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O. Henry

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Submitted By josprince
Words 14192
Pages 57
El péndulo
[Cuento. Texto completo]O. Henry | -Calle Ochenta y Uno... Dejen bajar, por favor -gritó el pastor de azul.Un rebaño de ciudadanos salió forcejeando y otro subió forcejeando a su vez. ¡Ding, ding! Los vagones de ganado del Tren Aéreo de Manhattan se alejaron traqueteando, y John Perkins bajó a la deriva por la escalera de la estación, con el resto de las ovejas.John se encaminó lentamente hacia su departamento. Lentamente, porque en el vocabulario de su vida cotidiana no existía la palabra “quizás”. A un hombre que está casado desde hace dos años y que vive en un departamento no lo esperan sorpresas. Al caminar, John Perkins se profetizaba con lúgubre y abatido cinismo las previstas conclusiones de la monótona jornada.Katy lo recibiría en la puerta con un beso que tendría sabor a cold cream y a dulce con mantequilla.Se quitaría el saco, se sentaría sobre un viejo sofá y leería en el vespertino crónicas sobre los rusos y los japoneses asesinados por la mortífera linotipo. La cena comprendería un asado, una ensalada condimentada con un aderezo que se garantizaba no agrietaba ni dañaba el cuero, guiso de ruibarbo y el frasco con mermelada de fresas que se sonrojaba ante el certificado de pureza química que ostentaba su rótulo. Después de la cena, Katy le mostraría el nuevo añadido al cobertor de retazos multicolores que le había regalado el repartidor de hielo, arrancándolo de la manta de su coche. A las siete y media ambos extenderían periódicos sobre los muebles para recoger los fragmentos de yeso que caían cuando el gordo del departamento de arriba iniciaba sus ejercicios de cultura física. A las ocho en punto, Hickey y Mooney, los integrantes de la pareja de varietés (sin contrato) que vivían del otro lado del pasillo, se rendirían a la dulce influencia del delírium trémens y empezarían a derribar sillas, con el espejismo de que Hammerstein los perseguía con un contrato de quinientos dólares semanales. Luego, el caballero que se sentaba junto a la ventana, del otro lado de la escalera, sacaría a relucir su flauta; el escape de gas nocturno huiría para hacer sus travesuras en los caminos; el ascensor se saldría de su cable; el conserje volvería a llevar a los cinco hijos de la señora Janowitski a través del Yalu; la dama de los zapatos color champaña y del terrier Skye bajaría a tropezones la escalera y pegaría su nombre del jueves sobre su timbre y su buzón... y la rutina nocturna de los departamentos Frogmore se pondría en marcha nuevamente.John Perkins sabía que esas cosas sucederían. Y también sabía que a las ocho y cuarto apelaría a su coraje y tendería la mano hacia su sombrero, y su esposa le diría, con tono quejumbroso:-Bueno... ¿Adónde vas, John Perkins, puede saberse?-Creo que le haré una visita al café de MacCloskey -contestaría él-. Y que jugaré un par de partiditas de billar con los muchachos.En los últimos tiempos, ésa era la costumbre de John Perkins. Volvía a las diez o a las once. A veces, Katy dormía; a veces, lo esperaba, pronta a seguir fundiendo en el crisol de su ira el baño de oro de las labradas cadenas de acero del matrimonio. Por esas cosas, Cupido habrá de responder cuando comparezca ante el sitial de la justicia con sus víctimas de los departamentos Frogmore.Esa noche, al llegar a su puerta, John Perkins se encontró con un tremendo cambio en la rutina diaria. Ninguna Katy lo esperaba allí con su afectuoso beso de repostería.En las tres habitaciones parecía reinar un prodigioso desorden. Por todas partes se veían dispersas las cosas de Katy. Zapatos en el centro de la alcoba, tenacillas de rizar, cintas para el cabello, kimonos, una polvera, todo tirado en franco caos sobre el tocador y las sillas... Aquello no era propio de Katy. Con el corazón oprimido, John vio el peine, con una enroscada nube de cabellos castaños de Katy entre los dientes. Una insólita prisa y nerviosidad debía haber hostigado a su mujer, porque Katy depositaba siempre cuidadosamente aquellos rastros de su peinado en el pequeño jarrón azul de la repisa de la chimenea, para formar algún día el codiciado “postizo” femenino.Del pico de gas pendía en forma visible un papel doblado. John lo desprendió. Era una carta de su esposa, con estas palabras:Querido John:Acabo de recibir un telegrama en que me dicen que mamá está enferma de cuidado. Voy a tomar el tren de las 4.30. Mi hermano Sam me esperará en la estación de destino. En la heladera hay carnero frío. Confío en que no será nuevamente su angina. Págale cincuenta centavos al lechero. Mamá tuvo una seria angina en la primavera última. No te olvides de escribirle a la compañía sobre el medidor del gas y tus medias buenas están en la gaveta de arriba. Te escribiré mañana.Presurosamente,KATYDurante sus dos años de matrimonio, Katy y él no se habían separado una sola noche. John releyó varias veces la carta, estupefacto. Aquello destruía una rutina invariable y lo dejaba aturdido.Allí, sobre el respaldo de la silla, colgaba, patéticamente vacía e informe, la bata roja de lunares negros que ella usaba siempre al preparar la comida. En su prisa, Katy había tirado su ropa por aquí y por allá. Una bolsita de papel de su azúcar con mantequilla favorita yacía con su bramante aun sin desatar. En el suelo estaba desplegado un periódico, bostezando rectangularmente desde el agujero donde recortaran un horario de trenes. Todo lo existente en la habitación hablaba de una pérdida, de una esencia desaparecida, de un alma y vida que se habían esfumado. John Perkins estaba parado entre esos restos sin vida y sentía una extraña desolación.John comenzó a poner el mayor orden posible en las habitaciones. Cuando tocó los vestidos de Katy, experimentó algo así como un escalofrío de terror. Nunca había pensado en lo que sería la vida sin Katy. Su mujer se había adherido tan indisolublemente a su existencia que era como el aire que respiraba: necesaria pero casi inadvertida. Ahora, sin aviso previo, se había marchado, desaparecido; estaba tan ausente como si nunca hubiese existido. Desde luego, esto sólo duraría unos días, a lo sumo una semana o dos, pero a John le pareció que la mano misma de la muerte había apuntado un dedo hacia su seguro y apacible hogar.John extrajo el trozo de carnero frío de la heladera, preparó el café y se sentó a cenar solo, frente al desvergonzado certificado de pureza de la mermelada de fresas. Entre las provisiones que sacara, aparecieron los fantasmas de unas carnes asadas y la ensalada con mostaza. Su hogar estaba desmantelado. Una suegra con angina había hecho saltar por los aires sus lares y penates. Después de su solitaria cena, John Perkins se sentó junto a una ventana.No tenía ganas de fumar. Fuera, la ciudad bramaba invitándolo a plegarse a su danza de locura y placer. La noche estaba a su disposición. Podía andar por ahí sin que le hicieran preguntas y pulsar las cuerdas de la parranda con tanta libertad como cualquier soltero. Podía divertirse y vagabundear y corretear por ahí hasta el alba si se le antojaba: y no lo esperaría ninguna airada Katy, con el cáliz que contenía las heces de su alegría. Si quería, podía jugar al billar en el café de McCloskey con sus jactanciosos amigos hasta que la aurora empacara las luces eléctricas. El yugo del himeneo, que lo doblegara siempre en los departamentos Frogmore, se haría relajado. Katy no estaba.John Perkins no estaba habituado a analizar sus sentimientos. Pero ahora, sentado en su sala de recibo de 3 X 4, privado de la presencia de Katy, acertó inequívocamente con la clave de su desconsuelo. Ahora sabía que Katy era necesaria para su felicidad. Los sentimientos que le inspiraba su mujer, adormecidos hasta la inconsciencia por el monótono carrusel de la vida doméstica, habían sido conmovidos violentamente por la pérdida de su presencia. ¿Acaso no nos han inculcado el proverbio, el sermón y la fábula la idea de que nunca apreciamos la música hasta que el pájaro de la dulce voz ha volado... u otras manifestaciones no menos floridas y auténticas?“Me porto con Katy de una manera pérfida -meditó Perkins-. Todas las noches me voy a jugar al billar y a perder el tiempo con los muchachos, en vez de quedarme en casa con ella. ¡La pobre está aquí sola y aburrida, y yo obro así! John Perkins, eres un cochino. Tengo que compensarle a Katy todo el mal que le he hecho. La llevaré de paseo para que se divierta un poco. Y doy por terminadas mis relaciones con la pandilla del McCloskey desde este mismo momento.”Sí; fuera, la ciudad bramaba, llamándolo a bailar en el séquito de Momo. Y en el café de McCloskey, los muchachos hacían caer las bolas de billar en las troneras, matando el tiempo hasta la partida de casino de la noche. Pero ninguna carambola elegante y ningún chasquido de taco podían regocijar el alma henchida de remordimientos de Perkins, el abandonado. Aquello que era suyo, aquello que asía con mano poco firme y desdeñaba a medias, le había sido arrebatado y él lo quería. Perkins, el de los remordimientos, podía rastrear su genealogía remontándose hasta un hombre llamado Adán, a quien el querubín desalojara del jardín.Al alcance de la mano derecha de John Perkins, había una silla. Sobre su respaldo pendía una blusa de Katy, que conservaba todavía algo de su contorno. En el centro de sus mangas, se veían las finas arrugas causadas por los movimientos de sus brazos al trabajar por la comodidad y el placer de su marido. Brotaba de la blusa una delicada pero dominadora fragancia a camándulas. John la tomó y miró larga y seriamente la silenciosa tela. Katy nunca había dejado de responderle. Las lágrimas, sí, las lágrimas asomaron a los ojos de John Perkins. Cuando Katy volviera, las cosas cambiarían. Él la compensaría por todo su abandono. ¿Qué era la vida sin ella?La puerta se abrió y Katy entró con una pequeña maleta. John la miró, estúpidamente.-¡Caramba! -dijo Katy-. Me alegro de haber vuelto. La enfermedad de mamá carecía de importancia. Sam me esperaba en la estación y dijo que aquello sólo había sido un leve acceso y que mamá se había repuesto a poco de telegrafiarme él. De modo que tomé el primer tren de regreso. Me estoy muriendo por una taza de café.Nadie oyó el rechinar de los engranajes cuando el número 3 de los departamentos Frogmore volvió al debido Orden de Cosas. Se deslizó una polea, tocaron un resorte, regularon una palanca y los engranajes recomenzaron a girar en su vieja órbita.John Perkins miró su reloj. Eran las 8:15. Tendió la mano hacia su sombrero y se encaminó hacia la puerta.-Vamos... ¿Adónde vas, John Perkins, puede saberse? -preguntó Katy, con tono quejumbroso.-Creo que haré una escapada al café de McCloskey a jugar unas partiditas con los muchachos -dijo John.FIN | |

