas cercanas a la costa. Para conseguir las velas, podían volver a coser las lonas rescatadas del naufragio y volver a empalmar el cordaje; pero también necesitarían cuerdas de fibra de palmera como ligaduras y amarras; de eso tendrían que ocuparse las mujeres. El trabajo lo dirigiría personalmente Hernán Castillo y empezaría por dar a todos algunas lecciones sobre la forma de derribar un árbol grande y de madera dura con un hacha de piedra. No se trata de cortarlo con el hacha como un leñador canadiense con su hacha de acero azul. Se cortan dos círculos alrededor del tronco, a unos treinta centímetros uno de otro, y se hacen tan profundos como sea posible, trabajando transversalmente la madera. Después, se cambia el sentido de los golpes y se corta hacia abajo hasta perforar la parte intermedia. Y se sigue alternando el sentido transversal y el vertical hasta cercenar por completo el tronco como un castor; entonces, se derriba en la dirección que uno desea... También había un sortilegio que aseguraba el éxito en el trabajo, y que decía más o menos: «Hoy todavía, ¡oh, árbol! eres un árbol... Mañana te convertiremos en árbol humano !». y no faltaba un consejo para las mujeres: “a tata tu i kete”... la fuerza del hachero está en el vientre y necesita estar bien alimentado. -De manera -concluyó Castillo con una simiesca sonrisa de triunfo- que ahora os ponéis a dar golpes de hacha. Yo mantendré las herramientas en condiciones, enseñaré a las mujeres lo que tienen que saber, y celebraré m¡ boda con Yoko Nagamuna, que con su femenina persistencia me ha convencido para que acepte una especie de matrimonio. El trabajo era más lento y más difícil de lo que jamás se habrían imaginado. Las hachas de piedra magullaban la madera más bien que cortarla y, con su mango corto, ponían a prueba huesos y músculos. Tras todo un día de esfuerzos, el árbol más pequeño aún no había sido derribado, y el más grande daba la impresión de que al cabo de diez años más aún seguiría en pie. En cuanto a las mujeres, habían hecho también su descubrimiento: que necesitarían una montaña de hilos y fibras... Lo cual hizo que Carl Magnusson les recordara que tenían por delante muchos días, que Mark Gilman estaba preparando carbón con las astillas y que tal vez Castillo, el fabricante de herramientas, haría bien en pensar cómo convertir en herramientas nuevas y aprovechables parte de las reservas de hierro viejo con que contaban. -Ya he pensado en ello -asintió Castillo-. Podemos producir el calor necesario. Los moldes podrían ser de arena, pero necesitaríamos un crisol para fundir el metal. ¿Tienen alguna idea? -Arcilla -sugirió Gunnar Thorkild-. En la terraza encontramos piezas de cerámica. -Nadie nos garantiza que la hicieron en esta isla. -La isla es volcánica -señaló Carl Magnusson- y la arcilla se forma por un proceso hidrotérmico y de desgaste por acción de los elementos. Lo más probable es que, s¡ los buscamos, encontremos algunos depósitos. -Lo que tenemos que hacer es un plan de vacaciones -intervino Franz Harsanyi-. Deberíamos empezar a hacer expediciones por la isla, porque s¡ no, nos entrará a todos claustrofobia. Tendríamos que establecer días de descanso y empezar a disfrutar de ellos. -¡Este muchacho tiene juicio! -exclamó con entusiasmo Molly Kaapu-. Salgamos a visitar y a explorar. Yo no he olvidado que en los acantilados debe de haber huevos de gaviota... -Arcilla -Hernán Castillo seguía tercamente en lo suyo-. Blanca, roja, azul... -Dejémonos de trabajo y dediquémonos un poco a la música -propuso Jenny-: ¿ Por qué no traes la flauta. Simón? -Lo siento -Simón se mostró lacónico e irritable-. Prometí quedarme un rato con Bárbara. -Ten paciencia con ella -le aconsejó Sally en voz baja-, que todavía se siente mal y tiene fiebre. -¡Por Dios! Como s¡ yo fuera un monstruo. -Disculpa, Simón. Mientras él se alejaba con pasos rápidos a través del campamento, Yoko Nagamuna levantó los brazos en un gesto teatralmente exagerado: -¡Oh, dulce misterio de la vida... ! -No te burles, muchacha, que es lo único que tenemos –le aconsejó Adam Briggs. Jenny le apoyó una mano en el hombro. -¿ Puedo decirlo, tú crees? -le preguntó. -Tú sabes que para mí, cualquier momento es bueno. -Bueno... -Jenny se ruborizó, balbuceó y por fin consiguió arrancar-. Adam y yo hemos decidido que queremos casarnos... pero casarnos en serio, dejando constancia de ello en el cuaderno de bitácora o haciendo lo que sea, que signifique que nuestra intención es seria y queremos permanecer juntos para siempre. ¿ Puede hacer así las cosas, jefe? Tal vez parezca tonto, pero... -No es en absoluto tonto, Jenny -declaró Carl Magnusson en voz baja-. Para nosotros es un acontecimiento importante. -Haremos una fiesta -anunció Thorkild- e invitaremos a los de arriba. ¿Cuándo os gustaría hacerlo? -He esperado tanto tiempo a que ella me diera el sí - respondió, riendo, Adam Briggs-, que la fecha no importa mucho. Pero podemos concretarla. Cuando hayamos derribado los dos árboles y m¡ whisky se pueda beber, entonces. Una boda en seco sería algo insoportable... Más tarde, mientras caminaban a orillas de la laguna, al ver a Tioto y a Mark que pescaban desde el bote de lona, Sally sonrió en la oscuridad y se burló afectuosamente: -¿Cómo te sientes, al casar a tu niña expósita? -¿Es que te ríes de mí, mujer? -Y lloro un poco, también. Este fue un lugar muy cruel, en un principio. -Ya lo sé. -Y están realmente enamorados, ¿no es cierto? -Así parece. -¿Cómo la harás? La ceremonia, quiero decir. -Bueno, habrá algunas palabras y una oración, para que después intercambien sus votos, y lo registraremos en el cuaderno, con testigos. No serán más de cinco minutos, y después vendrá el luau... -Gunnar, he estado pensando... -¿En qué? -En Lorillard y Martha. Después de todo, él dice que quiere casarse con Martha, y ella está embarazada y... -¡Vaya, espera un minuto! ¡Esta vez, yo no quiero tener nada que ver con eso! S¡ quieres dejar caer la sugerencia, hazlo tú misma. -Precisamente en eso pensaba. Mañana, Molly Kaapu y yo nos tomaremos el día libre, y aprovecharemos para llevarles, al mismo tiempo, el pescado y la invitación para la boda. Además, no creo que tengamos siquiera que plantear la cuestión. -Más vale que tú no lo hagas. -Pero, cuando les diga que tú y yo también vamos a casarnos... -¿Qué demonios dices? -Lo que has oído, cariño. La antigua costumbre puede estar muy bien para t¡ y para tu abuelo, pero yo necesito la constancia en los libros y los testigos y el beso a la novia y todo lo demás... -Pues, ¡que me condenen! -¡Qué cosas dices! Así te salvarás, según la doctrina cristiana. Y en tu calidad de jefe, estarás haciendo la contribución que corresponde a la decencia y al orden público. ¿Tienes alguna objeción que hacer? -Aunque la tuviera, tú no la tendrías en cuenta. -¡Por lo menos, algo vas aprendiendo, amor mío! -Entonces, doctora, déme usted la próxima lección. ¿Cómo divorciamos a Peter André Lorillard para que quede en libertad de casarse con Martha Gilman? Ahora que ella, para bien o para mal, le tiene atrapado ¡me gustaría ver cómo hace él para zafarse del anzuelo! -Pues yo tengo un problema más grave que plantearle a usted, profesor. -¿Sí? ¿Cuál? Sally señaló, por encima del agua iluminada por la luna, las dos figuras inmóviles en la canoa. -Ahí tenemos un muchacho que está llegando a la pubertad, sin tener ninguna niña de su edad y viviendo en continua compañía de un joven encantador, pero bastante mariposón. -¿ Y cómo quieres que resuelva yo ese asunto? –refunfuñó Thorkild-. ¿Sacándole una mujer de la costilla? -Eso sería difícil, incluso para Gunnar Thorkild. La cuestión será a cuál de nosotras las mujeres le corresponde hacerle hombre.

A la mañana siguiente, antes de subir al monte donde estaban derribando los árboles, Thorkild entró a ver a Bárbara Kamakau. Durante la noche se le había pasado la fiebre, y había dormido mejor. Sally la había bañado y le había hecho la cura. Thorkild le preparó una papaya y, mientras Bárbara comía, le fue contando lo que pasaba en el campamento. Al principio interesada, Bárbara se mostró después taciturna y retraída, hasta que terminó por estallar: -Jefe, usted es buena persona y sé que no lo hizo con mala intención. Pero hizo algo terrible. -¿Qué es lo que hice, Bárbara? -Usted no lo sabe, y no sé cómo decírselo. Es Simón; anoche estuvo aquí y me dijo que usted le había ordenado que viviera conmigo, como s¡ yo fuera su mujer. Él dijo que sí, que no tenía inconveniente; de todas maneras no había muchas alternativas. Y que, mientras siguiéramos aquí, yo le venía bien. Cuando nos vayamos de la isla, cada uno por su lado. Que yo me vuelva al lugar de donde vine. Yo le dije que él no me importaba tanto. Jamás he mendigado a ningún hombre, y no quiero hacerlo ahora...Él dijo que las cosas estaban dispuestas así, y que me dejara de historias. Yo haría lo que él quisiera y cuando él quisiera... Charlie solía tratarme de puta, pero jamás lo he sido. Nunca fu¡ con un hombre que no me gustara, y Simón ya no me gusta. Es un cerdo... -Créeme, Bárbara, que no lo sabía. ¡Pensé que queríais estar juntos! y que sería bueno que él se ocupara de ti. Lo lamento, y no te preocupes más. Asunto terminado; él ya no te molestará. -Entiéndame, jefe, no le culpo, pero... -Entiendo, Bárbara. Tú ponte bien y nada más. -Ya estoy bien. Sally dice que mañana puedo levantarme un rato, pero no me animaré a andar por ahí, con todas estas heridas. -Las mujeres te darán algún vestido y nadie verá las cicatrices. Tienes suerte; en la cara no tienes marcas. -Ya lo sé. Esa fue otra de las cosas que dijo Simón, que por m¡ culpa él tiene la cara marcada y Tioto una mano inutilizada. Pero yo no lo hice; yo no quise que sucediera. -Ellos lo saben, y lo sabemos todos. -Pero y yo, ¿qué será de mí? ¿Qué hombre podrá quererme cuando me vea desnuda? -¿Has estado alguna vez en Suva, Bárbara? -preguntó Thorkild con la solemnidad de un sacerdote en un funeral. -¿En Suva? No, ¿por qué? -Bueno, pues te diré un secreto, pero s¡ se lo cuentas a la doctora soy hombre muerto. En Suva hay una muchacha a quien llaman Pat la Tuerta. Es mitad de las islas Fidji, un cuarto india, y lo demás vagabunda australiana. Tiene un ojo de vidrio, usa una peluca negra porque es completamente calva y tiene una gran serpiente tatuada alrededor de la cintura. Es fea como un cuco, y tiene un millón de dólares australianos... ¡Y se los ganó en la cama! -Eso son inventos de usted, jefe. -¡Te lo juro! No sé s¡ la magia está en la serpiente o en la peluca... ¡Hasta luego ! Cuando llegó al taller de madera, echaba chispas. Fue hacia el árbol más pequeño, donde estaba trabajando Cohen, y empezó a moverse al mismo ritmo que él. -Esta mañana he visto a Bárbara -comentó cuando se detuvieron para tomar aliento. -¿Ah, sí? -la indiferencia de Cohen era absoluta. -Estaba muy alterada. -Entonces, estaba lo mismo que anoche. -Y me contó lo que le habías dicho. -¿De veras? -Cohen se irguió sobre las piernas abiertas, balanceando el hacha en las manos, y le sonrió-. Bueno, desde luego nunca se ha distinguido por su discreción... Además, Thorkild, cuando a un hombre le agarran de las orejas y lo arrojan en la mierda, ¿qué hace? ¿Nadar o hundirse? De un puñetazo, Thorkild lo envió rodando pendiente abajo. Lentamente, Cohen se levantó y volvió a trepar mientras con el dorso de la mano se enjugaba la sangre de la boca. Se inclinó para recoger el hacha, pero Thorkild la pisó, hundiéndola en las hojas caídas. Cohen le miró con desprecio y repugnancia. -Lo único que te falta ahora, Thorkild, son botas altas y el látigo, para completar la imagen. Me largo a la terraza. Una vez que Cohen se hubo alejado, Franz Harsanyi enunció su propia protesta: -Ya sé que Simón es una mierda con las mujeres, pero eso estuvo muy mal. Se empieza con los puños, y se termina con hachas y cuchillos. -Sigamos cortando los árboles -dijo secamente Adam Briggs-, que yo tengo que comprarme una esposa.

-Allá en la montaña -comentó Molly Kaapu mientras trabajaba una pasta de pulpa de coco y fruto de árbol del pan- se las están arreglando espléndidamente. Ya han terminado una de las cabañas y tienen la otra a medio construir. Encontraron una nueva fuente de agua dulce y han empezado una plantación de taro... Willy y Eva están felices como una pareja de tórtolas. ¿Te acuerdas del viejo lugar kapu? Bueno, pues Eva ha puesto allí una gran cruz de bambú y todos los días la adorna con flores... Dice que eso la hace sentir cómoda allá arriba. Martha está muy bien. Lorillard no es ninguna maravilla de enamorado, y habla como si estuviera escribiendo un parte naval, pero con ella es bondadoso y se llevan bien. Y dicen que les gustaría legalizar la situación y quedar anotados en el cuaderno de bitácora como los otros... ¿Y qué es lo que me cuentan que pasó entre el joven Simón y tú? -S¡ ya lo sabes, Molly, no me lo preguntes. -No te lo pregunto, Kaloni. Te lo digo. Y tú, escucha a la vieja Molly, que ha andado por el mundo mucho más tiempo que tú...Continuamente cometes el mismo gran error . -Por Dios, Molly, ya sé que cometo errores, pero... -¡No escuchas lo que te digo, Kaloni! He hablado de tu error... de tu gran error. Tú sigues siendo haphaole, y no puedes unirte contigo mismo como lo hacías cuando tu abuelo estaba con nosotros. -No entiendo. -¡Bueno! Pues por ahí empezaremos. No entiendes lo que tú eres n¡ lo que esta gente espera de ti. Lo que quieren no es que derribes árboles, n¡ que calmes a las chicas cuando están nerviosas, n¡ que te dediques a recorrer la isla en busca de yacimientos de arcilla o de lo que fuere. No quieren que te mezcles en sus rencillas. Quieren que estés aparte y que seas diferente, como sucedía en otros tiempos. El jefe no construía botes; organizaba fiestas para quienes los construían. No iniciaba discusiones; les ponía término cuando le consultaban. Y eso no es lo que tú haces; tú estás metiéndote continuamente en todo. ¡y organizas los grandes líos ! -Molly, no tenemos bastante mano de obra. -N¡ la necesitamos. S¡ no estuviéramos más que tú y yo, Kaloni, podríamos vivir con una hora de trabajo al día... ¿Qué es lo que te propones? ¿Construir una metrópolis o qué? ¿Y a quién le interesa? -¡A ellos! -Porque tú sigues haciendo que les interese, nada más. Cuando estabas en tu casa, allá en Hawaii, eras otra persona, mucho mejor. La gente iba a verte, porque tú sabías cosas, y no buscabas pelea, y eras capaz de sonreír y de cantar... y cuando te confundías, yo podía desenredarte en diez minutos. ¡y ahora no! ¡De ningún modo! -Entonces, ¿qué tengo que hacer, Molly? -Dar marcha atrás; hablar menos; hacer menos... Hacerte cargo del muchacho, tal vez, que necesita un hombre que le enseñe las cosas de hombres... y ver qué más tenemos en este lugar. Tú tienes que ser un jefe de verdad, Kaloni; tienes que tener secretos que todo el mundo necesita, pero que nadie más conoce... ¡n¡ siquiera tu mujer! Thorkild sabía que Molly tenía razón, pero él no podía, aunque en ello le fuera la vida, ver con claridad la situación. Había dedicado todos sus esfuerzos, lo había planeado todo para que los conocimientos y las habilidades fueran comunes y compartidos, de manera que en caso de muerte o incapacidad, la habilidad y el conocimiento siguieran perteneciendo a la comunidad. Y ahora una vieja chismosa venía a demostrarle que sus metas estaban equivocadas. La identidad -y la seguridad- del grupo dependían de la existencia y del ejercicio del poder. El conocimiento era un instrumento de poder. Debía ser preservado, pero también debía ser reservado como un arcano sagrado, depositado en manos de reyes, sacerdotes o ministros. Porque tal era la esencia del kapu, el fundamento del respeto por el orden establecido. El rey podía morir segado por la peste, o acabar perdiendo la razón por la senilidad; pero la realeza se mantenía incólume, porque nadie podía ejercerla sin el mana. En el país de los ciegos, el tuerto era rey. Después de cada revolución clamaban por el genio que supiera cómo administrar la provisión de agua y dónde estaban sepultados los anales. La propuesta era peligrosa, y tendenciosa también; pero menos peligrosa, tal vez, que un erudito incompleto y despistado que hacía ondear la bandera de la democracia sobre una isla perdida en el mar. Entonces, había que pensar en eso... en el misterio y en la forma de explotarlo. ¿Dios? No en esa isla, n¡ con esa tribu. Para la mayor parte de ellos, Dios era folklore, fantasía, alegoría, un enigma sin respuesta. Además, Gunnar Thorkild no estaba capacitado para proclamar redenciones, imponer manos, exorcizar espíritus... En cambio, era navegante. Sus dimensiones eran el tiempo, el espacio y el movimiento; dimensiones tan simples, y al mismo tiempo tan complejas que la gente común se las cedía a los expertos sin una palabra de protesta. S¡ se le pide a cualquier hombre común, sano y de sangre roja, un acto de fe en una Divinidad creadora y conservadora, pondrá condiciones, vacilará, se disculpará, y es bien posible que pida garantías. En cambio, s¡ se le pide que entre en un avión, en un submarino o en una cápsula espacial, arriesgará alegremente su vida, la de su mujer, su amante o su primogénito, ¡porque le han dicho que el piloto sabe lo que hace ! ¡Entonces, ¿por qué dejarlos con las ganas? Hay que hacer que valoren el secreto de la ciencia, hay que reconstruir la teología. Que reverencien la erudición sagrada: el tiempo rotativo y el tiempo universal corregido y el tiempo efímero; ¡los vectores de fuerzas y el cálculo de la progresión lineal sobre una superficie curva! Que vean con toda claridad que, sin los poderes mágicos de Gunnar Thorkild, ellos bien podrían poner proa hacia Papeete para terminar inmovilizados por los hielos, entre los pingüinos del Polo Sur. El primer paso era establecer un derecho exclusivo y negar todo posible acceso a los demás, de modo que Thorkild tomó todos los libros, cartas de navegación y otros materiales rescatados del Frigate Bird y que tenía Franz Harsanyi, y se los llevó a su cabaña. Su explicación fue aceptada sin objeciones: mientras ellos construían el barco, Thorkild tenía que calcular los aspectos matemáticos del viaje y establecer la posición de la isla por medio de la observación del sol y las estrellas. El segundo paso era ganarse al neófito, Mark Gilman, para iniciarlo, de modo que una noche, después de la cena, fue caminando con el muchacho hasta la playa. -Mark -le dijo-, te voy a confiar una tarea de hombre. Estamos construyendo un barco para poder regresar. Voy a enseñarte, desde el comienzo, todo, pero todo lo que se necesita para poder comandarlo. -¿Por qué a mí, Gunnar? -Porque, s¡ otros como Adam Briggs se olvidan o enferman, o mueren incluso, tú recordarás. La memoria que tienes te convierte en una persona muy importante, porque eres capaz de conservar en tu cerebro siglos de conocimientos. -¿Qué tengo que hacer? -Tantas cosas, que no puedo decírtelas todas juntas. Empezaremos a trabajar en eso todos los días, y algunas noches también... Te enseñaré a medir el tiempo. Haremos un reloj. Te enseñaré a medir la velocidad con un trozo de madera, y haremos un cuadrante como los que usaban los marinos de antaño. Y llegarás a saber cómo se mide la altura de los astros con un coco. Cuando hayamos terminado, serás un navegante capaz de llegar a cualquier puerto del mundo. Lo que no figure en nuestros libros, lo reconstruiremos... ¿ Estás dispuesto a intentarlo? -¡Desde luego ! -Bueno. Mañana empezaremos... Ahora viene lo importante. No es sólo que tenemos que conducir un barco; también tenemos que ser conductores de personas: darles confianza, asegurarnos de que confían en nosotros y que nos obedecerán en momentos de crisis. Por ejemplo, en un avión, los pasajeros no se precipitan a la cabina a decirle al capitán qué es lo que tiene que hacer... aun cuando ellos mismos sean pilotos. Tampoco él les dice qué es lo que está haciendo. Su tarea es particular y secreta, porque no puede perder el tiempo en explicar los porqués y los cómos... Lo mismo debemos hacer tú y yo. La gente aprenderá a respetarnos, no solamente porque nosotros sabemos, sino porque ellos no saben. ¿Está claro? -Sí. creo que sí... -Más adelante, cuando el barco esté casi terminado, empezaremos a enseñar a Adam Briggs. Pero por el momento no seremos más que tú y yo... como el hechicero y su aprendiz. -Y cuando sepa cómo se hacen los trucos, yo también seré hechicero. -¡Exactamente! -Ahora entiendo a qué se refería Peter Lorillard. -¿Qué quieres decir? -Fue algo que dijo mientras tú estabas en la playa con Charlie Kamakau. Dijo que tú eras especial para sacar un conejo de un sombrero de copa, pero que el verdadero dueño de la situación sería el conejo que pudiera mover una varita mágica y hacer desaparecer al hechicero. -Y así te gustaría ser a ti, ¿verdad? -Así es como voy a ser, Gunnar. Espera y verás. Aunque su risa fue límpida como el agua, Gunnar Thorkild sintió un extraño escalofrío de temor, como s¡ hubiera oído susurrar al viento a través de la boca vacía de una calavera.

Los árboles fueron derribados, despojados de su corteza, arrastrados hasta la pendiente y llevados, con un esfuerzo hercúleo, hasta el lugar de la playa que haría las veces de astillero. La bebida, una vez que fermentó, fue espumada, filtrada a través de un trapo, y Sally la declaró apta -no dijo s¡ aconsejable- para el consumo humano. Llenaron el fogón de combustible. Ornamentaron las cabañas con flores, hibiscus y orquídeas traídas de las tierras altas. Lorillard y Willy Kuhio habían llevado el regalo de bodas de los colonos de las terrazas: un pequeño puerco capturado con una trampa y atravesado en un asador, que transportaron en un bastidor de bambúes. Las mujeres habían rivalizado en la preparación de diversas confituras exóticas, y la celebración estaría a la altura de la primera ocasión festiva en la isla. Magnusson había redactado, con grave ironía, los textos que quedarían registrados en el cuaderno de bitácora; el divorcio de Peter André Lorillard, que presentaba una demanda pero se veía privado por las circunstancias de una decisión legal; un certificado de matrimonio para tres parejas que, habiendo declarado su deseo e intención de vivir pública y honorablemente como marido y mujer, eran reconocidos como tales por la comunidad. Transcribió también la fórmula de los votos y las líneas generales de una breve homilía que pensaba pronunciar, en su condición de patriarca del grupo y que, tal como le explicó a Thorkild, serviría de bálsamo para algunas heridas recientes y ofrecería una esperanza a quienes no se habían regenerado aún. El propio Thorkild no estaba tan convencido. -Lorillard no necesita regeneración -comentó-. Es tan mojigato para todo, que me dan ganas de vomitar -imitó el tono amanerado de Lorillard-. Les encanta la vida allá arriba. Están tan contentos y se llevan tan bien, y es una maravilla cómo crece todo. Y Simón es una verdadera fortaleza... De eso no me cabe duda..., pero fortaleza de odio. N¡ siquiera quiso estrecharme la mano cuando llegó. -Olvídate de eso -con un gesto, Magnusson quitó importancia al asunto-. Ahora tú no tienes nada que ver con todo eso. Puedes hacer como s¡ no existiera... y me alegro de ver que sigues m¡ consejo. -¿Tu consejo? -O el de Molly -la sonrisa de Magnusson era la de un viejo sátiro-. Yo escribí la música y ella la letra. Y tú, a Dios gracias, has sido lo suficientemente inteligente como para entender la canción... S¡ hay algo que yo entiendo, Thorkild, es cómo ejercer la autoridad. Puedes mantener a un idiota en el trono durante medio siglo, ¡siempre que nadie le oiga hablar, lo vea comer n¡ sepa qué es lo que hace en la cama! -¡Gracias por el cumplido ! -Es el mejor consejo que te han podido dar en tu vida. ¡Admítelo! Es una maravilla cómo se va creando el terror reverente. Te tratan como s¡ fueras el alquimista, que tiene listo para la transmutación el primer lingote de plomo. Ese reloj de sol, o lo que sea, es de lo más impresionante, y ver a Mark es un placer. Nunca he visto a un chico con tanto interés. -Es un chico raro, Carl. Está entrando en la pubertad. Tiene todos los signos: los altibajos. las agresiones. Pero hay otra cosa, que es como una luciérnaga: de pronto se la ve, de pronto desaparece; algo así como una burla furtiva, como s¡ el chico estuviera emboscado, preparándose para montar una trampa. -¿Una trampa para quién? -No sé. -Tal vez esté celoso de Lorillard, y hasta del niño que está esperando Martha. -O de Jenny y de Adam Briggs. -Eso no se me había ocurrido. -También podría ser simplemente la primera sensación de fuerza, el hecho de saber que él puede dominar ideas complejas con más rapidez que otras personas, y retenerlas con más facilidad. Supongo que a esa edad, todos necesitamos algo así como un ancla. Para mí. era m¡ abuelo. Tal vez para él sea lo que estamos haciendo juntos... En todo caso, vamos a reunirnos con las víctimas. ¿Tienes preparado tu discurso ? -Grabado en el corazón -respondió piadosamente Magnusson-. Lo que lamento es que no viviré para verlo publicado. Las tres parejas estaban reunidas entre las antorchas encendidas, a cuya luz ofició Carl Magnusson en presencia del resto de la tribu. Cada uno llevaba un lei de flores, y las novias lucían coronas de flores. Hernán Castillo había hecho para cada pareja los anillos de bodas, de nácar. El discurso de Magnusson fue breve, pero conmovedor . -Amigos míos, con espíritu de aventura nos lanzamos en busca de esta isla que es hoy nuestro hogar. Tenemos muertos aquí sepultados. Aquí ha sido hallado el amor y se ha iniciado la vida. Hay quienes aún quieren poner a prueba su relación, y hay quienes ya están dispuestos a afirmarla, hacerla perdurable y exclusiva mediante un acto público de matrimonio. A ellos, nuestro afecto y nuestros buenos deseos. Por ellos nuestra oración, expresada en palabras que todos podemos pronunciar con sinceridad, porque ellos seguirán compartiendo nuestra vida y nosotros la suya. Nacimos todos de la misma tierra, en la que al final descansaremos juntos, y sobre la cual ruego para que podamos vivir en paz y con generosidad. Cuando terminó, estaba llorando, silenciosamente y sin avergonzarse: un anciano marchito que veía ante sí, inexorable, el fin de sus días. Después se rehizo, fue recitando los votos para que las parejas los repitieran, y procedió al intercambio de anillos. Finalmente, volvió a dirigirles palabras que eran a la vez ruego y desafío : -Lo que para un hombre es plegaria, para otro puede ser maldición. Espero que todos aceptéis uniros a mí en la que voy a pronunciar: que aquel que es Señor de todos y a quien llamamos con tan diferentes nombres, que por diferentes caminos nos conduce al mismo fin, quiera mostrar hacia nosotros su misericordia. ¡Amén ! En el breve susurro que siguió resonó la voz de Mark Gilman: -Para mí todo esto es pura mierda. ¡Y Dios también es una mierda ! Un momento después echó a correr desesperadamente hacia la playa. Martha Gilman se lanzó tras él, pero Carl Magnusson la detuvo. -¡Déjalo que se vaya! Ya iré yo después a buscarlo. -Está borracho como una cuba -dijo alegremente Simón Cohen-. Yo le v¡ probando la bebida. -Es un perrito triste -comentó Ellen Ching-. Solo y que ladra a la luna. -Es hora de empezar la fiesta -declaró firmemente Sally Anderton-. Los perritos siempre vuelven junto al fuego. Gunnar Thorkild no dijo nada. Lo que pasara o pudiera pasar entre el hechicero y su aprendiz era exclusivamente asunto de ellos.

Fue una velada de ebriedad. La comida les había llenado de fuego, y el licor era dulce y fácil de beber. No quedaban muchos velos por arrancar y, por mil diablos, después de sufrimientos y mareas, tenían derecho a comer y beber y estar alegres, y a besar al más próximo y a arrullar a quien tuviera sueño; ya recogerían los restos a la mañana. Cantaron, bailaron, declamaron, se contaron larguísimos cuentos que se iban extinguiendo antes de concluir. Se rieron y lloraron, se acariciaron y se abrazaron, se apartaron para brindar por los amigos ausentes y para marcharse, tambaleantes, hasta la playa, de donde volvían en busca de más licor; entraron y salieron de las cabañas para caer, agotados por fin, en torno de las piedras calientes del hogar. Estaba bien, se decían. Era delicioso, decoroso, decente y todas las des del diccionario, divertirse de esa manera. ¿No eran hermanos y hermanas, acaso? Y maridos y mujeres y amantes, todos exiliados sin que a nadie, n¡ a un solo individuo solitario, le importara un rábano s¡ estaban vivos o muertos. «Recuerdo»...decía ella; y él recordaba, y recordaban ellos...« y por Dios, fijaos en esa luna! Pero, ¿es hoy, mañana o ayer? Bueno, ¿a quién demonios le importa? ¿Acaso no pagamos los impuestos? ¡Pues que nos manden la infantería de marina! Tú has oído hablar de los infantes de marina, ¿verdad? Carl, ¡todavía no puedes irte a la cama! ¿Necesitas ayuda, Molly ? Mira, ¡eso sí que es amor! ¡Amor de verdad! ¡Hola, Bárbara! ¡Oh, discúlpame, Ellen! Tioto, tengo que decirte que en realidad, tu relación con Malo nos hacía sentir incómodos... ¡Si, hagámoslo! Vamos, vamos a poner flores en las tumbas. ¡Qué bien! Es lo que dijo Carl. Nosotros seguimos aquí, y ellos siguen aquí. Qué bueno. Quiero decir, hace que uno se sienta bien. Lo bueno de casarse en una isla es que a la mañana siguiente no hay que levantarse temprano. ¡Pero escuche, jefe! ¡No se ponga así! S¡ todos le queremos, y queremos a Sally también...» En la parte mas alejada del campamento, apoyado contra la estaca que servía de gnomon del reloj de sol, el chico se quedó observándolos, resentido y desdeñoso, hasta que el último de los juerguistas se fue a descansar y el primer rayo de sol se apoyó en el flanco de la montaña.

