Considero que si alguien solicitara mi modesta opinión en torno al ítem ut-supra (cosa que podría ocurrir eventualmente, en caso se suceder correlativamente, de acuerdo con circunstancias pertinentes) yo diría que, en primera instancia, sería de impostergable emergencia el tomar en consideración los puntos sustanciales del tema en debate, ya que actuando en función de cánones antipódicos fácil nos sería caer en una frustrada escala de valores o, para decirlo más claramente, en una suerte de contradictorias evoluciones conceptuales, que nos harían oscilar peligrosamente y sin una sólida base cartesiana, entre los puntos extremos de la órbita descrita por la verdad, en su larga evolución para encontrarse a sí misma.
Así planteados los paralogismos del apotegma en cuestión y materia sustancial de la controversia puesta sobre el tapete por los elementos antagónicos que emergen de tan original debate, el infrascrito –luego de consultarlo medularmente con gruesos volúmenes de fornidos tratadistas, si como también con la almohada, consejera secular de los dilemas humanos, a excepción transitoria y anecdótica de los pensadores egipcios que, a manera de tan útil accesorio dormil, nocturno y amantófilo, empleaban el ubalasis para sostener los órganos del pensamiento (vulgo, cabeza), mientras se hechaban en brazos de Pthá –que no es lisura- versión nilota de Morfeo- atañe a mi modestísimo criterio el suponer que vamos por buen sendero en cuanto nos interesa dilucidad claramente y en pocas palabras, a los fines de conseguir nuestro objeto, la diatriba en cuestión. Para no recurrir a vocablos de retorcida o mezquina interpretación y sí, más bien, a términos de uso común y corriente por parte de nuestro simpático vulgo, rehuir es preciso de todo aquello que presente cualquier faceta oscurantista en el rutilante prisma de la verdad desnuda, evitando una caída lógica que nos conduzca inevitablemente al silogismo consagrado por nuestros padres griegos, al sorites prevaricador y confuso que condenaran los pensonautas de la escuela peripatética helénica, incluyendo a mi maestro, el sútil eculantrópico Anfilotecto, recientemente fallecido (hace tres mil quinientos años, para ser exactos), como elemento de dudosa trayectoria para concluir en una síntesis resultante natural y matemática, de las premisas puntales del enfrentamiento dialéctico.
Ahora bien. ¿De qué se trata? Precisamente de eso y nada más, para evitar que en un natural desborde castelariano, abusando del verbo y los impulsos naturales que dinamizan la tendencia explayativa del Hombre, salgamos raudamente de nuestro centro categórico especulativo y resultemos disparados por la tangente hacia el infinito de la galaxia conceptual en que puede multiplicarse una idea generatriz, con equix circunstancial y no por mero impulso de evidenciar conocimientos académicos de la lengua cervantina, no. Aquí estamos para emitir directamente, sin tapujos, cuestiones previas, curvas elipticoides o falacias de sencilla pero incongruente defensa, una opinión clara, precisa, tajante y emolocuyente del asunto que traemos a colación por estimar que ello corresponde a nuestra responsabilidad histórica, frente al dramático instante que vivimos los unos al lado de los otros, en estrecha comunión de humores pero en divergentes cenáculos ideológicos, tal cual corresponde a sociedades humanas de alto nivel evolutivo en cuanto a los fundamentos categorizantes de nuestros tiempos. Sobre tan elemental particularidad no hay duda ni cabe plantearse incógnita alguna. Nuestro problema es el otro. ¡Ese precisamente!, planteado, si se me permite la modestia, por el suscrito, en términos de tan meridiana claridad que difícilmente admitirían una contra-réplica emanada de conceptos diametral o parcialmente opuestos a los basamentos del criterio angular en que se apoyan, para decir sí, que efectivamente, la luz del pensamiento idóneo cubre con su manto de reflejos luminiscentes hasta el último resquicio donde (alfombrada de penumbras y aislada en la sombra) pueda reposar la duda como elemento discordante en la armoniosa perfección de una idea granítica.
Naturalmente sabemos por experiencia e intuición –ya que nada de lo humano nos es ajeno, excepto la propiedad privada- que surgirá de nuestros lectores la pregunta: ¿Cómo ha llegado este hombre a tan formidables conclusiones, a tan clarísimos, casi visionarios ángulos de análisis respecto del punto en controversia? Pero la respuesta es rudimentaria y no requiere de explicación parasensorial o extrafísica alguna, ya que corresponde a un simplísimo proceso mental de categórica contundencia: por lógica. Decir en este siglo que dos más la mitad del doble de dos suman cuatro, sería solo una redundancia, un expresionismo polimórfico limitante en el rococó lingüístico, que resultaría inadmisible en pensadores de nuestra categoría, si se me permite este efímero aunque merecido autoelogio que no creo hallarme en condiciones honestas de rechazar. Sería además, si ello no ofende la natural entelequia de mis lectores: un hecho concomitante que hace innecesaria cualquier explicación e inútil todo tipo de abundamiento lexicográfico. Aquí se trata de opinar y esto es lo que debemos hacer, poniendo los puntos sobre las jotas, que también tienen lo suyo, aunque las mayorías democráticas lo hayan olvidado, limitando a las íes tan honroso privilegio. Así, frente al punto central del euritema y lejos de cualquier apertura a lo enervante, por decir lo menos y no caer en provocaciones ditirímbicas que paralogicen nuestro sentido del análisis objetivo, debemos –es nuestro deber- decir que, efectivamente, la situación es tal como resulta evidente que es así y no de otra manera sino todo lo contrario, pese a que nuestro escueto análisis perturbe algunas mentalidades de naturaleza impositiva cuyos argumentos parecen devenir imperativamente (aunque parezca ortopoyético) de una cierta carencia energética, vital e insoslayable, para sostener un extremo, como decían los antiguos, situado al otro lado del mostrador, como decimos los modernos.
Si se me permite resumir todavía más estos avanzadísimos conceptos, creo que estamos en la obligación de actuar en consonacia fosforescente –vale decir intelígera o platónica, también llamada- al computar los hechos con la evolución del medio ambiente en concomitancia con el desarrollo de la verdadera praxis medular que nos ocupa. En esto soy categórico y no daré marcha atrás porque, como decía el inmortal Patágoras (inventor del zapato): “hasta los negros tienen la obligación de ser claros”.