La habitación amueblada
[Cuento. Texto completo]O. Henry | En el bajo del West Side existe una zona de edificios de ladrillo rojo cuya población incluye un vasto sector de gente inquieta, trashumante y fugaz. La carencia de hogar hace que estos habitantes tengan multitud de hogares y se muevan de un cuarto amueblado a otro, en un incesante peregrinaje que no sólo alcanza a la morada sino también al corazón y a la mente. Cantan "Hogar, dulce hogar" en ritmo sincopado y transportan sus lares y penates en cajas de cartón; su viña se entrelaza en el sombrero de paja, y su higuera es un gomero.Por tal motivo, es posible que las casas de ese barrio, que tuvieron infinidad de moradores, lleguen a contar asimismo con infinidad de anécdotas, en su mayoría indudablemente insulsas, pero resultaría extraño que entre tantos huéspedes vagabundos no hubiera uno o dos fantasmas.Después de la caída del sol, cierto atardecer, un joven merodeaba entre esas ruinosas mansiones rojas y tocaba sus timbres. Al llegar a la duodécima, dejó su menesteroso bolso de mano sobre la escalinata y limpió el polvo que se había acumulado en la cinta de su sombrero y en su frente. El timbre sonó, débil y lejano, en alguna profundidad remota y hueca.A la puerta de esta duodécima casa en la que había llamado se asomó una casera que le dejó la impresión de un gusano enfermizo y ahíto que se había comido su nuez hasta dejar vacía la cáscara, la que ahora trataba de rellenar con locatarios comestibles.El recién llegado preguntó si había un cuarto para alquilar.-Pase usted -respondió la casera, con una voz que parecía brotar de una garganta forrada en cuero-. Desde hace una semana tengo vacío el cuarto trasero del tercer piso. ¿Desea verlo?El joven la siguió escaleras arriba. Una débil iluminación de procedencia incierta mitigaba la penumbra de los corredores. Subieron sin hacer ruido a lo largo de los peldaños cuya alfombra hubiera sido repudiada por el telar mismo en que la confeccionaron. Tenía el aspecto de haberse transformado en un vegetal, de haber degenerado en aquel aire fétido y sombrío hasta convertirse en el próspero liquen o el floreciente musgo cuyo crecimiento dibujaba manchas hasta llegar a la caja de la escalera y formaba bajo los pies una capa viscosa, como si se pisara materia orgánica. En cada recodo del trayecto ascendente había huecos en la pared que permanecían vacíos. Tal vez en alguna época allí fueron instaladas plantas. Si había sucedido así, acabaron muriéndose en esa atmósfera enfermiza y corrompida. Acaso en esas concavidades hubo estatuas de santos, pero no resultaba nada difícil imaginar que duendes y demonios las sacaron a la rastra en la oscuridad y las arrojaron en las impías honduras de algún infierno amueblado en lo más profundo.-Ésta es la habitación -dijo la casera desde el interior de su garganta forrada-. Es muy linda y rara vez se halla vacía. El verano pasado tuve instalada aquí gente muy distinguida; no creaban dificultades y pagaban por adelantado con absoluta puntualidad. Si necesita agua, la encontrará al fondo del corredor. Sprowls y Mooney, que tenían un número en el teatro de variedades, la ocuparon por espacio de tres meses. Usted debe de haber oído hablar de la señorita Bretta Sprowls... ¡Bueno! Ése sólo era su nombre teatral. Justo en ese lugar, sobre el tocador, colgaba el certificado de casamiento, enmarcado. Allí está el gas, y usted puede comprobar que hay abundancia de alacenas. Es una habitación que le gusta a todo el mundo; nunca permanece vacía por mucho tiempo.-¿En esta casa hay instalada mucha gente de teatro? -interrogó el joven.-Vienen y se van. Buena parte de mis pensionistas está vinculada al teatro. En efecto, señor: éste es el barrio que habita la gente de la farándula. Los actores nunca permanecen mucho tiempo en ninguna parte. A mí me corresponde una cuota de ellos, si bien llegan y se marchan constantemente.El recién llegado tomó la habitación y pagó una semana por adelantado. Dijo que estaba cansado y que se instalaría de inmediato. Contó el dinero que debía abonar y la casera le comunicó que todo estaba dispuesto para que ocupara el cuarto, incluidas las toallas y el agua. En el momento en que la mujer se disponía a salir, el nuevo huésped formuló por milésima vez la pregunta que tenía en la punta de la lengua.-Entre sus pensionistas, ¿no recuerda si estuvo cierta muchachita de apellido Vashner..., Eloísa Vashner? Con toda seguridad debe de haber sido cantante de teatro. Bonita, de estatura mediana, delgada, con pelo dorado tirando a rojizo y un lunar oscuro cerca de la ceja izquierda.-No, ese apellido no me dice nada, pero la gente de teatro cambia de nombre con tanta facilidad como se muda de habitación. Llegan y se marchan. No, no recuerdo a la persona que usted menciona.No. Siempre le respondían que no. Durante cinco meses de averiguaciones incesantes la contestación era una inevitable negativa. Cuánto tiempo había dilapidado, de día en interrogar empresarios, representantes, escuelas, coros; de noche, en hacer indagaciones mezclado con el público teatral, desde el que asiste a las representaciones de grandes figuras hasta el que frecuenta espectáculos tan indignos que temía encontrar allí lo que buscaba con tal ahínco. Nadie la había querido tanto, y su deseo era hallarla. Estaba seguro de que desde que la muchacha había desaparecido de la casa, esta enorme ciudad circundada por las aguas la retenía en algún rincón, pero aquello era un monstruoso tembladeral cuyas partículas, desprovistas de sustentación, cambiaban de lugar continuamente, hoy en la superficie y mañana sepultadas en fango y limo.El cuarto amueblado recibió a su huésped más reciente con un destello inicial de fingida hospitalidad, con una bienvenida febril, demacrada y puramente formal, parecida a la sonrisa engañosa que exhibe una mujer de vida equívoca. El simulado bienestar se ponía de manifiesto en resplandores que reflejaban los muebles desgastados: el raído tapizado de brocado que recubría un canapé y dos sillas, un tosco espejo de cuerpo entero de treinta centímetros de ancho que había sido instalado entre dos ventanas, una o dos láminas circundadas con marco dorado y una cama de bronce arrinconada en un ángulo de la habitación.El huésped se desplomó, laxamente, en una silla, mientras la habitación, en lenguaje tan confuso como si fuera un aposento de Babel, trataba de hablarle acerca de sus pasados arrendatarios.Una alfombra policroma, semejante a un islote rectangular de brillante floresta tropical, se hallaba circundada por el mar embravecido de una estera manchada. En la pared de vistoso empapelado colgaban esas imágenes que persiguen de casa en casa a los que carecen de un hogar permanente: Los amantes hugonotes, La primera disputa, El desayuno de los recién casados, Psique en la fuente. El diseño de la repisa, de casta severidad, quedaba ignominiosamente oculto detrás de un cortinado inoportuno, torcido de manera desvergonzada como los ceñidores del ballet de amazonas. Sobre la repisa quedaban las míseras supervivencias abandonadas por los náufragos que un velero feliz rescató de esa roca desértica para trasladar a un nuevo refugio: uno o dos jarrones sin valor, retratos de actrices, una botella de medicina, algunos naipes sueltos de una baraja.Tal como ocurre con las palabras cruzadas que se van descifrando, los pequeños indicios que la procesión de huéspedes habían dejado en el cuarto amueblado revelaron, uno tras otro, algún significado. El espacio desgastado en la alfombra, frente a la cómoda, sugirió que el tropel había incluido la presencia de hermosas mujeres. Las marcas de minúsculos dedos en el empapelado revelaron la existencia de pequeños prisioneros que tanteaban una vía de escape hacia el sol y el aire libre. La mancha de una salpicadura, que trazaba rayos como si visualizara el estallido de una bomba, dio testimonio del sitio en que una copa o una botella se hizo añicos, al estrellarse contra la pared. A través del espejo de cuerpo entero se había grabado con un diamante el nombre de "Marie" en letras vacilantes. Se tenía la impresión de que los sucesivos pensionistas del cuarto amueblado -quizás impelidos más allá de toda contención por la presuntuosa frialdad que exhibía el aposento- habían estallado en muestras de arrebato, descargando sus pasiones en el recinto que los alojaba. Los muebles presentaban cortaduras y magullones; el canapé, deformado por los resortes que habían reventado, tenía el aspecto de un horrible monstruo aniquilado por la violencia de alguna grotesca convulsión. Un cataclismo más poderoso había desprendido un gran trozo de mármol en la parte superior de la chimenea. Cada tabla del piso tenía su expresión y su quejido