Todo el campamento seguía dormido cuando Thorkild le obligó a ponerse de pie, le ofreció fruta y leche de coco y le llevó hacia la playa. Juntos sacaron la pequeña canoa de lona y pusieron proa directamente al canal. Thorkild remaba sin pronunciar palabra, y el chico se sometía en un silencio pasivo, como s¡ estuvieran enzarzado en silenciosa lucha con un carcelero. Únicamente cuando llegaron al canal y tropezaron con la turbulencia de la marea que subía, su decisión empezó a debilitarse. Thorkild siguió manteniéndose en silencio. Hizo que la canoa atravesara la agitación de la corriente y salió, temerario, al oleaje de las grandes profundidades. El muchacho estaba pálido e inquieto, aferrándose a las hiladas de bambú, y por encima del hombro de Thorkild miraba hacia la isla, que retrocedía a espaldas de ellos. Finalmente, su autodominio le abandonó. -¿Adónde me llevas, Gunnar? -Fuera... ¿A qué distancia estamos del arrecife? -No... no sé. -Pues a t¡ te corresponde saberlo -señaló Thorkild, con tono brusco y glacial-. Cuando hayas hecho un cálculo razonable, dímelo. Siguió remando sin pausa, hasta que el chico habló: -Creo que estamos más o menos a media milla. -¿Más, o menos? -Más. -Bueno. Seguiremos, entonces. -Pero, Gunnar... -Nada de Gunnar. Ya no eres un niño. Soy tu jefe y tu maestro. ¡Empieza de nuevo ! -Pero, jefe, usted dijo que esta canoa era insegura. -Lo es. -Y que con ella no debíamos ir más allá del arrecife. -Eso dije, sí. Pero yo soy el jefe, y doy las órdenes. Tú obedeces. -¿Por qué me miras de esa manera? -¿ Por qué estás asustado, Mark ? -Esto no es impermeable. Estamos haciendo agua. -¿Qué se hace cuando un bote hace agua? -Se achica. -¿ Y entonces... ? Frenéticamente, el muchacho empezó a achicar el agua, sin más elemento que las manos ahuecadas. Thorkild hizo virar la canoa en dirección a la costa y permaneció inmóvil, subiendo y bajando con el oleaje. Durante un momento, el muchacho abandonó su trabajo para mirarle. -¿Qué estamos esperando? -¿Qué te dicen los pájaros? -No he visto ningún pájaro. -A lo lejos, a tu izquierda. -Ah... Sí, están pescando. -¿En qué sentido va el cardumen? -No sé. -Pues aquí nos quedaremos hasta que puedas decírmelo. -No puedo mirar y achicar el agua al mismo tiempo. -Entonces nos quedaremos aquí hasta que nos hundamos, y los tiburones que van detrás de ese cardumen nos comerán en cambio a nosotros... Salvo que vaya en dirección contraria, claro, que es lo que te he preguntado. -No puedo decirlo. El reflejo en el agua me ciega. -Tienes que decirme hacia dónde debo llevar el bote. -No sé, no me doy cuenta. -Esta canoa está hecha de lona blanca. Desde abajo, parece el vientre de un pez o de un hombre. Un tiburón hambriento o malhumorado la atacaría y, como no es más que lona y bambúes, se hundiría instantáneamente... ¿En qué dirección va el cardumen ? -Hacia aquí, creo. ¡Sí, hacia aquí! -Y nosotros, ¿ qué dirección debemos tomar ? -Hemos de alejarnos. -Los peces asustados y los tiburones hambrientos nadan con más rapidez de la que yo puedo remar. ¿Hacia dónde? -No sé. -Ahora ya se ve el tiburón, ¡mira! ¡Ahí está! ¿Hacia dónde vamos? -¡Tú eres el jefe! ¡A t¡ te corresponde! -El navegante eres tú. ¡Y el gran hombre que piensa que todo es una mierda! Estoy esperando que tú me digas qué tengo que hacer. -Eeeh...vamos hacia adentro, de vuelta al canal. ¡Corta el rumbo del cardumen! -Gracias. Ahora ponte a achicar otra vez. Cuando habían recorrido la mitad de la distancia que los separaba del canal, Thorkild volvió a detenerse y entregó el remo al muchacho. -Desde aquí, sigues tú. -Pero yo no tengo fuerza. Apenas s¡ puedo maniobrarla en la laguna, con Tioto. -Esta noche ha sido muy larga para mí y estoy cansado, y descompuesto. S¡ no la haces avanzar, nos hundiremos. Se cruzó de brazos y se sentó, con rostro impasible, a observar cómo el chico se esforzaba desesperadamente por hacer avanzar la pequeña embarcación a través del oleaje, hacia la abertura del arrecife. -Me temo que así no conseguiremos nada -volvió a azuzarlo-. La corriente nos va arrastrando a lo largo del arrecife, y s¡ llegamos hasta esas rompientes, estamos listos. No sé qué piensas hacer. -¡Es que no puedo hacer nada! ¡No puedo...! Por favor, Gunnar. -Gunnar no. Soy tu jefe. -Por favor. jefe. -No me interrumpas, que estoy rezando. Es lo único que nos queda por hacer. ¿ Por qué no rezas. Mark? -No puedo. No creo en... -Ya sé. Dios es una mierda. Y yo también soy una mierda. ¿verdad? Lo mismo que tu madre y Peter Lorillard... ¡Y todos nosotros! Tú nos ves ridículos y somos ridículos. Y tú tienes el derecho de insultarnos porque nos permitimos un pequeño momento de felicidad en la vida. ¡Estupendo! Pues ahora estás entregado a tus propias fuerzas. ¿Cómo te sientes ? -¡Perdón ! -No basta con pedir perdón. -¡Perdón. perdón! ¡Perdón! Thorkild le quitó el remo de la mano Y, con movimientos rápidos y diestros, sacó el bote de la corriente y lo enderezó por el canal. Cuando la canoa se detuvo en la playa, levantó en brazos al muchacho tembloroso y le obligó a quedarse de pie sobre la arena seca. -¡Mírame. Mark? -¿Sí? -¿Sí, qué? -¡Sí, jefe! -Lo que ha pasado ahora queda entre tú y yo. Lo que pasó aquí, pasó entre tú y el resto de la tribu. ¿ Qué piensas hacer al respecto? -¿Qué quiere usted que haga. jefe? -No, Mark. ¿Qué quieres hacer tú? -Correr a esconderme. -Fue lo que hizo Charlie Kamakau. -Yo no soy como Charlie. -¿Ah. no? Pues anoche querías matarnos a todos. -¡No lo pensaba en serio! -Entonces, ¿qué harás? -Supongo que... que tendré que disculparme. -Tendrás que arreglar las cosas... Plantéatelo de esa manera. Te será más fácil. ¡Una cosa más ! -¿Sí, jefe? -Hoy hemos estado en peligro. Un hombre jamás sabe lo bastante para desafiar al mar, o a Dios, o a la más pequeña de sus criaturas... Ahora, corre en busca de tu madre. Estaban todos despiertos, tratando de aliviar el dolor de cabeza en la laguna o haciendo a regaña dientes las mil pequeñas tareas que siguen a una noche de fiesta. Thorkild llamó aparte a Lorillard y juntos fueron hasta donde estaba el reloj de sol. -Como ves, ya hemos iniciado los primeros preparativos para el viaje. Todavía pasará mucho tiempo antes de que el barco esté listo, y después de eso tendremos que preparar gente para que sepa gobernarlo. Pero así y todo el progreso es visible, y eso nos hace bien a todos. -¿Ya has pensado quién irá? -No. Falta demasiado todavía, y no quisiera inquietar a la gente. ¿Cómo os va a vosotros en la montaña? -Por el momento, espléndidamente. -¿Y Martha? -Está bien. Se cansa un poco a veces, pero dice que trabajar le sienta bien. Creo que echa de menos a la gente de aquí abajo. -¿Cómo anda Simón Cohen? -Bien. Trabaja mucho, y por la noche hace música con nosotros. A veces se pone inquieto y quisquilloso, pero creo que eso es natural, debido a que está sin mujer . -Ya ha tenido dos, y ninguna quiere tener nada más que ver con él. -Eso me contó. Claro que tu... intervención no fue de ninguna ayuda. -Actualmente estoy... interviniendo menos. -También eso me han dicho. La de anoche fue una fiesta estupenda... a pesar del exabrupto de Mark. -Creo que no tardarás en saber que se ha disculpado. -Ya lo sé. porque lo he oído. No estoy muy seguro de la importancia que eso pueda tener. A mí no me tolera... y Martha está preocupada porque, simplemente, no quiere saber nada del niño que está en camino. -Dadle tiempo. ¡S¡ apenas está empezando a crecer ! -Martha le pidió que volviera a vivir con nosotros, pero se negó. -Está mejor aquí abajo, donde yo le mantengo ocupado. -Martha no lo ve de esa manera. -¿Qué es lo que ella cree? -Me imagino que está celosa... de t¡ y de Sally, y de la influencia que tú ejerces sobre el chico. Esta mañana, está celosa de mí también. -Vaya, ¿por qué? -Me embriagué bastante anoche. -¿No fue lo que hicimos todos? -Martha dice que estuve divirtiéndome con Yoko. -¿ Y es verdad? -Bueno... un poco. Martha y yo no... en fin, ella está embarazada, se cansa y... ya sabes cómo son las cosas. -Amigo, me parece -aconsejó Thorkild, riendo- que para arreglar lo de anoche necesitas orquídeas y bombones. -De orquídeas estamos llenos allá arriba -Lorillard estaba muy deprimido-. ¿ y cómo puedo conseguir bombones en este bosque infernal? -¿Quieres que hagamos un trato? -preguntó inocentemente Thorkild. -¿Qué clase de trato? -Tú haces reflexionar a Cohen. Dile que yo deseo que nos reconciliemos y sigamos amigos, y que será bueno para todos que lo hagamos... -¿Y? -y yo te consigo una caja de bombones para Martha. -Bueno... lo podemos intentar. -Espérame aquí -Thorkild reapareció minutos después con el presente, un collar de diminutas conchillas enhebradas en hilo de coser velas-. ¡Toma! Lo hizo Hernán Castillo, y yo estuve tentado de dárselo a Martha antes de que os fuerais, pero será mejor que se lo des tú... y de paso: esta es m¡ última... intervención. -Qué hábil eres -Lorillard le miraba con seca admiración-. Me das ganas de escupir. ¡Pero te lo agradezco! Al mismo tiempo que Lorillard se alejaba, Tioto se aproximaba hacia el reloj de sol. Sonreía, pero con una sonrisa cautelosa y torcida, y empezó a hablar en la lengua de los antepasados. -Kaloni... -Sí, Tioto. -Entre nosotros no hay mentiras, ¿verdad? Tú me conoces y yo te conozco. Hay un problema importante. -Cuéntame y permíteme que me forme m¡ propia opinión. -Anoche, antes del luau, el chico dijo cosas muy feas. -Efectivamente. -Y se quedó toda la noche sentado, mirándonos como un perro irritado. -Sí. -Yo también le observé, y más tarde, quise convencerle de que fuera a acostarse y descansara, pero no quiso. -Pero tú lo intentaste. -Pero no es ese el problema importante. Mientras comíamos y bebíamos, se habló mucho: de cosas importantes, de tonterías, de amor. Yo también hablé un poco, pero además escuché. Y oí lo que decía Hernán Castillo del chico: «Pobre mocoso, qué solo está.» « Ahora le toca entrar en la oscuridad del túnel», comentó el otro, Harsanyi. «En su momento, saldrá.» Yoko estaba con ellos; se rió y dijo: «Sí, siempre que no siga junto a Tioto». -¿Ese es el problema importante, Tioto? -Ése es, Kaloni. Te lo digo ahora, sólo esa vez. Tú lo oyes y lo crees. Yo veo qué es lo que haces tú con ese niño, y veo por qué lo haces. Tú eres jefe y navegante. Le estás preparando para el mana. Entonces, para mí, el muchacho es kapu. De ninguna manera podría yo amarle n¡ tocarle. Sería como acostarme con m¡ propia madre, y tú lo sabes. -Sí, lo sé, Tioto. -Entonces, tú debes hacer que los otros lo sepan, ¿sí? Ya es bastante duro estar solo. Que me insulten es demasiado, cuando no hay otra casa que quiera recibirme. -Nadie te insultará. Las palabras de anoche, las olvidarás. Fueron como la espuma que salta sobre los arrecifes. Y por las palabras de hoy, y por las de mañana... por esas, serán responsables ante mí. -Yo estoy muy solo, Kaloni. Anoche fu¡ a visitar a Bárbara Kamakau. No quería hacer nada, únicamente hablar. Y ella fue buena conmigo. Después me fu¡ a la playa y dormí junto a la tumba de Malo. Fue él quien me dijo que viniera a hablar contigo. -Tú eres un hombre bueno, Tioto. -Ai-ee! El hombre planta bananos para su familia; la rata frutera se come las bananas; el hombre mata a la rata frutera y se la come asada... Bueno, malo... ¿quién lo sabe? Los antiguos lo entendían mejor que nosotros, pero ya hace demasiado tiempo de eso.

Los que formaban el grupo que trabajaba en las terrazas habían decidido quedarse veinticuatro horas más en el campamento, para recuperarse de los efectos de la fiesta y organizar una partida de pesca al atardecer. Fue un día soñoliento y desordenado, y Thorkild estuvo casi todo el tiempo con Sally junto a la cascada, bañándose, dormitando y charlando sin orden n¡ concierto sobre los acontecimientos de la noche pasada. Thorkild se inclinaba a no dar importancia al episodio, pero Sally lo veía desde un punto de vista más clínico. -La bebida era muy fuerte y, aparte de que nuestra tolerancia para el alcohol esté disminuida, habían muchas emociones contenidas que buscaban liberación. Aparte de algún pequeño daño al hígado, lo más probable es que nos haya hecho bien a todos, como las antiguas Saturnales en que todo el mundo se soltaba, e incluso los esclavos eran manumitidos para esas fiestas. Tenemos tres parejas de recién casados, lo cual estabiliza la comunidad. Se dijeron cosas buenas... y algunas malas que, de todas maneras, era mejor decirlas. En resumidas cuentas, la experiencia fue positiva y tal vez haríamos bien en repetirla a intervalos razonables... ¿ Qué tal al estar casado, señor Gunnar Thorkild ? -No siento ninguna diferencia. Siempre me he considerado casado contigo. -Me encanta oírtelo decir. -¿Hablaste con Martha? -Largamente, m¡ querido esposo... ¡muy largamente! Echa de menos la vida de aquí abajo. No quiere saber nada más de vida sexual... con Peter Lorillard, por lo menos. Te culpa a t¡ de su exilio, y me temo que sobre ese punto le d¡ muy concisamente m¡ opinión. Y algo que no dijo, pero que se oía con tanta claridad como una sirena de un coche de la policía, era que tiene la sensación de haber hecho un mal negocio con un hombre que no es para ella. -Me temo que es lo que hace siempre. Martha quiere algo que es imposible de conseguir... un mundo perfecto. -El mío es casi tan perfecto como yo quisiera. En el momento en que Thorkild se inclinaba a besarla apareció en el claro Simón Cohen, con expresión hosca y un poco truculenta. Masculló una disculpa, dirigiéndose a Sally, y después expresó sin ambages: -Me dijeron que querías hablarme, Thorkild. Sally se puso presurosamente de pie. -Os dejo solos. -No es necesario -dijo Simón Cohen-. Tal vez será mejor que te quedes. -Muy bien. Sally volvió a sentarse y Cohen se acomodó en la orilla. Junto a ellos. -Simón -dijo Thorkild en voz baja-. antes éramos buenos amigos. -Es verdad -asintió amargamente Simón-. ¡Por eso estamos aquí! -¿No podemos empezar de nuevo? -Tú me organizas una relación con una mujer, por poco me partes la mandíbula, dispones la situación social de manera que no quede lugar para mí... ¿ Por dónde vamos a empezar, profesor? -¡Por favor! -Sally Anderton, conciliadora, le apoyó una mano en el brazo-. Antes de que sigáis. ¿puedo decir algo? -Adelante. -En la situación en que nos encontramos, en una isla que ni siquiera figura en los mapas. ¿qué concesiones estáis dispuestos a hacer? No estoy hablando de t¡ y de Gunnar. Esas son cosas de hombres en las que no quiero meterme. Me estoy refiriendo al sexo, al compañerismo, al amor, al celibato incluso, s¡ es lo que alguien quiere. -Por lo menos, es lo que yo tengo -señaló hoscamente Cohen-. y no me gusta, en lo más mínimo. -Pero tú echaste a perder tu relación con Bárbara. -No fu¡ yo, fue tu marido. S¡ por lo menos él se hubiera callado el pico, podíamos haber llegado a entendernos. ¡Pero no! Él lo quería todo limpito, perfecto y atado con una cinta rosada. ¡Está bien! ¡Yo tampoco me comporté inteligentemente! Insulté a la chica y le dije un montón de cosas que no debía haberle dicho. No todo, no; lo que yo intentaba era decirle clara y honradamente que s¡ alguna vez salimos de este agujero, yo quiero volver a ser un hombre judío que quiere casarse con una chica judía, en la sinagoga y con todos los ritos. Tal vez ustedes se rían, pero es lo que yo quiero. -Nadie se ríe, Simón -Sally se mostraba muy paciente-. Nos dolemos, más bien. Por t¡ y por nosotros mismos. Y por Yoko, que va a tener un hijo tuyo. -¡Así que ahí también metí la pata! ¡Me lo imaginaba! Pero Yoko ha terminado conmigo; ella misma me lo dijo anoche. -Sólo queda Bárbara, ¿verdad? y ella también está sola, recuérdalo, y herida: por dentro y por fuera. No digo que los dos debáis estar juntos; es posible que eso sea lo último que los dos queráis, y lo más cruel que pudierais haceros uno al otro. Pero, por lo menos, podríais restablecer una relación digna entre vosotros. Y ésa no puede iniciarlo Bárbara, que n¡ siquiera conoce las palabras. S¡ tú crees que puede ser útil, yo hablaré primero con ella. -¡No, gracias! Me hace tanta falta una celestina como otro puñetazo en la mandíbula. -S¡ sirve de algo, puedes devolvérmelo -ofreció Gunnar Thorkild. -Me rompería la mano, y ya no podría hacer música. ¡Nos veremos luego ! -Es un tipo muy especial -diagnosticó Sally Anderton. -Yo conocía a la madre -caviló Thorkild-. Una mujer formidable que en una ocasión me invitó a su cama. El padre era concertista de violín y se escapó con la hija del director. No es el mejor equipaje para un viaje así. -Pues es hora de que lo eche por la borda -señaló Sally, molesta por la discusión-, porque de todas maneras, nadie más se lo va a cargar. ¡Vamos, cariño, a unirnos con el resto del mundo!

Al caer la noche había algo sobre lo cual todos estaban de acuerdo: estaban todos muertos y listos para que los enterraran. Se dirigieron como animales hacia sus cuevas y, antes de que saliera la luna, ya reinaba el silencio en el campamento. Sólo Thorkild estaba despierto, de pie sobre un banquito a la entrada de la choza, colgando un intrincado artefacto de cuerdas y tubos de bambú. -Gunnar, ¿qué estás haciendo? Thorkild golpeó los bambúes, que produjeron un tenue sonido de carillón. -Tubos de viento, como los japoneses -explicó-. Es m¡ regalo de bodas. Sobre esto hay un poema :

En tanto que el viento sople resonará en m¡ casa una canción de amor.

-Gracias. Vuelve a decirme el poema... por la mañana. -Duérmete, Sally. -¿Qué haces tú? -Ya me acuesto... Buenas noches, señora Thorkild. La cubrió con las mantas y se alejó, olfateando el aire denso de espuma de mar y de humo, y del pegajoso vapor de la jungla. Junto al gnomon, de pie, había una figura y Thorkild se acercó para ver quién era. Magnusson le saludó en voz baja. -¿Thorkild? Soy yo, Carl. -¿Te pasa algo? -Nada. No podía dormir... Me encantaría tener un buen cigarro. -Qué pena, se nos acaban de terminar. -Una noche preciosa, ¿verdad? -Mucho. -¿Puedes creerlo ? Por fin soy un hombre feliz. -Cuánto me alegro, Carl. -En la cama que está junto a la mía hay una vieja gorda que ronca y pedorrea toda la noche, y a la mañana me despierta con un beso. Y la amo... Tú, ¿eres feliz, Thorkild? -No me falta mucho para serlo, Carl. -Dame el brazo, que quisiera bajar hasta la playa. Sentados un poco antes de la línea donde morían las olas, Thorkild empezó a partir en tiras una hoja de palmera, en tanto que Magnusson, mientras iba arrojando al agua fragmentos de coral, se sumergía en un vagaroso monólogo. -...durante todo el día estuve buscando la palabra, y ahora la he encontrado. Lo que he conseguido, finalmente se llama tranquilidad... Anoche bebí demasiado, y esta mañana me sentía terrible. Pero por debajo de todo eso, estaba tranquilo... Hay algo que quiero decirte, pero debes prometerme que guardarás el secreto... He perdido la vista en un ojo, el izquierdo. Sé lo que eso significa...que se ha roto un vaso, por alguna parte. ¡No trates de poner cara de espanto! Tú y yo estamos más allá de las hipocresías. Yo diría que es una especie de advertencia; ya he visto lo suficiente. Es hora de que empiece a mirar hacia adentro y a sentar el juicio... Quisiera pedirte un favor . -Lo que quieras. -¿Cómo crees tú que están las cuentas entre tú y yo? -Todavía estoy en deuda contigo, Carl. -Pues entonces, quiero cobrarme esa deuda... ¡Escúchame sin interrumpirme! Un día, pronto... ya te diré cuándo... quiero que me lleves hasta el lugar donde está tu abuelo. -Carl, ¡es una larga subida ! -Lo organizaremos de modo que no resulte muy difícil. Podemos pasar la noche en la terraza, con Willy y Eva. ¡Pero quiero ir hasta allá, Gunnar ! -Te llevaré. -Y quiero que me dejes allá. -¡No! -¡Sí! -¡Carl, escúchame ! -¡Escúchame tú... ! Tu abuelo era más viejo que yo, y yo vi cómo lo bajabas por la borda del Frigate Bird. Y lo v¡ alejarse navegando, con toda su hombría incólume, al encuentro de sus antepasados que lo esperaban en las tierras altas. Y quise irme con él. ¿Recuerdas que le pedí que me llevara? No podía imaginarme, n¡ puedo todavía, mejor forma de que un hombre encuentre su fin y entable la última discusión con su Hacedor. No quiero morirme aquí, en la cama, como un vegetal, perdiendo los sentidos uno tras otro, mientras las mujeres gimen a m¡ alrededor y toda la tribu espera a que me muera de una vez para poder volver a ocuparse de sus asuntos... Soy un hombre orgulloso, Thorkild. ¡No me obligues a suplicarte! -Carl, nada más lejos de m¡ intención. Pero quiero que me escuches... un momento, nada más. -Sé breve, entonces. -Muy bien... Es esto. Tú eres un hombre grande, y estás muy solo. Yo me he prometido ya que cuando llegara tu hora yo estaría contigo, como un hijo que cumple con piadosos deberes, para cogerte las manos, cerrarte los ojos, darte el beso del adiós. -¿Y tú crees que yo no lo sabía? ¿Crees que no lo necesito? Más que la mayoría de los hombres necesito de esos piadosos deberes. Pero debes hacerlo en la forma que yo quiero, ¿eh, hijo mío? -Carl, ¡es un lugar tan solitario aquél de allá arriba ! -Tu abuelo, ¿se sintió solo? -No lo sé. -Te aseguro que no. Mira, yo he sido toda m¡ vida un aventurero. He ganado y he perdido, pero siempre salí nuevamente a cazar: mujeres, poder, dinero... ¡todo! No porque lo necesitara, sino porque siempre había una montaña más, un río más, y detrás de todos ellos, la luz... que podía ser un fuego fatuo, pero era de todos modos una luz que podía perseguir .Y está allá, allá en las tierras altas; ¡y tú has de llevarme hasta allí ! -Ojalá estuviera aquí Flanagan -suspiró Thorkild con una incongruencia sublime. -¿Flanagan? ¿Por qué? -Porque él me pronosticó que esto sucedería -Thorkild se rió tontamente al recordarlo-. Me dijo que un día tú te subirías sobre mis hombros como el viejo del mar, y yo te rogaría incesantemente que te bajaras. -Qué hombre tan extraño, Flanagan -reflexionó Carl Magnusson con aire ausente-. A mí me dijo algo diferente. Dijo que montándome sobre t¡ podría hacer que me llevaras al infierno, pero que jamás te doblegaría... Bueno, ¿cuál es tu respuesta? -Te llevo, y te dejo. Y quiera Dios tener piedad de m¡ alma estúpida. -Amén -asintió Magnusson-. Ahora, llévame a la cama.

La marcha del grupo que ocupaba las terrazas produjo una curiosa impresión en todos. No porque se fueran muy lejos. El camino que llevaba a la terraza era perfectamente familiar. Los encargados del transporte de provisiones lo recorrían cada dos días, para llevar pescado fresco y volver con frutas y verduras. Era más bien que, por primera vez desde la llegada a la isla, habían experimentado la sensación de ser una familia, una tribu, de compartir una mutua intimidad. Habían traído herramientas para que las repararan, y se encontraron con otras nuevas para llevarse. Se habían expresado disculpas, se había establecido una corriente de besos, abrazos, discusiones, intercambio. Poco antes de partir, Simón Cohen se había acercado a Thorkild para informarle con su desabrimiento habitual: -He estado hablando con Bárbara, le he pedido disculpas y le he preguntado s¡ querría vivir conmigo en la montaña. Ella me dijo que esperaría hasta que se encontrara mejor, y que después volvería a pensarlo. También me dijo que tendría que preguntarle al jefe. -Puede ir o quedarse, es cosa de ella. -S¡ te pide tu consejo, ¿ qué le dirás ? -Nada. Es ella quien tiene que decidir. Y entre tú y yo, ¿qué pasa? -Lo mismo. Nada. Para llevarnos bien, no hace falta que seamos amigos. -Es verdad. Puedes bajar cuando quieras. Serás bienvenido. -Bueno, creo que no hay más qué decir. ¡Aloha! -¡Aloha! También Martha Gilman acudió a despedirse y, en cierto modo, a hacer las paces. -Comprendo qué es lo que estás haciendo con Mark, y estoy segura de que eso le beneficia. Pero todavía no es más que un niño, y necesita de su madre. -Madre no le falta, Martha -Thorkild le habló con cuidado-. Molly Kaapu le mima, y Jenny está siempre pendiente de él, y Sally está atenta a su salud. No te preocupes, y disfruta de lo tuyo. -Es lo que intento, créeme. -Pero no te esfuerces demasiado. -Gunnar, cuando el niño nazca quiero estar aquí abajo. -Naturalmente. -Sé que a Peter no le gustará, pero... -Ya se acostumbrará a la idea. ¡Tranquilízate, mujer ! -Necesito que tú estés cerca para enseñarme... Pasamos días buenos juntos, ¿verdad? -¡ Porque poníamos en ellos cosas buenas ! -¿Me das un beso? -Entre primos, uno siempre se besa, Martha. ¡Cuídate, eh! ¡Aloha! Mientras Thorkild seguía en pie, saludando con la mano a los que subían por la colina, Adam Briggs se situó junto a él. Fue él quien dio forma al epílogo, simple e incitante : -Jefe, algunas veces llegué a pensar que nos haríamos pedazos entre todos como gatos metidos en un saco. Ahora, somos de nuevo seres humanos. No será la nueva Jerusalén, pero podríamos... tal vez podríamos empezar a construirla.