particulares, como si procedieran de un sufrimiento independiente y propio. Resultaba increíble que la habitación hubiese sido víctima de tanto daño y rencor por obra de quienes durante algún tiempo la consideraron su hogar; no obstante, lo que había precipitado la ira de los moradores quizá hubiese sido la ciega supervivencia del instinto doméstico defraudado o el resentimiento contra falsos dioses domiciliarios. En cambio, podemos barrer, ornamentar y mimar una mera choza, con tal de que sea nuestra.El joven arrendatario, instalado en su silla, dejó que estos pensamientos vagaran en silencio por su mente, mientras penetraban en el cuarto sonidos y olores de otras habitaciones amuebladas. Oyó en un cuarto una risa ahogada, incontenible y perezosa; en otros, el monólogo de una mujer regañona, el rumor de unos dados, una canción de cuna y alguien que se quejaba con monotonía, en tanto que arriba un banjo resonaba briosamente. En algún lado se escuchaban estridentes portazos; los trenes del ferrocarril elevado rugían con intermitencia; un gato maullaba con lastimero acento en un cerco trasero. Y el recién llegado aspiraba el aliento de la casa: un dejo de humedad más bien que un olor; un hedor frío y rancio, como si proviniera de bóvedas subterráneas y se mezclara con el efluvio de linóleo, moho y carpintería podrida.De pronto, mientras el recién llegado permanecía allí, la habitación fue invadida por el olor intenso y dulzón de la reseda. Llegó como un aislado embate de viento, con tal seguridad, fragancia y énfasis que casi parecía un visitante de carne y hueso. Y como si respondiera a un llamado que lo hubiese obligado a volverse sobresaltado, un vozarrón masculino atronó interrogativo: "¿Qué sucede, querida?" El olor intenso lo circundó y terminó envolviéndolo. El muchacho tendió los brazos para recibirlo, con todos sus sentidos transitoriamente confundidos y mezclados. ¿De qué modo era posible que un aroma lo reclamara perentoriamente? Sin duda había existido un sonido. Pero, ¿no sería el sonido el que lo había alcanzado y acariciado?-Eloísa estuvo en este cuarto -exclamó, al tiempo que saltaba de la silla para arrebatar a la habitación una prueba, pues sabía que estaba en condiciones de reconocer el más pequeño indicio de lo que había pertenecido a la muchacha o de lo que ella había tocado. Este olor envolvente a reseda, este aroma que Eloísa tanto amaba y que había hecho suyo, ¿de dónde procedía?El cuarto había sido ordenado descuidadamente. Dispersa en el tapete que recubría la cómoda había una media docena de horquillas, esas amigas discretas e imperceptibles de la mujer, femeninas en su género, indefinidas en su modo, indeterminadas en su tiempo. El nuevo huésped desechó estos adminículos, convencido de que exhibían una triunfal carencia de identidad. Exploró las gavetas de la cómoda y halló un pañuelo abandonado, diminuto y convertido en un harapo. Lo oprimió contra la cara. Su olor a heliotropo era intenso y agresivo; lo arrojó al piso. En otra gaveta encontró botones sueltos, el programa de una función teatral, la tarjeta de un prestamista, dos pastillas olvidadas de malvavisco, un manual para la interpretación de sueños. En la última gaveta descubrió un moño de raso negro para el pelo que lo retuvo, vacilante, entre el hielo y el fuego. Pero un moño de raso negro para el pelo es asimismo un ornamento femenino recatado, impersonal y común, que no revela nada.Luego atravesó el cuarto como un perdiguero que sigue el rastro, examinando las paredes, explorando los rincones de la apelotonada estera apoyado en manos y rodillas, revolviendo la repisa de la chimenea, las mesas, el estante para bebidas alcohólicas, los cortinados y las colgaduras, en busca de un signo visible, incapaz de advertir que ella estaba allí, al lado, alrededor, enfrente, adentro o encima de él, aferrada a él, persiguiéndolo, llamándolo tan intensamente a través de sus sentidos más sutiles que hasta sus percepciones más torpes llegaban a distinguir el clamor. Una vez más el nuevo huésped respondió en voz alta: "¡Sí, querida!", y se volvió con mirada extraviada para contemplar el vacío, porque todavía le era imposible discernir en el aroma de reseda la forma, el color, el amor, los brazos abiertos. "¡Mi Dios!, ¿de dónde proviene ese perfume, y desde cuándo los olores tienen una voz para llamarnos?" Por consiguiente, siguió buscando a tientas.Buscó en grietas y rincones y halló corchos y cigarrillos, que desechó con pasivo desprecio. Pero en un determinado momento encontró en un pliegue de la estera un cigarro fumado a medias y lo pisoteó con el taco, al tiempo que profería un juramento vigoroso y mordaz. Revisó la habitación palmo a palmo. Halló pequeños testimonios, sombríos y vergonzosos, de muchos arrendatarios peripatéticos; pero no descubrió ni el más mínimo rastro de aquella a la que buscaba, que pudo haberse alojado allí y cuyo espíritu parecía seguir revoloteando en ese lugar.Entonces pensó en la casera.Corrió escaleras abajo desde el cuarto hechizado, hasta llegar a la puerta que tenía una hendidura por donde pasaba la luz. La mujer se asomó en respuesta al llamado. El nuevo huésped trató de reprimir su excitación lo mejor que pudo.-Por favor, señora -le imploró-, ¿podría decirme quién ocupó mi cuarto antes de que yo llegara?-¡Cómo no, señor!, se lo volveré a decir. Fueron Sprowls y Mooney, tal como le referí. Bretta Sprowls era el nombre con que se la conocía en el teatro, pero en realidad era la señora de Mooney. Mi casa, se lo puedo asegurar, es bien conocida por su respetabilidad. El certificado matrimonial, enmarcado, colgaba de un clavo sobre...-¿Qué tipo de persona era la señorita Sprowls...? Quiero decir, ¿qué aspecto tenía?-Bueno, señor... tenía pelo negro, era de baja estatura, más bien robusta, con una cara cómica. El martes se cumple una semana desde que dejaron la habitación.-Y antes que ellos, ¿quién la ocupó?-Bueno... Hubo un caballero soltero que estaba vinculado al negocio del transporte. Cuando se marchó, me debía una semana. Antes que él, estuvo la señora Crowder y sus dos chicos, que permanecieron cuatro meses; y antes, el anciano señor Doyle, cuyos hijos pagaban el alquiler. Ocupó el cuarto durante seis meses, lo cual cubre un año, señor; más allá de este plazo, no estoy en condiciones de proporcionarle información segura.El muchacho le agradeció y se arrastró de regreso a su cuarto. La habitación estaba muerta. El efluvio que la vivificó se había desvanecido. El aroma de reseda ya no se percibía. En su reemplazo, había retornado el viejo olor rancio a muebles de casa húmeda, a lugar cerrado.El reflujo de sus esperanzas dejó seco el manantial de su fe. Permaneció sentado, contemplando la luz de gas, amarilla y siseante. Muy pronto se dirigió a la cama y comenzó a cortar las sábanas en tiras. Con el filo de su cortaplumas introdujo los trozos firmemente en cuantas hendiduras circundaban las ventanas y la puerta. Cuando completó su tarea de taponar las rendijas, apagó la luz, de nuevo abrió totalmente el gas y se tendió en la cama con placidez.***Esa noche le correspondía a la señora McCool ir con la jarra en busca de cerveza. Por lo tanto, la trajo y se sentó con la señora Purdy en uno de esos refugios subterráneos donde se reúnen las caseras y donde el gusano que fastidia nuestra conciencia no termina de morir.-Esta tarde he vuelto a alquilar el cuarto del tercer piso -dijo la señora Purdy, por encima de un prometedor círculo de espuma-. Lo tomó un muchacho, que hace dos horas subió para acostarse.-¡No me diga! ¿Hizo eso, señora Purdy? -respondió la señora McCool con gran sorpresa-. Usted posee habilidades prodigiosas para alquilar habitaciones como ésa. Pero al menos, ¿le contó lo sucedido? -agregó con un ronco susurro cargado de misterio.-¡Las habitaciones están amuebladas para alquilarlas! -dictaminó la señora Purdy con una voz en la que se percibía el cuero que forraba su garganta-. No le conté nada, señora McCool.-¡Cuánta razón tiene, señora! Nuestro medio de vida es alquilar habitaciones. Indudablemente, usted posee un exacto sentido del negocio, mi amiga. Hay mucha gente que se negaría a ocupar un sitio en cuya cama murió un suicida.-Como ya lo dijo usted, es necesario ganarse la vida -subrayó la señora Purdy.-Sí, señora; ésa es la verdad. Hace exactamente una semana que la ayudé cuando usted puso en orden el cuarto del tercer piso. Era una chica demasiado bonita para matarse con gas... Tenía una carita muy dulce, mi querida señora Purdy.-Se la hubiera podido considerar hermosa, como usted dice, si no hubiese tenido ese lunar junto a la ceja izquierda -opinó la señora Purdy, con actitud de asentimiento crítico-. ¿Me llena el vaso otra vez, señora McCool?FIN | |