NUEVE

ALGO HABÍAN GANADO y, algo habían perdido: la sensación de urgencia, la desesperación in expresada que les había impulsado, durante las primeras semanas pasadas en la isla, tanto al esfuerzo como al conflicto. Ya no les angustiaba la monotonía, en la medida en que comprendían que la lentitud del ritmo de sus días, como el ritmo de mareas y rompientes, de soles y de lluvias, era más satisfactoria y más productiva que los breves y frenéticos estallidos de energía en que habían dilapidado gran parte de su vida anterior. El barco no se podía construir a golpes y hachazos; debía crecer lentamente por efecto de la paciencia de las manos, lo mismo que había crecido el árbol en la selva. Con la marea se acercaba el mejor pescado, y para pescar en el arrecife había que esperar a que bajara el agua. También las mujeres imponían su propia exigencia instintiva de domesticidad y orden. Dos de ellas estaban embarazadas, otras esperaban llegar a estarlo. No querían excursiones desatinadas ni planes exuberantes. También las emociones se hacían menos profundas y se mitigaban, dado que no había nada que estimulara la avidez, y pocas eran las cosas que la satisfacían. Los casados no tenían otra medicina que sentirse satisfechos con su elección; y si los solteros decidían -como parecía a veces- jugar a sus propios juegos, eso no perturbaba la vida de la comunidad. De forma lenta pero perceptible, un ansia decorativa se iba adueñando del campamento. Se recogían caracoles y ramas de coral, piedras y trozos de madera que había aportado el mar. Ellen Ching empezó a traer de las tierras altas brotes de orquídeas, hibiscus y jengibre, para plantarlos en cestas y en conchas que recogía de la arena y llenaba de tierra y estiércol. Yoko Nagamuna hacía collares y brazaletes. Sally, Molly y Bárbara estaban puliendo trozos de corteza de tapa y ensayando tinturas vegetales para estamparlos. Tioto había construido una balsa de bambú que, con una pértiga, permitía dar la vuelta al arrecife. Franz Harsanyi escribía sin descanso en las guardas y los márgenes de los libros que tenían, y mantenía el más profundo secreto sobre sus escritos. Por su parte, Thorkild seguía constantemente ocupado con la educación de Mark Gilman. Se habían reservado un lugar, próximo al reloj de sol, donde habían instalado un péndulo y trazado un gran cuadrado de arena que, pulcramente alisado todas las mañanas, servía para dibujar diagramas y resolver problemas de trigonometría y de navegación. En cuanto a la parte óptica, siguiendo un diseño de Thorkild, Hernán Castillo había fabricado un cuadrante rudimentario con una cáscara de coco perforada que hacía las veces de mira y una aguja que se movía sobre una escala fija. El muchacho absorbía ávidamente los conocimientos. Era capaz de repetir toda una serie de procedimientos o de cálculos sin vacilación ni error. Tenía una necesidad de destacarse casi diabólica y cuando, como a veces sucedía, descubría que Thorkild había cometido un error de cálculo, con grandes gritos de alegría se lo comunicaba a todo el que quisiera oírlo en el campamento. Por lo demás, seguía mostrándose desconfiado y reservado, y cualquier pregunta referente a su vida privada o sus relaciones sociales chocaba con un silencio impenetrable. Con las mujeres se mostraba alternativamente tímido y petulante. Cuando Ellen Ching le hundía en el agua por alguna impertinencia, la evitaba hoscamente después durante días enteros. Cuando Jenny estaba sola, se aproximaba a ella, pero cuando veía que se acercaba Adam Briggs se escurría furtivamente, como un ratón. El único con quien se mostraba dispuesto a abrirse era Carl Magnusson. Con él daba largos paseos por la playa, sumido en profundas conversaciones. A veces, cuando el anciano estaba deprimido y mal dispuesto para la compañía, comía con el muchacho fuera de su choza, pero ni una vez siquiera hizo referencia al tema de sus charlas con él. Thorkild, por su parte, insistía en que al menos cada dos semanas, Mark subiera a la terraza con los encargados del transporte, a visitar a su madre. Siempre regresaba de esas visitas silencioso y resentido, haciendo pequeñas alusiones despectivas que Thorkild fingía no advertir. Ya era bastante duro para el chico verse privado de la compañía de otros niños. Era demasiado esperar que se mostrara más perfecto que sus mayores. Un día, cuando habían pasado unas seis semanas después del luau, Bárbara Kamakau anunció que estaba dispuesta a irse a vivir a la montaña con Simón Cohen. Subiría para hablar con él y, si Simón seguía pensando como antes, se quedaría. Resumió la situación con dolorida dignidad: -Ya sé que no es ningún gran romance, jefe, pero es mejor que estar sola. Ojalá yo tuviera más conocimientos, para poder hablar de las cosas que a él le interesan. Pero como sé la forma de hacerle feliz en la cama, espero que eso pueda compensar lo otro. Y si se cansa de mí, me volveré a la playa. Lo único que me preocupa es que no quisiera algún día terminar en el puerto de Honolulú con un niño sin padre. -Suceda lo que suceda, el jefe y yo nos ocuparemos de que nada te falte, Bárbara. Considéralo como una promesa -le aseguró Sally. -Oh, le creo. No sé decir muy bien las cosas, pero si alguna vez me necesitan, me tendrán aquí sin demora... Bueno, pues me voy a la montaña. Espero que Charlie no vuelva a perseguirme... -Imposible. En este mismo momento debe de estar sentado en algún bar de Honolulú. -No, eso es imposible. De eso estoy segura. -¿Cómo puedes estar segura, Bárbara? -Nadie ha venido en nuestra busca, ¿no es así? A mí, Charlie me odiaba, pero a los demás no. Y quería mucho al señor Magnusson. No, ¡seguro que está muerto ! -Entonces, ¡olvídate de él ! -Sí, será lo mejor. Deséeme usted suerte. Una vez que Bárbara desapareció, remisa e insegura, en pos de los encargados del transporte, Sally se volvió a Thorkild. -¿Qué crees tú, realmente, que le habrá sucedido a Charlie? -Te iré dando las apuestas, querida. Doble contra sencillo a que está muerto. Apuestas a la par: ha ido aparar completamente chiflado, a algún atolón de tercer orden, y está tratando de conseguir que algún funcionario francés entienda quién es y de dónde procede. Y, lo más improbable de todo, está en Honolulú y la Armada está recorriendo el océano para tratar de encontrarnos. -¿ Y con esa esperanza vives día a día? -¡No! -Thorkild rechazó de plano la idea-. ¡Compréndeme, Sally! Yo calculo las posibilidades, decido, y a otra cosa; no puedo permitirme el lujo de la evocación. Incluso a ti, y sabe Dios que te amo tanto que el corazón se me parte, te pongo en la balanza y te peso junto con todos los demás. Fue lo que me enseñó Lorillard. Se salva a quien se pueda, y hay que olvidarse de los demás. Era también la propuesta de Flanagan: haz lo mejor que puedas por la mayoría y deja que Dios se ocupe del balance. -No hables así, que me espanta. -¡Vaya si espanta! ¡Bien que lo sabes! ¿Qué fue lo que me dijiste cuando nació el niño de Jenny ? ¡Entiérralo! El niño ha muerto, y mañana tenemos que vivir. Entonces, ¡enjuguemos la sangre y asunto terminado! -¿ Y tú, esposo mío? -Yo entierro a los muertos y consuelo a los vivos... y noche tras noche, muero con mi mujer la pequeña muerte. Tú quisiste al jefe por pareja. ¡Pues ya sabes lo que significa ! -Dime que me amas. -T e amo, alma de mi alma. ¡Claro que te amo!
Hernán Castillo, de estirpe de conquistadores españoles y princesas malayas, y de magnates cerveceros filipinos y grandes damas de mangas acuchilladas y banco privado en la catedral de Manila, tenía sus propios problemas. No eran, desde luego, problemas graves, admitió sonriendo, ni inmediatos, pero de todas maneras eran problemas. La cosa era así: ahí estaba él, viviendo con una mujer que llevaba en el vientre el hijo de otro; eso no le importaba, ya que ella era agradable, hábil y agradecida. Además, ahí estaba Hernán, construyendo un barco que él mismo había diseñado, para que los llevara de vuelta a la civilización. ¿De acuerdo, hasta ahí? De acuerdo. ¡Bueno! Ahora, dado que el barco lo había proyectado él, Hernán se consideraba con derecho a ser uno de los que viajaran. ¿O no? Sí... y no. Gunnar Thorkild jugueteó de mala gana con esa nueva muestra de lógica jesuítica. Eran muchas las manos que estaban construyendo el barco; hasta las mujeres podían afirmar que habían intervenido. Pero bueno, supongamos... supongamos, nada más, que los derechos del diseñador tuvieran prioridad, y que le correspondiera ser uno de los primeros viajeros. Entonces, ¿qué sucedería? Entonces, continuó Hernán Castillo, vástago de diversos troncos, se planteaba otra cuestión. Él no quería que se le hicieran otras concesiones; nada de reconocer paternidades ni de hacerse cargo de mantener al hijo de otros amores. Sí, claro que para todo eso faltaba mucho. Pero si él estaba construyendo el maldito barco, era porque estaba seguro de que el barco navegaría; y aunque para el gran día pudiera faltar todavía un año, alguna vez llegaría, y para entonces Hernán desearía tener una especie de póliza de seguro. Su primera pareja había sido una japonesa, y por cierto que eran dulces como la miel, pero a un hombre le rodeaban de telarañas y, si las telarañas no eran suficientes para sujetarlo, eran capaces de ponerse frenéticas y cortarle los huesos con un cuchillo de trinchar; o si no, metían la cabeza en el horno de gas y, cuando las rescataban, le denunciaban a la policía. De manera que, estando advertido, ¿no podría el jefe pensarlo un poco y aconsejarlo sobre la forma de tratar un asunto espinoso? Sí, el jefe lo pensaría. Pero también le sugería, no sin fastidio, que lo mejor sería postergar la decisión por lo menos hasta que naciera el niño. Todos los asuntos de la comunidad quedaban registrados en el cuaderno de bitácora, un documento que constituía una prueba firme en procesos civiles o criminales. Pero por favor, hombre, ¡no empecemos a marearnos en el barco antes de haberlo construido! ¡No, claro que no! Hernán Castillo se mostró tan magnánimo como un duque. Con tal que su posición quedara en claro, él encantado de confiar en la sabiduría del jefe... Ah, y de paso, si había que fundir metales, todavía no tenía el crisol... ¿Tal vez alguien comenzaría pronto la búsqueda de algún yacimiento de arcilla? Cuando Hernán se marchó, saltando como una pelota de goma por el campamento, Thorkild se retorcía de risa. No había manera de ganarles, ni había manera de que le dejaran ganar a uno. Lo mismo que cuando hay topos bajo el césped de un campo de croquet: uno no ha terminado de aplanar un montículo cuando ya están levantando otro. Es su naturaleza, no es que sean malos. Tienen esa exigencia de atención para sus necesidades y méritos individuales, y de lágrimas para sus penurias de Jobs en miniatura. Si hoy se les daba el paraíso, mañana, por puro aburrimiento, soñarían con el infierno. Y lo que más le divertía era la forma en que Castillo entendía -o no- lo que estaba pidiendo. Él había diseñado el barco, y estaba encantado de construirlo. Pero, en realidad, jamás en su vida había navegado en una embarcación de los nativos por el océano. Desde que habían llegado a la isla, Hernán jamás había salido más allá del arrecife. Sería interesante ver lo que sucedería cuando se empezaran a hacer las pruebas en el mar; porque Thorkild estaba decidido a que todos los habitantes de la isla, hombres y mujeres, se pusieran a prueba antes de elegir la tripulación para el viaje. Y no se trataría de un crucero de placer alrededor de la isla, sino de alejarse de la costa, de pasar días y noches pescando y navegando, hasta que todos fueran tan marineros como fuera posible. No se podía arriesgar un año de esfuerzos, una embarcación marinera y seis vidas, junto con toda esperanza de rescate, poniendo todo en manos de inexpertos marineros de agua dulce. Más tarde, mientras pescaban en la laguna, Thorkild confió sus proyectos a Adam Briggs : -Mi idea es formar tres pilotos: Lorillard, Willy Kuhio y tú, Adam. El muchacho practicará como navegante con cada uno de vosotros. Yo trabajaré con todos y con el barco, como con una orquesta, hasta conseguir una armonía lo más perfecta posible. Entonces elegiré. Briggs no parecía muy dispuesto a aceptar la idea. Durante un momento le dio vueltas en la cabeza. -Pero yo pensé que usted sería el jefe de la expedición –dijo después. -No, Adam. Lo he pensado mucho y he decidido que no. Hay que mantener la moral... y la seguridad, si quieres. El grupo que parta lo hará con muy buenas probabilidades de llegar felizmente a puerto. Los demás, se quedarán aquí esperando... y dudando. Para mantener la unión hará falta una mano firme. Y si ese grupo se pierde, habrá que empezar de nuevo desde cero, con menos brazos para trabajar y una moral mucho más baja. Yo estoy en mejores condiciones que cualquier otro para hacer frente a ese problema... ¿Qué tal van las cosas entre Jenny y tú? -¡Maravillosamente! Realmente bien. Hay tanto amor en esa muchacha, que mana de ella como el agua de una vertiente... Le diré la verdad: yo no quiero regresar, jamás. Ni Jenny tampoco... Así que téngalo en cuenta, jefe. Yo acepto practicar con usted, y le ayudaré a formar a los otros. Pero no quiero abandonar esta isla. -Es una decisión importante, Adam. -¿Usted cree? -de pronto, Briggs se mostró ansioso y elocuente-. ¿Qué hay allá que necesitemos tanto? Aquí comemos bien, dormimos tranquilos, y al despertar nos encontramos con caras sonrientes... y no importa dónde miremos, siempre tropezamos con algo hermoso: los peces, los pájaros, las puestas de sol. ¡Hombre, si estamos liberados! ¿Por qué volver a ponernos las cadenas? Yo no dejo de decírselo a Franz y a Castillo, mientras trabajamos. Lo único bueno del barco es que nos abre las puertas del océano, que nos da una posibilidad de elección. Pero para Jenny y para mí, la elección está hecha. ..¿ y usted, jefe ? -Yo también quiero quedarme, pero... . -¿Pero qué? -Tengo que esperar. Soy responsable de mucha gente. -¿A usted le gusta complicarse la vida, no? ¿Ha pensado alguna vez realmente hasta qué punto es responsable, o puede serlo? -Sí, lo he hecho, y la respuesta es simple: soy responsable de forma absoluta. Y tengo que decirte, Adam... aunque tal vez nunca suceda... ¡que si yo te lo mando, tu te irás ! -Yo le admiro a usted, jefe -dijo suavemente Adam Briggs- y Jenny le ama. Creo... que yo también le amo. Y lo siento tan próximo como un camarada... ¡pero no me busque pelea! -¿Has jugado alguna vez al póquer, Adam? -Muchas. -¿Apuestas altas? -A veces, en el ejército. -Entonces, sabes que después de haber pedido, apuestas a las cartas que tienes en la mano, porque ya no vienen más. -O las pongo boca abajo en la mesa y no apuesto nada. -¿Quisieras apostar ahora ? -¿A qué? -A todo o nada. El ganador se lleva todo. Briggs contra Thorkild. -¡Demonios, jefe! ¡Usted sabe que no era esa mi intención! -Ni la mía tampoco -asintió Gunnar Thorkild-, de manera que no pensemos más en eso. Vivamos cada día con su afán. Era fácil de decir, pero lograrlo era mucho, mucho más arduo que subsistir. Planteaba el constante problema de la discontinuidad de la experiencia en el interior mismo de la comunidad. No tenían una fe en común, no compartían un pasado. No había un único marco de referencia que pudiera abarcar los diversos anhelos y temores. por más implacablemente que les hubiera confinado la geografía, por rígido que fuera el vínculo impuesto por la monotonía de la rutina cotidiana, no tenían un sueño tribal que unificara sus voluntades. Incluso el título de jefe podía ser retirado a voluntad, por medio de la votación o de la intriga. Mientras pescaban, dejándose llevar lentamente por la corriente a lo largo del borde interno del arrecife, Thorkild intentó explicárselo a Adam Briggs, que después de escucharle pacientemente le dio su propia opinión: -No hay forma de hacer que las cosas sean diferentes, jefe. Tal vez si viviéramos aquí durante dos o tres generaciones, nuestros nietos o nuestros bisnietos compartirían ese sueño de que usted habla: todas las leyendas, los relatos, las actitudes que al unirse unen también el pasado y el presente. Pero nosotros tenemos el equipaje que trajimos con nosotros, y a él nos aferraremos hasta que se le desprendan las últimas etiquetas y ni siquiera recordemos ya, realmente, por qué lo conservamos... ¡Eh! ¡Mire ese cangrejo, qué grande! ¡Ahí, en la rendija! -¿Puedes alcanzarlo? -No, pero me bajaré de la canoa. Aquí el agua no es profunda, y puedo ir caminando. -Cuidado con los pies, que los corales cortan. -Sí, tendré cuidado. Mantenga usted el bote, que yo voy a bajar. Mientras Thorkild sostenía en equilibrio la canoa, Briggs se dejó caer por el costado y nadó algunas brazadas hasta llegar a la parte de menor profundidad, en la base del arrecife. Después, cuando hizo pie, empezó a aproximarse con cautela hacia el cangrejo. Lo tenía ya al alcance de la mano cuando, con un aullido de dolor, cayó de espaldas, batiéndose desesperadamente. Como resultaba imposible volver a izarlo a bordo, Thorkild también se arrojó al agua y trató de rescatarlo. Presa evidentemente de un dolor intensísimo Briggs había perdido el control y Thorkild tuvo que golpearle y semi ahogarle antes de poder volverlo de espaldas para nadar con él hasta la costa. Le tendió sobre la arena y le examinó las plantas de los pies. En el pie izquierdo se veía una hilera de picaduras que iban desde el nacimiento de los dedos hasta el talón. Briggs empezó nuevamente a gritar, retorciéndose sobre la arena. Thorkild se lo cargó a la espalda y avanzó, tambaleante, hacia el campamento. Cuando los demás se amontonaron en torno de ellos, les apartó. -¡Llamad a Sally! -ordenó a gritos-. Franz, Tioto, id a buscar la canoa, porque si no, la perderemos. Y alguno de vosotros, pedidle un poco de whisky a Carl. Acostó a Briggs en su propia cama y le echó el alcohol en la garganta hasta que el herido lo arrojó con una arcada. Después les enseñó las marcas de picaduras a Sally y a Jenny. -¡Mirad! ¡Es un pez escorpión! El veneno produce intensos dolores, espasmos y fiebre. -¿Qué antídoto hay? -Ninguno. Trata de evitar el shock, si puede, y de calmarle los dolores, si tienes algo. Después, hay que esperar. -Esperar, ¿qué? -Se morirá muy pronto. Y si vive, puede pasar semanas en la cama. Jenny dio un grito. Thorkild la abofeteó y la arrojó de la cabaña, a los brazos de Molly Kaapu. -Llévatela de aquí. ¡Que todos se vayan de aquí! Más tarde hablaré con vosotros. Después se volvió hacia Sally, que estaba auscultando a Briggs y tomándole el pulso. El herido gemía y se estremecía y, cuando se sentía presa del dolor, exhalaba un gemido agudo, un chillido, mientras su rostro se contorsionaba en una mueca de sufrimiento. Sally se apartó de él y comenzó a revolver su botiquín. Cuando se enderezó, se leía la desesperación en sus ojos. -Nada que valga un cuerno. Pomada para quemaduras, las medicinas de Carl, tintura de yodo, aspirinas y purgantes... -Prueba con la oración -sugirió Thorkild, impotente-. Lo mejor será que yo vaya a hablar con los otros. Estaré de vuelta dentro de un minuto. Los reunió a todos en torno del hogar y les explicó lo que había pasado. La entrevista fue breve y áspera. -Ya habíamos hablado del peligro de andar descalzos por el arrecife, pero todos nos descuidamos, incluso yo. Ahora nos ha ocurrido esto. ¡Por el amor de Dios, a ver si aprendemos! Por lo menos, fabriquemos plantillas de estera para atarlas a los pies. Os explicaré cómo es el pez escorpión... Un animal maldito y traicionero, de color marrón y gris, de modo que cuando está posado sobre la arena no se puede ver. Es viscoso y está cubierto de verrugas. La boca es redonda y verde por dentro, y en el dorso tiene trece púas venenosas. Si encontráis uno, no lo toquéis... y por dondequiera que andéis, id con cuidado. Adam está muy enfermo, pero es fuerte y esperamos que podrá superarlo... Durante la noche, nos turnaremos para cuidarle. ¡Eso es todo! -Rodeó a Jenny con el brazo y la llevó aparte-. Discúlpame; no quise hacerte daño. -Me hizo bien, jefe. ¿Puedo ir a verle ahora ? -Pero ármate de valor, pequeña. ¡Piensa que va a ser duro! Fue duro y fue largo. La primera noche, para los hombres fue literalmente una lucha conseguir mantener acostado al enfermo. Después se apoderó de él la fiebre, que llegó a ser tan alta que tuvieron que mantenerle envuelto en mantas empapadas en agua de la cascada. El pie se le hinchó hasta ponérsele como un melón y el veneno, al subir por la pierna, se la hacía latir de tal manera que Adam sollozaba como un niño. Ellen Ching sugirió que prepararan kava, machacando raíz de pimentero, y lo usaran a modo de opiáceo para calmarle un poco el dolor. Durante todo un día, largo y triste. Sally discutió consigo misma si debía o no amputar; finalmente, llegó a la conclusión de que el shock de una intervención quirúrgica sin anestesia mataría indudablemente al paciente. Esa misma noche, enloquecida de desesperación, preguntó a Thorkild y a Jenny si, en caso de que se produjera una gangrena, se justificaría poner fin a los sufrimientos de Adam. Fue Jenny quien tomó la decisión. Les tomó a ambos de la mano y les llevó hacia el pequeño grupo sombríamente reunido en tomo del fuego. -Hemos estado preguntándonos sobre si tenemos o no derecho a poner fin a los sufrimientos de Adam -les explicó-. Él es mi marido y no quiero verle sufrir más, de modo que voy a pediros a todos que hagáis algo por mí. Tal vez no signifique nada... pero tal vez sea lo más importante de todo, y es precisamente lo que hemos omitido. Quiero que recéis conmigo. Aunque no tengáis fe, por favor, decid simplemente las palabras conmigo. Y si no las sabéis, entonces repetidlas cuando yo las diga... Por favor. hacedlo... Por favor. La voz se le quebró, y la muchacha se quedó inmóvil. Llorando silenciosamente, hasta que Thorkild se levantó, la rodeó con el brazo y empezó: -Padre nuestro que estás en los cielos... -Padre nuestro que estás en los cielos... -al principio, el coro fue vacilante; después fue haciéndose más fuerte, elevándose en el viento, cubriendo el rumor de las rompientes...-. Y no nos dejes caer en tentación, más líbranos del mal: porque tuyo es el reino, y el poder, y la gloria, por todos los siglos. Amén. -Gracias -susurró Jenny-. Gracias a todos. -Creo que todos lo necesitábamos -dijo suavemente Franz Harsanyi. Tan absortos estaban en la emoción del momento, que nadie echó de menos a Mark Gilman, que se había escapado furtivamente hacia la playa. Estaba arrojando trozos de coral a la laguna, mientras salmodiaba una y otra vez el lamento funerario de las Low Islands, que le había enseñado Simón Cohen:

Arrojad alto al Rey, muy cerca del sol, arrojad abajo al Rey, arrojadlo al suelo. Y después arrojadlo en la tumba.

-Continuamente recordaba la Biblia -débil y plácido, Adam Briggs descansaba en la fresca penumbra de la choza-. Cuando me sentía arder, pensaba que en cualquier momento me arrebataría un carro de fuego, como a Elías. Y cuando tenía frío me parecía que era Jonás, debatiéndome en la profundidad del mar, en espera de que me tragara la ballena. ¿Sabe usted cómo me siento ahora, jefe? -No tengo ni idea, Adam. -Cómo Lázaro, cuando oyó la gran voz que le decía que volviera a salir al sol, y él no podía caminar porque se encontraba trabado por la mortaja, y no podía salir porque estaba esa gran piedra frente a la entrada... y de pronto, se encontró fuera; y ahí estaba el mundo, nuevo y resplandeciente, como si jamás lo hubiera visto antes, y él tenía que empezar a aprenderlo todo desde el comienzo... -Has tenido mucha suerte. -Ya lo sé; y estoy tan agradecido que me gustaría salir de esta cabaña entonando himnos y cánticos... ¿Cuánto faltará para que pueda salir, jefe ? -Un par de días, dice Sally. Y después, debes tomártelo todo con mucha calma. Ese pie todavía necesitará semanas para curarse. Y estás tan delgado que pareces un candidato para el osario. -Ya lo sé; ¡si me toco los huesos con los dedos! Jefe... -¿Qué? -Jenny me ha dicho que usted rezó por mí; que lo hicieron todos. -Así fue. -Pero, ¡qué cosa tan maravillosa! No es tan frecuente que la gente descubra su corazón. Cuando vuelva a estar bien, prepararé una nueva lata de bebida, y recogeré fruta y saldré yo mismo a pescar para invitar a todos a un luau donde Adam y Jenny Briggs podamos daros las gracias a todos. Y también buscaré un árbol y lo derribaré y lo llevaré a la playa y con él haré un bote que será para todos, para deciros que es un bote construido por el hombre que vosotros habéis traído de vuelta de entre los muertos. -Adam, no es necesario que hagas esas cosas. -Pero es que quiero hacerlas, jefe. -Está bien, entonces. Pero todavía no, ¿eh? -Un día, pronto. Y he aprendido otra cosa más, jefe. -¿Qué? -Que tenía usted razón cuando dijo que debemos vivir cada día con su afán. O cada hora, o cada minuto. ¡Es usted un sabio! -Estás hablando demasiado. ¡Ahora, a dormir! -¡Sí, señor! Adam Lázaro Briggs ya no discute. Afuera, bajo la luz cada vez más tenue de una tarde tormentosa, le esperaba Ellen Ching, que le tomó del brazo, le llevó hasta la cascada y lo hizo sentar junto a ella. -Jefe -empezó en su estilo cortante y directo-, yo no le molesto demasiado. -De ningún modo, Ellen. -Me ocupo de mi casa y de mis asuntos, ¿ no es así? -Así es. -No me dejo ganar por el pánico ni lo contagio a los otros. -Exacto. -Soy atolondrada, pero no maligna. -Otra vez, ¡exacto ! -Por eso quiero que, cuando hablo con usted, me tome muy en serio. -Es lo que hago, Ellen. -Jefe, usted tiene un gran lío en un paquete pequeño: Mark Gilman. ¡No, no diga nada! Escúcheme. Ese chico mete miedo. Tiene la inteligencia de tres. Andará por... ¿algo más de los doce?, pero representa quince y ya anda buscando guerra. Eso no es más que una parte del problema y, si me perdona que lo diga, es la parte que podemos resolver Yoko o yo... o incluso Jenny. Es la otra la que me preocupa. Usted sabe que, de una manera o de otra, está muy atendido por todos y además recibe mucho amor: de Jenny, de Molly, de Sally. Sin embargo, está tan lleno de odio que el amor no lo toca siquiera. Cualquier día podría matar a alguien. Más vale que lo tenga usted en cuenta. -¿A quién crees que odia, Ellen? -Bueno... yo le contaré lo que ha pasado, para que usted intente descifrarlo. Y nada de esto son chismes; son cosas que yo misma he visto y oído. Usted sabe que todos nadamos desnudos, no importa si estamos solos o juntos. Es lo normal y a nadie le sorprende. Es como beberse un vaso de agua. Ahora bien, varias veces, cuando yo estaba sola, Mark se ha quedado observándome, no con curiosidad ni con lujuria, sino con un frío desprecio. Y cada vez me dice lo mismo: «¡Qué hermoso cadáver sería usted, señorita Ching!» Ya sé que es de lo más vulgar, de película de segundo o tercer orden; pero él lo dice... lo dice y se va. _¿Alguna otra cosa? -Oh, sí. Esto no lo advertí durante cierto tiempo, pero cuando me di cuenta lo observé. Todas las noches, cuando Adam Briggs estaba tan enfermo... recuerde que durante todo el tiempo teníamos a alguien con él, Mark se iba hasta el reloj de sol, se apoyaba contra el poste... ¿cómo lo llama usted... ? -El gnomon. -Eso mismo. Pues se apoyaba contra él, mirando hacia la choza de Adam, y extendía los brazos en la forma, que le enseñó usted para medir los ángulos de los astros. Y después se poma a recitar algo en dialecto polinesio, que sonaba más o menos así: Kai yoki yoki io. Le pregunté a Franz Harsanyi qué significaba eso y me dijo que era un cántico funerario para un rey, y que dice... -Ya sé lo que dice. Sigue. -Bueno, pues después de eso se quedaba rondando hasta encontrar a Jenny, ya fuera para irse con ella a la playa o a la cabaña de ella, a conversar hasta muy tarde. Una noche me quedé escuchando y oí que él le decía: « Jenny , en realidad tú eres mía. El jefe te entregó a mí, y estoy simplemente prestándote hasta que yo pueda.». -Y Jenny, ¿qué decía? -¡Por favor... ! Todas las cosas dulces y tiernas que puede decir una muchacha de la edad de ella a un muchachito que cree que está enamorado. Jenny es leche y miel, jefe, y usted lo sabe. Es incapaz de distinguir un psicópata de una orquídea. ¡Mientras un criminal la estuviera destripando, ella pensaría que le estaba escribiendo su autógrafo junto al ombligo ! -Dices cosas muy fuertes, Ellen. -Tal vez son demasiado fuertes, pero es que me siento angustiada. -Y los demás, ¿qué piensan? -Coinciden en que está insoportable, pero lo atribuyen a la pubertad, a que está solo, a la confusión familiar, la falta de compañía de gente de su edad... ¡a esto, y aquello, y lo de más allá! Pero si el chico está enfermo o es desdichado, algo hay que hacer al respecto -le miró con su sonrisa oriental, calma y plácida-. y me temo, jefe, que eso le afecta a usted. -Lo vigilaré un poco. -De paso, jefe, hay cosas que no debería decir, pero que rara vez se dicen: todos apreciamos lo que hacen usted y Sally. -Gracias, Ellen. -Hay un viejo proverbio chino, jefe: el arroz lo hierve cualquiera, pero para preparar pollo con almendras se necesita un buen cocinero. Por agradable que fuera el cumplido, a Thorkild no le servía de ninguna ayuda para interpretar los problemas de un niño inteligentísimo, aislado en un mundo de adultos. Y, aunque no pudiera decirlo, también tenía que admitir con muchas reservas el testimonio de una mujer que temía a los niños y que admitía su ambivalencia sexual. La preocupación de Ellen era auténtica, pero Thorkild tenía que ser muy reservado con las observaciones y el diagnóstico de ella, de modo que fue en busca de Carl Magnusson y le contó la conversación. El anciano se mostró inquieto. -Cuanto más raro lo consideren, más raro se volverá. El chico tiene más antenas que una mariposa. Puede leerle a uno los pensamientos antes de que haya encontrado siquiera las palabras para expresados, y después le dice a cada uno lo que él piensa que puede contribuir a que aumente la estimación en que le tienen. ¿Insoportable? Es una palabra que quiere decir cualquier cosa... y nada. Te diré cómo veo yo las cosas. Ese chico ha perdido todos los puntos de apoyo. Sabe de qué manera murió su padre; su madre se ha casado con Lorillard, a quien él desprecia, y está esperando un hijo que para Mark es, desde ahora, un usurpador. Tú le diste a Jenny, a quien él ama, y Adam Briggs se la quitó. Y llegamos a ti, su querido Gunnar, de quien él esperaba que se casaría con su madre y se convertiría en un padre para él. Y tú rechazas ese papel y asumes otro: el de maestro y el de jefe, de modo que él ahora no puede ni seducirte ni dominarte. ¿Qué le queda al pobre niño? Apenas si los conocimientos que le vas transmitiendo y que él, en última instancia, ve como fuente de poder, autoridad, identidad o como quieras llamarlo... Por todos los diablos, Thorkild, ¡si no tiene siquiera un animalito en quien volcar su amor! A ese chico se le está llevando de las orejas a ser adulto; sus pies no tocan el suelo y él se siente suspendido en el aire. Y lo peor es que él lo entiende ¡o dice que lo entiende!, pero de todas maneras no sabe qué hacer... y me temo que nosotros tampoco. Si hacemos bromas, para él son un insulto. Si nos mostramos tiernos, se siente rebajado. Se siente excluido de nuestros problemas y de nuestras alegrías. No es extraño que acaricie fantasías de odios y matanzas... Oh, sí ¡ya lo creo que las tiene! Y ojalá supiera yo cómo librarlo de ellas. -Tampoco yo lo sé, Carl... Ya ves que la estructura de la tribu todavía está incompleta. Tenemos viejos, maduros, jóvenes... pero el único niño es él, que ya será hombre para cuando los bebés crezcan. Por eso estoy adiestrándolo, para que él pueda ser uno de los primeros que salgan de la isla. Entretanto, las heridas se hacen más profundas y la alienación más completa. -Somos grandes médicos, Thorkild... Conocemos todas las enfermedades, ¡pero no tenemos cura para ninguna! Me pregunto... -¿Qué, Carl? -He estado pensando... Hace años, en un crucero por las islas griegas, fui a dar a Cos, la isla sagrada de Esculapio, el médico. Antiguamente, hubo allí un hospital que era famoso por su tratamiento de las enfermedades mentales. Los pacientes llegaban de todo el Mediterráneo. Se alojaban en el hospital, que de hecho era un templo, donde eran atendidos por los sacerdotes. El tratamiento siempre me interesó, porque en cierto sentido, aún hoy sigue siendo válido... No estoy divagando, Thorkild, así que ten paciencia conmigo, ¿eh? -¡Sigue hablando, Carl! -¿Dónde estaba? Ah, sí, en el tratamiento. Los pacientes se alojaban en habitaciones que miraban al mar, abiertas a los vientos que las refrescaban. Había esclavos para cuidar a los enfermos, música para regalarlos, opiáceos para sedarlos. Día tras día, bebían de la fuente sagrada. Pero todo eso no era más que preludio y preparación. La cura se realizaba por mediación de lo que llamaban «la experiencia del dios». Hasta donde es posible reconstruirlo, al paciente se lo llevaba con los ojos vendados al santuario más reservado, donde había ruidos que le ensordecían, largos silencios que lo aterrorizaban, el impacto de alguna voz que proclamaba la presencia divina. Al parecer, en esencia se trataba de un tratamiento de choque, después del cual el paciente, agotado pero sereno, era devuelto a su habitación donde se le abandonaba a una convalecencia cómoda y placentera. frente al mar... Thorkild sonrió. Jamás Magnusson se le había mostrado tan elocuente hablando de un tema tan arcano. -Como sucede con todas las cosas legendarias -continuó el anciano-. no hay estadísticas de curaciones ni de fracasos; pero el principio sigue siendo válido en la terapia moderna. Y podría serio en el caso de Mark Gilman. -Si tuviéramos los sacerdotes y el templo, y la fe que les servía de base. -Ese chico tiene fe -aseguró Magnusson con firmeza-. Si lo niega es porque la mayoría de sUs deidades domésticas le han fallado, Thorkild, tu papel para con él ha cambiado; pero tú no le has fallado todavía. -¿Y todo lo demás? ¿Los sacerdotes y el templo? -El sacerdote eres tú. Incluso para el resto de nosotros, tú has llegado a tener un carácter sagrado... Por qué tú, y no otro, eso no lo sé. Pero el misterio está ahí, ante los ojos. -¡No hagas esa clase de bromas. Carl ! -No estoy haciendo bromas. Estoy diciendo que, si le preparas para ello... y tú eres el único capaz de hacerlo, el muchacho podría beneficiarse con la experiencia del dios. No es necesario que lo consideres como una cura, sino como un rito que de una vez le convertirá en el hombre que él quiere ser. -Vale más que me lo deletrees. Carl... pero despacito y con claridad. ¿eh? -Estoy pensando -precisó Carl Magnusson-, que cuando me lleves a las tierras altas, podría acompañarnos el niño. -¡Dios todopoderoso! -la voz de Thorkild se convirtió en un ronco susurro-. ¡No puede ser que lo digas en serio! ¡Es imposible! Durante días enteros estuvo cavilando. Se pasaba las noches en vela, tratando de evaluar la enormidad del acto que le había propuesto Magnusson: manipular deliberadamente la mente de un adolescente, para abrirla a la realidad y para que la realidad le resultara tolerable. Los riesgos eran demasiado evidentes; el pronóstico, dudoso. Y sin embargo... sin embargo... Cualquier sociedad, fuera religiosa o secular, tenía sus rituales de paso e iniciación: el bautismo, el bar mitzvah, ceremonias de mutilación y de purificación, ritos de conocimiento y de paciencia. Thorkild recordaba la noche que él mismo había pasado en el lugar sagrado de Hiva Oa, a la búsqueda de que el mana se interiorizara en él. Y lo que le decidió a correr el riesgo fue el recuerdo de la calma y la silenciosa alegría que le invadieron después. Una vez tomada la decisión, había que reflexionar sobre la forma de preparar al muchacho -y más aún, a todo el grupo- para un acontecimiento tan importante desde el punto de vista social y psíquico. Allí no podía haber notas falsas, ni insinuación de cosa tramada, así como tampoco reminiscencias teatrales ni posibilidad alguna de un desliz cómico que, en un abrir y cerrar de ojos, podía precipitar una tragedia. El propio Gunnar debía actuar de manera impecable e inspirada; y después -y al pensarlo se sintió conmovido por un terror nuevo y extraño-, también él habría cambiado para siempre, ya que nunca podría desmentir la condición sacerdotal que debería asumir como árbitro de la vida, la muerte y las cosas del espíritu, ni oponerse a ella. La idea encerraba otro temor. En esta situación, Thorkild no iba a ser simplemente un heredero, un cronista, un intérprete. Él, personalmente, debía convertirse en hacedor de leyendas y de ritos mágicos cargados de poder. Magnusson sería el único que compartiría su secreto, pero, cuando él muriera, no habría nadie -jamás- sobre cuyos hombros pudiera descargar ese peso, porque incluso Sally entraría en el juego de la magia y, una vez que hubiera entrado, no podría dejar de estar bajo su yugo. Y no todo era ilusión. La realidad era suficientemente misteriosa: un anciano que anunciaba la hora de su cita con la muerte e iba a su encuentro. Un muchacho, enfermo de esa dolencia extraña que es la juventud, que de un solo golpe podía hallar la cura de la virilidad. Piadosamente, gravemente, la tribu debía reconocer y admitir una muerte y una resurrección. ¡Basta de discusiones, pues! Tanto para el sacerdote como para el paciente, el largo preludio debía comenzar.

Era tarde, bastante después de la media noche. Thorkild y el muchacho se habían pasado horas siguiendo el recorrido de Sirio por el sector norte del cielo. El chico se tambaleaba de cansancio, pero se negaba a acostarse, porque decía que su mente no dejaría de girar en círculos, y que no quería encontrarse, despierto y a solas, tendido en la oscuridad. Después volvieron hacia el fuego, donde Thorkild reunió las pocas brasas que quedaban y empezó a asar un pescadito de la pesca nocturna. Silenciosamente, el chico mordisqueaba una banana, con los ojos fijos en el rojo corazón del fuego. -Has estado bien esta noche -comentó Thorkild. -Con las estrellas, nunca tengo problemas. -En el mar no es lo mismo. Hay que tener en cuenta el movimiento. -Ya lo sé, y aprenderé. -Mark, hay cosas de las que tenemos que hablar. -Si es sobre el crecimiento, el sexo y todo eso, no se moleste, jefe. Eso ya lo sé. -Estoy seguro de que lo sabes. -Y si es sobre mi madre, es un tema que no quiero tocar . -No, no es eso. -¿Me he portado mal con alguien? -Si algo así sucedió, yo no me he enterado. -Bueno... Le escucho, jefe. -Antes de empezar, necesito que me hagas una promesa... una promesa de hombre. -Eso no puedo. -¿Por qué? -Porque no soy un hombre. No soy más que un niño. Es lo que todos me dicen, y es la forma en que me tratan. -Yo no. -Bueno, tal vez no sea lo mismo; pero usted sigue siendo el maestro y el jefe. Yo no soy otra cosa más que el alumno brillante. -Y cuando tengas dos veces tu edad actual, seguirás aprendiendo y siempre habrá alguien que esté por encima de ti. -Si me va a dar otro sermón, jefe, estoy cansado. -No es ningún sermón. Te he pedido que guardaras un secreto. -No. Lo que me ha pedido es una promesa de hombre, y yo le he dicho que no podía dársela. -¿Qué promesa puedes hacerme? -La mía... ¡Y nada más! ¡Decir que por esta cruz lo juro aunque me caiga muerto! ¿No es bastante ? -No, no es bastante. -¿Qué es lo que quiere... jefe? Thorkild no le respondió. Se inclinó para apartar las brasas del envoltorio de hojas, lo levantó ayudándose de un par de estacas y lo dejó entre los dos, sobre la arena. -Tendremos que dejarlo enfriar -comentó-. Y tú, Mark, ¿por qué no te enfrías también? -Yo ya me he enfriado. -Dime quién eres, Mark. -Soy yo... Mark Gilman. -Así te llamas. Te he preguntado quién eres. -Soy yo. Lo que usted ve. El que está hablando con usted. -Mark, te miro y no puedo creer lo que veo. Sé la edad que tienes, y sé también que eres mayor. Oigo las palabras y sé que significan otra cosa, diferente. Tú me dices lo que sientes, ¡pero eso es un cuento de hadas! Ponte a mi nivel, Mark. -¿Por qué he de hacerlo? -Porque te necesito... ¡necesito al que tú eres realmente! -Usted no necesita a nadie. -¿Te gusta a ti el señor Magnusson? -Usted sabe que sí. -Se va a morir, Mark. -Todo el mundo se muere. ¿Acaso él es diferente? -No mucho; lo único diferente es que se morirá pronto. -Pronto... ¿cuándo? -Come un poco de pescado, que está bueno. Me gusta la forma en que la piel se despega al retirar las hojas, ¿ y a ti ? -¿ Por qué no me habla usted con seriedad ? -Porque tú no quieres. ¡Te hablo de un hombre que se está muriendo y adoptas una actitud cínica! Me tienes harto. ¡Vete a la cama! -Lo siento. -Lo siento, ¿qué? -Jefe. -Así que Carl Magnusson se está muriendo, ¡y tú me preguntas si acaso es diferente ! -No quería decir eso. -¿Qué querías decir? -Me refiero a que la gente se sirve de la muerte como excusa...Como mi madre... :"Tu pobre padre ha muerto y ahora estamos los dos solos. Debemos apoyarnos uno a otro, Mark". O si no, Jenny: "Adam podría morirse, Mark. ¿Cómo puedes ser tan cruel?". ¡Esa clase de idioteces, vaya ! -Está bien, vete a la cama. -Quiero saber lo del señor Magnusson. -Pues pregúntaselo a él. -¡Por favor, jefe! -Está cerca de la muerte. Ya está medio ciego. De noche, se queda despierto, escuchando junto a su puerta los pasos de la muerte. Él me lo ha contado porque yo soy su amigo, y mi abuelo era su amigo. Pero no quiere morirse aquí, rodeado de gentes que lloran. Quiere que yo le conduzca hasta las tierras altas, donde está mi abuelo, para que él también pueda morir allí, entre los grandes hombres del pasado. Y es lo que voy a hacer: llevarle y dejarle allí... El secreto es que él pidió que tú también le acompañaras, porque te ama y porque ve lo que yo no puedo ver: un hombre que se llama Mark Gilman. -Sí, iré. ¡Quiero ir ! -¿Cómo es posible, después de lo que acabas de decir? -Es que no hablaba de él. -Todos los muertos se parecen, Mark... y sobre todos ellos crecen las mismas flores. El problema es que las últimas horas de un hombre le pertenecen exclusivamente a él. Nadie tiene el derecho de entrometerse con quejas ni con excusas, con su miedo ni con su odio. Los que quedan tras él cuando él se va, deben ser capaces de darle amistad y paz, y de rogar por él sin egoísmo. Si no eres capaz de eso, no vengas. -¿Por qué no quiere a los otros? A Willy y Adam y... -No sé. -¿Es que va a matarse ? -No. ¿Tú has pensado que lo haría? -Mi padre lo hizo. -Por lo que yo he oído, no, Mark. -¡Oh, sí! Fue lo que dijeron en las clases de la escuela... que ser adicto a la heroína es un suicidio. Más lento que los demás, pero igualmente seguro. -Quiero preguntarte algo, Mark. Es sobre Charlie Kamakau. -¿Qué pasa con él? -Entre nosotros hubo quien votó por acabar con él. Tú votaste en contra. ¿ Por qué ? -Porque matarlo no tenía sentido. La muerte no cambia las cosas; las detiene, nada más. -Entonces, ¿por qué deseabas la muerte de Adam Briggs? -No es cierto. Yo... En un segundo se habría levantado para echar a correr, pero Thorkild le inmovilizó aferrándolo del hombro con mano de hierro. -¡Déjeme ir! -¡Cállate! Deseabas que Adam muriera porque deseas a su mujer, y esa es una reacción de hombre... A Lorillard le deseas la muerte, y al hijo que tu madre está esperando, porque a tu madre la quieres para ti solamente... Esa es una reacción de niño. Y las dos son destructivas porque, como tú mismo has dicho, la muerte no hace más que detener las cosas. No cambiaría el amor que Jenny siente por Adam, ni el deseo de tu madre de tener otro hijo... Tú estás solo, viviendo en un cuarto a oscuras, intentando convertirte de niño en hombre, de la misma manera que la oruga se convierte en mariposa. Tú quieres salir, y puedes hacerlo; tienes la llave en la mano, pero la estás girando al revés, encerrándote dentro con tus miedos, tus rencores y tus odios... Mark, está sucediendo algo raro y solemne. Dentro de esa choza que ves hay un hombre, un auténtico Kane, lleno de dignidad y de valor, que sabe que va a morir. Y pide a sus amigos que le sostengan del brazo y le ayuden a recorrer los últimos kilómetros que le separan de su lugar de descanso. Uno de esos amigos eres tú, y yo soy el otro. El viaje es largo. El lugar, la primera vez que llegas a él, resulta aterrador; pero allí está la paz que busca Carl Magnusson. Para mí, allí están reunidos mis grandes antepasados. Para ti, Mark, hay algo más: está eso que, definitivamente, hará de ti un hombre. Ahora el chico estaba inmóvil ; a través del campamento, miraba la puerta de la choza de Magnusson. -Quiero ir, pero tengo miedo -dijo con voz insegura. -También yo tenía miedo, Mark, cuando fui en busca de mi abuelo. También Magnusson tiene miedo, pero va; de todas maneras va. -¿Qué es eso... eso que hay arriba? -No puedo describírtelo, Mark. Para eso no hay palabras.. Dime, ¿te acuerdas de la Biblia? -De algunas cosas, sí. -Recuerda el episodio en que Moisés sube a la montaña a recibir la ley de Dios... Cuando bajó, su pueblo no podía mirarle a la cara, tan resplandeciente e iluminada estaba debido al terror y la gloria de lo que había visto. -Sí, lo recuerdo. -Bueno, pues donde tú vas, si es que vas... también hay terror y gloria. Y habrá un momento en que se te harán insoportables. Pero una cosa te prometo; que cuando ese momento pase y tú desciendas a la terraza y después a la playa, nunca más tendrás que decir ni demostrar nada. Al mirarte, la gente sabrá que Mark Gilman es un hombre. -¿Y tú estarás conmigo durante todo el tiempo? -Es un lugar sagrado y yo soy su guardián. Mi obligación es estar allí. -Pues iré. -Entonces, tú mismo debes decírselo por la mañana a Carl Magnusson... y recuerda que mientras él no esté dispuesto a anunciarlo, esto es un secreto entre nosotros tres. -Sí, lo sé. -Ahora, vamos a acostarnos. -Una pregunta más, por favor. -Sí, Mark. -¿Qué sucedería si yo no fuera? Thorkild dio vuelta a la pregunta en todos sentidos, buscando las palabras para responderla, hasta que por fin afirmó; -No sucedería nada, Mark. Seguirías buscando, como hasta ahora, confundido, sintiéndote mal contigo mismo y con todos los demás. En algún momento alcanzarías la edad y la condición de hombre. Pero siempre, durante el resto de tu vida, te acosaría la sensación de haberte ocultado una parte de ti mismo, la parte que podrías haber encontrado en la montaña... Es lo que me habría sucedido a mí, de no haber sido por mi abuelo. Aun así, me llevó más de media vida encontrar lo que había perdido. -Gracias por decírmelo, jefe. -Gracias por escucharme... No olvides cubrir el fuego antes de ir a acostarte. Buenas noches, Mark.

La canoa más pequeña, la que estaba destinada a servir de batanga para la embarcación mayor, quedó finalmente terminada. Era larga y estrecha, de manera que la equilibraron con otra batanga, más pequeña, hecha con un árbol joven atado a gruesas cañas de bambú. Le colocaron un mástil y una pequeña vela de estera, y durante una semana estuvieron probándola en la laguna para asegurarse de que estaba bien equilibrada, antes de aventurarse a salir al mar. Como se trataba de un triunfo nuevo y tangible, de algo que les infundía esperanzas y les levantaba el ánimo, Thorkild ordenó un gran luau para celebrarlo. Había un nuevo recipiente de licor en fermentación, se invitó a bajar a los colonos de la terraza para que compartieran el día de pesca y la noche de fiesta y para que asistieran a la primera prueba de la embarcación en alta mar. Adam Briggs estaba muy frustrado porque las heridas del pie seguían molestándole, y tuvo que conformarse con ser uno de los pasajeros que se paseaban por la laguna. Mark Gilman se sentía eufórico porque Thorkild había decidido que era el momento de poner por primera vez a prueba sus capacidades de navegante, y Carl Magnusson se paseaba por todo el campamento, exhortando a todo el mundo a que hicieran de ese día y de esa noche algo memorable, porque, ¡por mil diablos! construir un barco era algo como para sentirse orgulloso. Y en cuanto a él, aunque en su vida había botado más de una embarcación, ¡jamás una tan hermosa como aquélla! Los moradores de la terraza descendieron cargados de presentes: fruta, taro y carne de cerdo. También traían la noticia de que habían conseguido encerrar dos cerdos, un macho y una hembra, en un cercado de bambúes, y de que la cerda no tardaría en tener lechones. Willy y Eva Kuhio estaban plácidos y alegres como siempre. Willy estaba tan feliz con la canoa como si él la hubiera construido con sus propias manos. La sorpresa fue Simón Cohen: había aumentado de peso, había recuperado su sentido del humor, y llevaba consigo un juego de flautas y un curioso instrumento de una sola cuerda con el cual conseguía una melodía audible. Bárbara estaba ansiosa de charlar y hacer comentarios. Martha Gilman, que empezaba a aparecer más gruesa y estaba cansada por la caminata, se conformó con sentarse a la sombra y ser testigo de la actividad que la rodeaba. Se mostró encantada con el entusiasmo de Mark y con la nueva, aunque tímida libertad con que el chico empezaba a tratarla. Peter Lorillard no tenía buen aspecto: había perdido peso y tenía la piel verdosa y los ojos hundidos y rojos. Había estado resfriado y con dolor de garganta; nada grave, pero le pidió a Sally que le examinara antes de regresar a las terrazas. El tiempo se mostró amable con ellos. Tuvieron cielo claro, viento suave y constante, mar calma. Por la mañana navegaron por la laguna, en grupos de tres y de cuatro, para que todos los que quisieran pudieran probar el nuevo bote. A mediodía, tras un ligero refrigerio, Thorkild anunció que se llevaría a cabo la gran prueba marítima. Willy Kuhio, Hernán Castillo, Tioto y Mark Gilman saldrían con el bote por el canal y seguirían un rumbo previamente establecido por Thorkild, y en el que emplearían dos horas de ida y dos de vuelta. El navegante sería Mark Gilman, mientras los demás se hacían cargo de la vela y de los remos. Volverían exactamente antes de la puesta del sol, de modo que el cambio de marea les traería fácilmente de vuelta y les ayudaría a pasar la roca centinela. Martha Gilman palideció visiblemente al verles salir en dirección a la brecha abierta en el arrecife. -Tiene que hacerlo, Martha -le dijo Thorkild mientras le rodeaba los hombros con el brazo-. No intentes retenerle. -Qué duro eres, Gunnar. -Además, soy buen maestro. Confía en mí, y confía en tu hijo también. Se apartó de ella y se puso a observar a los marineros. Hizo un gesto de satisfacción al ver cómo salían del canal y se alejaban, cortando de través el viento, aumentando la velocidad a medida que dejaban atrás las últimas rocas de coral. Peter Lorillard dejó escapar sin silbido de sorpresa. -¡Por Dios, qué velocidad ! -Doce o quince nudos -sonrió Thorkild-. Para armadores aficionados no está tan mal, ¿no? -¿Es muy largo el recorrido? -Unas cuarenta millas. -¿Y crees que el muchacho será capaz de hacerlo, siendo la primera vez que sale? -Estoy seguro... Escucha, Peter, si no te sientes bien, ¿por qué, no os venís Martha y tú aquí abajo, para cambiar un poco? Franz Harsanyi y Ellen Ching podrían subir a ocupar vuestro lugar. -No, gracias. Prefiero seguir donde estoy. -Nuestros vecinos son muy cordiales, y eso es maravilloso -comentó Martha Gilman. -Martha, por favor, no hay necesidad de... -Disculpadme un momento, que tengo que hablar con Sally -murmuró apresuradamente Thorkild. La encontró en la playa, sentada en un lugar a la sombra, hablando con Eva Kuhio. Gunnar se sentó junto a ellas y la conversación se reanudó inmediatamente. -Eva me decía -le contó Sally- que Peter y Martha están discutiendo todo el día. Peter no se siente bien... su aspecto me preocupa. Con su manera de ser, Martha le ahuyenta de la casa, y después no entiende por qué él pasa tanto tiempo con Simón y Bárbara. -En eso no hay nada de malo -se apresuró a explicar Eva-. Los dos son bromistas, y a él le gustan los temas sexuales. A Bárbara le gusta el juego sexual, y Willy y yo no tenemos problema en ese sentido. Peter Lorillard no es ningún puritano, y le gusta acariciar a las mujeres; yo insisto en que eso no hace mal a nadie, en cambio Martha siempre tiene algo que decir... Si se lo tomara a risa y se relajara, él estaría más a gusto con ella. Claro que es posible que cuando nazca el niño... -Yo les sugerí que se vinieran por un tiempo aquí abajo, pero Lorillard dijo que no -les contó Thorkild. -Y yo no le culpo -Eva salió en defensa de Lorillard-. A él le encanta estar allá, como a nosotros. Está plantando y arrancando malezas y preparando terrenos nuevos. Y recoge orquídeas, y ahora ha comenzado la cría de cerdos. Cuando yo los veo, a él y a mi Willy, y a Simón, que charlan y cantan y se ríen, yo también me pongo a cantar... ¡Pero Martha no! Si la luna fuera de oro y a ella le dieran una tajada, seguiría descontenta. -¿Por qué no le decimos que baje ella sola, a pasar aquí una semana ? -propuso Sally. -¡No! -se opuso terminantemente Thorkild-. No quiero que ella ande por aquí hasta que... -¿Hasta qué? -Hasta que yo no haya adelantado un poco más con Mark. Estoy empezando a ponerle en forma, y lo que menos falta me hace es una madre clueca que no se despegue de su lado. -¡Está bien, cariño! No era más que una sugerencia. -El jefe tiene razón, Sally -Eva tenía la placidez de la madre tierra-. Las cosas que se pueden arreglar, se arreglan, y que el tiempo se encargue de las demás. Eso es lo que me gusta a mí de Bárbara. Si hoy es un día bueno, lo disfruta. Si no, mañana será otro día. Es triste decirlo, pero Charlie no supo cómo tratarla. -¿ y Cohen sí? -Bueno... Creo que es todo lo contrario, aunque él no se da cuenta. Simón está empezando a gustarme ahora, y resulta muy agradable tener música por las noches... -Creo que tú y Willy contribuís a ella, Eva. -Aquí abajo también hay música -comentó Sally con silencioso orgullo-. Yo ya empiezo a oír los acordes... Ah, casi me olvidaba, Carl quiere verte, cariño. Está en su choza, descansando. Le dije que te avisaría. -¿Le pasa algo? -No creo. Debe de tener algo que ver con el luau de esta noche. -Espléndido. Os voy a dejar un momento para ir a verle... Hasta luego, chicas. -Gunnar, ¿estás seguro de que pueden manejar ese bote? -Si no pueden, cariño, yo los arrojaré personalmente a los tiburones, uno por uno. -¡Escuchadle! -Eva Kuhio soltó la risa-. Como si fuera señor de vidas y muertes, como los antiguos. No te preocupes, Sally, que mi marido les traerá de vuelta.

Carl Magnusson estaba tendido en su cama y, sentada junto a él, Molly Kaapu le abanicaba la cara mientras rezongaba por el comportamiento de él. -Pero, ¡habráse visto! Este viejo lolo estúpido se cree que tiene otra vez veinte años. Toda la mañana se la ha pasado yendo de un lado a otro, abriendo cocos y cortando leña. ¡Mírale ahora! Postrado en la cama, y gris como un ganso. -¡Estás hablando demasiado, mujer! -¡Bueno! Pues dejaré que sea el jefe quien te lo diga. ¡Tal vez consiga meterte un par de cosas en esa cabeza dura de haole! Salió majestuosamente, convertida en una montaña de indignación. Thorkild se sentó en el taburete. -¿Querías verme, Carl? -Sí. El luau de esta noche... -¿Qué sucede con eso? -Creo que, estando todos juntos, y una vez botada la embarcación, es buen momento para que yo me despida. Mañana por la mañana me llevarás a la montaña. -Carl, ¿estás seguro? -Sí. Y para Mark también será el mejor momento. -Partiremos al despuntar el sol. -No, salgamos directamente después del luau. El camino está despejado y se puede hacer de noche. Descansaremos en la terraza, y desde ahí seguiremos cuando salga el sol. Sin discusión, Thorkild. Quiero irme limpiamente, con la barriga llena y un collar de flores al cuello. -¿Qué puedo decirte, Carl? -Nada. Guárdatelo para la cena, y entonces dilo en voz alta y clara, para que lo recuerden durante toda la vida... Por lo demás, quítame un poco a Molly de encima, y despiértame cuando regrese el bote. Quiero estar en la playa para dar la bienvenida a Mark.

Una hora antes de la puesta del sol estaban todos en la playa, en espera de avistar la embarcación en su regreso. Una hora después seguían allí, con las antorchas humeantes y un fuego de señal encendido para que guiara a los viajeros al atravesar el estrecho pasaje, que ya a esa hora la marea ponía turbulento. Todos llevaban guirnaldas, porque así lo había ordenado Thorkild. El hogar estaba lleno de brasas y la carne se asaba lentamente. Cuando empezaron a elevarse voces angustiadas, Thorkild las silenció con un grito. Esta es la costumbre del mar, y más vale acostumbrarse a ella. Podían cantar, si querían, pero nada de murmullos ni lamentos. Y empezaron a cantar, con incertidumbre al principio, después en un coro cada vez más resonante, hasta que Thorkild les dijo que callaran. -¡Barco a la vista ! -¿Dónde? -Allá; cada vez que cabalgan en lo alto de una ola, la vela oculta las estrellas. -Ya los veo -anunció Lorillard. -Yo también -confirmó Franz Harsanyi. Después volvió a hacerse el silencio, durante fin largo rato, mientras todos observaban ansiosos la minúscula barca que cabalgaba sobre las enormes olas, acercándose lentamente a la traicionera entrada. -Se ha ido muy abajo -masculló Lorillard. -No, está bien -le aseguró Thorkild-. Si consigue mantener ese rumbo, la marea lo hará entrar. Perdieron el rumbo, volvieron a situarse en él, lo mantuvieron y lo siguieron manteniéndolo hasta el último momento, cuando arriaron la vela y, remando como endemoniados, los hombres atravesaron la rompiente mientras el muchacho gritaba como enloquecido por encima de sus cabezas: -¡Pasamos! ¡Pasamos! Un coro de gritos se elevó al ver que conducían la canoa sobre la arena, pero con un gesto, Thorkild hizo retroceder a la tribu y se adelantó, solo, al encuentro del muchacho. -¿Qué fue lo que os retrasó? -le preguntó fríamente. -Nos quedamos sin viento, jefe -explicó respetuosamente Mark Gilman-, y tuvimos que remar durante dos horas hasta que comenzó a soplar de nuevo. -¿Seguiste el curso que te fijé? -No, jefe. Lo cambié para ir en busca del viento. -Es buen navegante, jefe -declaró Willy Kuhio-. Yo estoy dispuesto a salir con él en cualquier momento. -Yo también -confirmó Tioto-. En la oscuridad, y con semejante mar, y nos trajo de vuelta directamente. -Hay una cosa importante, jefe. -¿Sí, Mark? -Ese fuego de señal está demasiado a la izquierda. Es peligroso. Tendremos que rectificarlo. -Así lo haremos, señor Gilman -Gunnar se quitó la guirnalda del cuello para colocársela al muchacho-. ¡Buen trabajo! Te has ganado tu fiesta. Le rodeó los hombros con el brazo y le guió a través de la playa, mientras todos iban apartándose para dejarlos pasar, y que fueran ellos los primeros en ocupar su lugar junto al fuego.

DIEZ

TODOS ESTUVIERON DE ACUERDO en que esa fiesta era diferente de la anterior. Para empezar, la comida era mejor y, en cuanto al aguardiente, se le podían conceder dos puntos más que al de la primera vez. También el grupo había cambiado; se mostraban con una mayor cortesía, más en armonía con las circunstancias, que también eran mejores, porque la tierra estaba empezando a dar sus frutos y el mar era ahora un riesgo mensurable y, si se ponían a pensarlo, resultaba que: para ser un heterogéneo puñado de Don Nadies, no se las habían arreglado tan mal en la isla de Thorkild... ¡Exactamente, jefe! De eso se trataba: de la Isla de Thorkild, dejada de la mano de Dios e ignorada por los hombres, ¡en el centro mismo de la nada! Llegado a ese punto el entusiasmo, Franz Harsanyi empezó su discurso. Quería declarar, declamar y especificar que donde no había un húngaro, no había guión; y sin guión no se podía imprimir una forma al material, a ese magma, a esa... ¡no se les ocurriera pensar que estaba ebrio! a esa lava incandescente de sus vidas. Y él, Franz Harsanyi, era húngaro. Si hablaba, escribía, vivía y respiraba en estadounidense, era porque su propia lengua resultaba ininteligible. Y había aprendido el polinesio porque lo que expresaba la lengua de los estadounidenses era una obscenidad de la cual todos deberían dar gracias a Dios por haber escapado. Y para celebrarlo, Franz Harsanyi, el hijo de la puszta, había empezado a escribir un poema, un himno épico, la saga de los náufragos del Frigate Bird. Ahora se disponía a recitar esa saga, que seguiría entonando de fiesta en fiesta. ¿Objeciones? Ninguna. Pues sólo le faltaba el permiso del jefe para presentar su obra, no por humilde menos noble. Gracias, jefe. Con el corazón lleno de gratitud, comenzaría. Y si su colega Simón Cohen quería embellecer el texto con melodía y ritmo, para él sería un placer. Y si el pueblo, el vulgo tan profano como bien amado, quena unirse a los coros, ¿qué mayor felicidad podía él esperar?

Ensalcemos a Dios, hermanas y hermanos, esposos, hijos y amantes... En épocas lejanas de nuestra propia época, se nos cuenta de un hombre que una vez tuvo un sueño. Los hombres que sueñan son locos peligrosos, que niegan las grandes verdades del noticiero de las doce y el comentario de la una. Y el bla, bla, bla de los anuncios de copos de cereales y hombres soberanos que después de beber se chupan los dedos ¡porque lamerse un dedo pegajoso ya es llegar al paraíso! ¿Coincidís conmigo, hermanos? ¡Sí: hermano, coincidimos! Ese hombre, ¡un profesor! un Don Nadie, haphaole, dijo: « Venid conmigo, que iremos en barco de vela en busca de la isla perdida». Y le seguimos.

Y aunque ni siquiera era dueño

del barco que nos llevaba lo hundió contra una roca, y aquí estamos : en la Isla de Thorkild, por siempre confinados. ¡Oh, que Dios nos ayude, hermanos y hermanas! Él nos casó, nos regañó, nos unió y nos separó, peleó con nosotros y nos rogó y con clamores y puñetazos nos forjó y consiguió que, finalmente, amáramos -o reventáramos- a esta mota de polvo, brotada de las profundidades -seamos ahora específicos- del condenado Pacífico... ¡Sin que nadie sepa dónde estamos ! ¡Pudra Dios a Gunnar Thorkild !

Les aseguró que había más páginas, muchas más. Pero entre todos le acallaron, le silenciaron con una banana y le prometieron que otra vez lo escucharían... ¡pero no ahora, escritor húngaro de poca monta, ahora no! Música sí querían, y Simón Cohen comenzó a interpretarla mientras ellos cantaban y bailaban. Después, cuando las canciones se extinguieron, Carl Magnusson se puso penosamente de pie. Molly Kaapu le ofreció una mano como apoyo, y él la acercó para que se quedara en pie a su lado. Después empezó a hablar : -Me gustó el poema de Franz Harsanyi. Una vez, invertí veinte mil dólares en un espectáculo musical montado por un húngaro, y lo perdí todo; ¡pero me divertí muchísimo con su amiguita, que era boliviana! Estoy seguro de que Franz es mejor escritor, y mejor amante, que aquel otro húngaro -dejó que se rieran un poco y después pidió silencio con un gesto-Amigos queridos, y tú, Molly, que para mí eres mucho más que una amiga, os ruego que me escuchéis. Esta noche voy a dejaros. Mis amigos, Gunnar Thorkild y Mark Gilman, me acompañarán. Si no tienes inconveniente, descansaremos en tu casa, Willy, y al levantarse el sol también nosotros nos levantaremos para subir al lugar donde Kaloni Kienga y sus antepasados descansan frente al mar. Allí voy a quedarme, a compartir silenciosamente el sueño de esos hombres hasta el día del juicio... sea cuando fuere, sea lo que fuere. Antes de partir, quiero abrazaros, a todos y a cada uno de vosotros, y deciros que gracias a vosotros, gracias a lo que hemos hecho juntos, me voy como un hombre feliz... Nada en mi vida ha sido tan grato para mí como este momento. Nada que podáis decir o hacer me dará tanta alegría como un último beso o un último apretón de manos... sin palabras. Me enorgullece que haya sido mi Frigate Bird el que os trajo aquí, y me enorgullece que Mark Gilman, que llegó siendo un niño, sea ya casi un hombre. Me honro de que Gunnar Thorkild, que acudió una vez a mí para pedirme ayuda, sea ahora mi jefe y me acompañe en este mi último viaje. Ahora, él os hablará. Después, os lo ruego, dejadnos partir con prontitud y en silencio. Todos estaban mudos, inmovilizados por el impacto del dolor y el presentimiento. Gunnar Thorkild se levantó. Era el momento que había temido, el momento exaltado y abierto en que, con la palabra justa, podía ligarlos así para siempre, pero también el momento en que, si decía algo fuera de lugar, les perdería para siempre. Cerró los ojos, para entrar en contacto profundo consigo mismo, como un ciego que avanza en las tinieblas. Después, abriendo los brazos en un gesto hierático, dejó que su voz empezara a fluir, solemne y sonora, sobre los presentes : -Carl Magnusson, nuestro amigo, está a punto de dejarnos. No quiere lágrimas ni elogios. Respetaremos su deseo. Como mi abuelo y como todos los que descansan allá arriba, de ser parte de nuestra vida pasa a ser nuestro recuerdo compartido. No he podido prepararos para este momento, porque él me había exigido mantener el secreto hasta el final. Tampoco podía prepararos para otro momento, para otro gran paso, que es ahora inminente para nosotros... ¡Levántate, Mark Gilman! Lentamente, el muchacho se levantó hasta quedar, rígido, de pie frente a ellos, iluminado por las antorchas y por el resplandor del fuego que le bailaba sobre el pecho y los hombros desnudos. -¡Mirad bien a este niño, que jamás volveréis a ver! Porque, cuando vuelva a estar entre vosotros, se habrá convertido ya en un hombre. Vosotros los hombres le recibiréis en vuestra compañía. Vosotras, las mujeres, le reconoceréis y le daréis el trato que dais a los otros hombres. Hoy le habéis visto partir en una frágil embarcación, al encuentro del mar. Habéis contemplado su regreso por un pasadizo estrecho y peligroso, con todos sus tripulantes sanos y salvos. Esta noche, conmigo y con Carl Magnusson, irá al encuentro de algo que le hará hombre. Verá la vida, y verá la muerte. Oirá y reconocerá eso que llamamos la voz de Dios, el murmullo ensordecedor que está en el fondo de todas las cosas. Ahora, tiene miedo; cuando regrese, se sentirá en paz interiormente. Vosotros, todos, le esperaréis aquí; y cuando vuelva le recibiréis con regocijo y con respeto. Tal es la esencia de la vida, amigos míos: un hombre, un gran hombre, nos abandona, y un joven viene a nosotros, llevando dentro de sí las semillas de la grandeza. ..¡Ahora, ha llegado el momento de partir ! En el trayecto hacia la terraza no hablaron mucho. Carl Magnusson insistía en seguir, ansiosamente y sin aliento, como si tuviera miedo de que la muerte pudiera escapársele sin que él la reconociera. Cuando Thorkild le reconvenía, el anciano rechazaba coléricamente sus observaciones. Ya conocía él los latidos de su corazón y los martillazos que le resonaban dentro del cráneo; no quería perder sus fuerzas en discusiones. Al llegar a la choza de Willy Kuhio, Magnusson se tambaleaba de agotamiento. Cuando le depositaron en la cama se hundió silenciosamente en un profundo sueño. Thorkild se quedó junto a él hasta que se le normalizó el pulso y se le regularizó la respiración, y después salió de nuevo en busca de Mark Gilman. El aire estaba húmedo e impregnado del aroma del Pikake y de las flores de jengibre. La luz de la luna bañaba de plata las hileras de árboles, de cañas de azúcar, de bananos y papayas, y los canteros de piñas y de cerezas silvestres y de pimenteros. En la sombra se oían los gruñidos y resoplidos de los animales encerrados en el corral, y el movimiento de las aves nocturnas en la jungla. -Mi madre estaba llorando cuando salimos -comentó el muchacho-, y no supe qué decirle. -Todas las madres lloran cuando sus hijos crecen. Ya se le pasará. -Peter Lorillard no está tan mal, ¿verdad? -No... y aquí arriba ha hecho un buen trabajo. -Dijo que lamentaba que no nos quedáramos en su casa. -La gente cambia. -Tú también has cambiado. -¿De veras? -Esta noche, cuando estabas hablando, era como si te hubieras convertido en otro hombre, mayor y más grande. Hasta tu voz era diferente. Todos te tenían miedo; se apartaban cuando tú pasabas. Y te seguían con la vista cuando te alejabas. Recordé la historia que me contaste, de Moisés al bajar de la montaña. -Hablemos de ti. ¿Cómo te sentiste hoy mientras navegabas? -¡Oh, fue increíble! Al principio tenía tanto miedo que habría querido arrojarme por la borda y volver nadando. Hasta los tiburones me parecían menos peligrosos que lo que estaba haciendo. Después, de pronto, fue como si se hubiera encendido una luz. Supe lo que tenía que hacer. Y supe que sabía. Eso fue lo más importante, que supe que sabía. Y ya después todo fue fácil... ¡hasta la entrada por el canal! Oh, quiero darte las gracias... Con la emoción, me olvidé. -Me di cuenta. -Gunnar... -¿Sí? -Cuando me dijiste que oiría la voz de Dios, ¿qué quisiste decirme? -Lo que te dije, exactamente. -¿Tú la has oído? -Sí. -¿Y todavía la oyes? Por ejemplo esta noche, mientras hablabas, ¿la oías en ese momento? -Escucha un momento, Mark... Dime lo que oyes ahora. -Los pájaros, los cerdos... el viento, que sopla en los árboles. -¿Es el viento lo que oyes, o los árboles? -No sé. Los dos, me imagino. -Yo tampoco sé, Mark... Y eso es lo terrible del lugar sagrado y del hombre superior. ¿ Es a Dios a quien oye, o es el eco de sus propios gritos de terror? Hay un momento en que lo sabe y, como tú has dicho, sabe que lo sabe. Y están todos los demás momentos en que no sabe... pero de todas maneras, debe seguir hablando y debe seguir actuando, y asumir las consecuencias hasta que muera.. Cuando te ordené que salieras esta mañana, yo sabía que corríais un riesgo... un gran riesgo. Imagina que no hubieras acertado a encontrar la entrada del canal y os hubierais estrellado contra el arrecife. Yo habría sido responsable de vuestras vidas ante todos los demás. Cuando te ordené que salieras, ¿qué era yo, Mark? ¿ Un maestro vanidoso que presenta el espectáculo de su brillante alumno, o un jefe prudente que inviste de la condición de hombre al hijo de la tribu? -No se me ha ocurrido pensarlo. -Pues piénsalo, Mark... y ahora vamos a dormir un poco. Faltan pocas horas para que salga el sol. La marcha hacia el borde del cráter fue un purgatorio largo y lento. Magnusson se sentía rápidamente abandonado de sus fuerzas. Cada cien pasos, más o menos, tenían que detenerse para que descansara. El anciano respiraba con esfuerzo el aire enrarecido de las alturas y se esforzaba por dominar los espasmos de tos que le desgarraban por dentro. Más de una vez, Thorkild se ofreció a llevarle, pero Magnusson se negaba; quería caminar hasta el último paso. ¡Quería morirse de pie, por mil diablos! Cuando llegaron a la salida del túnel, Thorkild le recostó contra el muro de roca y le dio a beber un trago de agua de la calabaza. El anciano se ahogó, la escupió y volvió a recostarse, tembloroso y jadeante. Thorkild le instó desesperadamente a que aguantara, y Magnusson le dirigió una débil sonrisa. -No... no me despidas todavía, Thorkild. Le hicieron apoyar los brazos en los hombros de ambos, le levantaron, apartándolo de la roca, y medio a rastras, entre Thorkild y el muchacho le llevaron por el túnel hasta la plataforma de los navegantes. Cuando la luz del sol cayó sobre él, Magnusson gritó de terror. ¡Estaba ciego... ciego! Entre los dos le sostuvieron, retorciéndose y meciéndose, hasta que volvió a calmarse. Volvieron a apoyarlo sobre sus pies para que se irguiera, solo. -No estás ciego, Carl-le dijo suavemente Thorkild-. ¡Abre los ojos y mira ! Durante un largo momento permaneció inmóvil, mirando hacia la deslumbrante inmensidad del cielo y el mar y las gaviotas que la recorrían dibujando círculos. Después fue como si una nueva vida tomara posesión del cuerpo envejecido. Magnusson abrió los brazos en un gesto de aceptación absoluta, echó hacia atrás la blanca cabellera y clamó : -¡Qué hermoso! ¡Oh, Dios, qué hermoso! Le sostuvieron antes de que se desplomara y le llevaron a través de la plataforma para sentarle, con las piernas cruzadas, sobre la misma piedra donde estaba el esqueleto de Kaloni Kienga, el Navegante. Thorkild le cerró los ojos, le unió las manos inertes y se apartó. Mark Gilman estaba petrificado, mirando fijamente al anciano, muerto en su pedestal. Thorkild le hizo adelantarse y, tomándole una mano, se la apoyó sobre la mejilla de Magnusson. -Eso es, Mark... Eso es la muerte. El muchacho no dijo nada. Se apartó y se quedó largo rato con los ojos fijos en la abrupta pendiente de la montaña, en el mar inundado de sol, en el cielo vacío en la distancia. Después, su voz fue apenas un susurro: -¡La oigo! ¡Oh, sí, la oigo! -¿Qué es lo que oyes? -La voz... desde lo más profundo. -¿Estás seguro? -Sí... Es muy hermosa... Sí, estoy seguro. -¿Estás dispuesto para regresar ? -Sí, lo estoy. Juntos, volvieron a recorrer hasta el final la hilera de navegantes muertos y, cuando llegaron a la última plataforma con su pila de huesos amarillentos, Thorkild se detuvo, recogió el remo patinado por el tiempo y se lo entregó a Mark Gilman. -¡Toma ! Esto es para ti. -¿Qué es? -El remo con el que hizo su último viaje... El símbolo es el de Kanaloa, el dios del mar. Clávalo en la arena, junto a tu choza, para que te recuerde quién eres y qué es lo que te ha sucedido hoy, aquí. -Pero... no puedo. ¡Es de él! -¡Tómalo! El ya terminó su viaje, y el tuyo no ha hecho sino comenzar. Cuando regresaron al campamento, la tensión se había disipado. Los que vivían en la playa estaban dedicados a sus tareas; el grupo de la terraza no veía el momento de irse. El impacto del drama de la noche ya había pasado. Las plegarias por Carl Magnusson habían sido pronunciadas, a Molly Kaapu la habían consolado con abrazos y lágrimas. Una vez satisfecho el decoro, había que estrechar filas y reiniciar la consoladora monotonía de la existencia. Mark Gilman plantó el remo junto a su cabaña antes de salir a pescar con Tioto. Thorkild a todo el grupo hizo un relato breve y desapasionado de las últimas horas de Carl Magnusson, despidió a los huéspedes, hizo las anotaciones en su libro de bitácora y se acostó. Antes de la puesta del sol, Sally lo despertó para que fueran juntos a nadar en la laguna. Le contó que estaba cansada de la gente, harta de sus exigencias minúsculas, de los problemas interminables con que la acosaban. Ya no soportaba por más tiempo que les devoraran, a ella y a Gunnar, como pirañas hambrientas. Así que, por favor, esa noche los dos comerían solos; se beberían un poco del whisky que había dejado Carl, se emborracharían un poco y se acostarían temprano, para hacer el amor, sin hablar ni una sola vez de nadie más que de ellos mismos. Sí, sí, sí, amén, dijo Gunnar Thorkild a todo, y agregó que si pudiera tenerla durante una semana para él solo, sería el hombre más feliz de la tierra. Hizo de la soledad de ambos una gran ceremonia. A diez metros de la cabaña, escribió con grandes letras en la arena: «¡No molestar!». Hizo un fogón de piedra junto a la puerta, se apropió de media botella de whisky, dos pescados y una cesta de fruta de las provisiones comunes, sacó de la cabaña un banco de bambú y se puso a preparar personalmente la comida. A uno o dos audaces que se acercaron con el deseo de charlar un rato, les ahuyentó sin piedad. ¿No sabían leer? Hoy, por una vez en la vida, quería que lo dejaran solo para atender a su mujer. Cumplir ese propósito, sin embargo, resultó más difícil de lo que se había imaginado. Sally se hallaba terriblemente deprimida. Comió poco, y tampoco mostró deseos de beber. Una broma la hizo reír, pero perdió interés en las demás. Estaba demasiado cansada para seguir en pie, pero demasiado inquieta para dormir. Claro que le gustaría hacer el amor, pero más tarde. Se disculpó por su estado, pero no podía evitarlo. No, no tenía nada que ver con la menstruación, y no era culpa de ella, ni de él, pero... ¡oh, demonios, todo era un lío tan sin remedio, tan espantoso! Por fin el dique cedió y todo lo contenido fue un torrente. -¡Es que me siento tan impotente! Me he pasado media vida estudiando medicina, y ahora, ¿qué puedo hacer? Nada... apenas lo que hace un barbero: ¡poner ventosas y hacer sangrías! Ni siquiera puedo hacer imposición de manos ni oficiar como tú lo hiciste anoche... ¡Ay, cariño, no trates de engañarme! Yo sabía qué estabas haciendo, y sabía por qué lo hacías. y me pareció la mejor actuación que he visto en mi vida, y estuve diez veces más celosa que si te hubieras llevado a alguna de las mujeres de junto al fuego, y le hubieras hecho el amor en mis propias narices! No sabes siquiera cómo vaciar una chata. ..¡pero las curaciones las haces tú, no yo! ¿Puedes imaginarte cómo me siento? -Ahora dime, ¿qué ha sido lo que ha provocado todo esto? -¿Qué importancia tiene? -Es que quiero saberlo. -Peter Lorillard. Esta tarde le examiné. Tiene la garganta llagada; parece una infección estreptocócica. Tiene los nódulos linfáticos inflamados, y un ganglio del tamaño de un huevo de paloma en la ingle. -Y eso, ¿qué significa? ¿Filariosis? -Podría ser. Pero me es imposible demostrarlo, sin un análisis de sangre. Y aunque pudiera, sería exactamente lo mismo, porque no tengo medicamentos para tratarlo. También pudiera tratarse de una fiebre glandular, o posiblemente un cáncer. -¿Qué le dijiste, entonces? -Le conté el más viejo de todos los cuentos. Sustituí la enfermedad por el síntoma. Le dije que tiene las glándulas hinchadas, y que probablemente se le pasaría pronto. -Realmente, hoy has tenido un mal día en el despacho. -No te rías de mí, que me pondré otra vez a llorar. -No me estoy riendo. Ven, cariño, que te llevaré a la cama. -Y ni siquiera te he preguntado por Carl ni por lo que sucedió allá arriba. -En otro momento. Ven a la cama. -Por favor, ten paciencia conmigo esta noche, que me siento muy frágil. -Señora, sus órdenes son un placer . Después, hasta esa pequeña broma se les agrió. Mientras Gunnar le acariciaba los pechos, sus dedos tropezaron con una dureza. Sally le apartó la mano, pero él insistió. -¿Esto es algo nuevo? -preguntó Thorkild. -Sí. No es nada. Un conducto bloqueado, probablemente. -¿ Y posiblemente ? -¡Está bien! ¡Posiblemente! ¿Qué diferencia hay? Si desaparece ¡estupendo ! -¿ Y si no? -A mi edad, y sin cirugía, significa un rápido desarrollo de metástasis y un pronóstico negativo... y antes de que la cosa llegue a ser terrible, tú, amor mío, me llevarás a esa montaña y sin decir palabra me ayudarás a irme, tal como te enseñé... y si tú me fallas, me iré yo sola a arrojarme desde el acantilado más alto que encuentre. ¿ Está claro? -¿Cuánto hace que tienes esto? -Tres semanas o un mes. -¿ Es operable ? -Sí, en cualquiera de los dos casos. Pero, ¿quién me va a operar? ¿Tú? -El mejor cirujano en el mejor hospital. Voy a sacarte de aquí, aunque sea lo último que haga. -Oh, cariño, no te atormentes. Mi solución es mucho más fácil y menos engorrosa. Ojalá no te hubieras dado cuenta. -Lo que lamento es que no me lo hayas dicho antes. -No habría servido de nada. No hablemos más de eso. Abrázame y hazme dormir . Cuando finalmente Sally se durmió, Thorkild se separó de ella y salió de la cabaña. La noche estaba llena de estrellas, bajas y tentadoras como la fruta en un árbol... pero le supieron a muertos frutos marinos, a polvo y cenizas. A paso lento fue hacia donde estaban ahuecando y dando forma poco a poco al árbol grande. Apoyado contra él, Hernán Castillo conversaba con Franz Harsanyi. -¿Cuánto tiempo calculas que falta, Hernán? –preguntó Thorkild, con el tono más despreocupado que pudo. -Seis meses, por lo menos. Posiblemente más. -¿Tanto? ¿Aun trabajando todos? -No es cuestión de mano de obra, jefe. Manos tenemos muchas, lo que nos falta son herramientas eficaces para darles. Las hachas de piedra no duran como las de acero. Se les rompe el mango, se les aflojan las ataduras. Entonces, tengo que detener el trabajo para repararlas. Y las dos de acero que tenemos hay que afilarlas continuamente... También intenté enseñarle a Franz ya algún otro de los muchachos a hacer hachas de piedra, pero... no las hacen bien. Y hay otra cosa, también. Ahora, hemos establecido un buen ritmo. Si lo alteramos, nos encontraremos con que el trabajo no va más rápido, sino más despacio. -Creo que en eso tienes razón. -Y de todas maneras, ¿qué prisa nos corre ? Si ya tenemos una embarcación que navega perfectamente. ¿Para qué apresurarnos con la grande, y correr el riesgo de echarla a perder? -Ninguna prisa, Hernán. Preguntaba por preguntar, nada más... Franz, anoche no tuve tiempo de felicitarte por tu poema épico. -Gracias. Es una tontería, pero me ayuda a pasar el tiempo. -Cuando regresemos, me comprometo a encontrarte editor. -Con esa promesa sí que queda usted bien -comentó riendo Franz Harsanyi-. No es un gran compromiso. -Sí, ¿no es cierto...? Decidme: ¿habéis probado ya el bote nuevo? -Por la laguna, nada más. ¿ Por qué ? -Pronto tendré que empezar a adiestraros para navegar en alta mar. -No haga un problema de eso, jefe -le tranquilizó Hernán Castillo-. Por lo que a mi respecta, puedo esperar. -Y cuanto más, mejor -le apoyó Franz Harsanyi-. Después de ver lo que hizo el pequeño Gilman, ¡yo renuncio! -A esto nadie renuncia -declaró lisa y llanamente Thorkild-. Dentro de muy pocos días, ya empezaré a perseguiros. Los dejó entonando un quedo dúo de protestas, y se dirigió hacia el hogar, junto al cual estaba sentada Molly Kaapu, sola, calentándose junto a los rescoldos mientras se mecía, salmodiando un antiguo lamento. Thorkild se sentó junto a ella, le tomó las toscas manos que el trabajo había vuelto ásperas y empezó a hablar con ella en la antigua lengua. -¿Le echas de menos, Molly? -Muchísimo, Kaloni. -Hay algo que tú debes saber, Molly, y es que le hiciste muy feliz -¿ Él te lo dijo? -Y me dijo más. Me dijo que te amaba. -¡Ai-ee! Eso me parte el corazón, Kaloni... ¿Por qué se fue de esa manera? ¿Por qué no se quedó conmigo? -Porque quería que tú le recordaras como a un hombre... ¡Y un hombre superior! No quería llegar a ser un viejo, que acaba siendo de nuevo un niño. -Pero yo soy una vieja solitaria, Kaloni. Ahora que él se ha ido, ¿ quién necesita de la vieja Molly ? -Yo te necesito. -Tú tienes tu mujer. -Molly, hay un tiburón que me persigue. -¿Quieres decirme cuál es? -No, ahora no. Tal vez mañana... o dentro de unos días. Necesito pensar. -Kaloni, cuando un tiburón te persigue no tienes tiempo de pensar. Tienes que atrapar la primera ola grande y dejar que ella te devuelva a la playa. ¿Me oyes? -Sí, Molly, te oigo... ¡Gracias! -Kaloni. -Sí. -Y si la ola se te escapa, entonces debes darte vuelta y dar un puñetazo al tiburón en el hocico. No hay otra manera. -Y si me arranca un brazo, ¿qué? -Métele la cabeza en la boca, y así se romperá todos los dientes, ¿sabes? -¡Vete tú también al diablo, Molly Kaapu! No puedes quedarte toda la noche aquí sentada. Te llevaré a tu choza.