El guardia y la antífona
[Cuento. Texto completo]O. Henry | Soapy se removió con desasosiego en su banco del Madison Square. Cuando los gansos salvajes graznan en la noche, cuando las mujeres sin abrigo de piel de foca se ponen más cariñosas con sus maridos y cuando Soapy se remueve con desasosiego en su banco del parque, puede decirse que el invierno está a la vuelta de la esquina.Una hoja seca le cayó a Soapy sobre las rodillas. La tarjeta de visita de Juan Escarcha. Juan es atento con los habituales del Madison Square y les previene honradamente de su visita anual. En las encrucijadas lo anuncia el Viento Norte, heraldo de la mansión de la Intemperie, para que vayan preparándose sus moradores.Soapy abriga el convencimiento de que ha llegado la hora de constituirse en Junta individual de Recursos y Arbitrios que provea contra los rigores que se avecinan. Tal es la causa de que se revuelva con inquietud en su banco.No puede decirse que las ambiciones de Soapy, cara al invierno, fueran excesivas. No había en ellas lugar para consideraciones tales como cruceros por el Mediterráneo, cielos adormecedores del sur o singladuras por el golfo del Vesubio. Tres meses en la Isla era cuanto anhelaba su alma. Tres meses de mesa y cama garantizadas en amable compañía, al abrigo del cierzo y de los polizontes, parecían a Soapy la esencia de cuanto pueda desearse.Hacía ya años que tenía su cuartel de invierno en la hospitalaria prisión de la Isla de Blackwell. Lo mismo que sus conciudadanos neoyorquinos más afortunados sacaban cada invierno sus billetes para Palm Beach y la Riviera, Soapy había efectuado sus modestos preparativos para su migración anual a la Isla. Y al fin había llegado el día. La noche anterior, tres periódicos sabatinos sabiamente distribuidos bajo su abrigo, en torno a los tobillos y sobre el vientre, no habían logrado detener el frío mientras dormía en su banco, junto al surtidor de la fuente de la plaza vieja. Tal era la razón de que la Isla se insinuara, grandiosa y oportuna, en el ánimo de Soapy. Despreciaba los socorros establecidos en nombre de la caridad para los pobres. En opinión de Soapy, la Ley era más benigna que la Filantropía. Había incontables instituciones, municipales y caritativas, en que poder presentarse y recibir alojamiento y comida sin más trámite. Mas para el orgulloso espíritu de Soapy resultan harto gravosos los dones de la caridad. Si no en metálico, cada beneficio recibido de manos de la filantropía ha de pagarse en humillación. Lo mismo que César tuvo su Bruto, cada cama de caridad va gravada con el portazgo de un baño, cada trozo de pan es la compensación de una inquisición personal y privada. Cuánto mejor es ser huésped de la ley, que aunque regida por normas, no se inmiscuye abusivamente en los asuntos privados de un caballero.Resuelto, pues, a trasladarse a la Isla, Soapy puso manos a la obra para la realización de su deseo. Hay a este fin diversos y sencillos procedimientos. El más grato de todos consiste en almorzar opíparamente en un restaurante de lujo, y luego, previa declaración de insolvencia, ser puesto tranquilamente y sin alborotos en manos de un policía. Un juez complaciente suele hacer el resto.Soapy abandonó su banco, salió tranquilamente de la plaza y cruzó el liso mar de asfalto donde confluyen Broadway y la Quinta Avenida. Torció para Broadway y se detuvo ante un café resplandeciente donde se daban cita cada noche los productos más selectos de la viña, el gusano de seda y el protoplasma.Soapy confiaba en sí mismo desde el botón inferior del chaleco para arriba. Se había afeitado, su chaqueta estaba decente, y su corbata de nudo hecho, negra e impecable, era obsequio de una dama misionera en el Día de Acción de Gracias. Si conseguía llegar a una mesa del restaurante su éxito podía ser insospechado. La mitad de su persona visible por encima de la mesa no despertaría dudas en el ánimo del camarero. Todo se limitaría, pensaba Soapy, a un buen pato asado, una botella de Chablis, después Camembert, una tacita de café y un cigarro puro. Un cigarro de un dólar sería razonable. La cuenta al final no sería tan elevada como para inducir a una drástica acción vindicativa por parte de la administración del café; y en cambio, la comida le dejaría repleto y feliz para el viaje a su refugio invernal.Pero en cuanto traspuso la puerta del restaurante los ojos del maitre descendieron sobre sus raídos pantalones y sus ruinosos zapatos. Manos vigorosas y diligentes le hicieron dar la vuelta y en silencio y prontamente lo llevaron de nuevo hasta la acera, conjurando el plebeyo destino que amenazaba al pato asado.Soapy desistió de Broadway. Al parecer no iba a ser epicúreo su camino a la Isla ambicionada. Habría que pensar otro modo de que lo metieran en la cárcel.En una esquina de la Sexta Avenida, las luces eléctricas y los artículos hábilmente distribuidos tras la luna de un escaparate cautivaban la atención de los transeúntes. Soapy cogió una piedra y la estrelló contra el cristal. Asomó gente corriendo por la esquina, con un guardia delante. Soapy se quedó inmóvil, las manos en los bolsillos, sonriendo a la vista de los botones dorados.-¿Dónde está el que ha hecho eso? -preguntó el agente con excitación.-No irá usted a creer que yo tengo nada que ver con ello, ¿eh? -dijo Soapy, no sin cierto sarcasmo, pero amistosamente, como cuando se desea buena suerte.El cerebro del policía se negó a aceptar a Soapy ni siquiera como una pista. Los que rompen escaparates no se quedan a charlar con los esbirros de la ley. Ponen pies en polvorosa. El guardia vio un hombre que corría tras el autobús y emprendió su persecución con la porra en alto. Soapy, con el corazón afligido, por dos veces fracasado, siguió su vagabundeo.Al otro lado de la calle había un restaurante sin grandes pretensiones. Provisión para bolsas modestas y magnos apetitos. Vajilla y atmósfera, espesas; mantelería y sopa, claras. Allí no encontraron oposición el calzado delator ni los reveladores pantalones de Soapy. Se sentó en una mesa y consumió un bistec, hojuelas, buñuelos y empanada. Acto seguido puso en conocimiento del camarero la circunstancia del divorcio entre él y la más insignificante moneda.-Conque muévase y vaya a buscar un guardia -dijo Soapy-. Y no haga esperar a un caballero.-Nada de guardias -afirmó el camarero con una voz como un mantecado y un ojo como la cereza de un cóctel Manhattan-. ¡Eh, Con!Dos camareros expulsaron violentamente a Soapy, que fue a aterrizar limpiamente sobre su oreja izquierda en el santo suelo. Se levantó, desplegando una por una sus articulaciones lo mismo que se abre una regla de carpintero, y se sacudió el polvo de la ropa. El camino de la cárcel iba ya pareciendo todo menos un sueño placentero. La Isla se alejaba cada vez más en el horizonte. Un guardia parado delante de un almacén, dos puertas más allá, se echó a reír y prosiguió su ronda.Cinco bocacalles dejó Soapy atrás antes de recobrar arrestos y decidirse a seguir actuando en pro de sus aspiraciones. Esta vez la oportunidad se le presentó en forma que él calificó presuntuosamente de infalible. Una muchacha de aire modesto y agradable, parada ante un escaparate, curioseaba con vivo interés la exposición de bacías de afeitar y de tinteros, y a dos metros del escaparate un robusto policía de porte severo estaba recostado en una boca de incendios.Soapy, tal era su designio, adoptaría el papel de ruin y despreciable «conquistador». El aspecto refinado y elegante de su víctima y la proximidad del escrupuloso guardia le animaron a creer que muy pronto sentiría en su brazo la agradable presa del agente, lo cual le aseguraría el acceso a su residencia de invierno en la Isla, la islita chiquita y acogedora.Soapy enderezó la corbata de nudo hecho, regalo de la dama misionera, estiró los arrugados puños de su camisa, dio a su sombrero una inclinación irresistible y se cernió sobre la joven. Clavó los ojos en ella, se vio acometido por repentinas toses y «ejems», sonrió, hizo una mueca y atacó con desfachatez la vil e insolente letanía del «conquistador». Con el rabillo del ojo Soapy se cercioró de que el policía lo observaba con atención. La muchacha se alejó unos pasos y se enfrascó de nuevo en la contemplación de los chismes para el afeitado. Soapy continuó su audaz avance hacia ella, se quitó el sombrero y le espetó:-¡Vamos, Bedelia! ¿No vienes a jugar conmigo?El policía seguía mirando. La joven acosada no tenía más que mover un dedo y Soapy se encontraría prácticamente camino de su paraíso insular. Ya se regodeaba imaginando el grato calor del cuartelillo de policía. La muchacha se encaró con él y, alargando la mano, agarró la manga de la chaqueta de Soapy.-Claro que sí, Mike -afirmó jubilosa- si te pagas unas cervezas... Te hubiese hablado antes, pero estaba mirando el poli.Pegada la chica a él como la hiedra al muro, Soapy dejó atrás al guardia entre las sombras de la noche. No había que darle vueltas: estaba predestinado a la libertad.En la esquina más próxima se desasió de su compañía y se alejó velozmente. Paró en el barrio donde uno encuentra por la noche las calles más iluminadas, los corazones más gozosos, las más livianas promesas y las operetas más frívolas. Mujeres con pieles y hombres con magníficos abrigos deambulaban alegremente al aire invernal. De pronto asaltó a Soapy el repentino temor de que algún horrible encantamiento lo hubiese inmunizado contra las detenciones. Tal pensamiento lo sumió en el pánico, y cuando topó con otro guardia dando bordadas, perezoso y mayestático, delante de un teatro resplandeciente, se agarró, como a un clavo ardiendo, a la simulación de una «conducta desordenada».Se plantó, pues, en mitad de la acera, y empezó a vociferar torpes incongruencias, forzando al máximo su agria voz. Bailó, rugió, desvarió y molestó de todas las maneras posibles a todo el mundo.El policía hizo girar la porra, volvió la espalda a Soapy e informó a un transeúnte:-Es uno de los chicos de Yale celebrando el julepe que han dado a los del Hartford College. Ruidoso, pero inofensivo. Tenemos órdenes de dejarlos en paz.Desconsolado, Soapy cesó en su infructuoso alboroto. ¿Es que no iba a ponerle las manos encima ningún guardia? En su delirio, la Isla parecíale una Arcadia inaccesible. Hubo de abotonarse su liviana chaqueta para defenderse del viento glacial.En una cigarrería vio un caballero bien vestido encendiendo un cigarrillo en una llama oscilante. Había dejado su paraguas de seda junto a la puerta, al entrar. Soapy se apoderó del paraguas y se alejó despacio con él. El hombre del cigarrillo lo siguió precipitadamente.-Mi paraguas -explicó con severidad.-Ah, ¿es este? -se mofó Soapy, añadiendo el delito de injurias al de hurto-. Pues bien, ¿por qué no llama a un guardia? Se lo he quitado yo. ¡Su paraguas! ¿ Por qué no llama a un poli? Hay uno en la esquina.El propietario del paraguas aminoró el paso y otro tanto hizo Soapy, con el presentimiento de que la suerte iba a ponérsele de nuevo en contra. El policía miró a los dos con curiosidad.-Claro, claro... -dijo el del paraguas- es decir... bueno, ya sabe usted, las equivocaciones... yo... si el paraguas es suyo, confío en que me disculpe... lo cogí esta mañana en un restaurante... si lo reconoce usted como suyo... espero que usted...-Pues claro que es mío -dijo Soapy con rencor.El ex propietario del paraguas se batió en retirada. El policía corrió en auxilio de una rubia exuberante fardada con capa larga que iba a cruzar la calle sin ver un tranvía que se le venía encima.Soapy puso rumbo al este por una calle levantada y en obras. Arrojó el paraguas, colérico, a una zanja y se despachó a su gusto contra los del casco y la porra. Ahora que estaba deseando caer en sus garras, ellos parecían mirarle como a un rey que no puede incurrir en delito.Anda que te anda Soapy llegó a una avenida transversal donde el resplandor y el tumulto casi habían desaparecido, y se encaminó a Madison Square, ya que el instinto hogareño persiste aunque el hogar sea un banco del parque.Pero en una esquina tranquila, de una tranquilidad desacostumbrada, Soapy se detuvo un momento. Se alzaba allí una vieja iglesia, una iglesia pintoresca, de trazado irregular y con buhardillas en el tejado. A través de una vidriera violeta se difundía una luz suave, a cuyo resplandor sin duda el organista jugueteaba con los registros, cerciorándose de su perfecto conocimiento de la antífona1 que habría de interpretar el próximo domingo. Así llegó a los oídos de Soapy una dulce música que lo cautivó y lo mantuvo pegado a los caprichosos dibujos de la reja de hierro.La luna resplandecía serena en el cenit; vehículos y peatones eran escasos; piaban los gorriones soñolientos en los aleros, y por un momento hubiérase creído que la escena correspondía al cementerio de una parroquia rural. La antífona que tocaba el organista mantenía a Soapy prácticamente soldado con la reja de hierro, ya que la conocía muy bien, la conocía de aquellos tiempos que colmaban su vida de cosas como madres, rosas, ambiciones, amigos, sentimientos, cuellos de camisa inmaculados...La combinación de la receptiva disposición espiritual de Soapy con el influjo que aureolaba la vieja iglesia operó en su alma un cambio súbito y prodigioso. Consideró con indecible horror la sima en que había caído, sus días de degradación, de indignos deseos, sus esperanzas muertas, sus facultades arruinadas, las bajas motivaciones que guiaban su existencia.Y en el mismo instante su corazón respondió estremecido a ese nuevo estado de ánimo. Un impulso instantáneo y poderoso lo animó a luchar contra su destino sin esperanza. Se levantaría del fango; haría de sí mismo un hombre nuevo; expulsaría al demonio que había tomado posesión de él. Quedaba tiempo; aún era relativamente joven: resucitaría sus viejas y vehementes ambiciones y las seguiría sin un desmayo. Aquellas notas de órgano, solemnes, llenas empero de dulzura, habían operado en él una revolución. Mañana iría al tumultuoso barrio comercial a pedir trabajo. Cierto importador de pieles le ofreció una vez un puesto de conductor; mañana iría a verlo y le pediría el empleo. Sería algo en el mundo. Sería...Soapy sintió que una mano se apoyaba en su brazo. Se volvió rápidamente y se enfrentó con la ancha cara de un policía.-¿Qué haces aquí? -preguntó el guardia.-Nada -dijo Soapy.-Entonces, vamos -concluyó el policía.-Tres meses en la Isla -sentenció el juez del tribunal de distrito a la mañana siguiente.FIN | |