A la mañana temprano, cuando Sally todavía dormía, Thorkild salió del campamento y, por el sendero de la jungla, subió hasta la terraza. Cuando llegó arriba se encontró con que Lorillard ya estaba trabajando, abriendo un nuevo claro en el extremo más alejado de la plantación. Al ver a Thorkild, se mostró sorprendido. -Tú no eres un visitante habitual. ¿Algo anda mal? -Sí. Necesito hablar contigo, pero preferiría que por un tiempo, los demás no se enteren de esto. Lorillard le sacó del claro y lo condujo hasta el borde de la jungla. -Aquí nadie podrá oírnos. ¿ Cuál es el problema? -Antes de empezar, quiero decirte algo. Tú y yo nunca nos hemos llevado del todo bien, Peter. Ahora, te ruego que olvides todo lo pasado para ayudarme, si puedes. ¿Lo harás? -Lo intentaré. -Pues escúchame, entonces. Ayer, Sally te examinó y te dio un diagnóstico tranquilizador, porque no puede hacer nada por ti. En su opinión, es posible que tengas filariosis... pero a la larga podría ser algo más grave. Lorillard hizo un gesto de asentimiento y sonrió, débilmente. -Hasta ahí, me lo imaginaba. -Hay más. Sally tiene una dureza en el pecho, y podría tratarse de un tumor maligno. -Oh, Dios. Lo siento. -Pues bien, tenemos dos personas que necesitan atención médica urgente. -Y no pueden contar con ella, de modo que no les queda más medicina que soportar lo que no tiene cura. -Me temo que no es tan sencillo... en el caso de Sally, por lo menos. Si se trata de un tumor maligno, me ha pedido que la mate. -No me sorprende -Lorillard lo tomó con absoluta calma-. Probablemente, yo haría lo mismo. A mí me parece normal y lógico. Si el paciente sufre un terrible dolor sin esperanza alguna de curación, ¿cómo puedes negarle la misericordia de la muerte? y si no se plantea problema legal alguno, como sin duda alguna es el caso aquí, ¿cómo se puede rechazar esa súplica? Es una de esas situaciones en que la moralidad convencional no sirve, y en que indudablemente no queda margen para la hipocresía. Si esto te parece despiadado, lo lamento; pero yo me he hecho el mismo planteamiento que Sally. -Lo entiendo y, desde un punto de vista personal, no tengo derecho alguno a discutirlo. Pero desde el punto de vista de esta pequeña sociedad nuestra, plantea algunas consecuencias aterradoras. Cualquiera que tenga una enfermedad incurable reclama, con el mismo derecho, que le liberen del sufrimiento. Todos los demás están condenados a convertirse en algún momento en ejecutores, en verdugos. -O simplemente en ejecutores de un deber filial o social... Eres tú el tradicional, Thorkild. Nunca pensé que tuvieras tantos remilgos. -Es que si pudiera, me gustaría evitar el problema. -Qué gracia, tú puedes evitarte el problema pero nosotros no. -Precisamente de eso he venido a hablarte. Si hubiera una probabilidad, una probabilidad razonable, de que Sally y tú volvierais a la civilización y contarais con diagnóstico y tratamiento, ¿ tú la aceptarías? -Naturalmente... Pero es una probabilidad que disminuye día a día. Para terminar el barco grande faltan meses todavía. -Estoy pensando en el pequeño. -¡Cristo santo ! -¡No, espera! Piénsalo un poco. Tú eres hombre de mar, has hecho cursos de supervivencia, y sabes que, con gente prudente y experimentada, las posibilidades de supervivencia son bastante elevadas. Tenemos una embarcación rápida y marinera, y una idea bastante exacta de nuestra posición actual. Estamos, a lo sumo, a quinientas millas de la tierra habitada más próxima, ya sea al Este o al Oeste. Digamos que se pueda hacer unas ciento cincuenta millas por día... o haciendo un cálculo pesimista, dejémoslo en lo más bajo, en cien. Sería un viaje de cinco días como máximo. Y una vez que estéis en la zona de atolones, ya estáis en casa. El bote no es muy espacioso, pero puede cargar agua y víveres en cantidad suficiente para cuatro personas. En realidad, no es una empresa tan descabellada... Tú, si estás en condiciones de trabajar como un perro aquí arriba, también puedes soportar una semana de navegación. Y lo mismo se puede decir de Sally. Creo que si os llevarais a Mark, que es buen navegante y no pesa demasiado, y a otro de los hombres, tendríais mucho más del cincuenta por ciento de probabilidades. Una vez que llegarais a cualquier parte desde donde pudierais haceros oír, gritando por cualquier estación de radio, toda la Armada se haría inmediatamente a la mar para recogeros. -¿ Y si no lo conseguimos... ? -Entonces, tú y Sally estaríais en las mismas. Y nosotros perderíamos dos hombres, que de todos modos habrían aceptado correr el riesgo. -¿Qué hay de los demás? -Seguirían aquí, viviendo y construyendo la embarcación grande. -¿Y quién sería el otro hombre? -Hay varias posibilidades: Willy Kuhio, Adam Briggs, Tioto o yo. De los demás, olvídate. No tienen ni el adiestramiento ni el espíritu marinero necesario para una cosa así. -Con Tioto no cuentes. Es capaz y estaría dispuesto; pero físicamente, está en desventaja. -Es decir que quedan tres. -Dos -rectificó Lorillard con sombría convicción-. Los otros nos matarían antes que dejarte partir a ti. -Yo estoy dispuesto a plantearlo ante todos ellos, si tú aceptas mi planteamiento general. -¿ Yo qué tengo que perder ? Claro que la acepto. Lo que me pregunto es si podrás convencer a los demás. ¿ Has hablado con alguno de ellos? -No. El primero eres tú. Me gustaría que guardaras el secreto por el momento. -No te preocupes. Pero te haré una advertencia. Si las privas de dos hombres, las mujeres tendrán algo que decir al respecto; y que se vaya la doctora, con dos bebés en camino, será motivo para que digan más. -Molly Kaapu no es mala comadrona. -Yo no he dicho que no hubiera respuestas. Simplemente, quiero prepararte para las preguntas. Debes aceptar que esto debe ser motivo de un debate abierto. -Sí. -En ese caso, terminemos ahora con nuestra propia discusión. Si organizamos esta... expedición, digamos, ¿quién está al mando? -Si voy, yo estoy al mando. -¿Y si no? -Tú; no hay otra opción. -¿Y contaría con tu apoyo? -Hombre, ¡si estoy poniendo tres vidas en tus manos, y la de mi mujer entre ellas ! Lorillard le tendió la mano y, cuando habló, la pena y la admiración contenida vibraban en su voz. -Lástima que no hayamos aprendido antes a confiar el uno en el otro. Pero bueno, ya no sirve de nada hablar de eso. Bajaré a la playa en el momento en que me necesites. Y te deseo suerte. Es posible que te espere una batalla más dura de lo que te imaginas. La primera batalla, y la más larga, fue con la propia Sally. Fueron dos días y una noche de lágrimas, rencillas, ternuras, argumentos y contraargumentos, hasta terminar en la rebelión abierta. Sally no iría. Por la fuerza, podrían meterla en el bote; pero prefería saltar por la borda antes que someterse a esa claudicación ignominiosa que ponía en peligro, inútilmente, cuatro vidas. No había pruebas todavía, ni forma de obtenerlas, de que se tratara de un tumor maligno. Lorillard estaba enfermo, sí; era obvio. y había decidido ir. ¡Estupendo! Estaba actuando libremente, y eso era, ni más ni menos, lo que ella -Sally- reclamaba para sí. ¿ Acaso no tenía un deber hacia la comunidad? Había dos embarazadas apunto de terminar su gestación, que podían necesitar de toda su capacidad médica. Habría que cuidar de los recién nacidos durante los primeros meses, los más peligrosos. ¡y más todavía! ¿ Acaso podía ella esperar que otras mujeres casadas arriesgaran por ella la vida de sus maridos? La idea era una monstruosidad, y Sally no quería considerarla ni un instante más. ¿Acaso eso era más monstruoso, le reiteraba una y otra vez Thorkild, era menos inconcebible que pedir a un amante, a un marido, que durante meses interminables fuera testigo de una lenta ejecución a sangre fría, sabiendo en todo momento que se había dejado escapar una oportunidad de salvación, de curación? ¿Qué prefería ella compartir con el grupo: los riesgos del intento de escapar, o el horror interminablemente alargado de una dolorosa disolución, en la que nadie dejaría de ver el paradigma de su propia muerte?.. ¿Dilema? Desde luego que se trataba de un dilema; y no había un hombre ni una mujer que no estuviera ensartado en sus cuernos. Y si alguien no cortaba por lo sano, allí se desangrarían todos... Había otra solución, simple y tajante. Él, Gunnar Thorkild, solo, se iría con el bote a Tubuai o a las Islas Australes. De ese modo, no se arriesgaría más que un hombre y, para el nieto de Kaloni Kienga, el riesgo sería mínimo. Sally también rechazó de plano la idea. La comunidad se quedaría sin cabeza. A pesar de su escasa entidad numérica, no tardaría en desintegrarse en células rivales, porque no había nadie más que tuviera la fuerza suficiente para mantenerlos unidos. Thorkild no podía ni debía desconocer la importancia de su poder moral, que era en parte su propia creación, y en parte algo que le había sido conferido por la comunidad. En el momento en que él partiera, todos se creerían traicionados. Si fracasaba en su misión, la cólera de todos se volcaría sobre los que habían sido causa de que la emprendiera: Lorillard y la propia Sally. Otro callejón sin salida. Thorkild se sentía como un hombre que se ahoga en una nube de plumas. A grandes zancadas, se fue en busca de Adam Briggs. Éste, normalmente cálido y directo en la discusión, se negó de plano a entablarla. Cuando Thorkild insistió en que quería saber por qué, se explicó con cuidadosa deliberación. -Es de nuevo el mismo asunto de Charlie Kamakau, sólo que esta vez mucho más complicado. Cada uno tiene su derecho especial. Empecemos con algo muy simple: el bote. Todos lo construimos, y es de todos. Lo usamos para la pesca, de la que dependen nuestras provisiones alimenticias. Si lo cedemos para una misión de esta clase, que puede fracasar, nuestra economía se ve de nuevo en peligro Ahora, compréndame: no le hablo en mi nombre, en el de Adam Briggs. Estoy haciendo el planteamiento que puede ser general... ¡y que tiene sentido! Hay otra cosa: después de tantos problemas, y hasta derramamiento de sangre, por fin hemos conseguido una comunidad equilibrada y establecida. Eso no significa que todos nos sintamos llenos de alegría, pero estamos tranquilos. Si se marchan dos hombres y no vuelven, quedarán dos mujeres sin pareja. ¡Más líos y más problemas! En cambio, y aunque eso pueda parecer más cruel que la intención que tengo al decirlo, si Sally muere y Lorillard también, hay dolor y hay pérdida, pero sigue conservándose el equilibrio. Ahora, hablemos de usted. En lo profundo de nosotros, todos sabemos que usted fue el hombre que nos reunió y nos trajo aquí. Si las cosas van mal, siempre tenemos a quien culpar... ¡a usted! Por otra parte, usted ha hecho grandes cosas, como decía Franz en su poema... nos machaca y nos domina y nos mantiene unidos, como una clavija sostiene una rueda. Saque la clavija, y la rueda girará loca. ¡Sería como si el Papa se casara con una monja! Yo me crié en una locura de esa clase, jefe. Si no se les podía echar la culpa a los negros, siempre quedaban los judíos, o los católicos... Es el principio del chivo expiatorio; y la teoría es que usted tiene la espalda tan recia como para cargarnos a todos...-se interrumpió, con una risita incómoda-. Y después de todo esto, no sé si querrá usted creer que se me parte el alma, por Sally y por usted; y doy gracias a Dios por no ser yo quien tenga que decidir el problema. -Entonces, ¿quién lo decide? -Una votación, me imagino. -¿O yo? Briggs le miró y sacudió tristemente la cabeza. -No, jefe. ¡Ni se le ocurra! Esta vez, ponga todas las cartas sobre la mesa y deje que la gente decida. -¡Sally es mi mujer! -Y usted es nuestro jefe. -¿ Y tengo que implorar por la vida de ella? -Espero que no, jefe. Pero si le obligan a hacerlo, vale más que sea muy elocuente. -Y de ti, ¿qué hay, Adam? -Yo también tengo mi mujer, jefe. Y no tengo que ponerla a votación. -Tal vez no la tendrías, si Sally no hubiera estado aquí para salvarla. -¡Y usted, jefe, y la otra mujer! No me olvido de nada de eso. Lo único que digo es que hoy es otro día, y que por mañana no puedo apostar porque la carrera todavía no ha comenzado. -¡Pues está todo dicho! ¿Cómo está tu pie? -Casi bien, gracias. -Entonces me será más fácil. -¿Qué le será más fácil? -Encargarte de que te ocupes de Sally cuando se enferme, y que le des el pasaporte cuando ya no aguante más. -¡Qué infeliz ! -Así se llama el juego. ¿no? Todos perros en un mundo de perros... ¡Hasta más ver, señor Briggs ! Jamás en su vida había estado más resentido ni se había sentido tan solitario. Se fue a la playa, sacó el bote, izó la vela y empezó a recorrer a toda velocidad la laguna, en todas direcciones, en un frenesí de frustración y furia. Se acercaba peligrosamente al arrecife, zigzagueaba entre las formaciones coralinas, se aproximaba a la costa hasta que el fondo de la embarcación casi rozaba la arena y volvía a salir como una flecha, sin dejar de gritar y maldecir con toda la fuerza de sus pulmones. Un pequeño grupo se reunió en la playa a observar sus maniobras, pero Thorkild hizo caso omiso de ellos. Allí seguirían, aplaudiendo el sangriento espectáculo, cuando le tocara morir a Sally, ya Lorillard, y a cualquier otro que no pudiera tolerar la obscenidad del Universo. Carl Magnusson, viejo pirata, ojalá estuviera allá arriba contigo, contemplando el movimiento de esa rueca que es la creación. ¡Ojalá pudiera hablar contigo ahora, Carl !Ojalá pudiera saber lo que tú sabes, verlo con claridad, leerlo, tranquilo y simple como un petroglifo... figuras que danzan sobre la negrura de la piedra volcánica. Me voy a casa, Carl. Voy a encallar esto y a regresar, pero ¿qué hago cuando llegue? Carl, durante toda mi vida he estado buscando este lugar. Y en el momento en que lo vi, en que atravesé el portal mágico, supe que era mi lugar. Ahora, me lo han profanado. ¿ Qué hago? Agotada finalmente su ira, llevó el bote a la playa y subió a refrescarse en la cascada. Allí se encontró con Yoko Nagamuna, arrodillada junto a la vertiente, lavando las raíces de taro que usaría para preparar la comida de la noche. Ya estaba muy voluminosa y se movía con la cómica torpeza de un muñeco. Thorkild se metió en el agua y empezó a ayudarle a lavar las verduras. -¿Cómo te sientes, Yoko? -le preguntó. -No tan mal. El niño se mueve mucho y, según dice Sally, yo estoy reteniendo mucho líquido, pero aparte de eso estoy perfectamente... Tengo ganas de que esto se acabe. -¿ Hernán te trata bien? -Vaya, si trata bien a todo. ..a las piedras, a los palos, a la gente. Es que, simplemente, no hay nada que le emocione. A veces me dan ganas de chillar. Es tan metódico como un reloj, y lo único que oigo de él es el tictac. ¡A veces quisiera que me gritara o me golpeara, nada más que para romper un poco la monotonía! -¡No te burles de la vida plácida, querida, que es muy recomendable! -¿Qué es eso que he oído decir sobre Sally? -¿Qué has oído? Yoko le sonrió con su antigua sonrisa de enredadora. -En este lugar es imposible guardar secretos, jefe. Oí que Adam y Jenny discutían en su cabaña. Naturalmente, les escuché. Así me enteré de lo de Sally y de lo que usted quiere hacer. ¡Conque tiene problemas! Parece que todos podemos tener problemas. -Pues dime cómo los ves tú, Yoko... ¿Qué piensas que debería hacer? Ella se le rió en la cara. -¡Ah, no jefe! ¡Así no! Primero acláreme las cosas. ¿ Está reuniendo votos, pidiendo consejo o contando cabezas? -Francamente, mi pequeña geisha, ¡me gustaría romper unas cuantas cabezas! -¿Incluida la mía? -Tú sabes que jamás golpearía a una embarazada ni a un hombre que lleve gafas... Te lo preguntaré de otra manera. Hay dos personas que necesitan atención médica urgente. Queremos salir de la isla. Quiero organizar una expedición que implica arriesgar la vida de los enfermos y la de dos personas más, pero que tiene una probabilidad de éxito razonable. ¿Tú estarías de acuerdo, o no? -Entonces, está contando cabezas y reuniendo votos. -Si quieres ponerlo así. -¿Iría usted o no? -Dime tu opinión de ambas suposiciones. -Si usted va, digo que no. Si se queda, voto por la expedición. -¡Y yo que pensaba que no te importaba ! -Me importo yo, jefe. ¡y nada más! Si usted está aquí, sé que hay alguien que alguna vez piensa un poco en mí. Si no, no soy más que una muchacha nipona con un bebé al que no quiere y un protector que, en la primera oportunidad que tenga, la abandonará. Además, si su mujer se va, quedará un poco más de usted para compartir entre nosotros... Ya tiene mi respuesta. -¿No tienes nada que agregar? Yoko le miró de reojo, con aire de conspiradora. -Estuve mirándolo mientras navegaba a lo loco. Parecía usted chiflado. Y los otros también le vieron, y les preocupaba la posibilidad de que destrozara el bote. A mí, no. Yo, simplemente, me preguntaba qué podía haber sido lo que le puso el cohete bajo la cola...¿No quiere contárselo a su pequeña geisha? ¿O le parece que eso también lo usaré para hacer de las mías? -¿Lo harías, Yoko? -¿Para qué? -la muchacha se palmoteó el vientre abultado- Aquí dentro ya tengo todas las diabluras que me siento capaz de hacer. ¿Qué es lo que le preocupa, jefe? Thorkild salió del agua y fue asentarse en la orilla, junto a ella. -Dos cosas, Yoko. Sally se niega a ir, y aun cuando consiguiera persuadirla, no se habrían terminado mis problemas. No hay más que tres hombres con los que puedo contar para que partan con Lorillard en el bote: yo, Willy Kuhio y Adam Briggs. La manera más justa de resolver la elección sería mediante un sorteo. Ahora bien, si yo no puedo ir, quedan dos. Y esta mañana, Adam me dijo con toda claridad que no contara con él. No puedo entender por qué. Siempre me he sentido más próximo a él que a cualquiera de los otros hombres, y él siempre me había dicho que su mayor aspiración era ser un gran navegante... Pero esta mañana se comportó como un absoluto extraño. Y acabamos diciéndonos cosas de esas que es más fácil decir que retirar... -¿ Y usted todavía no sabe por qué? -No. ¿ Lo sabes tú? -Es posible que usted no me crea -Yoko se mostró vacilante y cautelosa-. O que piense que estoy complicando más las cosas...y no es así, porque estoy tremendamente cansada, y tengo miedo de tener este niño, y me siento sola porque a Hernán no le importo, y aunque todo eso me lo merezca, en este momento se me hace difícil de soportar... Empezó a llorar de una manera extraña, lastimera, como un cachorrito herido. Thorkild tendió una mano hacia ella, pero Yoko se apartó. -¡No haga eso, por favor! Soy impura y fea, y no quiero compasión ni bondad. Sé que soy una desgraciada y siempre lo he sido. Pero en este momento, necesitaría un poco de amor... ¡aunque fuera el que puede darme Ellen ! -¡Pues conformémonos con las migajas! -le exhortó Gunnar Thorkild con una sonrisa-. Sécate los ojos, pequeña geisha, y cuéntame qué he hecho para estropear mis relaciones con Adam. -Él le considera a usted como una amenaza. -Pero, ¿por qué, santo Dios? -¡Oh, jefe! Es todo tan complicado... y al mismo tiempo tan : idiota. y sin embargo, no es culpa de él... -Sigue. -Bueno, en primer lugar, Adam sabía que usted era el gran amor de Jenny. Mientras usted ocupó ese lugar, él no tenía nada qué hacer. Después usted se borró; fue como si se la entregara en bandeja. Al principio, Adam estaba tan enamorado que eso no le importaba, pero ahora ha tenido tiempo de masticarlo. Además, usted empezó a adiestrar al joven Mark Gilman y Adam quedó relegado a segundo término. Recuerde que usted le había prometido que haría de él un gran marino. como usted... -Y todo eso. ¿ cómo lo sabes, Yoko ? -Ya le he dicho que los oí discutir. Se dijeron cosas muy feas. Y hay algo más: cuando su abuelo estuvo a bordo del Frigate Bird, hizo una especie de profecía en el sentido de que algún día Jenny concebiría un hijo de un jefe. -¡Dios mío! Yo me había olvidado. -Pues Jenny no lo ha olvidado. E independientemente de que se lo haya creído o no, para ella se ha convertido en un bello recuerdo, como esas cosas que escucha una colegiala en su primera visita a un adivino: el hombre alto y moreno que hay en su vida y todo eso. Al principio, ella y Adam se lo tomaron en broma, pero, ahora la broma ya no lo es tal. Así que hoy, cuando usted habló con Adam y él vio que podía ser el elegido para ir, y que Jenny se quedaría aquí en la isla, y que usted estaría sin su mujer... ¿No ve como las cosas tienen mas sentido ? -Y el resultado es una confusión idiota. -Y usted no puede ni debe tratar de aclararla -advirtió Yoko Nagamuna-. Deje las cosas como están y espere que todo se aclare. Pero, por el bien de todos, usted tenía que saberlo... Y, por favor, ¡créame que no he pretendido ser chismosa ! -Te creo. ¿ Enterramos el asunto, qué te parece ? -Ahí está el problema, jefe. En que no se puede enterrar nada. Lo que uno hace es plantar, y un día la cosa brota... como guerreros armados, o como los árboles que se devoran el templo. La lección es difícil, y me temo que yo misma la he aprendido demasiado tarde. -Sin embargo a mí me has enseñado algo -dijo en voz baja Gunnar Thorkild. -¿Qué? -Que hay geishas que tienen mucho mejor aspecto sin la peluca y sin el maquillaje... ¡Gracias !

Un nuevo golpe se avecinaba. Hacia el Este, las nubes se amontonaban para formar un sólido frente negro. El mar se convulsionaba, y las aves marinas emprendían vuelo hacia sus nidos, en las grietas del cráter elevado. Era precisamente la estación en que se formaban los grandes huracanes, los que a lo largo del trópico de Capricornio barrían cuanto hallaban a su paso, hasta las costas de Queensland. No era momento para discusiones ni para reproches; se acercaba un peligro elemental y debían protegerse de él. A toda prisa, gritando, Thorkild recorrió el campamento. El bote, la canoa de lona y la balsa debían ser retiradas hasta el extremo más alejado del campamento; todas las herramientas y utensilios; amontonados en la barraca de las provisiones. Que recogieran en una lata perforada las brasas del fogón y las guardaran, con una cantidad de leña seca, en una profunda grieta entre las rocas. Que apartaran agua y comida suficientes hasta que hubiera pasado la tormenta. Todos buscarían refugio en las chozas levantadas al abrigo del acantilado, lejos de las nueces de coco que pudieran caerse y partirles el cráneo, y de los árboles que el viento podía arrancar de raíz como si fueran cerillas. Y si las chozas no resistían, buscarían refugio en la jungla, e incluso con los moradores de la terraza. ¡A trabajar, todo el mundo! ¡A trabajar! Primero se hizo la oscuridad, como si un palio negro se hubiera extendido sobre la Tierra. De la oscuridad brotó el relámpago, en grandes e irregulares lenguas de fuego que se precipitaban desde el cielo, y a las que poco después seguían truenos ensordecedores cuyos ecos retumbaban sobre ellos como los carros de la venganza. Luego llegó la lluvia, en verdaderos torrentes azotados sin piedad por el viento huracanado que giraba en espirales alrededor del cono solitario de esa isla perdida en mitad de un océano desierto.

El ruido era ensordecedor, entre los truenos, el golpe implacable de la lluvia; el aullido espectral del viento, el estruendo de las rompientes y las enormes olas que, muy por encima del límite de las mareas, subían más allá de la empalizada. El viento desarraigaba palmeras altísimas como si fueran matas de hierba; a otras las partía limpiamente en dos. Las chozas que no tenían protección se desmoronaron como castillos de naipes; los techos de paja volaban por los aires, las paredes se deshacían. Las que estaban al abrigo del acantilado tuvieron mejor suerte. Los armazones resistieron, pero los techos hundidos dejaban pasar el agua y las paredes de esteras se abrían, de modo que a sus ocupantes les empapaba el agua helada. El camino que llevaba a las terrazas se había convertido en un torrente de barro que se vertía por todo el campamento, arrastrando despojos de la selva. Lo único que se mantuvo firme fue el gran tronco que algún día sería su embarcación, mientras todos lo observaban ansiosamente hora tras hora, en tanto las aguas del mar y los torrentes de la montaña se ensañaban con él. Mucho rato después de oscurecer, la tormenta seguía rugiendo, como si, a semejanza de Prometeo, estuviera encadenada para siempre a la montaña. Ya no había relámpagos, solamente el gemido incesante del viento y el golpe rítmico de la lluvia y la turbulencia ominosa del mar. Las chozas estaban inundadas. No se podían encender fuegos ni antorchas. Comieron lo que pudieron sostener en las manos, hicieron sus necesidades por los rincones y volvieron a acurrucarse, todos juntos, buscando protección contra ese torbellino de pesadilla. Después, lentamente, la pesadilla se desvaneció. Disminuyó el viento, cesó la lluvia, y la luna les miró, pálida y triste, entre la destrozada cortina de nubes. Entonces salieron, con el agua a la rodilla, a calcular los daños. El gran tronco seguía en su lugar. La canoa, aunque inundada, estaba intacta. En cuanto a lo demás, era el paradigma de la desolación. El almacén se había desmoronado y sus ruinas estaban inundadas. Cinco chozas estaban totalmente destruidas. La plantación de taro era un lodazal, y la mitad de los preciosos cocoteros habían sido arrancados de cuajo o estaban partidos. Toda la playa estaba cubierta de espuma blanca. El recinto del campamento era un pantano cubierto de anónimos, innumerables desechos. Durante largo rato, nadie dijo nada. Algunas mujeres sollozaban en silencio. Los hombres, de puro aturdimiento, no atinaban a maldecir siquiera. Todos esperaban que Thorkild les dijera lo que debían hacer, pero no se le veía por ninguna parte, como si el viento le hubiera arrebatado o se lo hubiera tragado el mar. Momentos después lo vieron. Como un animal vapuleado y sucio, salía arrastrándose de debajo de los restos de la cabaña de las provisiones. Traía consigo dos botellas de whisky, lo último que quedaba de la provisión de Magnusson, y una latita de combustible. -Primero, beberemos un trago -anunció con voz serena-. Después, las mujeres desaguarán el hueco de la canoa grande. y lo usaremos como fogón. Hay que traer de nuevo las brasas y la leña que quedaron escondidas en las rocas. Recoged todo lo que halléis de comestible para prepararnos algo caliente. ¡Sin pérdida de tiempo! y cuando amanezca empezaremos a trabajar. El claro brillo de la aurora fue un sarcasmo al verterse sobre las ruinas que los rodeaban, pero Thorkild no les dio tiempo para llorar sobre sus infortunios. Envió a Mark Gilman montaña arriba para que averiguara cómo lo habían pasado en la terraza y para pedir a sus habitantes que bajaran a ayudarles, si podían. Después, empezó a perseguir a su desmoralizada tribu como si fuera un patrón de esclavos. Había que cavar zanjas para sacar el agua de las chozas que quedaban en pie, barrerlas, techarlas y volver a hacer las paredes. Tenían que recoger todas las provisiones. secarlas, reclasificarlas y acomodarlas en un lugar temporal. Había que despejar de basuras el recinto del campamento, vaciar el hogar para que se secara y volver a llenarlo de combustible. Y recoger las nueces de coco caídas para almacenarlas. Y comprobar si la canoa y la balsa estaban dañadas y renovar las ataduras si era necesario. Las cabañas que se habían desmoronado habría que destruirlas. Los troncos de las palmeras caídas podían ser útiles; había que almacenarlos por tamaños. Después, los podrían usar para construir la armazón de un edificio más recio... En cuanto a las ramas y hojas caídas, las usarían para aprovechar las fibras y para hacer bardas. Más tarde, cuando la laguna estuviera en calma, tendrían que pescar algo para la cena... y nada de quejas ni protestas. Todavía tenían al alcance de la mano los medios de supervivencia. Cosas peores pasaban con los terremotos o con los incendios forestales. A mediodía regresó Mark Gilman con Willy Kuhio y Simón Cohen. Traían carne, fruta fresca y noticias. En la meseta las cosas habían ido mejor. La montaña les había protegido bastante de la fuerza del viento. Las casas habían resistido, aunque los techos dejaran pasar el agua. El daño principal lo habían sufrido las plantaciones, donde la fuerza del agua había arrancado la capa de tierra fértil. En ese momento, Lorillard y las mujeres estaban trabajando para reemplazar el suelo perdido y para reponer las plantas. Willy y Simón podían quedarse tanto tiempo como fuera necesario. Los antiguos habitantes debían de haber sabido lo que hacían cuando optaron por establecerse arriba y no en la playa. Al caer la noche, el lugar estaba nuevamente habitable, por más que para dormir tendrían que compartir las comodidades hasta que hubieran construido las nuevas chozas. -Y esta vez -especificó secamente Thorkild- planearemos y construiremos pensando en la resistencia. Es obvio que vamos a estar aquí durante mucho tiempo todavía. -Pero yo pensaba... -empezó a decir Jenny y se interrumpió en mitad de la frase. Los otros seguían en silencio, sin prestar atención más que a la comida. -¿Sí, Jenny? -Nada. -Tal como os decía -continuó tranquilamente Thorkild-, necesitaremos construcciones más cómodas y más permanentes. Todavía falta mucho tiempo hasta que esté terminada la embarcación grande. Yo había hablado con algunos de vosotros, y es obvio que ellos a su vez lo han comentado con otros, de la posibilidad de enviar la embarcación pequeña, con una tripulación elegida, en un intento de que nuestros enfermos pudieran volver a la civilización y, al mismo tiempo, de conseguir que se enviara en busca de los restantes una expedición de rescate. Es obvio que el proyecto no cuenta con vuestra aprobación. Es posible, por ejemplo, que mi mujer esté gravemente enferma, pero se niega lisa y llanamente a ir: siente que la comunidad la necesita, y que ella no puede asumir la responsabilidad de disgregar grupos familiares. Tal es su decisión y, aunque yo estoy en desacuerdo con ella, no puedo modificarla. También Peter Lorillard está enfermo, pero no se le pueden ofrecer ni un diagnóstico correcto ni un tratamiento adecuado, porque no contamos con los medios. Él estaría dispuesto a correr el riesgo de una expedición en busca de socorro, pero tampoco insistirá en que así se haga. Por mi parte, yo estaría dispuesto a correr el riesgo, incluso yendo solo; pero se me ha hecho entender que la comunidad tiene sobre mí derechos a los que no está dispuesta a renunciar. De modo que no se hable más de ese asunto y volvamos a nuestra vida normal en la isla -sin que nadie dijera palabra, Thorkild continuó con la misma indiferencia-. Sugiero que esta vez hagamos las construcciones con armazones más fuertes, construyamos los techos a dos aguas con bardas más espesas, y calculemos más espacio para los grupos familiares. Si en última instancia lo que tiene Peter Lorillard es filariosis, una enfermedad provocada por parásitos cuyo vector es el mosquito, entonces será necesario establecer un acuerdo diferente para seguir con los cultivos en las terrazas. Haremos entre todos turnos breves de trabajo allá arriba, para después volver a la playa, donde la brisa del mar mantiene alejados a los mosquitos... -¿Puedo hacer una pregunta, jefe? -era la voz de Ellen Ching, tranquila y distante como siempre. -Sin duda. -En realidad, es para su mujer. Sally, ¿cuál es el pronóstico en un caso de filariosis ? -La exposición prolongada a la acción de los parásitos y el aumento de éstos provoca un bloqueo permanente de las glándulas linfáticas y, en definitiva, el tipo de hinchazón que se conoce como elefantiasis. El paciente se debilita y queda permanentemente incapacitado. -¿Y en el caso del cáncer de mama? -Si no hay mastectomía y tratamiento postoperatorio, la muerte. -Gracias. Una pregunta para usted, jefe. ¿Qué posibilidades tiene una embarcación pequeña, con una tripulación bien adiestrada, de llegar a puerto? -Si la tripulación es capaz, mucho más de un cincuenta por ciento. -Gracias. Es lo único que quería saber. -Puesto que no estamos todos presentes -declaró firmemente Gunnar Thorkild-, no creo que debemos seguir discutiendo este problema. -De acuerdo -Ellen Ching era precisa y persistente-. Pero, como hemos designado un grupo para que presente al jefe nuestros puntos de vista y le asesore, me parece que sería hora de que empezara a funcionar. ..En estas circunstancias, es escandaloso esperar que un solo hombre lleve la carga por todos nosotros. -Hemos perdido a uno de sus miembros -recordó Briggs-. Charlie Kamakau. -Podemos elegir a otro -señaló Ellen Ching-. Y como todo esto no puede ser sino motivo de incomodidad para Sally y el jefe, sugiero que lo dejemos para mañana. Yo subiré a la terraza para hablar con Peter Lorillard y con Martha, y después se llevará a cabo una reunión conjunta. ¿ De acuerdo ? -¡Un momento! -Thorkild se levantó lentamente-. Amigos, escuchad me todos que quiero deciros algo. ¡Estoy cansado! He cuidado a vuestros enfermos, enterrado a vuestros muertos, y os he enseñado a pescar, a construir casas, a comer, a dormir , e incluso a cambiar de pareja. Y ahora estoy tan harto que podríais detener el mundo y arrojarme por la borda sin que a mí me importara un bledo. De manera que ahora, si no tenéis inconveniente, me voy a dar un paseo con mi mujer . Ayudó a Sally a levantarse y les dejó, escandalizados y boquiabiertos, mirándose unos a otros a través del hogar. A pasos lentos, se dirigieron hacia la parte más alejada de la playa, eligiendo cuidadosamente el camino entre árboles caídos, hojas de palmera desgajadas, raíces enmarañadas y todos los desechos de la tormenta. Encontraron una roca seca y subieron a ella, vueltos los ojos hacia la extensión de espuma blanca y hacia la constelación de estrellas y galaxias. -¿Durante cuánto tiempo te pensaste el discurso, profesor? -preguntó Sally con tono despreocupado. -No lo pensé nada. Me salió del corazón. -A mí me sonó como otro de tus recursos políticos... -La noche fue larga, y fue largo el día; y yo también soy humano. -Entonces, ¿por qué tenías que meterme a mí en la discusión? -Porque, te guste o no, tú eres en buena medida parte de la discusión. -No fue juego limpio. -¡Pues dime tú qué es juego limpio, tesoro! Si esta noche duermen secos y alimentados, es gracias a mí. Y si hablan hasta por los codos, es porque yo me ocupo de que el tiempo les llegue para eso, mientras yo estoy demasiado cansado hasta para escupir. -Gunnar... -¿Qué? -Esa tormenta... -¿Sí? -Si hubiéramos estado en alta mar, tú y yo, en el bote pequeño, ¿ habríamos sobrevivido ? -Podríamos haber sobrevivido, sí. -¿ Y si hubiera sido Willy o Peter, y no tú? -También. -¿Te imaginas tú lo que hubiera sido estar ahí fuera, anoche? -No necesito imaginármelo, lo sé. Lo he vivido más de una vez. -¿ Y todavía sigues queriendo que yo haga ese viaje? -¿Si lo quiero? No, pero ordeno que lo hagas. Porque todavía tienes una probabilidad, un número en la lotería. Si te quedas aquí, no tienes esperanza ni probabilidad alguna. -Pero me queda todavía algo para vivirlo contigo. -Y yo tendría que matarte después. -¿Es eso lo que te asusta, Gunnar ? ¿ Preferirías que fuera el mar el que acabara conmigo y no tú, mi marido, mi amante ? ¿ Eso sería más fácil para ti? -No. De una manera, yo sabría que tú habías partido, amándome. De la otra, aun cuando sobrevivieras y te curaras, yo jamás estaría seguro. Tal vez me odiarlas durante el resto de mi vida, pero aun así... -¿Qué? -Si estuvieras viva, y bien, creo que podría soportarlo. -Antes eras un hombre tan alegre. Me encantaba tu manera de ser. Ahora, me parece que apenas te conozco. -¿Porque me preocupo tanto? -Porque te preocupas demasiado. Ninguno de nosotros es algo tan preciado. -Para mí, tú lo eres. -Pero supongamos que yo prefiero la otra manera, la salida fácil y silenciosa, el pinchazo mientras duermo y la larga y muda oscuridad. ¿Entonces? A Carl le diste lo que quería. ¿Me lo negarías a mí? -Tú se lo negaste a Charlie Kamakau. Dijiste, y lo recuerdo con absoluta claridad, que no lo harías porque habías jurado curar, y no hacer daño. -Se trataba de la vida de Charlie. Ahora es la mía, y puedo disponer de ella como me dé la gana. -No, me pides a mí que te deshaga de ella. -Pero, ¿no ves que somos una sola persona...? Es posible que no llegue a ser necesario. Lo único que quiero es saber que, si lo es, en esto estamos de acuerdo. Entonces puedo vivir tranquila y feliz... ¡muy feliz, mi amor! Gunnar, ¿por qué sobre este punto eres tan duro conmigo? -Primero, porque tú excluyes todas las demás posibilidades, y yo creo que eso es un error. -Pero, ¿y si yo prefiero eso? -Entonces somos de nuevo dos personas, no una. Segunda razón: lo que tú me pides entraña consecuencias para todos los demás. A largo plazo. No puedo calibrarlas perfectamente, pero no puedo asumirlas tan a la ligera como tú lo haces. -Los demás no me importan. ¡Soy yo! ¡Es mi vida! ¡ Es mi cuerpo el que sufre ! -Y cuando tú te vayas, cariño... de cualquier manera que te vayas, yo seguiré aquí, la gente seguirá aquí, y las leyes y normas con arreglo a las cuales viven seguirán teniendo vigencia. ¡Mira! Si no hubiera otra manera de ahorrarte un sufrimiento intolerable, entonces, para mí y para ellos, la situación sería diferente. La esencia del acto no habría cambiado, pero las circunstancias y las consecuencias sí. Sería una decisión ad hoc, tomada en un caso límite. De esta manera, hay una connivencia evidente, se sienta un precedente, se dice: « Una vez dispusimos de una vida. Se puede disponer de otras». ¿No te das cuenta de que es un problema terrible? -De lo único que me doy cuenta -su voz era un viento de invierno, tan fría y distante-, es de que te pedí la promesa de un acto de amor, si yo la necesitaba y cuando lo necesitara, y tú te negaste. -Yo te ofrezco una posibilidad de vida, y tú la rechazas. ¡Estás haciendo de la muerte una prueba de amor! -Y tú has superado la prueba. Buenas noches, Gunnar. -Te acompañaré de vuelta, para que no te rompas una pierna. -Esta noche me gustaría dormir sola. -Lamento no poder complacerte -incluso en semejante situación, Thorkild encontró una brizna de humor-, pero tenemos sólo cuatro chozas para doce personas. Tendrás que dormir con las mujeres. Al pasar junto al hogar, Gunnar se detuvo a dar las buenas noches a Molly Kaapu, que seguía allí charlando con Ellen Ching y Franz Harsanyi. Tras una larga mirada escrutadora, Molly le preguntó en la antigua lengua : -¿Todavía te persigue el tiburón, Kaloni? -Acaba de arrancarme el brazo, Molly. Franz Harsanyi, el lingüista, pensó que era un chiste y lo completó con otro. -¡Mientras no le haya tocado el hua hua todo va bien, jefe! -Le guardamos un poco de whisky -se compadeció Ellen Ching-. ¡Da la impresión de que lo necesita !

ONCE

A PRIMERA HORA de la mañana siguiente, Ellen Ching subió sola a la terraza, para hablar Con Lorillard y Martha Gilman, y concertar una reunión. Iba Con la esperanza de que estuvieran de acuerdo en la elección de Willy Kuhio, de manera que los integrantes fueran entonces dos mujeres, Martha y Ellen, y tres hombres: Franz, Adam Briggs y Willy. Thorkild no hizo Comentario alguno sobre la propuesta; estaba decidido a que, en lo sucesivo, su silencio les obligara a proponer soluciones para sus propios problemas, dejándole a él en libertad de disponer en los puntos que provocaran conflicto y, aun así, solamente a instancias de todos ellos. Ahora que había sentido plenamente el peso de la autoridad, que había visto todas las estrategias de que incluso amigos y amantes eran capaces de valerse para eludir la responsabilidad y reducir sus riesgos personales a expensas de loS demás, estaba profundamente desilusionado. Recordó vívidamente, como si hubieran sido pronunciadas ayer, las palabras de Flanagan, sentado en su silla de inválido, estremeciéndose como presa del paludismo mientras le arrojaba la verdad a la cara. «...Recibirás el mana, pero te hará sufrir. La gente se apoyará en ti, y tú te desplomarás bajo su peso. Volverán a alzarte y tratarás de escapar de ellos, pero no te dejarán que huyas. Sólo Dios sabe lo que harás entonces. Y morirás rogándole a Él que te lo diga; o vivirás suplicándole a Él que te envíe la muerte, porque la carga es intolerable...» La profecía de Flanagan se había cumplido. El mana no era suficiente. La carga era intolerable, y jamás, jamás le dejarían escapar de ella. Pero en un aspecto importante, Flanagan se había equivocado. Gunnar Thorkild no tenía un Dios a quien recurrir, y la comunidad á cuyo frente estaba él, excepción hecha de Willy y de Eva, tampoco. Confiaban, lo mismo que él, en una maraña de tradiciones, leyendas, convenciones morales aceptadas sin crítica, vagos preceptos éticos, religión visceral y confusión filosófica. El propio Thorkild había ido invocando todo eso, sólo para ver cómo esas seudo divinidades se le hacían polvo en las manos, como las mortajas de una antigua tumba. Ahí estaba, en realidad, la raíz de su disputa con Sally. Thorkild no tenía ningún terreno firme que le sirviera de base para compartir con ella, no podía invocar ninguna autoridad ni ningún interés que pudiera, visiblemente, trascender el de ella, ni un solo sueño, dogma o ejemplo que dieran significado al sufrimiento de Sally. Él le había fallado, de la misma manera que en última instancia les fallaría a todos. Era un hombre vacío. Su isla paradisíaca no era más que lo que había dicho en su poema Franz Harsanyi: una mota de polvo surgida de los fondos del océano. Mientras los otros iban levantando el nuevo almacén, Thorkild trabajó solo, emparejando los troncos de las palmeras caídas, reuniéndolos por tamaños para después guardarlos, hasta que fuera el momento de usarlos como vigas y pilares para las nuevas viviendas. Esa vez, pensó con ácido humor, habría que construir una casa para el jefe, separada de las demás, más imponente, para que fuera menos evidente la vaciedad de quien moraba en ella. Y frente a ella habría que erigir una plataforma desde la cual se pudieran proclamar órdenes y edictos, desde donde los juicios sonaran más pomposos. Se podría llegar incluso a un traje ceremonial para el jefe, una capa y un tocado de plumas, con un escudo de conchas marinas... Mientras Thorkild se divertía con sus fantasías sardónicas. Mark Gilman se le acercó gritando triunfalmente: -¡Lo he encontrado. jefe! ¡Lo he encontrado ! -¿El qué. Mark? -Mi remo... Pensé que el agua se lo había llevado, pero lo he encontrado. -Me alegro. ¡Eso es un buen signo! -Jefe... -¿Qué? -Anoche, durante la tormenta, no dejé de preguntarme una y, otra vez qué habría hecho si me hubiera sorprendido afuera, en alta mar. -¿Y? -Lo resolví. La embarcación seguiría a flote. Aunque se llene de agua y lleve gente a bordo, no se hunde. Así que mientras uno pueda evitar verse arrastrado fuera de ella y consiga que no se dé la vuelta, está a salvo. ¿ no es así ? -Así es, en efecto. Una nave como ésa flota lo mismo que un corcho. Está hecha para seguir las olas grandes. Claro que con mar gruesa hay que trabajar mucho y remar para mantenerla equilibrada. Y si la tormenta es larga, tendríais que hacer turnos de a dos, para descansar y trabajar... aunque en esas circunstancias no hay mucho descanso para nadie. -A eso iba, a hablarle de los que descansan. Si tuviéramos algún tipo de ligaduras que los sostuvieran mientras descansan, eso estaría bien. ¿no? -Sí, probablemente. ¿Se te ha ocurrido alguna idea? -Alguna. Pero quería hablarlo con usted antes. -Pues adelante. A ver cómo lo resuelves. -¿Vamos... vamos realmente a hacer la prueba. jefe? -No lo sé. Mark. Estoy esperando que tomen la decisión. -Peter quiere intentarlo, y mi madre está de acuerdo. A mí también me gustaría ir . -La decisión le corresponde al consejo. Mark. -¿Por qué se la deja usted a ellos? Antes no lo hacía. Usted sigue siendo el jefe, ¿o no? -Sí, sigo siendo el jefe. -Entonces, ¿por qué...? -Siéntate, Mark. Juntos se sentaron sobre el tronco caído y Thorkild, con frases inseguras, fue hilvanando su respuesta. -No es fácil de explicar, Mark. Recuerda lo que te dije mientras subíamos al lugar alto. Un jefe tiene que actuar, aun cuando no esté seguro de que lo que está haciendo sea lo que está bien... Bueno, pues eso es lo que he hecho hasta ahora. He cometido errores, pero sin que las consecuencias fueran demasiado desastrosas... Sin embargo, esta decisión que se plantea es la más importante hasta ahora. Hay vidas en juego, y grandes riesgos. Yo estoy cansado y confundido, y menos seguro de mí mismo de lo que me he sentido jamás en mi vida. Necesito ayuda. Necesito consejo, y la misión de ellos es asesorarme -con una risita incierta, desordenó el cabello del muchacho-. Pero creo que lo que necesito es algo más que asesoramiento. -¿Qué es, jefe? -Lo imposible, me temo. El trueno y el rayo y una voz que desde las nubes diga: «¡Esta es la ley! ¡Esto es el bien! ¡Hacedlo y estáis salvados!». Hasta creo que una voz humana serviría... Sí, me conformaría con una voz humana que dijera: «Creed y seguid adelante». Pero lamentablemente, la gente no actúa así. Quieren signos y milagros, y el derecho a matar al hechicero cuando éste les falla. -¡Pero eso no es justo ! -Es la vida, Mark. -Y Sally, ¿por qué está enfadada contigo? No digas que no, me he dado cuenta. -Esas son cosas nuestras, Mark. -Entonces, no tienes a nadie. -Digamos que, por un tiempo, voy navegando a solas. A veces eso es necesario. Tu madre tuvo que hacerlo durante mucho tiempo. No te olvides nunca de los que están allá arriba en la montaña, Mark. Ellos tuvieron que ganarse ese lugar: esa paz, ese silencio, ese esplendor... Ahora vete, corre, que allí necesitan ayuda. -¡Todavía no! -el muchacho se enderezó con obstinación, desafiante-. Tú me dijiste que me había ganado el lugar de un hombre. -Y así es. -Entonces, tengo derecho a hablar y a que me oigan. -El mismo que todos. -Gracias. Es lo único que quería saber. -¿Mark? -¿Sí? -Piensa bien antes de hablar. -No necesito pensar. Yo he oído la voz, y sé lo que eso significa. Me vuelvo a trabajar. Y se fue, a grandes pasos, llevando ante sí el remo como un estandarte, mientras Thorkild le seguía con los ojos, frunciendo el ceño. Extraño muchacho. Extraña simiente, extraño cultivo. Se preguntó qué brotaría de él, si un guerrero, armado y peligroso, o un árbol retorcido que, con el tiempo, enroscaría las raíces en los cimientos del templo hasta acabar derribándolo. Poco tiempo después que se hubiera ido el muchacho apareció Jenny, trayéndole comida fresca y leche de coco para el refrigerio del mediodía. Todo el mundo estaba comiendo sin dejar de trabajar, le contó, porque querían dejar terminada la cabaña que serviría de almacén antes de que cayera la noche. Ellen Ching ya había regresado. Willy Kuhio había sido elegido por los demás miembros del consejo, que se reuniría al día siguiente, en la terraza, para no interrumpir el trabajo de reconstrucción. Sus integrantes pasarían la noche en la montaña y al día siguiente volverían para transmitir las recomendaciones al jefe y concertar una reunión posterior con toda la tribu. Esa vez querían hacer las cosas con toda formalidad. Las opiniones estaban muy divididas, y todos querían tener oportunidad de exponer su propio punto de vista... Si Thorkild no tenía inconveniente, continuó Jenny , ella se quedaría a compartir la comida con él. Lo que había llevado era suficiente para dos. Y le gustaría hablar seriamente con él. ¿Por qué no? Si todos los demás lo hacían. -Lo sé, profesor... Hablan tanto que me dan ganas de gritar. -Es la costumbre tribal, muchacha. La isla es pequeña, la gente es pequeña... se habla de cualquier tema hasta agotarlo. -¡Pero aun así! Me alegré mucho de que usted puntualizara las cosas anoche. Se veía que estaba muerto de cansancio, pero todos actuaban como si nadie se diera cuenta. -¡Tranquilízate, chiquilla ! -¡No me llame chiquilla! ¿No recuerda que soy una mujer casada? -Disculpa. Yo sigo pensando en la chiquilla que recogí en Sunset Beach. -Y yo estoy tratando de olvidarla. -¿De qué querías hablarme? -De Adam y de mí. -¡No! -De Adam y de usted, entonces. Me contó lo que había pasado y tuvimos una pelea de todos los demonios. -La oí. -Todo el mundo la oyó. Por eso se enfrenta usted con semejante crisis. De todas maneras, él me dijo que de ninguna manera iría en esa expedición. Es recién casado, y además quiere quedarse en la isla. Yo le dije que si por lo menos no se ofrecía, no volvería a respetarle jamás. -Lamento que le dijeras eso, Jenny. -Yo también lo lamenté después. -Le has pedido disculpas, me imagino. -Sí. Pero se había cerrado como una almeja, y así siguió. -Es que ofendiste su hombría. -¿Y usted no? -No. Él y yo discrepamos en cuanto a la medida en que él se debía al grupo, y hasta qué punto se debía a ti... y a sí mismo. -Esa es la discusión que usted tuvo con Sally, ¿no es así? ¡Vamos, no se sorprenda tanto! Eso también lo sabe todo el campamento. Yo oí que Molly Kaapu estaba discutiendo a gritos con Sally... Vale más que usted no esté en el camino. ¿Cómo acabará todo esto? Ya nunca nada podrá ser lo mismo después... ¡para ninguno de nosotros ! -Jenny, tú sabes cómo se arreglan las cosas. Es lo que debes hacer con Adam. -Ya lo intenté. -Inténtalo con más empeño, y todas las veces que sea necesario. -No quiere escucharme. Dice... -¿Qué dice, Jenny? -Dice que hay un fantasma en nuestra cama. -En todas las camas hay fantasmas, Jenny .En su mayoría, son sueños que hemos acariciado durante demasiado tiempo, esperanzas que no queremos olvidar... locuras que nos gustaría haber realizado. Únicamente el amor puede ahuyentarlos. -Hacen falta dos para el amor. -Oh, no lo creas.., Siempre está el que da y el que toma...por eso los millonarios se casan con las chicas de los bares, y las chicas de los bares se convierten en protectoras de poetas famélicos. -¡Está usted chiflado, profesor ! -Loco como una cabra. Gracias por el almuerzo. Y vete, que tengo que trabajar.

Hacia el mediodía del día siguiente regresaron los miembros del consejo, y con ellos llegaron los demás habitantes de la terraza: Lorillard, Martha Gilman, Bárbara Kamakau y Eva Kuhio. En compañía de Thorkild, Lorillard se encaminó hacia la playa. Estaba inquieto y desanimado. -...Estuvimos hablando anoche hasta muy tarde, y seguimos durante una hora más, esta mañana. Fue un debate muy desordenado, y se dijeron cosas bastante amargas. Todavía no estoy seguro de cuál será la mejor forma de llevar la sesión de hoy. Me imagino que, estrictamente hablando, el consejo debería informarte de sus resoluciones para que después tú las sometas a la discusión de la asamblea. Por otra parte, como precisamente en este momento la gente está desanimada y llena de resquemores, queremos evitar que surja cualquier sospecha de pactos secretos, especialmente en lo que a ti se refiere. -Lo mejor, en tal caso -declaró Thorkild, con firmeza-, será hacer directamente una asamblea en la que el portavoz del consejo exponga públicamente las opiniones de éste, en mi presencia y en la del grupo. Después se abrirá la discusión, lo mismo que la otra vez. -Perfecto -asintió Lorillard, pero después se mostró vacilante-. Aunque francamente, Thorkild, estamos preocupados por ti. Has estado sometido a tensiones y, dado que se trata de Sally, estás personalmente comprometido. No queremos que haya otra explosión como la que se produjo con el asunto de Charlie Kamakau. -No habrá fuegos artificiales -aseguró Thorkild en voz baja. -También tengo que advertirte que Sally se verá arrastrada a la discusión. -Pues si así sucede tendrá que responder por sí sola. -¿Tan mal están las cosas? -Me temo que sí. -En ese caso, será mejor que te diga... -No me digas nada -le interrumpió bruscamente Thorkild-. Juguemos limpio hasta el final. -Una advertencia más: no estamos de maniobras. Las balas no serán de fogueo. -Pues sea -Thorkild se encogió de hombros-. Empecemos de una vez. Fue un grupo hosco y sombrío el que se reunió en el recinto del campamento. Thorkild y Molly Kaapu se sentaron uno junto a otro; frente a ellos estaban Lorillard y los miembros del consejo, y el resto de la comunidad se dispuso a ambos lados. Simplemente, sin retórica alguna, Thorkild declaró abierta la sesión y cedió la palabra a Lorillard. -Se me pide que actúe como portavoz del consejo que habéis elegido -empezó éste-. El jefe quiere que os presentemos nuestro informe al mismo tiempo que a él, que no ha oído, o mejor dicho que se ha negado a oír, ninguna de las cosas que ahora voy a deciros. Espero que esto quede en claro para todo el mundo... Ahora, quiero recordaros los principios por los cuales de común acuerdo decidimos regirnos para vivir en esta isla: nuestro trabajo y los frutos de nuestro trabajo constituirían un fondo común para el bien común; las decisiones tomadas por el jefe después de haberlas consultado con sus asesores o con la asamblea serían obligatorias para todos nosotros; todos consentimos en obedecerlas y -hizo una pausa para subrayar ese extremo consentimos también en imponérnoslas recíprocamente. ¿Estáis de acuerdo con este resumen? Estuvieron de acuerdo, y satisfechos con la formalidad, que los hacía sentir seguros e importantes. Eran ellos los árbitros definitivos del destino comunitario. -Ahora -prosiguió Lorillard-, en un momento crítico de nuestra vida, nos vemos en la necesidad de interpretar estos principios y aplicarlos a circunstancias muy especiales. Tenemos que hacer justicia e intentar hallar lo que sea mejor para el mayor número. Pues bien, como yo no quiero dar la impresión de estar defendiendo mi propio caso, a partir de este momento dejo la palabra a Ellen Ching... -Tenemos dos personas que quizás estén muy gravemente enfermas -empezó con calma absoluta la muchacha-, y a quienes no podemos ofrecer ni esperanza de tratamiento. Lo que se sugiere es que las enviemos en la embarcación pequeña, con una tripulación de dos personas más, para que puedan llegar hasta la isla habitada más próxima, y desde allí enviar una partida de rescate. Hemos discutido esta propuesta en el consejo, y es la que os recomendamos, a vosotros y al jefe. Sin embargo, hay un problema. Peter Lorillard está dispuesto a ir, pero Sally se niega. Nosotros, los miembros del consejo, decimos que a Sally debe obligársela a ir, por su propio bien y por el bien de todos nosotros. Otra cosa: hay discrepancias respecto de quiénes deben integrar la tripulación, y de cuál será la manera de elegirlos. Franz Harsanyi os hablará de esto... Franz fue menos formal, pero mucho más enfático. -He aquí el problema. Sally se niega a ir; dice que tiene derecho a disponer de sí misma. Nosotros decimos que, si ella se queda, no lo hace por su propio bien ni por el nuestro; y ella, como todos nosotros, aceptó que la obediencia debía ser impuesta. El punto siguiente: ¿quiénes forman la tripulación? Tenemos a Lorillard, que es buen marino, a Mark Gilman, que es buen navegante, a Willy Kuhio, Adam Briggs y al propio jefe. El jefe está dispuesto a partir solo, pero entre nosotros hay quien piensa que aquí es más necesario. Willy y Adam están casados y, naturalmente, les preocupa la suerte que puedan correr sus mujeres si a ellos les pasara algo. Adam no quiere ir; se sentiría feliz de terminar sus días en esta isla... Por otra parte, él hizo la misma promesa que hicimos todos, la de trabajar en común por el bien común... Ahora bien, tal es la situación, con toda la honradez con que puedo presentarla. Hasta aquí pudo llegar el consejo: estamos de acuerdo con los primeros principios, queremos que el proyecto se realice. ¿Cómo lo llevamos a la práctica de manera que sea justo para todos? A partir de este momento, nos gustaría escuchar vuestras opiniones. Mark Gilman se puso de pie en su lugar. -¿Puedo hablar, por favor, jefe? -Sí, puedes. Durante largo rato el muchacho permaneció en silencio, recorriéndolos a todos con una mirada cargada de tan evidente desprecio que les hizo sentir incómodos. Después empezó a hablar, con gran apasionamiento, como un joven Bautista cubierto aún de polvo del desierto. -Anoche, mientras todos dormíais, yo me fui al lugar alto y me senté entre los muertos, a mirar las estrellas. Esta mañana contemplé la salida del sol. Allá arriba hay una voz que habla. El jefe la ha oído, y yo también. Y anoche volví a oírla, y de nuevo al asomarse el sol. Me habló de todos vosotros. Me dijo que os hablara y os dijera las cosas terribles que os estáis haciendo unos a otros. Empezasteis bien: erais bondadosos, trabajabais juntos. Compartíais las cosas que cultivabais y el pescado que pescabais. Cantabais y poníais flores sobre las tumbas. Incluso cuando os enfadabais, después hacíais las paces. Pero, ¡miraos ahora! Vuestros rostros parecen de piedra. Ni siquiera los cráneos de los muertos inspiran tanto terror. ¡Mírate, madre! Tu marido está enfermo, y jamás veo que le sonrías ni le digas una palabra bondadosa. ¡Mírate, Adam Briggs! Antes fuiste amigo del jefe y de su abuelo, Kaloni. Ahora, estás demasiado furioso para mirarle a los ojos, porque temes que sea él el fantasma que comparte tu cama. ¡Oh, sí, si yo sé lo del fantasma! Yo estuve en el lugar donde deberían estar los fantasmas, y no hay ninguno... solamente la voz. ¿y tú, Sally? Tú no le tienes miedo a la muerte. ¡De ningún modo! Le tienes miedo al mar, y prefieres pedirle a tu marido que te mate antes que arriesgarte en un pequeño bote en alta mar... Todos estáis haciendo el mal...todos. Y lo contagiáis a vuestro alrededor como una enfermedad. Hoy no os habéis reunido para arreglar las cosas, sino para hacerlas pedazos, para hacer una pila de desperdicios y después exigirle al jefe que la aparte de la vista... Lo queréis todo, sin dar nada en cambio. Queréis iros o queréis quedaros, pero cada uno de vosotros quiere que el precio lo pague el de al lado... Os miro y me da miedo, porque veo la muerte en vuestros ojos. Pero la voz me dijo... la voz... Dejó escapar un agudo grito ahogado y se desplomó en la arena, gimiente, retorciéndose. Thorkild fue hacia él, lo levantó y a través del campamento lo llevó a su propia cabaña. Sally y Martha corrieron tras él, pero Thorkild les ordenó que se volvieran. -Decidle a Lorillard que asuma la presidencia y continuad la sesión. -Pero Mark está enfermo -gimió Martha, angustiada. -¡No! Los enfermos somos nosotros. Él está curado. Largo rato después, cuando ya el muchacho dormía, Thorkild volvió a la asamblea. Seguían todos sentados como él los había dejado, mirando el suelo, murmurando entre ellos por lo bajo. Al sentir que se aproximaba, se callaron. Después que se hubo sentado, Adam Briggs le interpeló respetuosamente: -Jefe, nuestro pueblo me pide que le haga a usted algunas preguntas. -Adelante. -¿ Envió usted a Mark Gilman al lugar alto? -No. -¿Sabía usted que iba? -No. De haberlo sabido, se lo habría prohibido. -¿Sabía que él tenía la intención de hablar en esta reunión? -Sí. -¿Le sugirió usted lo que debía decir o lo preparó de alguna manera? -No. -¿Qué ha sido entonces, en su opinión, lo que ha motivado sus palabras? -En estos momentos, mi opinión no puede tener ninguna importancia. -De todas maneras, le agradeceríamos que la expresara. -Creo -precisó deliberadamente Thorkild- que puede haber tenido lo que los antiguos griegos llamaban la experiencia de Dios. No tengo palabras para expresarlo con más claridad, ni menos aún para explicarlo. -¿Cree usted que oyó lo que él llamó la voz? -Creo que él cree que la oyó. -Gracias, jefe. Ahora puedo decirle que se han tomado decisiones y que nos gustaría que usted las ratifique. Enviaremos la embarcación pequeña. Sally y Peter irán en ella. Yo seré el tripulante, y nos gustaría que Mark Gilman fuese el navegante. -¿Estáis todos de acuerdo? -Parece que no tenemos más remedio -comentó Eva Kuhio-. Hoy oímos la verdad de boca de ese pequeño, como si fuera uno de los profetas que clamaban sobre la tierra de Israel. -Hay otros asuntos que tratar -Lorillard restó peso a las palabras de ella-. Necesitamos entrenamiento. -Mañana lo empezaremos -asintió Thorkild-. Yo trabajaré con los hombres todas las mañanas, y también por la noche. En una semana estaréis preparados. -Si no llegamos -previno cuidadosamente Adam Briggs-, habrá que atender a dos mujeres y un niño. -Serán atendidos -prometió Thorkild-. y cuando en algún momento terminemos la embarcación grande y regresemos, se cuidará de ellos. Yo cuento con fondos, y la publicación de este viaje me dará beneficios. Ese dinero será destinado a las mujeres y a los niños. ¿Algo más? -Mi hijo -preguntó Martha Gilman-, ¿está... está bien? -Sí. Pero es mejor que no le hables de lo que sucedió. Ni tú, ni ninguno de vosotros. -¿Puede explicarnos por qué ? -en la pregunta de Simón Cohen había un asomo de malicia. -Ya que tú eres músico -respondió sin vacilar Gunnar Thorkild-, digámoslo así: ¿a quién le pides que te explique la música, a la flauta o al que la toca?