Pasajeros en Arcadia
[Cuento. Texto completo]O. Henry | En Broadway hay un hotel que todavía los organizadores de temporadas veraniegas no han descubierto. Tiene un fondo grande, ancho y fresco. Sus cuartos están terminados en roble oscuro. Las brisas hogareñas y el verdor intenso de los árboles brindan un grato panorama, sin las dificultades de los Adirondacks. Se puede ascender por sus anchas escaleras o subir soñadoramente en sus ascensores, guiados por empleados con botones de latón, con una apacible alegría nunca alcanzada por los alpinistas. En la cocina hay un chef que adereza la trucha de arroyo mejor que en White Mountains, unos mariscos que enloquecerían de envidia a Old Point Confort, y una carne de venado del Maine que ablandaría el corazón burocrático del guardacaza.Poca gente ha descubierto este oasis en el desierto de julio de Manhattan. Puede verse, en ese mes, al escaso grupo de huéspedes del hotel disperso indolentemente en la fresca oscuridad de un lujoso comedor, observándose por entre la nevada extensión de las mesas desocupadas, felicitándose en silencio.Unos camareros superfluos, a la expectativa, con movimientos etéreos, revolotean cerca, brindando cuanto se pueda precisar aun antes de que se pida. El tiempo es un abril eterno. El cielorraso, pintado a la acuarela, imita un cielo estival, recorrido por sutiles nubes que van y vienen sin desaparecer, tal como, mal que nos pese, lo hacen las verdaderas.En la fantasía de los huéspedes dichosos, el grato y distante ruido de Broadway se convierte en una cascada que inunda los bosques con su tranquilo rumor. Cada vez que se percibe un paso extraño los huéspedes vuelven los oídos con ansiedad, por temor de que su refugio haya sido descubierto e invadido por los incansables buscadores de placeres que siempre asedian a la naturaleza aun en sus rincones más remotos.Por eso, durante la época de calor, la pandilla de expertos se esconde cuidadosamente en la hostería deshabitada, gozando al máximo los placeres de la montaña y la plaza, que han unido y les han servido el arte y la maestría.En ese mes de julio arribó al hotel una pasajera, que remitió su tarjeta al recepcionista a fin de que la anotara en el registro del hotel. La tarjeta decía:“Madame Héloise D’Arcy Beaumont”Madame Beaumont era de los huéspedes que amaban el Hotel Lotus. Poseía el aire distinguido de las personas selectas, moderado y suavizado por una gracia cordial, que hizo de los empleados del hotel sus esclavos. Los botones competían por acudir cuando tocaba el timbre; de no ser porque no lo poseían, los empleados no habrían vacilado en transferirle el hotel con todas sus pertenencias; los otros huéspedes la tenían por el mayor exponente de la elegancia femenina y de la belleza que perfeccionaba aquel ambiente.Difícilmente esa superexcelente pasajera abandonaba el hotel. Sus modales concordaban con los hábitos de la exclusivista clientela del Hotel Lotus. Para gozar de aquella exquisita hostería, hay que olvidar la ciudad, como si distara muchas leguas. Por la noche se impone una breve recorrida a las terrazas cercanas; mas durante el ardiente día uno permanece en la umbrosa seguridad del Lotus, como una trucha suspendida en los translúcidos santuarios de su laguna preferida.Pese a estar sola en el Hotel Lotus, Madame Beaumont se conducía como una reina cuya soledad se debe exclusivamente a su posición. Desayunaba a las diez, como un ser dulce, indolente y sutil que resplandece suavemente en la difusa penumbra como un jazmín en la oscuridad.Pero era a la hora del almuerzo cuando el brillo de Madame llegaba al máximo. Vestía un atuendo tan bello y etéreo como la niebla surgida de una cascada invisible en un desfiladero de las montañas. Describir esta prenda sobrepasa la capacidad del autor. Rosas de rojo pálido descansaban siempre sobre su pechera guarnecida de encaje. Su vestido provocaba la admiración respetuosa del “maitre d’Hotel”, que salía a recibirla con una inclinación. Viéndolo, se pensaba en París, y tal vez en misteriosas condesas, y seguramente en Versalles y los estoques y en la señora Fiske y en el rojo y el negro. Estaba difundido en el Hotel Lotus el rumor, de impreciso origen, de que Madame era una cosmopolita, y de que sus delicadas manos blancas manejaban ciertos resortes internacionales en favor de Rusia. Dado que era una ciudadana de los más felices caminos del mundo, no tenía nada de extraño que encontrara en la atmósfera de refinamiento del Hotel Lotus el sitio de los Estados Unidos más deseable para una estadía reposada durante el auge de la canícula.Comenzaba el tercer día de residencia de Madame Beaumont en el hotel, cuando ingresó al Lotus un joven que se anotó en el registro como huésped. Su vestimenta -para mencionar su aspecto en el .terreno admitido- estaba a la moda, sin exageración: sus rasgos eran agradables y regulares; su fisonomía era la de un hombre de mundo serio y distinguido. Notificó al empleado que permanecería tres o cuatro días; inquirió por los vapores que partían hacia Europa, y se hundió en la vacuidad dichosa de aquel hotel incomparable, con el aspecto satisfecho de un viajero que se acomoda en su posada preferida.Si no cuestionamos la veracidad del registro, el joven se llamaba Harold Farrington. Y se entregó tan cauta y silenciosamente a la aristocrática y leve corriente de la vida del Lotus, que ni una sutil ondulación de las aguas llamó la atención, en su descanso, de los otros perseguidores de placeres. Comía en el hotel, y se adormeció en la misma paz dichosa que los otros dichosos navegantes. En un solo día se congració con su mesa y su camarero, y compartió el temor de que los jadeantes perseguidores de la tranquilidad que tenían a Broadway en efervescencia se abalanzaran allí y destruyeran ese paraíso cercano pero escondido.Al otro día del arribo de Harold Farrington, Madame Beaumont, después del almuerzo, dejó caer al descuido su pañuelo. El señor Farrington lo alzó y se lo restituyó, sin adoptar el modo expansivo del hombre que procura trabar relación.Tal vez hubiera una mística francmasonería entre los huéspedes distinguidos del Lotus. Tal vez los vinculara recíprocamente su común fortuna de descubrir lo mejor en cuanto a veraneo se tratase en un hotel de Broadway. Lo cierto es que estos dos cambiaron finas palabras de cortesía e intentaron apartarse del tono solemne. Y se desarrolló entre ambos, como en el propicio ambiente de un verdadero hotel de verano, una amistad florecida y fructificada sobre el terreno, como la mística planta del hechicero. Por unos instantes, los dos permanecieron parados en un balcón en el que terminaba el pasillo y se lanzaron mutuamente la plumosa pelota de la conversación.-Una se fatiga de los viejos hoteles de verano -dijo Madame Beaumont, con tenue pero dulce sonrisa-. ¿De qué vale escapar a las montañas o a la playa para evadir el tumulto y el polvo, si la misma gente que los provoca nos persigue hasta allí?-Aun hasta el océano lo siguen a uno los filisteos -acotó penosamente Farrington-. Los más aristocráticos transatlánticos se están transformando en simples barcazas de transporte. Dios nos proteja cuando el veraneante se entere de que el Lotus está más distante de Broadway que las Mil Islas o Mackinac.-Espero que nuestro secreto esté a salvo al menos durante una semana -dijo Madame, con un suspiro y una sonrisa-. Ignoro dónde iría si esa gente se lanzara sobre nuestro amado Lotus. Conozco tan sólo un sitio tan delicioso en verano, y es el castillo del conde Polinski, en los Urales.-Tengo entendido que Baden Baden y Cannes están prácticamente desiertos en esta temporada -dijo Farrington-. Año a año, los antiguos sitios de veraneo se desprestigian más. Tal vez muchos otros, igual que nosotros, persigan los rincones serenos que se le escapan a la mayoría.-Me prometo tres días más de este encantador descanso -dijo Madame Beaumont-. El lunes sale el “Cedric”.Los ojos de Harold Farrington denunciaron su pesar.-Yo también debo partir el lunes -dijo-. Pero no voy al extranjero.Madame Beaumont se encogió de hombros de una manera parisiense, luciendo un hombro redondo.-Una no puede esconderse así constantemente, por encantador que esto pueda ser. Me están preparando el castillo desde hace un mes. ¡Qué molestas son esas fiestas que una tiene que dar! Pero nunca podré olvidar mi semana en el Hotel Lotus.-Tampoco yo -dijo Farrington, en voz baja-. Y no olvidaré nunca el “Cedric”.Tres días más tarde, la noche del domingo, los dos estaban sentados junto a una pequeña mesa en la misma terraza. Un reservado camarero trajo cubitos de hielo y vasitos con clarete.Madame Beaumont lucía el mismo bello vestido de noche que llevaba todos los días para almorzar. Parecía pensativa. Sobre la mesa, junto a su mano, estaba un pequeño bolso adornado con dijes.-Señor Farrington -dijo, con la sonrisa que había congraciado al Lotus-. Deseo decirle algo. Mañana por la mañana, antes del desayuno, me iré del hotel, pues debo regresar a mi trabajo. Soy vendedora de la sección medias del Bazar Gigante, de Casey, y mis vacaciones terminan mañana a las ocho. Este billete de dólar es el último dinero que veré hasta cobrar mi sueldo de ocho dólares semanales el sábado próximo a la noche. Usted es un verdadero caballero y ha sido bondadoso conmigo, de manera que deseo decírselo antes de partir.“Estuve haciendo economías sobre mi sueldo por un año, sólo para permitirme estas vacaciones. Deseaba vivir una semana como una dama, aunque no fuese más que una vez en mi vida. Deseaba levantarme cuando me viniera en gana, en lugar de tener que arrastrarme fuera de la cama todas las mañanas a las siete, y vivir con lo mejor, y ser servida, y tocar el timbre para pedir cosas como lo hacen los ricos. Ahora lo he hecho, y he tenido las más dichosas horas de mi vida. Regreso a mi empleo y a mi pequeño vestíbulo-dormitorio satisfecha por otro año. Deseaba decírselo, señor Farrington, puesto que yo... supuse que usted simpatizaba conmigo, y yo... yo he simpatizado con usted. Pero debí engañarlo hasta ahora porque todo esto no era para mí más que un cuento de hadas. De manera que me referí a Europa y a todo lo que hay en otros países y sobre lo cual he leído, y le hice creer a usted que era una gran dama.“Este vestido que llevo, el único entre los que tengo que merece usarse, lo compré en O’Dowd y Levinsky, en cuotas. Me costó setenta y cinco dólares, y fue hecho a la medida. Pagué diez dólares al contado, y continuarán cobrándome a razón de un dólar por semana hasta que lo haya terminado de pagar. Esto es, aproximadamente, todo lo que tengo para decirle, señor Farrington, excepto que me llamo Mamie Siviter y no Madame Beaumont, y que le agradezco sus gentilezas. Este dólar me servirá mañana para pagar la cuota semanal del vestido, que vence ese día. Ahora creo que subiré a mi habitación.”Harold Farrington había escuchado la narración de la huésped más bella del Lotus con aire imperturbable. Cuando Madame Beaumont terminó, Farrington sacó del bolsillo del saco un librito que semejaba un talonario de cheques, anotó algo sobre un formulario en blanco con un pedacito de lápiz, quitó la hoja, se la entregó a su interlocutora y tomó el dólar.-También yo debo regresar a mi trabajo mañana por la mañana -dijo-. Y es mejor que comience ahora. Aquí tiene un recibo por su pago semanal del vestido. Soy cobrador de O’Dowd y Levinsky desde hace tres años. Es notable que a usted y a mí se nos haya ocurrido la misma idea de pasar nuestras vacaciones... ¿cierto? Siempre soñé con alojarme en un hotel aristocrático, y ahorré cuanto pude de mis veinte dólares semanales para poder hacerlo. Oiga, Mamie... ¿Qué le parece si fuéramos el sábado por la noche a pasear en el barco de Coney Island?El rostro de la supuesta Madame Heloise D’Arcy Beaumont se iluminó.-Oh, apueste a que iré, señor Farrington. La tienda cierra los sábados a las doce. Supongo que Coney puede estar bien incluso después de pasar una semana entre la alta sociedad.Bajo el balcón, la sofocante ciudad rugía bulliciosa en la noche de julio. En el interior del Hotel Lotus reinaban las frías y suaves sombras, y el solícito camarero deambulaba cerca de las ventanas bajas, atento ante cualquier señal para servir a Madame y su acompañante.Ante la puerta del ascensor, Farrington se despidió y Madame Beaumont se preparó para su última ascensión. Pero antes de que llegara la silenciosa jaula, se dijeron:-Desde ahora olvídate de Harold Farrington, ¿vale? Me llamo McManus, James McManus, aunque suelen llamarme Jimmy.-Buenas noches, Jimmy -dijo Madame.FIN | |