Terminada la cena, Thorkild fue andando con Sally hasta la cascada, y allí se sentaron, hundiendo los pies en el agua fresca iluminada por la luna. Sally seguía distante y extraña, pero, por lo menos, había desaparecido la hostilidad. La conversación fue vacilante y llena de timidez, como si acabaran de encontrarse después de una separación muy larga. -Gunnar, tengo que hacerte una confesión -dijo ella después de un rato. -No es necesario, querida. -Sí. Debo decírtelo. Las preguntas que te hizo Adam Briggs...Fui yo quien se las sugerí. -Lo importante es que hayas creído las respuestas. -Sí. Pero no me dijeron nada. -Sin embargo, decían todo lo que yo sé. Mark fue al lugar alto sin mi conocimiento. Volvió, y nos salió con ese discurso extraordinario. -Que en realidad, cariño, era tu discurso. Todas las cosas que siempre te he oído decir a ti, sobre las antiguas costumbres y lo buenas que eran... y cómo las hemos echado a perder. -Yo no se lo sugerí. -No... pero durante semanas y meses, tú has venido educándolo y condicionándolo. Ahora, el chico lleva tu impronta... para siempre -hizo un pequeño gesto de derrota-. No es que sea tan importante. La magia funcionó: Dios habló por boca del niño. El alto jefe fue reivindicado y se le restituyó el poder. -¿Realmente, crees que es eso lo que me propuse hacer? -Es lo que sucedió... y lo que tú querías que sucediera. -Entonces, ¿ por qué has decidido partir ? -Porque me sentí conmovida y me convencieron... Ese es el verdadero misterio, ¿no es cierto? Dime una cosa, Gunnar. -¿Qué? -Cuando lleguemos, si llegamos, y cuando a vosotros os rescaten de la isla, si os rescatan, ¿qué pasará con nosotros? -Por mi parte, amor mío, no hay problema. Estamos casados, y yo te amo... Seguiremos juntos. -¿Dónde? -Donde tú digas, allí iré yo. -Es posible que me encuentres desfigurada... y todavía enferma. -Entonces te cuidaré. -¿Todavía no lo ves, no es eso? -Lo único que veo es que te amo, Sally. -¡Pero no lo suficiente para darme lo que yo quería! Lo que tú pensabas que necesitaba... ¡eso sí! Lo que tú pensabas que estaba bien, sí. A eso me has reducido. No con maldad, con amor... pero esa es la verdad. -Y ahora tú me odias. -Ojalá pudiera. Te amo, Gunnar, pero si ahora me quedara contigo, te lo seguiría echando en cara durante toda mi vida. -¿Fue eso lo que sucedió con Magnusson? -¿A qué te refieres? -Tú amas al hombre superior... hasta que compruebas que no puedes doblegarlo. -Sí, si quieres decirlo de esa manera. -Lamento haberte desilusionado. -Tal vez me odies ahora. -No. Te estoy demasiado agradecido por los buenos momentos. -¡Gunnar, siempre Gunnar! Viene el viento y echa la casa abajo, y él sonríe y empieza a levantarla otra vez, y otra vez... -¿Y qué más se puede hacer? -Realmente... ¡qué más! No vengas conmigo, pues me gustaría estar un rato sola.

Con el aire descuidado pero alerta de un grupo de holgazanes en una esquina, los hombres le esperaban junto a la canoa grande. Hernán Castillo estaba probando un hacha nueva y los demás le observaban mientras iba ahuecando sin pausa el vientre del enorme leño de madera dura. Al advertir que Thorkild se aproximaba levantó la vista y dejó a un lado la herramienta. -Échele un vistazo a esa hoja, jefe. La mejor que he hecho hasta el momento. Thorkild la examinó cuidadosamente y la probó en la proa de la embarcación. -¡Excelente! ¿ Cuánto tiempo te llevó ? -Unas tres semanas... Pero es posible que sea la última que hago, ¿no, jefe? Thorkild alcanzó a ver el lazo un momento antes de hablar, y contestó con una sonrisa forzada: -Dentro de uno o dos meses, en Honolulú, te pagarán por ella un millar de dólares. -Pues me haré rico -se regocijó Castillo-. ¿Cuántos de estos armatostes he hecho ? -Una pequeña advertencia -ya le resultaba más fácil sonreír-. En el contrato, todos los artefactos estaban incluidos en el rubro de material explotable, es decir que los beneficios corresponden a los organizadores de la expedición. -¿Y de esto, qué me dice ? -Simón Cohen dio una sonora palmada al casco-. Con el sudor que me ha costado ya, se me hace difícil abandonarlo. -¿ Y por qué abandonarlo? -preguntó Franz Harsanyi-. Si Heyerdal se llevó de vuelta una balsa entera a Oslo, como pieza de museo. -Se hace difícil creer que en tan poco tiempo podamos estar de vuelta -comentó Tioto-. Eva Kuhio tenía razón. Son las cosas malas las que hacen que uno se esfuerce por alcanzar las buenas. Si no hubiéramos tenido enfermedades, nos habríamos conformado con esperar aquí hasta tener terminada la embarcación grande. Adam Briggs, que se había mantenido aparte, terció en la conversación. -¿Cómo está el muchacho, jefe? -Perfectamente. -Así lo espero. Si el navegante va a ser él, tendremos que confiar en su memoria y en su ingenio. -Pues los veréis puestos a prueba día a día, durante el entrenamiento. Y contaréis con el respaldo de Peter Lorillard. Ya os daréis cuenta de que la navegación no es el problema más grave; es el manejo interno de la embarcación, y el cuidado que tengáis de vosotros mismos. -Sally todavía no acepta la idea. -Una vez que se encuentre en alta mar y se la esté jugando con todos vosotros, estará a la altura de las circunstancias. -Ya lo sé; pero el viaje será duro para ella. -Para todos nosotros será duro -otra vez volvía a ser perceptible la trampa-. Vosotros iréis progresando día a día, en tanto que nosotros no haremos nada mas que esperar. -Yo ya he aceptado la idea, jefe -señaló Adam Briggs, con no demasiado humor-. No es necesario que siga tratando de convencerme. -¡No vuelva a buscarme, señor Briggs! -una cólera fría se adueñó súbitamente de Thorkild-. Lo que usted ha aceptado es una idea que significa esperanza para todos... para usted incluso. -Nosotros corremos el riesgo, jefe -Briggs hablaba con mucha calma-. La esperanza le queda a usted. -¿Quieres retirarte del equipo? -No. -¡Pues entonces cállate la boca, Adam! Cuando mi mujer se vaya contigo, se va también parte de mi vida, porque yo la forcé a correr ese riesgo en bien de su propia supervivencia. De manera que si hablamos de precios, no te olvides de que yo también pago mi parte. -No lo sabía. -Pues ahora lo sabes -los enfrentó a todos, rígido y tenso, acorralado finalmente en el rincón de donde tendría que escaparse de algún modo-. ¡Todos lo sabéis! ¿Queréis mi trabajo? Pues venid y tomadlo. Si pensáis que vosotros lo haríais mejor, ¡haced la prueba, en el momento que queráis! Como cantidad para gastar, Gunnar Thorkild no es más que una cifra determinada, y esa cifra ya está agotada. ¿No os gusta lo que os ha comprado papá? ¡Qué pena! Pues id vosotros mismos a ganaros los dólares para comprar las hamburguesas. Pero ahora, oíd bien, porque es la última vez que lo digo: mientras viváis en la isla de Thorkild, ¡os calláis la boca y hacéis lo que se os dice! Cuando salga el sol, le espero a usted para el entrenamiento en el mar, señor Briggs. Giró sobre sus talones y se alejó. Simón Cohen dejó escapar un largo silbido de sorpresa. -¡Pues vaya! ¿ Qué os parece ? Desde luego, cuando nos pinchan, sangramos... ¡y de qué manera, Dios santo! . Adam Briggs, furioso, se volvió hacia él. -Si dices una palabra más, muchacho,. te rompo la cabeza. Es más hombre de lo que puedes llegar a serlo tú en un millón de años. -Pero quiere convertirse en dictador. -En eso te equivocas -rectificó Franz Harsanyi-. Eso es lo que queremos nosotros, sólo que no tenemos la honradez de admitirlo.

Todas las mañanas cuando salía el sol, todas las tardes cuando se ponía, con mar calma o revuelta, Thorkild los hizo salir y trabajar hasta que fueron capaces de interpretar el más leve cambio de viento, de anticiparse al capricho más insignificante de la pequeña embarcación. Estudió sus movimientos mientras remaban, les enseñó a mantener el ritmo de trabajo y descanso, a hacer sus necesidades desde una cáscara de nuez en movimiento, a pescar y a resguardar la pesca de los predadores deseosos de hacer de ella su presa. Les mostró cómo debían almacenar las provisiones, conservar el agua y volver a llenar las cantimploras con agua de lluvia. Varias veces, con zalamerías y regaños, obligó a salir a Sally, para acostumbrarla al movimiento y a la terrible soledad del mar. En lo más hondo de él perduraba siempre la esperanza de que, una vez que ella hubiera podido considerar mentalmente las dimensiones de la empresa, una vez que la inmensidad del mar y del cielo hubieran dejado de inspirarle terror, Sally se aplacara y volviera a sus brazos. Pero, antes de terminada la semana, su esperanza se había desvanecido y Thorkild se había resignado a su helada soledad. Finalmente, cuando consideró que ya no podían aprender más, ordenó que se renovaran y se aseguraran todas las ataduras del bote, que se prepararan aparejos nuevos, que se dispusieran alimentos, frescos y secos, que se llenaran de agua y se cerraran las calabazas. Hizo sus últimas anotaciones en el cuaderno de bitácora del Frigate Bird, lo cosió dentro de un trozo de lona, lo envolvió nuevamente en una estera impermeabilizada con la savia del árbol del pan y se lo confió a Peter Lorillard. Era, según lo señaló el propio Lorillard, como entregarle los testimonios de toda una vida, los escritos de un pueblo olvidado por la historia. Después, movido por un impulso de piedad primitiva, sugirió que tal vez los viajeros quisieran ir con él hasta el lugar alto. Sally se negó, y Lorillard se lo agradeció, con una disculpa: quería ahorrar las fuerzas. -No, gracias, jefe -dijo Adam Briggs con una sonrisa-. Es su pasado, no el mío... Espero que lo comprenda. -Claro que sí. -¿Quiere que hablemos un momento? -Cómo no. -Usted y yo nos hemos distanciado de alguna manera, y me gustaría que volviéramos a ser amigos. -A mí también. -Quiero agradecerle todo lo que me ha enseñado. Jamás sabrá usted lo que eso significa para un hombre cuyos antepasados vinieron en las bodegas de los barcos para convertirse en esclavos, y que pasó su infancia en una chabola... Siento lo de usted y Sally. -No es cosa que tenga arreglo, Adam. -La haremos llegar sana y salva. -No me cabe duda. -Y si no... -No pienses eso. -No nos engañemos, jefe; sé que hay muchas probabilidades, pero los riesgos son grandes. De manera que, si no conseguimos llegar, cuide usted de mi Jenny... Es decir, ya sé que usted cuidará de todos, pero de ella ocúpese especialmente, ¿eh? No quiero que ande a la deriva, como le pasó antes, sin pertenecer a nadie. -Comprendo. -Sí, creo que sí -Adam le miró con una sonrisa de confusión-. Qué gracioso. Anoche estuvimos hablando de usted. Jenny decía que usted era como el viejo Noé, con toda su familia en el arca... y que nosotros éramos los pájaros que mandó en busca de tierra seca. Yo no quise decirle que fue el cuervo el que no volvió... Dígame una cosa, jefe. -¿Qué? -Supongamos que todo resulte bien y que dentro de unas pocas semanas tenga usted los barcos de la Armada anclados ahí, frente al arrecife... ¿Se alegraría usted, o no? -Sí, me alegraría. -¿Y no querría quedarse aquí? -No. -¿A causa de Sally? -En parte... y en parte por todo lo que he aprendido en estos últimos meses. Yo no tengo avidez de tierras, de modo que las posesiones, la exclusividad, el dominio, por sí solos no me interesan. Lo que me interesa es el pasado, la historia, las leyendas...Todo eso representaba una parte de mi identidad que yo tenía que alcanzar y a la cual tenía que aferrarme porque, de otra manera, habría sido durante toda mi vida un ser incompleto. Pues bien, ahora la tengo; la he vivido desde el principio hasta el final... ese final que está allá arriba, en el lugar alto. Todo lo demás, la lucha por la supervivencia, por organizarnos y seguir juntos, fue un desafío que enfrentamos y un triunfo que hemos tenido que pagar muy caro. Hemos tenido muchísimas bajas, y ninguno de nosotros volverá a ser jamás el mismo... Pero hemos descubierto una gran verdad: el paraíso terrenal es nuestra ilusión más vieja y más antigua. Aunque existiera, nosotros lo echaríamos a perder. Por más que tengamos la fruta al alcance de la mano, clamamos siempre por la que no podemos alcanzar... Así que le deseo buen viaje, señor Briggs. Y estoy dispuesto a volver a la civilización, a aspirar el incienso de los elogios y hacerme cargo de la cátedra. ¡Amén !

Peter André Lorillard hizo otra clase de despedida. Salió a pescar en la laguna, encendió fuego en la playa e invitó a Thorkild a participar con él, Martha y Mark en una comida privada. Eran, dijo con una simplicidad extrañamente conmovedora, una especie de familia, más unida quizás ahora que nunca. Ahora que él y Mark habían trabajado juntos, se respetaban recíprocamente. A decir verdad, Mark era mejor navegante de lo que jamás hubiera sido el propio Lorillard. Formaban un buen equipo -no pudo evitar el trivial escollo de las frases hechas un buen equipo con buenas probabilidades de llegar a la meta final. Y también tenían un buen entrenador... Por fin consiguió relajarse un poco. -...Cuando regresemos -continuó-, me pedirán que haga un informe completo para la Armada, y por supuesto que la prensa pedirá a gritos que le cuenten la historia. Quiero que sepas, Thorkild, que para ti no tendré más que palabras de elogio. ¡Dios sabe que es bastante poco! Pero es lo único que puedo ofrecer. Como tú sabías desde el principio, y como lo ha aprendido a sus expensas Martha, yo soy una especie de hombre de paja... -¡Basta, Peter! -se avergonzó Martha por él-. ¡Continuamente estás despreciándote a ti mismo! No eres justo con ninguno de nosotros. -Déjame que yo te diga lo que veo -intervino Thorkild-. Veo un hombre que ha trabajado como un esclavo en la falda de una colina para alimentar a una comunidad; veo un enfermo que está a punto de embarcarse en una misión de rescate en la que está en juego su propia vida. Si alguna vez hubo un hombre de paja, ya hace tiempo que lo consumió el fuego. Durante un momento, Lorillard se mantuvo en silencio. -El riesgo lo enfrentamos todos -dijo después, con gravedad-. De modo que puedo decir, sin más, esto: si cualquier cosa me sucede, Martha quedará en la misma situación que antes, con un niño para criar, ella sola. -Si a ti te sucede cualquier cosa -Thorkild le miró con una sonrisa crispada-, Martha y el niño no quedarán solos. Durante mucho tiempo, seguirán aquí con el resto de nosotros. -¿Durante cuánto tiempo, jefe? -preguntó Mark Gilman. -Es difícil decirlo, Mark. Cuando os vayáis, habremos perdido tres hombres y una mujer. Si nosotros seguimos aquí varados, tendremos que seguir cultivando para comer, y tardaremos mucho más tiempo en terminar el bote grande... Yo no he hablado mucho de esto con los otros, pero para mis adentros, he tenido que considerarlo. -Yo, simplemente, me niego a pensar en eso -declaró Martha-. Dentro de algunas semanas estaremos todos de vuelta, yo daré a luz en el hospital, Mark volverá a la escuela, Peter obtendrá el divorcio y conseguirá que le destinen a Honolulú. ¡Está todo arreglado y así tiene que ser! -No debes hablar de esa manera, madre -Mark Gilman frunció el ceño con tristeza-. No puedes hacer que las cosas sucedan. ¡Déjate flotar con ellas, simplemente. Haz lo que dice el jefe: no luchar con el viento, sino servirte de él. Es lo mismo que dice la voz: ábrete para que puedas oírme... Tú quieres arreglarlo todo y manejar a todo el mundo. Por eso eres desdichada... -¡Y dale! Ya te he dicho que no soy desdichada. -Pero es cierto que fuerzas las cosas -señaló suavemente Lorillard-. Fuerzas a los demás, y lo haces también contigo misma. -Tal vez cuando tú te vayas Gunnar pueda curarme. -Gunnar, señora Lorillard, ha tomado una importante decisión, y todo el mundo debe darse por enterado. En lo sucesivo, ahora y mientras sigamos en la isla, todo será trabajar, comer, dormir, beber y estar lo más alegres que podamos... pero sin discusiones. -Que venga la revolución -dijo agriamente Martha- para que todos comáis fresas... y si no os gustan, ¡que Dios tenga piedad de vosotros! -Exactamente eso, señora Lorillard, pero en presente. La revolución está aquí; ya ha sucedido. -Cuánto me alegro de irme -comentó, riendo, Lorillard. -Así es como debe ser un jefe -proclamó Mark Gilman como un oráculo-. Es lo que dijo la voz: un hombre pequeño empequeñece al pueblo; ¡sólo el hombre superior es digno del mana!

Esa noche, antes de acostarse, Thorkild pidió a Sally que fuera caminando con él hasta la playa. Al principio, ella se mostró mal dispuesta, pero Gunnar consiguió persuadirla diciéndole que de ese modo se ahorrarían los dos la despedida en público, en presencia de toda la comunidad. Juntos se sentaron sobre la arena, a arrojar guijarros de coral, como para librarse de los últimos restos y fragmentos de su pasado. -Cuando lleguemos allí, ¿ quieres que lleve algún mensaje para alguien? -preguntó Sally. -Sí, tengo varios mensajes. Quisiera que llamaras a la hija de Molly Kaapu y fueras a verla, para decirle que su madre está sana y salva. -Ella ya me lo pidió. -Los abogados de Magnusson, lo mismo que la compañía de seguros, querrán pruebas de la pérdida del Frigate Bird. Hay que entregarles el cuaderno de bitácora. Me imagino que verás a la viuda de Magnusson. Dile que yo la llamaré cuando vuelva... También están los familiares de los que murieron... -¡Gunnar! Estás hablando con Sally, ¿recuerdas? Soy una señora muy eficiente, y entre Lorillard y yo nos ocuparemos de todas las formalidades. Yo me estaba refiriendo a los mensajes personales. -¡Ah! Bueno, lo que me encantaría sería que vieras al viejo Flanagan y pasaras algún tiempo con él. Seguramente querrá que le cuentes todo. y te gustará... Después, llama también a James Neal Anderson, y dile que vuelvo para dejar limpia mi reputación científica, reclamar mi cátedra y armar un lío en la Universidad... Creo que son ellos los únicos que me importan. Los demás bien pueden esperar a que yo vuelva. -Tiempos hubo en que querías quedarte aquí toda la vida. -Tiempos hubo, sí... -¿Qué harás cuando yo me vaya... en cuanto a tomar mujer, me refiero? , -No lo he pensado. -No te creo... ¡Gunnar Thorkild! -Yo tampoco me creo, pero es la verdad. Por ti llegué a la luna, Sally, y no he aterrizado todavía. Si tú me necesitas, iré...donde quieras y cuando quieras. Si no, bueno... En todo caso, cuando todos regresemos tendremos que organizar una gran cena. Ah, y hay otra cosa. Nuestro matrimonio consta en el cuaderno de bitácora. Consulta con tu abogado en cuanto a las complicaciones legales, que yo haré todo lo necesario para que vuelvas a quedar libre. -Y tú también. -Yo te llevo en la sangre y jamás estaré libre de ti. Ni lo quiero, de todos modos. -Eres un tonto, amor mío. -Ya lo sé. -Pero sólo te deseo lo mejor. -Y yo a ti. ¿ Me das un beso de despedida ? Se besaron, y en el beso hubo nostalgia y ternura, pero toda la pasión había desaparecido de él, como si se la hubiera llevado el viento de la noche. Mientras, tomados de la mano, regresaban por la playa, vieron a Mark Gilman sentado en la canoa. Le llamaron, pero no los oyó. Al acercarse a él, vieron que tenía los ojos cerrados y se mecía de un lado a otro, cantando como si siguiera el ritmo de un tambor inaudible, un sonsonete en la antigua lengua de las islas Marquesas.

Vacío está el mar y el sol brilla; pero no hay nadie que lo vea. Los peces saltan, pero no hay nadie que los pesque. Por las noches las estrellas miran hacia un océano vacío.

-¿Qué está cantando? -preguntó Sally, en un susurro. -No sé. Jamás lo he oído -respondió Thorkild, pero estaba mintiendo, porque no se atrevía a decirle que era uno de los salmos más antiguos que se entonaban en las islas: el salmo mortuorio para los marinos que jamás llegarían a puerto.

La partida fue tan brusca como Thorkild pudo hacerla. Quería que los viajeros se fueran en calma. Los que se quedaban deberían mantenerse firmes y optimistas durante todo el período de espera. Thorkild hizo un gran despliegue de eficiencia y de confianza. Comprobar las provisiones, comprobar los aparejos. Hacer un último repaso de las directrices para la navegación. Abreviar las despedidas: nada de discursos, sólo un adiós rápido y esperanzado. Entre hurras y agitar de manos, la comunidad observó cómo los viajeros remaban a través de la laguna hasta atravesar las aguas bullentes del canal y salían por él para llegar al punto donde el viento se apoderaría de ellos y los impulsaría presurosamente hacia el Norte. Se quedaron en la playa hasta que la minúscula embarcación no fue más que un punto negro en el horizonte. Después, silenciosos, regresaron al campamento, las mujeres enjugándose alguna lágrima, los hombres hablando en voz baja y tensa. Cuando llegaron hasta el hogar, Thorkild les esperaba. Ya no se mostró brusco, sino grave y preocupado por su evidente congoja. -...Ya han partido -comenzó-, y con buenas probabilidades. Van en dirección de los archipiélagos Austral y de Tubuai, que son las tierras más próximas, y donde hay agentes de la Administración francesa en Papeete... El tiempo parece bueno. Aunque no hicieran más de cien millas por día, y os aseguro que pueden hacer mucho más, en una semana llegarán a las islas. No debéis dejar que os invadan esperanzas infundadas ni temores innecesarios. Recordad que estas islas se hallan dispersas, y que las comunicaciones no son muy buenas, de modo que debemos calcular con generosidad el tiempo para que se pongan en contacto con un agente francés, que entonces tendrá que presentar su informe al Administrador de Colonias en Papeete. Una vez hecho esto, podéis estar seguros de que se tomarán sin más demora las medidas para enviar una expedición de rescate... -Jefe -le interrumpió Ellen Ching-, si lo que le preocupa es nuestra situación moral, permítame que le diga que hemos sopesado los riesgos tan bien como usted, y que también nosotros hemos llegado a ciertas conclusiones. -¿Quiénes son «nosotros», Ellen? -Todos nosotros. -Entonces -expresó cordialmente Thorkild-, me gustaría oír esas conclusiones. -En primer lugar -inició la exposición, seca y precisa-, todos creemos que es necesario establecer algún término a nuestras esperanzas. Thorkild la observó con una larga mirada de perplejidad. -No estoy seguro de entenderte. -Es muy sencillo. En algún momento nos veremos obligados a decidir si estamos aquí como residentes transitorios o permanentes, y esa decisión cambiará radicalmente nuestra actitud hacia la vida en la isla. Y cambiará también algunos aspectos de nuestras relaciones personales. Durante un momento Thorkild consideró sus palabras, y después se manifestó de acuerdo. -Seré franco contigo. Me alegro de que hayáis enfrentado el problema. Yo creo, y he creído siempre, que tenemos bien fundadas esperanzas de rescate. Sin embargo, me parece bien que todos comprendamos que puede llegar el día en que debamos abandonarlas. -Hemos llegado aún más lejos, jefe -intervino Hernán Castillo-. Creemos que ahora mismo habría que cambiar ciertas disposiciones. La comunidad es mucho menor. Todos deberían bajar a vivir aquí, en la playa. La terraza está plantada, y no hay necesidad de que nadie viva allí ahora. Aquello es solitario, y se ha demostrado que es insalubre también. -Yo estoy de acuerdo -dijo Eva Kuhio-. En todo caso, Martha no debería quedarse allí. Willy y yo estamos bien, lo mismo que Bárbara y Simón; pero cuanto más tiempo nos quedemos, mayor será el peligro de infección. -Podemos enviar partidas para trabajar y traer las provisiones -explicó Simón Cohen-, y traer los cerdos aquí abajo. Entonces, podremos dedicarnos a terminar las casas de la playa y una vez hecho esto, concentrar todas nuestras energías en la construcción de la barca grande. -Lo cual-Ellen Ching volvió a tomar la palabra- nos lleva a la cuestión de nuestros acuerdos sociales. Nosotras, las mujeres, tenemos ciertas opiniones y queremos hacérselas saber a usted y a los demás hombres. -¿ Por qué ahora? -preguntó Thorkild-. ¿ Por qué no dejarlo para cuando hayamos llegado al punto de no retorno? -Porque entre nosotras hay quienes ya hemos llegado a ese punto. Tanto Yoko como Martha darán a luz dentro de los dos próximos meses. En cualquier momento durante esos dos meses, Bárbara podría quedar embarazada y encontrarse en la misma situación, la de una mujer soltera con un hijo sin padre... y me imagino que todos vosotros estaréis de acuerdo en que es una situación injusta. Ahora bien, veamos qué es lo que sucede si no nos rescatan... y ya que lo vemos, veámoslo con la máxima honradez. Somos siete mujeres. Molly Kaapu está envejeciendo. En el caso que planteo, Martha sería una viuda con un hijo. Jenny también quedaría viuda. Yoko tendría un hijo a cuyo padre ella rechaza. Está Eva, que es casada y tiene a su marido con ella. Está Bárbara, que tiene una unión transitoria con Simón. Y por último estoy yo, que jamás he mantenido en secreto que pueden interesarme tanto los hombres como las mujeres. Por el otro lado estáis vosotros, los seis hombres. Willy Kuhio es casado. Tioto es como yo. El resto de vosotros sois libres... Pues bien, estimados amigos y pueblo amado, admitamos que tenemos una combinación muy inestable, y que debemos aseguramos que no vaya a resultar destructiva. La cuestión es cómo podremos conseguirlo. Se hizo un largo silencio. Las mujeres se mantenían inmóviles, serias, con el rostro inexpresivo. Los hombres se miraban entre ellos, intercambiando sonrisitas de confusión. Por último Thorkild habló, lentamente : -Pues yo haré la primera contribución. Por mi parte, no volveré a hacer de casamentero. Willy Kuhio se mostró firme y definitivo : -Para mí no habrá cambios. Eva y yo seguiremos juntos. ¿Tengo razón, no es verdad, Eva? -Tal vez -dudó Eva-. Tal vez eso sea lo que nos gusta, lo que nosotros queremos. Pero quién sabe si las cosas pueden seguir siendo así. Al ver que Willy fruncía el ceño y tartamudeaba, intervino Thorkild. -Ellen, tú has dicho que las mujeres habíais discutido este asunto. ¿ Es que habéis llegado a alguna decisión? -Así es -asintió Ellen Ching-. y Martha será quien la comunique. Se hizo un largo silencio mientras Martha empezaba a hablar, presentando su informe con árida monotonía. -Me han pedido a mí que os dijera esto porque yo he sacrificado marido e hijo a la aventura de la cual depende nuestra esperanza de salvación. Jenny tiene el mismo derecho, porque también su marido es de la partida, de modo que su voz se expresa a través de la mía. He aquí los hechos desnudos. Todas las esperanzas futuras de esta comunidad dependen de nosotras, las mujeres. Si nosotras nos negamos a tener hijos, si nos negamos a cuidar de los dos niños que no tardarán en nacer, la comunidad se extinguirá. En cambio, si estamos dispuestas a tener hijos, entonces tenemos derecho a esperar de nuestros compañeros no solamente protección y cuidado, sino amor también; porque sin amor nos convertiríamos en simples muebles, y eso es demasiado terrible para poder soportarlo durante toda la vida. Sería una estupidez que nos pusiéramos, ahora, a hablar de enamoramiento y de todas las dulces tonterías de los cuentos. Esa forma de amor no es para nosotros. Nos conocemos todos demasiado bien. No tenemos sorpresas que poder ofrecernos unos a otros... Pero sí tenemos vínculos, y vínculos que han sido forjados por el peligro, por las muertes de que hemos sido testigos, por los esfuerzos que hemos compartido, nada más que para sobrevivir. Nosotras, las mujeres, estamos de acuerdo en que no podemos pasarnos toda la vida cambiando de un hombre a otro. De cualquier manera que lo arreglemos, tenemos necesidad de permanencia, de protección y de ese tipo de afecto del cual os hablaba. No somos objetos, sino personas, y vosotros, los hombres, no estáis ahí simplemente para inseminamos; también vosotros sois personas y necesitáis una vida privada y personal... De modo que os diré lo que hemos decidido: desde ahora quedan canceladas todas las uniones que existen. Nosotras nos retiraremos a nuestra comunidad de mujeres, aquí en la playa. También vosotros, los hombres, os apartaréis de nosotras para vivir en vuestro propio grupo. Molly Kaapu será la cabeza de nuestra familia. A partir de este momento seremos libres de entregarnos o de negarnos a cualquier hombre que desee unirse con nosotras. Estaremos en libertad de fijar los términos de cualquier unión que nos sea ofrecida. Vosotros, los hombres, estaréis en libertad de ofreceros o de negaros, e igualmente, de aceptar o rechazar nuestros términos. Creemos que a partir de esta situación pueden surgir relaciones de pareja permanentes, y el tipo de estabilidad sobre cuya necesidad todos coincidimos... Así es como lo vemos nosotras. Ahora, nos gustaría oír vuestro punto de vista. Si queréis pensarlo y hablarlo entre vosotros, tomaos el tiempo que queráis. A nosotras no nos corre prisa. Nuestra primera necesidad es proteger a las que aún siguen siendo vulnerables. -¡Pero es una locura! -exclamó Simón Cohen-. -Tú ya tuviste tu derecho de elección -señaló ácidamente Yoko Nagamuna-, y no fuiste capaz de decidirte. -No puedes culparle -intervino con suavidad Franz Harsanyi-. Ninguno de nosotros, y entre vosotras las mujeres, sólo unas pocas, contempló la permanencia que ahora estamos enfrentando. -A la que todavía no nos vemos enfrentados -les recordó Hernán Castillo-. Todavía tenemos dos o tres meses, antes de vernos obligados a decidir. -En ese caso -declaró Jenny-, para nosotras sigue teniendo sentido retraernos. Yo, indudablemente, no quiero volver a quedar embarazada, y estoy segura de que Bárbara tampoco. En ese sentido, el riesgo es únicamente nuestro. -A mí me suena a chantaje -se quejó Simón Cohen. -Solamente es chantaje -señaló Hernán Castillo con su habitual desapego- si os veis amenazados en lo que es vuestra propiedad. Y ninguno de nosotros, a no ser Willy, tiene derecho alguno sobre nuestras mujeres... A mí me parece que hay mucho de qué hablar, pero ningún motivo de pelea. -De acuerdo -asintió Gunnar Thorkild-. Las mujeres han expuesto su punto de vista. Efectivamente, si nos quedamos aquí, nuestra continuidad y nuestra supervivencia dependen de ellas. Yo creo que hay que aceptarlo. ¿Cuándo queréis que comience esta nueva situación? -Ahora, jefe -precisó Molly Kaapu-. Ahora mismo. -En ese caso, hay que ponerse a trabajar para arreglar las casas -decidió desganadamente Thorkild-. Vamos... Esa noche, mientras los otros se afanaban en tomo del hogar, preparando la comida de la noche entre protestas y comentarios por el nuevo y arbitrario giro que habían tomado sus vidas, Thorkild bajó hasta la playa con Molly Kaapu, que resoplaba y se reía por lo bajo, muy divertida. -¿Sabes qué es lo que se hace cuando la mula no quiere beber, Kaloni ? Pues se la deja que pase sed. Ese Simón Cohen es el más despierto; el que verdaderamente ve lo que eso significa. -¿Quién empezó todo esto? -preguntó Thorkild, malhumorado. -Yo -declaró Molly Kaapu-. A mí se me ocurrió la idea...las otras pusieron las palabras. -Espero que se te ocurran ideas mejores, Molly. y palabras más simples, también. Claro que sería estupendo que todos formaran parejas y vivieran felices y comieran perdices, pero no será así. ¿ Qué pasa cuando un hombre quiere a una mujer y ella no le quiere a él? Uno de los dos tiene que avenirse a una segunda opción. -Y algunos, como yo -agregó Molly Kaapu-, tenemos que avenirnos a ninguna opción. Las cosas siempre terminan así. -En lo que yo pienso -especificó Thorkild mientras recogía un trozo de madera traída por el mar y volvía a arrojarlo al agua-, no es en cómo terminan, sino en cómo empiezan. ¿Quién da el primer paso? -Tú, Kaloni -le acorraló plácidamente Molly Kaapu-. Tú. Thorkild se la quedó mirando con furibunda perplejidad. -¿Qué quieres decir? -Que ahora tú estás solo, Kaloni. ¿Qué vas a hacer? ¿Quedarte solo toda la vida? Ni tú sirves para eso, ni sería bueno para todos los demás, así que, tarde o temprano, tendrás que buscar mujer. Si esperas a que lo hagan los otros, tú serás quien quedará con la segunda opción, y yo no quiero que eso suceda. Por lo demás, tampoco lo quieren los demás. Necesitan que tú seas fuerte, y que te sientas satisfecho y feliz. -¡Así que ese era el sentido de esta maldita comedia! Arreglar una boda para el jefe... -Esa es mi idea -Molly Kaapu se encogió de hombros-. Las demás piensan en sí mismas. -Dime qué es lo que piensan las mujeres -pidió Gunnar Thorkild. -No es tan fácil, Kaloni. Ellen Ching está feliz con su Franz; por lo menos, tan feliz como podría serlo con cualquier hombre. Tal vez acaben quedándose juntos. ¿Simón y Bárbara? Eso también podría funcionar, si por una vez él le dijera: «Está bien, eres mi mujer.» Lo que Bárbara pide no es mucho, pero quiere ser algo más que un juguete que él pueda tomar y dejar cuando se cansa del juego. En cuanto a Hernán y Yoko, el problema es ella, que necesita más de lo que él puede dar. Él está contento de vivir la mayor parte de su vida con la cabeza y las manos. Si tú quieres, podrías tener a Yoko. -De ninguna manera -declinó secamente Thorkild-. Quiero una vida tranquila, con una mujer que me ame. -Pues ya ves que sabes lo que quieres -exclamó Molly, triunfante-. ¿ Cuál es ? -Martha Gilman necesitará protección. -Ahí es tu conciencia la que habla, no tu corazón –reprochó agriamente Molly-. Ni tu cabeza tampoco. ¿Por qué no te casaste antes con Martha? -Tú lo sabes tan bien como yo, Molly. Eso nunca fue para nosotros. -¿Y por qué tienes que pensar que ahora lo sería? Yo he observado a Martha; cuando quiere hablar con un hombre, habla con Tioto. Cuando busca la compañía de una mujer, está con Ellen Ching. ¿ Qué te dice eso? -Que me cuelguen si lo sé. -Pues yo te lo diré, Kaloni. Ella siempre quiere ser la que está arriba. Quiere un hombre que no sea del todo hombre. Quiere una mujer que no sea del todo mujer. De esa manera, puede seguir siendo un poco desdichada durante toda su vida. Tampoco quiere más hijos. Créeme, éste es el último... Tú, ¿quieres hijos, Kaloni? ¿Quieres que haya varones en tu casa? -En algún momento los quise, Molly. -¡Y los quieres todavía! Quieres uno que ocupe tu lugar cuando tú te vayas, alguien que reciba el mana, como tú lo recibiste de tu abuelo. Y esa es tu deuda con nosotros, Kaloni. Es tu deuda con los que vengan detrás de nosotros. Piénsalo. Piénsalo bien. Tú ya no te perteneces. Tú pusiste cuatro vidas a merced de las aguas, y si no hay quien ocupe el lugar de ellos, entonces, Kaloni, te digo que los has traicionado; y que nos has traicionado...