Mammon y el arquero
[Cuento. Texto completo]O. Henry | El viejo Anthony Rockwall, fabricante retirado y propietario del Jabón Eureka de Rockwall, miró por la ventana de la biblioteca de su residencia de la Quinta Avenida y sonrió. Su vecino de la derecha -el aristocrático clubman V. Van Schuylight Suffolk–Jones- salió para subir al automóvil que lo esperaba, frunciendo la nariz como de costumbre con aire insultante ante los bajorrelieves renacentistas que ostentaba la fachada del palacio de Rockwall.-¡Vieja y engreída estatuilla de la inutilidad! -comentó el ex rey del jabón-. El Museo del Edén se quedará con ese viejo Nesselrode petrificado si no se cuida. En el verano próximo haré pintar esta casa de rojo, blanco y azul, y veremos si eso le hará mirarla con tanto desdén.Y Anthony Rockwall, que ignoraba los timbres, fue hacia la puerta de su biblioteca y gritó “¡Mike!” con la misma voz que había retumbado antaño en las praderas de Kansas.-Avise a mi hijo que venga antes de marcharse -ordenó al sirviente que acudió.Cuando el joven Rockwall entró en la biblioteca, el viejo dejó el periódico, lo miró con bondadosa severidad en su semblante liso y rubicundo y revolvió con una mano su mechón de pelo blanco, mientras hacía tintinear con la otra las llaves en el bolsillo.-Richard -dijo Anthony Rockwall-. ¿Cuánto pagas por el jabón que usas?Estas palabras sobresaltaron un tanto a Richard, quien había vuelto de la universidad seis meses antes.Aún no conocía lo suficiente al autor de sus días, un hombre tan pródigo en sorpresas como una muchacha en su primera fiesta.-Seis dólares la docena de pastillas, papá, según creo.-¿Y por tu ropa?-Calculo que unos sesenta dólares, generalmente.-Eres un caballero -declaró Anthony, con aire resuelto-. He oído decir que esos jóvenes petimetres pagan veinticuatro dólares por una docena de pastillas de jabón y exceden los cien tratándose de ropa. Tienes tanto dinero para derrochar como cualquiera de ellos y, con todo, te limitas a lo que es decente y moderado. Por mi parte, uso el viejo Eureka..., no por razones sentimentales, sino porque es el jabón más puro que se fabrica. Siempre que se paga más de diez centavos la pastilla, se compran malos perfumes y etiquetas. Pero cincuenta centavos está en consonancia con un joven de tu generación y posición. Como dije, eres un caballero. Afirman que se requieren tres generaciones para formar uno. Se equivocan. El dinero lo forma con la misma facilidad con que se desliza la grasa del jabón. Te ha convertido en un caballero. Y... ¡qué diablos!... por poco ha hecho uno de mí. Soy casi tan descortés y desagradable y mal educado como esos dos viejos linajudos que viven en las casas contiguas a la mía y que no duermen tranquilos desde que compré la casa que está entre las de ellos.-Hay cosas que no se pueden obtener con dinero -observó el joven Rockwall, con aire lúgubre.-Vamos, no hables así -dijo el viejo Anthony, escandalizado-. Apuesto mi dinero en favor del dinero en cualquier caso. He recorrido el diccionario íntegro, hasta la Y, buscando algo que no se pueda comprar con dinero; y creo que tendré que apelar al apéndice del diccionario en la semana próxima. Juego al dinero contra el mundo entero. Dime algo que no se pueda comprar con él.-Por lo pronto, no permite ingresar a los círculos selectos de la sociedad -respondió Richard, un poco fastidiado.-¡Ajá! ¿Con que no? -gritó el paladín de la raíz del mal-. ¿Dónde estarían tus círculos selectos si el primero de los Astor no hubiese podido pagarse su pasaje en el entrepuente para venir aquí?Richard suspiró.-Y a eso iba -dijo el viejo, más aplacado ya-. Por eso te llamé. A ti te pasa algo, muchacho. Lo he notado en estas dos últimas semanas. Vamos, habla. Creo que yo podría disponer de once millones en las veinticuatro horas próximas, sin contar mis inmuebles. Si se trata de tu hígado, tienes el “Rambler” fondeado en el puerto, cargado de carbón y listo para viajar a las Bahamas en dos días.-Tu conjetura es bastante acertada, papá; no la erraste por mucho.-¡Ah! -dijo con vivacidad el viejo Anthony-. ¿Cómo se llama la chica?Richard empezó a pasearse por la biblioteca. En su rústico padre había camaradería y solidaridad suficientes para suscitar su confianza.-¿Por qué no le declaras tu amor? -preguntó el viejo Anthony-. Se te echará al cuello. Tienes dinero y estampa y eres un muchacho decente. Tus manos están limpias. No hay jabón Eureka sobre ellas. Has estado en la universidad, pero la chica hará caso omiso de eso.-No he tenido oportunidad de hablarle -dijo Richard.-Búscala -dijo su progenitor-. Llévala de paseo por el parque o a dar una vuelta en coche, o acompáñala a su casa cuando vuelva de la iglesia. ¡Una oportunidad! ¡Vamos!-Tú no conoces el molino social, papá. Ella forma parte del torrente que lo hace girar. Cada día, cada hora y cada minuto de su tiempo están ocupados con días de antelación. Necesito conseguir a esa muchacha, papá, o esta ciudad será siempre para mí un pantano. Y no puedo escribirle: no puedo hacerlo.-¡Hombre! -dijo el viejo-. ¿Quieres hacerme creer que, con todo mi dinero, no puedes obtener un par de horas del tiempo de esa muchacha?-He postergado demasiado el asunto. Ella se embarca para Europa pasado mañana a mediodía, para quedarse allí dos años. Podré estar a solas con ella mañana por la noche durante unos pocos minutos. Ahora se halla en Larchmont, en casa de su tía. No puedo ir allí. Pero me ha permitido que vaya a recibirla a la Estación Central mañana por la noche, con un coche, cuando llegue el tren de las 8.30. Iremos por Broadway a toda velocidad al Wallack, donde su madre y unos amigos nos esperarán en el vestíbulo. ¿Crees que escucharía una declaración mía durante esos seis u ocho minutos, en semejantes circunstancias? No. ¿Y qué probabilidades de éxito tendría yo en el teatro o más tarde? Ninguna. No, papá. Tu dinero no puede desenredar este embrollo. No podemos comprar un solo minuto de tiempo con dinero; si así fuera, la gente rica viviría mucho más. No tengo esperanzas de hablar con la señorita Lantry antes de que se embarque.-Perfectamente, hijo mío -dijo con aire risueño el viejo Anthony-. Ahora puedes irte a tu club. Me alegro de que no se trate de tu hígado. Pero no te olvides de quemar unas pajuelas perfumadas en el templo chino ante el gran dios Mazuma, de vez en cuando. ¿Dices que con el dinero no se puede comprar tiempo? Bueno, desde luego, uno no puede ordenar que le envuelvan la eternidad y se la manden a casa por un precio, pero he visto al Padre Tiempo magullarse los talones con las piedras cuando cruzaba los lavaderos de oro.Esa noche vino la tía Ellen, afable, sentimental, cubierta de arrugas, suspirante, abrumada por las riquezas, y al encontrar a su hermano Anthony leyendo el periódico de la noche, empezó a perorar sobre los infortunios de los enamorados.-Richard ya me dijo todo eso -declaró Anthony, bostezando-. Le contesté que mi cuenta bancaria estaba a su disposición. Entonces empezó a vapulear el dinero. Dijo que no podría ayudarle. Y que las normas sociales no podían ser desviadas ni un metro por un equipo de multimillonarios.-Oh, Anthony -replicó, con un suspiro, la tía Ellen-. Ojalá no le dieras tanta importancia al dinero. La riqueza nada significa cuando hay un verdadero afecto. El amor es todopoderoso. ¡Si Richard hubiese hablado antes! Ella no habría podido rechazarlo. Pero temo que ahora sea demasiado tarde. Ya no tendrá oportunidad de hablarle. Todo tu oro no podrá darle la felicidad a tu hijo.A las ocho de la noche siguiente la tía Ellen sacó un antiguo anillo de oro de un estuche apolillado y se lo dio a Richard.-Úsalo esta noche, sobrino -pidió-. Me lo regaló tu madre. Dijo que daba suerte en el amor. Me rogó que te lo diera cuando encontraras a la mujer amada.El joven Rockwall tomó el anillo con aire de veneración y se lo probó en el meñique. La sortija resbaló hasta el segundo nudillo, y se detuvo. Se la quitó y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta, de acuerdo con el hábito masculino. Luego pidió por teléfono su coche.En la estación, capturó a la señorita Lantry entre la ruidosa multitud a las 8.32.-No debemos hacer esperar a mamá y a los demás -manifestó la joven.-¡Al teatro Wallack, con toda la rapidez posible! -ordenó con lealtad Richard.Enfilaron velozmente por la calle 42 rumbo a Broadway y luego bajaron por el camino de blancas estrellas que lleva de las suaves praderas del crepúsculo a las rocosas colinas de la mañana.En la calle 34 el joven Richard levantó con rapidez la escotilla y ordenó al cochero que parara.-Se me ha caído un anillo -se excusó, mientras se apeaba-. Era de mi madre y me dolería mucho perderlo. Solo la demoraré un minuto. Vi donde cayó.Antes de que hubiera transcurrido el minuto, el joven Rockwall volvió al coche con el anillo.Pero en ese breve lapso, delante del coche se había detenido un automóvil. El cochero intentó desviar el cabriolé hacia la izquierda, pero un pesado camión le cerró el camino. Probó después por la derecha y tuvo que apartarse de un furgón de mudanzas que no tenía por qué estar allí. Procuró retroceder, pero finalmente dejó caer las riendas y blasfemó a conciencia. Lo bloqueaba una enredada maraña de vehículos y caballos.Se había producido una de esas congestiones de tránsito que suelen paralizar de pronto el comercio y el movimiento en la gran ciudad.-¿Por qué no sigue? -preguntó con impaciencia la señorita Lantry-. Llegaremos tarde.Richard se paró en el cabriolé y miró. Vio un mar de carros, camiones, coches, furgones y tranvías que llenaban el vasto espacio donde se cruzan Broadway, la Sexta Avenida y la calle 34, como llena una doncella de sesenta y cinco centímetros de talle su cinturón de cincuenta y cinco. Desde todas las calles adyacentes, otros vehículos avanzaban, traqueteando a toda velocidad hacia aquella densa y forcejeante masa, trabando las ruedas y añadiendo al fragor las imprecaciones de sus conductores. Parecía que todo el tránsito de Manhattan se apiñaba a su alrededor. Ni los más viejos neoyorquinos que había entre los miles de espectadores parados en las aceras recordaban una congestión de semejantes proporciones.-Lo siento muchísimo -dijo Richard, volviendo a sentarse-. Pero parece que nos hemos atascado. Ni en una hora arreglarán este lío. La culpa fue mía. Si no se me hubiese caído el anillo, nosotros...-Muéstremelo -dijo la señorita Lantry-. Ahora que esto no tiene remedio, tanto me da. De todos modos, los teatros me parecen algo estúpidos.A las once de la noche, alguien llamó suavemente a la puerta de Anthony Rockwall.-Adelante -gritó Anthony, quien vestía una bata roja y leía un libro de aventuras de piratas.Ese alguien era la tía Ellen, cuyo aspecto evocaba a un ángel de cabellos canos abandonado en la tierra por error.-Ya son novios, Anthony -dijo, con dulce voz-. Ha prometido casarse con Richard. Cuando iban al teatro, hubo una congestión de tránsito y su cabriolé tardó dos horas en salir de allí. Y..., ¡oh, hermano Anthony! ... No te vuelvas a jactar del poder del dinero. Lo que permitió a nuestro Richard encontrar la felicidad fue un pequeño símbolo del verdadero amor, un anillito que encarnaba un cariño infinito y desinteresado. Se le cayó en la calle y se apeó para recobrarlo. Y antes de que pudieran proseguir el viaje, se produjo la congestión. Richard le habló a su amada y la conquistó mientras el coche estaba clavado allí. El dinero es una basura comparado con el verdadero amor, Anthony.-Muy bien -dijo el viejo Anthony-. Me alegro de que el chico haya conseguido lo que quería. Ya le dije yo que no ahorraría gastos con tal que él...-Pero... ¿De qué habría podido servirle tu dinero, hermano Anthony?-Hermana -dijo Anthony Rockwall-. Mi pirata está en un apuro tremendo. Acaban de hundirle el barco y es un juez demasiado bueno del valor del dinero para permitir que se pierda. Por favor, déjame seguir leyendo este capítulo.Este cuento debería acabar aquí. Yo lo desearía tanto como el lector. Pero debemos llegar al fondo del pozo para descubrir la verdad.Al día siguiente, una persona de manos rojas y corbata a lunares, que dijo llamarse Kelly, vino a casa de Anthony Rockwall y fue recibido sin demora en la biblioteca.-Bueno -dijo Anthony, teniendo la mano hacia su talonario de cheques-. Fue un buen trabajo. Veamos... Le di 5000 dólares al contado.-Agregué otros 300 de mi bolsillo -repuso Kelly-. Tuve que exceder un poco el presupuesto. Pude conseguir la mayoría de los carros y cabriolés por 5 dólares; pero los camiones y las yuntas de caballos me costaron 10. Los conductores de tranvías quisieron 10 dólares y algunos de los carreros 20. Los más costosos fueron los policías; a dos de ellos les pagué 50 dólares, y a los demás, 20 y 25. Pero... ¿verdad que salió bien, señor Rockwall? Me alegro de que William A. Brandy no haya presenciado esa escenita, esa aglomeración de vehículos al aire libre. ¡Se le habría encogido el corazón de envidia! ¡Y eso que no hicimos un solo ensayo! Los muchachos llegaron al sitio fijado con una puntualidad perfecta. Pasaron dos horas antes de que una víbora pudiera meterse debajo de la estatua de Greeley.-Aquí tiene 1300 dólares, Kelly -dijo Anthony, arrancando un cheque del talonario-. Sus 1000, y los 300 que debió agregar de su bolsillo. Usted no desprecia el dinero..., ¿verdad, Kelly?-¿Yo? -dijo Kelly-. Le daría una buena tunda al que inventó la pobreza.Anthony llamó a Kelly cuando este ya había llegado a la puerta.-¿No notó usted entre la congestión del tránsito a un niño regordete y desnudo que disparaba flechas con un arco? -le preguntó.-No -respondió Kelly, intrigado-. No lo noté. Si estaba desnudo, como usted dice, es probable que los policías lo hayan detenido antes de llegar allí.-Ya me imaginaba yo que ese bribonzuelo no se dejaría ver -dijo Anthony, riendo entre dientes-. Adiós, Kelly.FIN | |

La última hoja
[Cuento. Texto completo]O. Henry | En un pequeño barrio al oeste de Washington Square las calles, como locas, se han quebrado en pequeñas franjas llamadas "lugares". Esos "lugares" forman extraños ángulos y curvas. Una calle se cruza a sí misma una o dos veces. Un pintor descubrió en esa calle una valiosa posibilidad. ¡Supongamos que un cobrador, con una cuenta por pinturas, papel y tela, al cruzar esa ruta se encuentre de pronto consigo mismo de regreso, sin que se le haya pagado a cuenta un solo centavo!Por eso los artistas pronto empezaron a rondar por el viejo Greenwich Village, en pos de ventanas orientadas al norte y umbrales del siglo XVIII, buhardillas holandesas y alquileres bajos. Luego importaron algunos jarros de peltre y un par de platos averiados de la Sexta Avenida y se transformaron en una colonia.Sue y Johnsy tenían su estudio en los altos de un gordo edificio de ladrillo de tres pisos. Johnsy era el apodo familiar que le daban a Joanna. Sue era de Maine; su amiga, de California. Ambas se conocieron junto a una mesa común de un delmónico de la calle ocho y descubrieron que sus gustos en materia de arte, ensalada de achicoria y moda, eran tan afines que decidieron establecer un estudio asociado.Eso sucedió en mayo. En noviembre, un frío e invisible forastero a quien los médicos llamaban Neumonía empezó a pasearse furtivamente por la colonia, tocando a uno aquí y a otro allá con sus dedos de hielo. El devastador intruso recorrió con temerarios pasos el East Side, fulminando a veintenas de víctimas; pero su pie avanzaba con más lentitud a través del laberinto de los "lugares" más angostos y cubiertos de musgo.El señor Neumonía no era lo que uno podría llamar un viejo caballeresco. Atacar a una mujercita, cuya sangre habían adelgazado los céfiros de California, no era juego limpio para aquel viejo tramposo de puños rojos y aliento corto. Pero, con todo, fulminó a Johnsy; y ahí yacía la muchacha, casi inmóvil en su cama de hierro pintado, mirando por la pequeña ventana holandesa del flanco sin pintar de la casa de ladrillos contigua.Una mañana el atareado médico llevó a Sue al pasillo, y su rostro de hirsutas cejas se oscureció.-Su amiga sólo tiene una probabilidad de salvarse sobre... digamos, sobre diez -declaró, mientras agitaba el termómetro para hacer bajar el mercurio-. Esa probabilidad es que quiera vivir. La costumbre que tienen algunos de tomar partido por la funeraria pone en ridículo a la farmacopea íntegra. Su amiguita ha decidido que no podrá curarse. ¿Tiene alguna preocupación?-Quería... quería pintar algún día la bahía de Nápoles -dijo Sue.-¿Pintar? ¡Pamplinas! ¿Piensa esa muchacha en algo que valga la pena pensarlo dos veces? ¿En un hombre, por ejemplo?-¿Un hombre? -repitió Sue, con un tono nasal de arpa judía-. ¿Acaso un hombre vale la pena de...? Pero no, doctor... No hay tal cosa.-Bueno -dijo el médico-. Entonces, será su debilidad. Haré todo lo que pueda la ciencia, hasta donde logren amplificarla mis esfuerzos. Pero cuando una paciente mía comienza a contar los coches de su cortejo fúnebre, le resto el cincuenta por ciento al poder curativo de los medicamentos. Si usted consigue que su amiga le pregunte cuáles son las nuevas modas de invierno en mangas de abrigos, tendrá, se lo garantizo, una probabilidad sobre cinco de sobrevivir en vez de una sobre diez.Cuando el médico se fue, Sue entró al atelier y lloró hasta reducir a mera pulpa una servilleta. Luego penetró con aire afectado en el cuarto de Johnsy llevando su tablero de dibujo y silbando ragtime.Su amiga estaba casi inmóvil, sin levantar la más leve onda en sus cobertores, con el rostro vuelto hacia la ventana. Sue la creyó dormida y dejó de silbar. Acomodó su tablero e inició un dibujo a pluma para ilustrar un cuento de una revista. Los pintores jóvenes deben allanarse el camino del Arte ilustrando los cuentos que los jóvenes escriben para las revistas, a fin de facilitarse el camino a la Literatura.Mientras Sue bosquejaba unos elegantes pantalones de montar sobre la figura del protagonista del cuento, un vaquero de Idaho, oyó un leve rumor que se repitió varias veces. Se acercó rápidamente a la cabecera de la cama.Los ojos de Johnsy estaban muy abiertos. Miraba la ventana y contaba... contaba al revés.-Doce -dijo. Y poco después agregó-. Once -y luego-: diez... nueve... ocho... siete... -casi juntos.Sue miró, solícita, por la ventana. ¿Qué se podía contar allí? Apenas se veía un patio desnudo y desolado y el lado sin pintar de la casa de ladrillos situada a siete metros de distancia. Una enredadera de hiedra vieja, muy vieja, nudosa, de raíces podridas, trepaba hasta la mitad de la pared. El frío soplo del otoño le había arrancado las hojas y sus escuálidas ramas se aferraban, casi peladas, a los desmoronados ladrillos.-¿Qué sucede, querida? -preguntó Sue.-Seis -dijo Johnsy, casi en un susurro-. Ahora están cayendo con más rapidez. Hace tres días había casi un centenar. Contarlas me hacía doler la cabeza. Pero ahora me resulta fácil. Ahí va otra. Ahora apenas quedan cinco.-¿Cinco qué, querida? Díselo a tu Susie.-Hojas. Sobre la enredadera de hiedra. Cuando caiga la última hoja también me iré yo. Lo sé desde hace tres días. ¿No te lo dijo el médico?-¡Oh, nunca oí disparate semejante! -se quejó Sue, con soberbio desdén-. ¿Qué tienen que ver las hojas de una vieja enredadera con tu salud? ¡Y tú le tenías tanto cariño a esa planta, niña mala! ¡No seas tontita! Pero si el médico me dijo esta mañana que tus probabilidades de reponerte muy pronto eran -veamos, sus palabras exactas -... ¡de diez contra una! ¡Es una probabilidad casi tan sólida como la que tenemos en Nueva York cuando viajamos en tranvía o pasamos a pie junto a un edificio nuevo! Ahora, trata de tomar un poco de caldo y deja que Susie vuelva a su dibujo, para seducir al director de la revista y así comprar oporto para su niña enferma y unas costillas de cerdo para ella misma.-No necesitas comprar más vino -dijo Johnsy, con los ojos fijos más allá de la ventana-. Ahí cae otra. No, no quiero caldo. Sólo quedan cuatro. Quiero ver cómo cae la última antes de anochecer. Entonces también yo me iré.
-Mi querida Johnsy -dijo Sue, inclinándose sobre ella-. ¿Me prometes cerrar los ojos y no mirar por la ventana hasta que yo haya concluido mi dibujo? Tengo que entregar esos trabajos mañana. Necesito luz: de lo contrario, oscurecería demasiado los tintes.-¿No podrías dibujar en el otro cuarto? - preguntó Johnsy, con frialdad.-Prefiero estar a tu lado -dijo Sue-. Además, no quiero que sigas mirando esas estúpidas hojas de la enredadera.-Apenas hayas terminado, dímelo -pidió Johnsy cerrando los ojos y tendiéndose, quieta y blanca, como una estatua caída-. Porque quiero ver caer la última hoja. Estoy cansada de esperar . Estoy cansada de pensar. Quiero abandonarlo todo, e irme navegando hacia abajo, como una de esas pobres hojas fatigadas.-Procura dormir -dijo Sue-. Debo llamar a Behrman para que me sirva de modelo a fin de dibujar al viejo minero ermitaño. Volveré inmediatamente. No intentes moverte hasta que yo vuelva.El viejo Behrman era un pintor que vivía en el piso bajo. Tenía más de sesenta años y la barba de un Moisés de Miguel Ángel, que bajaba, enroscándose, desde su cabeza de sátiro hasta su tronco de duende. Era un fracaso como pintor. Durante cuarenta años había esgrimido el pincel, sin haberse acercado siquiera lo suficiente al arte. Siempre se disponía a pintar su obra maestra, pero no la había iniciado todavía. Durante muchos años no había pintado nada, salvo, de vez en cuando, algún mamarracho comercial o publicitario. Ganaba unos dólares sirviendo de modelo a los pintores jóvenes de la colonia que no podían pagar un modelo profesional. Bebía ginebra inmoderadamente y seguía hablando de su futura obra maestra. Por lo demás, era un viejecito feroz, que se mofaba violentamente de la suavidad ajena, y se consideraba algo así como un guardián destinado a proteger a las dos jóvenes pintoras del piso de arriba.En su guarida mal iluminada, Behrman olía marcadamente a nebrina. En un rincón había un lienzo en blanco colocado sobre un caballete, que esperaba desde hace veinticinco años el primer trazo de su obra maestra. Sue le contó la divagación de Johnsy y le confesó sus temores de que su amiga, liviana y frágil como una hoja, se desprendiera también de la tierra cuando se debilitara el leve vínculo que la unía a la vida.El viejo Behrman, con los ojos enrojecidos y llorando a mares, expresó con sus gritos el desprecio y la risa que le inspiraban tan estúpidas fantasías.-¡Was! -gritó-. ¿Hay en el mundo gente que cometa la estupidez de morirse porque hojas caen de una maldita enredadera? Nunca oí semejante cosa. No, yo no serviré de modelo para ese badulaque de ermitaño. ¿Cómo permite usted que se le ocurra a ella semejante imbecilidad? ¡Pobre señorita Johnsy!-Está muy enferma y muy débil -dijo Sue-, y la fiebre la ha vuelto morbosa y le ha llenado la cabeza de extrañas fantasías. Está bien, señor Behrman. Si no quiere servirme de modelo, no lo haga. Pero debo decirle que usted me parece un horrible viejo... ¡un viejo charlatán!-¡Se ve que usted es sólo una mujer! -aulló Behrman-. ¿Quién dijo que no le serviré de modelo? Vamos. Iré con usted. Desde hace media hora estoy tratando de decirle que le voy a servir de modelo. ¡Gott! Este no es un lugar adecuado para que esté en su cama de enferma una persona tan buena como la señorita Johnsy. Algún día, pintaré una obra maestra y todos nos iremos de aquí. ¡Gott!, ya lo creo que nos iremos.Johnsy dormía cuando subieron. Sue bajó la persiana y le hizo señas a Behrman para pasar a la otra habitación. Allí se asomaron a la ventana y contemplaron con temor la enredadera. Luego se miraron sin hablar. Caía una lluvia insistente y fría , mezclada con nieve. Behrman, en su vieja camisa azul, se sentó como minero ermitaño sobre una olla invertida.Cuando Sue despertó a la mañana siguiente, después de haber dormido sólo una hora, vio que Johnsy miraba fijamente, con aire apagado y los ojos muy abiertos, la persiana verde corrida.-¡Levántala! Quiero ver -ordenó la enferma, en voz baja.Con lasitud, Sue obedeció.Pero después de la violenta lluvia y de las salvajes ráfagas de viento que duraron toda esa larga noche, aún pendía, contra la pared de ladrillo, una hoja de hiedra. Era la última.Conservaba todavía el color verde oscuro cerca del tallo, pero sus bordes dentados estaban teñidos con el amarillo de la desintegración y la putrefacción. Colgaba valerosamente de una rama a unos siete metros del suelo.-Es la última -dijo Johnsy-. Yo estaba segura de que caería durante la noche. Oía el viento. Caerá hoy y al mismo tiempo moriré yo.-¡Querida, querida! -dijo Sue, apoyando contra la almohada su agotado rostro-. Piensa en mí si no quieres pensar en ti misma. ¿Qué haría yo?Pero Johnsy no respondió. Lo más solitario que hay en el mundo es un alma que se prepara a emprender ese viaje misterioso y lejano. La imaginación parecía adueñarse de ella con más vigor a medida que se aflojaban, uno por uno, los lazos que la ligaban a la amistad y a la tierra.Transcurrió el día, y cuando empezó a anochecer ambas pudieron aún distinguir entre las sombras la solitaria hoja de hiedra adherida a su tallo, contra la pared. Luego, cuando llegó la noche, el viento norte volvió a zumbar con violencia mientras la lluvia seguía martillando las ventanas y los bajos aleros holandeses.Al día siguiente, cuando hubo suficiente claridad, la despiadada Johnsy ordenó que levantaran la persiana. La hoja aún seguía allí. Johnsy se quedó tendida largo tiempo, mirándola. Y luego llamó a Sue, que estaba revolviendo su caldo de gallina sobre el hornillo.-He sido una mala muchacha, Susie -dijo-. Algo ha hecho que esa última hoja se quedara allí, para probarme lo mala que fui. Es un pecado querer morir. Ahora, puedes traerme un poco de caldo y de leche, con algo de oporto y... no; tráeme antes un espejo. Luego ponme detrás unas almohadas y me sentaré y te miraré cocinar.Una hora después, Johnsy dijo:-Susie, confío en que algún día podré pintar la bahía de Nápoles.Por la tarde acudió el médico y Sue encontró un pretexto para seguirlo al comedor cuando salía.-Hay buenas probabilidades -dijo el médico, tomando en la suya la mano delgada y temblorosa de Sue-. Cuidándola bien, usted la salvará. Y ahora tengo que ver a otro enfermo en el piso bajo. Es un tal Behrman... un artista, según parece. Otro caso de neumonía. Es un hombre viejo y débil y el acceso es agudo. No hay esperanzas de salvarlo; pero hoy lo llevan al hospital para que esté más cómodo.Al día siguiente el médico le dijo a Sue:-Su amiga está fuera de peligro. Usted ha vencido. Alimentación y cuidados, ahora. Eso es todo.Y esa tarde Sue se acercó a la cama donde Johnsy, muy contenta, tejía una bufanda de lana muy azul y muy inútil, y la ciñó con el brazo, rodeando hasta las almohadas.-Tengo que decirte una cosa -dijo-. Hoy murió de neumonía en el hospital el señor Behrman. Sólo estuvo enfermo dos días. El mayordomo lo encontró en la mañana del primer día en su cuarto, impotente de dolor. Tenía los zapatos y la ropa empapados y fríos. No pudieron comprender dónde había pasado una noche tan horrible. Luego encontraron una linterna encendida aún, y una escalera que Behrman había sacado de su lugar y algunos pinceles dispersos y una paleta con una mezcla de verde y amarillo... y... Mira la ventana, querida, observa esa última hoja de hiedra que está sobre la pared ¿No es extraño que no se moviera ni agitara al soplar el viento? ¡Ah, querida! Es la obra maestra de Behrman: la pintó allí la noche en que cayó la última hoja.FIN | |