En sus nuevos apartamentos de solteros, los hombres estaban furiosos. No sólo habían sido rechazados, les habían hecho sentir ridículos e inadecuados. ¿ No eran hombres, acaso ? No eran meros sementales a los que se lleva a las caballerizas cuando se necesitan. Si las mujeres no querían parir, al diablo con ellas. Mejor que no parieran, así habría menos bocas que alimentar. Tanto hablar de continuidad y de mantenimiento de la comunidad... ¿ a quién le importaba todo eso? Una vez que hubieran construido, el barco grande, todos se irían de la isla. Además, ¿en que consistía la oferta? No había ninguna mercancía fresca. Por un poco de jolgorio en la cama se pagaba un precio astronómico. Gunnar Thorkild les dejó hablar hasta que se quedaron sin palabras y después, sobriamente, les recordó algunas cosas. -¿No será hora de que arrojemos por la borda el exceso de equipaje? Ninguna de las ideas ni de los sistemas con que llegamos aquí nos sirve ya de mucho. No tenemos más que a nosotros mismos, el mar y la tierra. En el mar tenemos que pescar, la tierra tenemos que trabajarla. Cuando estemos demasiado viejos para hacerlo, ¿qué será de nosotros? Nos sentaremos a morir en la playa...A menos que haya alguien que nos ponga la comida en la boca. Ese es el verdadero significado de la continuidad, y las mujeres lo saben mejor que nosotros. Y saben que esa promesa reside en ellas, no en nosotros. De nada nos sirve negar lo que es un simple hecho biológico. -Para usted es fácil hablar -comentó amargamente Simón Cohen-. Usted es el gran hombre que no tiene más que sacudir el árbol para que le caigan las mejores manzanas. -¡Pues elija usted primero, señor Cohen! Pero recuerde que la manzana que elije es la que se come. -Y eso también es válido para las mujeres -les recordó Hernán Castillo en voz baja-. Ninguno de nosotros es un premio tan gordo. -Eso, podríamos hacer una lotería -propuso Tioto, riendo-. Ponemos todos los nombres dentro de una concha y dejamos que las mujeres los saquen. Hasta podría ser que de esa manera yo terminara con Ellen Ching y el jefe con Molly Kaapu. -Lo cual constituiría una solución muy cómoda –sonrió Thorkild-. Y ahora que ya se os han pasado los cólicos -prosiguió, nuevamente serio-, ¿qué es lo que pensáis hacer ? -¿Qué sugiere usted, jefe? -quiso saber Franz Harsanyi. -Hay una vieja costumbre isleña -respondió Gunnar Thorkild-. Uno tiende su estera frente a la puerta de la casa de la mujer, y duerme allí todas las noches, hasta que ella le invita a entrar. -¿ Y dónde pondrá usted su estera, jefe? -la pregunta la hizo Tioto. -Yo esperaré -respondió Thorkild-. Os dejo el turno a vosotros, los ansiosos. -¡Así no sirve! -protestó Simón Cohen-. Mientras esté usted en el mercado, los demás no contamos. Extienda usted su estera, Thorkild, que nosotros nos quedaremos con lo que sobre. Quien tuvo la última palabra fue Hernán Castillo, que se volvió hacia Simón Cohen, enfrentándolo con una pregunta : -Cuando Yoko tenga su niño, Simón, ¿ quién va a estar allí sosteniéndole la mano? ¿Tú o yo?

Pasó un mes, y otro más, con el ritmo monótono del viento y del oleaje, de la luz del sol y de las lluvias. La comida se reunía, se distribuía, se comía; después, vuelta a reunir. Parieron las cerdas y hubo carne en abundancia y dolores de barriga después. Se construyeron las nuevas viviendas. Volvieron a hacer licor para levantar los ánimos y hablaron-interminablemente- de los viajeros en su cáscara de nuez. Habían muerto en alta mar. Habían naufragado en algún atolón minúsculo y debían ver la forma de llegar hasta otro, y otro más, antes de alcanzar la civilización. Habían perdido la situación de la isla y estarían tratando de reconstruirla. Estaban atrapados por la burocracia, discutiendo con funcionarios impersonales en lugares anónimos... Lentamente, uno por uno, fueron diluyéndose los argumentos. Lentamente, la enfermedad de las esperanzas diferidas fue convirtiéndose en una febrícula de nostalgia; una nostalgia que ya no era punzante, sino apenas familiar, como una antigua infección que resurge con los cambios del tiempo. La enfermedad se manifestaba de maneras extrañas. Martha Gilman empezó a cultivar la compañía de Hernán Castillo, sobre quien derramaba, día tras día, sus temores por la suerte de su hijo, en tanto que Castillo la tranquilizaba con largos y verosímiles relatos de rescates increíbles y supervivencias asombrosas. Simón Cohen, al principio como quien no quiere la cosa y después con una persistencia de fanático, perseguía a Yoko Nagamuna. Quería ser el padre de su propio hijo. Quería reparar su intrascendente infidelidad. Era capaz de amarla, la amaba y quería seguir con ella, ahora y siempre. Por su parte, Yoko le trataba con refinada maldad. Simón era el último hombre del mundo a quien ella desearía tener como marido. Cuando el niño creciera, ella misma le enseñaría a odiar a su padre. No podía soportar la idea de acostarse con un hombre que sólo sabía satisfacerse él, sin pensar en su mujer, y mucho menos aceptaba la idea de vivir con él. Sus discusiones, siempre a grandes gritos, se convirtieron primero en la diversión nocturna del campamento; después, en motivo de irritación. Por último, y literalmente, Cohen tendió su estera ante la puerta de la cabaña de Yoko, de manera que la muchacha se lo encontraba allí cuando iba a acostarse, y allí seguía todas las mañanas, cuando ella salía rumbo a la playa. Jenny , obsesionada por su sentimiento de culpa hacia Adam Briggs, buscaba constantemente la compañía de Thorkild y, cuando no le encontraba, se acercaba a Ellen Ching, que la cortejaba con una grave dedicación a la cual, más de una vez, la muchacha parecía a punto de sucumbir. Willy Kuhio y Eva estuvieron reñidos durante cierto tiempo, y después empezaron a apartarse del resto de la comunidad. Trabajaban juntos, iban juntos a pescar y, a veces, se quedaban juntos en la playa antes de regresar cada uno por su lado a la vivienda de los hombres y de las mujeres. Eva Kuhio pedía que por lo menos algunos se unieran a su plegaria nocturna por los ausentes. A veces, Thorkild y Molly Kaapu accedían. En otras ocasiones eran Franz, Martha Gilman y Tioto. En cuanto a Molly, empezó a sufrir frecuentes ataques de depresión durante los cuales atacaba a Thorkild y obligaba a Franz Harsanyi a lamentarse con ella de la confusión y el desorden que se habían adueñado de sus vidas. Para Thorkild fue una época durísima. Le acosaban los remordimientos por Sally Anderton y sus acompañantes. Se volvió solitario y arisco. Aparentemente, el deseo sexual le había abandonado. Si alguna de las mujeres se le acercaba con una sonrisa o con gesto lacrimoso, la rechazaba. Cuando Molly Kaapu le reprochaba su indecisión, la hacía callar con brutalidad. Cuando insistió en que el único que podía poner término a sus desdichas era él, Thorkild se mostró inflexible: debían esperar a que se cumpliera el plazo establecido. A él no podrían acusarle jamás de esa definitiva tiranía que sería despojar a todos de sus ilusiones. A todo eso, Molly contestaba siempre de la misma manera: sí, Thorkild debía dejarles soñar, pero no debía obligarles a soportar sus propias pesadillas. Después, lentamente, empezaron a formarse las nuevas parejas. A Bárbara Kamakau se la veía frecuentemente en compañía de Franz Harsanyi. Martha Gilman, ya muy abrumada por su embarazo que casi había cumplido, se sentaba durante largas horas a mirar cómo trabajaba Hernán Castillo en el bote. Las rencillas entre Yoko Nagamuna y Simón Cohen se convirtieron en una ociosa discusión, continua y susurrada que, como decía riéndose Tioto, por lo menos les mantenía ocupados y dejaba que los demás durmieran tranquilos. En una ocasión, Ellen Ching abordó a Thorkild en la cascada y le desafió bruscamente. -Jefe, quiero hablar con usted. -¿De qué? -No acabo de llegar a la conclusión de si es usted muy inteligente, jefe. o muy estúpido. -Digamos que las dos cosas -admitió inmediatamente Thorkild-. Yo tampoco lo sé. ¿Cuál es el problema? -Si no lo ve. está usted ciego. Se están formando parejas. Martha con Hernán. Franz con Bárbara. Hasta Yoko y Simón están llegando a una especie de paz armada. -Pues me alegro de oírlo. Ellen... y vuelvo a preguntarte: ¿cuál es el problema? -Tres personas. jefe. Usted, yo y Jenny... Tioto queda al margen como siempre. -¿Y yo tengo que elegir entre tú y Jenny? -En cierto modo, sí. -¿De qué modo, Ellen? Antes de volver a hablar, ella le miró con su sonrisa lenta y torcida. -Usted sería demasiado para mí, jefe... y yo demasiado poco para usted. Si usted no quiere a Jenny, la tomaré yo. Con usted siempre he jugado limpio, jefe, y ahora también... ¡Oh, no se haga el escandalizado! Ha sido usted quien ha dejado a la muchacha fuera del juego al dejar en claro que para usted ella es kapu, que usted sería siempre impotente con ella. Es toda una carga para imponerle a una mujer, aunque no haya sido más que una mentira para protegerla. -Dios mío -murmuró Gunnar Thorkild-. Jamás se me había ocurrido pensarlo. -Pues piénselo ahora, entonces -sugirió Ellen Ching-, que el tiempo vuela. ¡Mírenos! y compare la vida que llevamos ahora con la que llevábamos cuando llegamos a la isla. Entonces teníamos orden, fuerza, entusiasmo por lo que hacíamos. Ahora no hacemos más que arrastrarnos en una vida desdichada y sin sentido, como los leprosos en su lazareto. Eso tiene que terminar. -¿Y cómo podemos conseguirlo ? -quiso saber Thorkild. Ellen se apartó de él, se metió en el agua y empezó a lavarse bajo la cascada, indicándole con un gesto que se le uniera. Mientras Thorkild se refrescaba el cuerpo bajo el agua helada, la muchacha tendió una mano para acercarle a ella. Cuando habló, en su voz vibraba una curiosa nota de compasión. -Jefe, usted anda por ahí como un ciego. Escucha como un sordo, que oye ruidos, pero no palabras. Fíjese, estamos yendo cuesta abajo; tenemos que detener la caída y empezar de nuevo a ascender. Y no podremos hacerlo hasta que usted... ¡sí, usted! no nos haga enterrar a nuestros muertos y empezar otra vez a vivir con el corazón entero. Eso significa que tiene usted que empezar a vivir con nosotros. Usted no entiende por qué yo le dejo en manos de Jenny, cuando me sería muy fácil conseguirla. Pues he aquí la razón: si esta comunidad se hunde, yo me hundo con ella. Si sigue a flote... -le atrajo más cerca de ella y le apoyó ambas manos en el pecho-, si sigue a flote, entonces todavía quedará un pequeño hueco para Ellen Ching, porque los seres extraños somos tan necesarios como los normales. Siempre hay un lugar donde podemos acomodarnos y ser bienvenidos, y vivir felices a nuestra manera. ¿Qué le parece, jefe? Thorkild le tomó la cara entre las manos y la besó muy levemente en los labios. -Tienes razón, Ellen. Ya lo sé. Lo que necesito es el momento, el momento ritual que tenga sentido para todos. Es eso lo que estoy esperando. -Pues no espere demasiado, jefe. Si lo deja pasar, es posible que nunca vuelva a producirse. El ritual es una cosa extraña. Si se hace en la forma adecuada, se logra ese gran momento de esperanza que la gente recuerda y revive hasta el final de sus días. En caso contrario, la gente empieza por reírse de uno para acabar odiándole, por haberles puesto en ridículo. -Tú eres sabia, Ellen -observó Thorkild. -Demasiado para mi propio bien -asintió Ellen Ching-. Y no soy fácil de seducir. ¡De modo que lárguese de aquí, y ponga las cosas en su lugar con una mujer que realmente le necesita!

La que esa noche le acompañó a la playa era una Jenny rara y acosada. La informe muchacha de Sunset Beach había desaparecido hacía ya mucho tiempo, y su lugar lo había ocupado una mujer, callada y retraída, que escuchó en silencio sus palabras y después le dijo gravemente : -Ya sé por qué me lo pide a mí... porque es lo adecuado. Yo soy la única que queda, porque así lo han dispuesto. No me importa; siempre he estado enamorada de usted. Y sigo estándolo... aunque hasta eso ha cambiado. He pasado por muchas manos, he gastado mucho de mí misma. En realidad, no sé qué es lo que queda de mí. Pero lo que haya, sea lo que fuere, quiero conservarlo... porque si eso desaparece, no seré nadie. Tengo miedo, Gunnar. Ahora hay dos fantasmas que se interponen entre nosotros... Adam y Sally. -Esta vez, Jenny, son fantasmas amistosos, que querrían vernos en paz juntos. -¿Con eso basta? ¿Con estar en paz? -No. Eso no es más que el principio. -Una vez, me dijiste que conmigo serías impotente. -Sí, lo sé... -¿y ahora? -Ya no.. El kapu se ha levantado. -¿Así, tan fácilmente? -No, Jenny, fácilmente no. Envié a la muerte a la mujer a la que amaba, y también a tu marido. Expuse a un muchacho a una experiencia para la cual no estaba preparado, a influencias que yo no podía controlar. Tengo que cargar con mis culpas y, en cierto modo, supongo que ellas constituyen mi presente de boda. Pero ahora te quiero. Te necesito desesperadamente. Y también los demás nos necesitan... necesitan de nosotros una magia nueva. -Ese es el problema -susurró Jenny-. Es el precio que tendré que pagar. Jamás sabré con seguridad si te unes conmigo por mí, o por ellos. ¡No, por favor. ..! -le apoyó los dedos sobre los labios-.N o me digas nada. Haz que me resulte fácil. ¡Enséñame a ser feliz ! -Lo intentaré, muchacha -prometió Gunnar Thorkild con grave ternura-. ¡Por Dios que lo intentaré!

Hacia el final del tercer mes nació el bebé de Yoko Nagamuna: una diminuta niña de pelo negro. Simón Cohen estuvo presente y, cuando le pusieron en brazos a la criatura la bañó con sus lágrimas, la besó, volvió a ponerla al pecho de su madre y se quedó junto a Yoko hasta que ésta se hundió en el sueño del agotamiento. Bárbara Kamakau sonrió y después comentó con Molly Kaapu que, si a ella ya Franz les daban tiempo, ella tendría un varón capaz de fecundar a esa niña y a una docena como ella. Tres semanas después se produjo el parto de Martha Gilman, una larga batalla vociferante cuyo resultado fue un niño, que su madre entregó a Hernán Castillo, mientras pedía que se le diera el nombre de Peter Mark, y que al bautizarlo, los padrinos fueran Willy y Eva. Hernán Castillo dio a Martha el regalo que había preparado para celebrar el acontecimiento: una talla de una pareja y un niño, sentados todos en la corola de una flor de pikake. Un hombre y una mujer empezaban una vida nueva. Todo comienzo exigía una fiesta, y se hizo una fiesta, en la cual Molly Kaapu, adornada con guirnaldas de flores, sostuvo en sus brazos a los dos niñitos y los declaró prometidos y comprometidos para casarse, tan pronto como supieran qué hacer de sí mismos y cada uno del otro. Simón Cohen anunció que había encontrado una canción adecuada para el momento. Acompañado por Yoko y por Bárbara y Franz Harsanyi, entonaron todos juntos la antigua copla de los amantes que retornan:

He esperado mucho tiempo. He arrojado flores al mar y he visto cómo las olas se las llevaban. Envié mi corazón en pos de ellas, y ahora mi amor regresa, mi principesco amor, cabalgando sobre las olas, adornada con mis flores la cabeza y el pecho.

Cuando se acallaron los aplausos y los gritos, Gunnar Thorkild se puso de pie y ordenó silencio. Su aspecto era gris y solitario, como la roca centinela que guardaba la entrada del canal. Su discurso no fue el de un gran jefe; fueron palabras breves y sencillas: -Amigos míos, hoy es un día feliz porque hemos dado la bienvenida a estos niños en nuestra comunidad. Y tanto más preciosos son para nosotros porque vienen a ocupar el lugar de los que hemos perdido, y en ellos se encierra nuestra promesa de futuro. Ahora estamos nuevamente en el punto de partida. En esta pequeña isla hemos experimentado todo el ciclo de la existencia humana. Empezamos por la muerte, que nos pareció insoportable. Hoy tenemos dos vidas nuevas, y en ellas la promesa de nuestra supervivencia como pueblo. Me gustaría que toméis conciencia de eso... de la novedad de las cosas. Ya no somos los mismos que llegamos aquí en el Frigate Bird. Todos hemos cambiado. Todos llevamos alguna cicatriz. Todos hemos aprendido que, sin el otro, sin su amor, su compañerismo y su apoyo,.. estamos perdidos y somos impotentes como las hojas que arrastran los vientos alisios. También yo he cambiado. Yo, que fui tan arrogante, me he visto humillado ante vosotros. Os he fallado de muchas maneras. Tengo sangre en las manos, sobre mi conciencia pesan culpas que jamás podré purgar. Como vosotros, necesitaba y he encontrado por fin una mujer que me dé su apoyo -hizo una pausa para quitarse el leí del cuello y pasárselo por la cabeza a Jenny antes de seguir-. Esta es mi mujer. Es la esposa de vuestro jefe. Será ella quien conciba a mi hijo, el bisnieto de Kaloni el Navegante, el que será algún día el portador del mana... Anoche subí hasta el lugar alto para entrar en comunión con mi abuelo y con Carl Magnusson y con todos los grandes del pasado. Sólo una palabra, severa, me dijeron; que el navegante no tiene más alternativa que seguir navegando hasta encontrar el lugar donde poder recalar, o hasta que el mar se la devore, porque así fue dispuesto desde el comienzo de todas las cosas. ¿ Qué más puedo deciros, a vosotros que habéis confiado en mí? Hasta aquí os he traído, y procuraré manteneros a salvo en lo sucesivo... ¡Que Dios nos ayude a todos! Sin una palabra más, empezó a alejarse mientras todos le miraban caminar lentamente hacia la playa. Instaron a Jenny a que le siguiera, pero ella se negó. Junto al borde del agua le vieron detenerse, con los brazos extendidos en un gesto de súplica, una figura gigantesca, recortada en negro contra el disco naciente de la luna.

POSTSCRIPTUM

EXTRACTO DEL INFORME No. 375/AC, del agente administrativo de las islas Tubuai al Administrador de Colonias, Papeete: ...El día quince de este mes, después de tres días de mucho viento y mar turbulenta, los pobladores de esta isla hallaron sobre la playa una canoa con batanga, de un tipo que no se ve normalmente en esta región. El tallado y los cordajes no corresponden al tipo de artesanía local. Las investigaciones realizadas confirman que ni en las islas Tubuai ni en las Australes se han dado casos de habitantes perdidos en alta mar. Normalmente, el asunto se habría dado por terminado en este punto. Sin embargo, es posible que tenga relación con otro curioso informe, todavía sin confirmar, según el cual un muchacho, de quien se dice que es europeo, ha sido encontrado, con sus facultades mentales perturbadas y en estado de agotamiento, en la isla Raivavae, afirmando ser descendiente de Kanaloa, el dios polinesio del mar. El relato, que procede de leyendas nativas, presenta otros aspectos curiosos. Se dice que el muchacho habla con fluidez el dialecto local y que sabe recitar largos pasajes de antiguos cantos y leyendas. Lleva consigo un viejo remo tallado que, según afirma, heredó de un navegante isleño muerto hace tiempo. Por lo demás, parece que no ha podido ofrecer un relato coherente en lo que se refiere a su identidad ni a su lugar de origen. Hoy mismo salgo hacia allí a investigar, y en su momento enviaré nuevas comunicaciones...

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Cemex

...8 años en el mercado desde hace 8 años 1998 via trading CEMEX started operations 12 years ago in El Salvador market via trading (importing cement from Mexico) from its plant in Merida, Yucatan. The El Salvador market was a potential market with only one competitor, Cementos del Salvador, which eventually was acquired by Holcim ( Second world largest cement producer). This market was worth annually 100 million dollars and only one company was supplying cement in this country. During these first years, CEMEX provided cement from Mexico by sea and train maintaining its presence in the market which represented about 6% of market. Holcim keeps the leadership with 90% of the market. In the beginning CEMEX started operations building 3 warehouses and administrative offices managed by Mexican employees having the additional responsibility of implementing the CEMEX Way. In this time CEMEX sold directly to the end customers without using dealers. This business structure made company costs higher than its competitor. By the year 2000 it analyzed the option to find dealers responsible of distributing its cement using their warehouses. CEMEX infrastructure was sold to a selected dealer (CME). At the same time given some imposed taxes to cement imports, CEMEX changed it shipment from Mexico to Nicaragua.CME started selling cement under this model unsuccessfully for the 3 following years. This was caused mainly the quality of cement produced in Nicaragua which did not fill...

Words: 475 - Pages: 2

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Disadvantages of International Trade

...Disadvantages of International Trade : The Global market has made it easy to buy and sell international goods. While this has benefits, it also presents a problem. Such trade can cause countries to be prosperous for a short time, but leads to economic exploitation, loss of cultural identity, and even physical harm. Support of Non-Democratic Systems Great hardship can be caused when people make poor decisions about land use or surplus production for export and do not take the general population’s welfare into consideration. For example: Landowners in Nicaragua and El Salvador want farmers to grow coffee beans because it is a very profitable cash crop, however, the farmers would like to use the land to grow more food for their families. The farmer’s wishes are ignored because they do not actually own the land. Cultural Identity Issues Culture is a major export in the world. It displays and promotes values and lifestyles worldwide. The "culture consumer" in other countries is sometimes overwhelmed by American ideas. Products also carry cultural ideas and messages. There are values of the culture the make the product. For example: Coca-Cola, McDonalds, Nike, and Microsoft all sell products that symbolize American values and symbolize and reflect American corporate culture. Social Welfare Issues: Maintaining safety standards, minimum wages, worker’s compensation and Health benefits are all social welfare issues that cost business money. If a running...

Words: 371 - Pages: 2

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Radio One Inc

...desea adquirir estas 12 emisoras porque le permitirá duplicar su tamaño y le ayudaría a consolidar su posición en el ámbito nacional.  Estas adquisiciones le permiten la entrada a nuevos mercados  Muchas de las emisoras en venta tienen el formato urbano de Radio One  El público objetivo de Radio One es el colectivo afroamericano, el cual ha tenido un rápido crecimiento en cuanto a población (60%), ingresos (150%), estos ratios de crecimiento son mayores a los de la población en general; además los afroamericanos escuchan la radio 24% más que el publico general.  Sinergias. La adquisición de las emisoras le permite reducción de costos, ya que tiene como estrategia la compra de emisoras de baja rentabilidad para modificarlas a un formato urbano, utilizando sus recursos, programación, etc. para así seguir reduciendo costos innecesarios y obtener mayores eficiencias.  Disponibilidad de fondos para la adquisición de las emisoras Los beneficios que obtendría de estas adquisiciones, son los siguientes:  Al adquirir las 12 radioemisoras, llegaría a tener mayor número de oyentes afroamericanos que el resto de emisoras por tanto se obtendrían más ingresos por publicidad.  Mayor poder de negociación de la publicidad ya que cuenta con mayor cantidad de oyentes.  Integración de directivos de las emisoras a adquirir, que tienen posiciones sólidas en el mercado.  La obtención de mayores ingresos por publicidad, constituiría una plataforma más sólida para la expansión...

Words: 918 - Pages: 4

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Immigration Bill

...immigrants from El Salvador that were deported from the United States. [1] To be clear, the program isn’t incidentally helping deportees—it is directly intended to assist them. The program, which is administered by the non-profit Instituto Salvadorno Del Migrante (INSMI – translated to Institute of Salvadorian Migrants) and funded through a $50,000 grant from the taxpayer-backed Inter-American Foundation, “will further develop a network of returned migrants, including deportees, facilitate reintegration into their communities and support their enterprises by offering financial education, technical advice and assistance with business plans.” [2] So, if you break the rules and get deported, we’ll help you start a business back in your home country. How absurd. It seems that the justification for this program is that returning deportees often have trouble getting business loans. INSAMI director Cesar Rios was quoted saying, “[t]he mistaken reasoning of bankers is that if they lend a deportee [$]10,000, tomorrow morning he’ll be in New York because he’ll use the money to pay for a new trip.” [3] Mistaken reasoning? With a cost of $4,000 to $10,000 per person to hire a smuggler to get someone into the U.S. illegally (as part of a $6.6 billion industry) Salvadorian banks may have a reasonable fear that their money will not actually go into a business. [4] This fear is particularly valid considering the individuals in question have already demonstrably left El Salvador seeking...

Words: 681 - Pages: 3

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Sin Nombre

...Abby Salinas Professor Ruiz LAST 1020 18 February 2016 Fools Without Borders: A Conversation in Transnational Identity Politics Sin Nombre confronts its viewers with more than the harsh realities of crime and violence in Latin America. Cary Fukunaga intertwines the lives of Sayra – a young Honduran immigrant looking to reach the United States – and Willy – a Mexican gangster whose cognitive understanding of community has shattered and turned into his worst nightmare. The result is a potent exposition of the effects of globalization on transnational interactions, community identity, and urban space. Paired with Zilberg’s ethnographic study of Maras and Marreros across borders, Sin Nombre suggests that forced trans-nationality and the associated evolution of multifaceted identity politics are propelling modern society away from an identification of individuals based on nationality (where they live) and instead by Benedict Anderson’s concept of imagined communities (who and what they live with). The characters presented in both the movie and Zilberg’s study represent threats to their respective social orders and are therefore confronted with a forced separation from their communities and homes. Willy (the gangster in Sin Nombre) threatened the hierarchical structure of the Mara Salvatrucha (MS) by killing his superior. His options were to attempt exile or to accept death. Weasel (a subject in Zilberg’s study), proved to hold a disregard for American laws by ending up in...

Words: 860 - Pages: 4

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Rizal Reviewer

...CHAPTER 19: EL FILIBUSTERISMO PUBLISHED IN GHENT I. PRIVATIONS IN GHENT a. Reasons for moving to Ghent i. Cost of printing in Ghent was cheaper than in Brussels ii. To escape from the enticing attraction of Petite Suzanne II. PRINTING OF EL FILIBUSTERISMO a. He pawned his jewels in order to pay the down payment and the early partial payments during the printing of the novel III. VENTURA, SAVIOR OF FILI a. Valentine Ventura in Paris learned of Rizal’s predicament and immediately sent him the necessary funds b. With his financial aid, the printing of the Fili was resumed IV. THE FILI COMES OFF THE PRESS V. DEDICATED TO GOM-BUR-ZA VI. SYNOPSIS OF EL FILIBUSTERISMO a. This novel is a sequel to the Noli i. It has little humor, less idealism, and less romance than the Noli Me Tangere ii. It is more revolutionary, more tragic than the first novel b. Simoun i. The hero of the novel and is a rich jeweler 1. He was Ibarra of the Noli ii. He fled to Cuba where he became rich and befriended many Spanish officials 1. He returns to the Philippines where he freely moved around 2. He is a powerful figure not only because he is a rich jeweler, but also because he is a good friend and adviser of the governor-general. iii. He is secretly cherishing a terrible revenge against the Spanish authorities 1. 2 magnificent obsessions are: a. Rescue Maria Clara from the nunnery...

Words: 6646 - Pages: 27

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Template Method

...En el método de plantilla de este patrón de diseño, uno o más pasos de algoritmo pueden ser overridden por subclases para dejar que difieren comportamientos mientras asegurando que el overarching el algoritmo es todavía siguió. En objeto-programación orientada, primero una clase está creada aquello proporciona los pasos básicos de un diseño de algoritmo. Estos da un paso está implementado utilizando métodos abstractos. Más tarde encima, las subclases cambian los métodos abstractos para implementar acciones reales. Por ello el algoritmo general está salvado en uno coloca pero los pasos concretos pueden ser cambiados por las subclases. El patrón de Método de la Plantilla así dirige el cuadro más grande de tarea semantics, y más refined detalles de implementación de selección y secuencia de métodos. Esto el cuadro más grande llama abstracto y métodos no abstractos para la tarea a mano. Los métodos no abstractos son completamente controlados por el método de plantilla, pero los métodos abstractos, implementados en subclases, proporcionar los grado y poder expresivos del patrón de libertad. La clase abstracta de Método de plantilla también puede definir métodos de gancho que puede ser overridden por subclases.3 Algunos o todos de los métodos abstractos pueden ser especializados en una subclase, dejando el escritor de la subclase para proporcionar comportamiento particular con modificaciones mínimas al más grandes semantics. El método de plantilla (aquello es no-abstracto) queda sin...

Words: 405 - Pages: 2