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Litarature

...Examine the endings (with close attention to the last ‘scene’ and the last paragraph) of at least three 20c. short stories and consider how the author handles them and their relation to the story as a whole. The art of ending short stories has been hotly contested for centuries. As humans we naturally desire firm conclusions that tie up the story’s various loose threads and leave us with a sense of satisfaction. Many writers, in modern times, have tried to challenge this convention, preferring to leave endings open for interpretation and development of thought. This is connected with the developing idea that a short story is, in essence, a brief glimpse into a character’s life. In this sense, there is a future outside of the ending, which negates the requirement for an effective conclusion. Flannery O’Connor is an example of a modern writer who sought to challenge the conventions of a story’s ending. Her tale, ‘Everything That Rises Must Converge,’ is told from the perspective of Julian, a college graduate who is being supported by his mother while he seeks employment. The plot revolves around a ride on an integrated bus, and the crisis point comes in the form of a confrontation between Julian’s mother and a black woman wearing the same hat. Julian repeatedly conveys his wish to be rid of his mother, going so far as to dream about her being seriously ill. Despite this, his reaction upon her stroke shows exactly how dependant he is on her: ‘His voice was thin, scarcely a...

Words: 3113 - Pages: 13

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Last Leaf

..."The Last Leaf" by O. Henry is an interesting short story about a sick girl named Johnsy, who is deeply affected by a bare vine tree. Johnsy has decided she will not get well and has reconciled herself with the fact that she is going to die when the last leaf falls off the ivy bush outside her bedroom window. Johnsy's hopelessness and willingness to accept the worst without a fight is a major statement about the emotional state of the character. In his wonderful short-story “the last leaf”, using sacrificial themes, fear of pneumonia and a twist on the fatalistic tone, O.Henry depicted a really meaningful goal: Life must have hope. In brief, I love this story very much. Its plot and its characters are simply, but it is a very touching story that makes I recognize many things in life. Life is meaningful only for people who have hope and love. The hope helps us live better and heals our body and spirit. Hope is the foundation of our personal futures; each of us would probably suicide without hope. It is the virtue that helps us overcome obstacles. Without hope, we seem to give up easily like Johnsy in the story. Without hope, there is nothing. Another important thing in life is love. O. Henry, through the story, advices us should love ourselves and other people. The love between three persons, Johnsy, Sue and old Behrman makes a moving story. Johnsy had sometimes forgotten loving herself and cause the worry for Sue, but the biggest love is the love of the old Behrman for Johnsy...

Words: 389 - Pages: 2

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The Hair by Raymond Carver

...”The Hair” by Raymond Carver Having healthy and stable relationships to both people and surroundings is of vital importance towards reaching a balanced and happy life. The foundation of any healthy relationship is based on cooperation, comprehension and communication. If these factors are missing, it can result in misunderstandings and difficulty handling obstacles and problems that might occur in the relationship. In his short story “The Hair”, Raymond Carver shows the consequences of the lack of connection in a normal marriage. He especially focuses on the emotional causes of malfunctioning relationships and how it has a psychological influence on everyday life. Using minimalistic tools such as symbolism, Raymond Carver tells the story of a man, struggling with his marriage, developing an internal conflict.  Carver uses a minimalistic style of writing in his short story “The Hair”. Minimalistic writing effectively expresses feelings and conflicts, yet allows the reader to be part of the interpretation of the story. Methods such as symbolism, setting, superficial descriptions, and the reticence towards giving the reader information about emotions are often used in minimalistic short stories. Carver’s use of symbolism, setting and the lack of emotional description helps the reader understand the protagonist and his struggles. Reading “The hair”, we are introduced to a man who discovers that a hair is stuck between his teeth. At first, the short story appears anticlimactic...

Words: 951 - Pages: 4

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They'Re Not Your Husband

...They’re not your husband ”They’re not your husband” is a short story written by Raymond Carver. The story was published in 1973 in a literary magazine, called Chicago Review. The definition of a short story is typically a brief work of literature. The story has no set length and there are often few characters introduced in the story. The short story usually focuses on one plot, one main character, and one central theme. That is the opposite compared to a novel. The short story is characterized by the beginning, where the reader is thrown into the story. This type of introduction we call “in medias res”. This statement is Latin and means "middle of the action.” In all short stories there is an open ending. The open ending is an opened question, which means that you can imagine an ending. In the story ”They’re not your husband”, we have the themes obsession, control, insecurity, selfishness and appearance. Kit Wright writes the poem “Give Up Slimming, Mum” and in the poem we have the opposite theme; appreciation, happiness, accept, unity and presence. Earl and Doreen are the main characters in “They’re not your husband”. They are married but there is a tense atmosphere between them. They do not seem to love each other. There is no connection and no intimacy. Doreen is the hardworking woman. She works as a waitress at a coffee shop, which is open 24 hours a day. She must work late, because when Earl comes to the shop, to get coffee, she askes him about the children. “You sure...

Words: 1211 - Pages: 5

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They'Re Not Your Husband

...“They’re Not Your Husband” is a short story by Raymond Carver, where he writes about the man named Earl Ober, who is an unemployed salesman, with his wife (Doreen) working as a waitress, at a 24-hour coffee shop. After a night of drinking as he usually does he goes to see the place where his wife works. Here he is treated like a nuisance by his wife. Two men start talking about his wife’s weight and this bothers Earl greatly. He decides to let Doreen know that she (he) has a problem with her weight. After this incident she tries to go on a diet but she ends up not eating at all and not looking healthy. He continues to pressure her, so she would keep dieting. He ends up in the coffee shop again and tries to “sell” her to a man sitting next to him. The story ends abruptly; with Doreen telling everybody that he is a salesman. The total lack of benevolence between husband and wife are clearly seen straight away: “What are you doing here? Doreen said when she saw him sitting there” and later she says: “Don’t talk to me now. I’m busy.” Earl is very embarrassed when two men in business suits start talking about his wife’s weight. He then sits quietly and hopes the two men won’t see the connection between him and his wife, and that is also the reason for him not saying goodbye to his wife. It almost seems like he acquires the point of view the two unidentified men have. The troubles of Doreen and Earl’s relationship are also made clear by this fact, because this clearly shows...

Words: 820 - Pages: 4

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So Much Water So Close To Home Analysis

...Introduction The short story by Raymond Carver, “So Much Water So Close To Home”, is based on a marriage that is on the verge of falling through. Throughout this story, Stuart, the husband to Clair displays quite a relatively high level of insensitivity towards a very painful hunting trip. The wife, on the other hand, makes so many interpretations of their marriage from the occurrence. There is a point within the story where the two confront each other (Carver 76). The exchange by the couple by the pond aids in reflecting the ideas of isolation, uncertain identity and despondency. Call to adventure On an annual fishing trip, in isolated high country, Stuart, Rocco, Carl, and Billy find the body of a girl in the river. They think it is too late for them to report the case and decide not to get back to the road. Even all next day, they get too engrossed in their fishing engagement and do not bother going to report the case of the dead body they had found the previous evening. There is, in fact, a feeling among them that it doesn’t concern them so much; they don’t have to do it anyway (Carver 76). When they finally return home to report the case, their wives are shocked that they could find a dead human body and stay fishing all next day without caring to report the case early next if they thought it was too late to do so at the time they found it. What shocks the wives more is the fact they left the body lying there. Refusal of the call and the Supernatural Aid The men, however...

Words: 1838 - Pages: 8