¡Die Hasen!

Es de temerse, la vida de éstas patéticas criaturas. Pues en el oscuro andén sin número, apenas y cabe el aire. Ahí, los cabezas de liebre encienden sus ojos rojos, y avanzan gritando y empujando; entre codazos y sombrillazos. – “¡Adelante, adelante! Siempre adelante.” – exclaman al tropezar unos con otros. Todos sin saber en qué dirección caminar. Algunos visten ropas polvosas, otros finos trajes de seda y lino. Cargan con ellos, portafolios y sombrillas, pues el clima tiende a humedecerse dentro del tren. Una de las criaturas, (la más torpe) ha botado su curioso sombrero en el suelo y se ha puesto a tocar el organillero, con la esperanza de escuchar el suave trin-tán-tlón de las monedas. Desde luego, que es inútil pues en éste andén; las monedas ya han olvidado su triste canción sin eco.
Y en medio de aquel risible ajetreo, a orillas de las vías metálicas, una joven con sombrero de pescador, mira el frenético mar de grandes orejas, correr de un lado a otro. Sin embargo, su atención se fija; no en las narices rosadas ni en aquellos ojos de sangre que no saben ver. Si no en un anciano gris y de rostro inusualmente vago.
El anciano está sentado en una decrépita banca de madera, mientras que calmadamente aguarda la llegada del tren; Que en realidad, es tan sólo un vagón que ha crecido desmesuradamente, a lo largo y a lo ancho. Entre sus manos temblorosas, el señor gris sujeta un boleto rancio que el maquinista ha perforado tantas veces ya, que ahora es apenas un maloliente pedazo de papel agujerado. Aquello, impresiona a la joven pescadora pues su boleto está intacto; y de pronto se pregunta si ella pertenece a aquél lugar. – “Entre tanto empujón, tal vez terminé en la estación equivocada.” – Se le ocurre, cuando de repente se oye el estridente pitido que alerta a los transeúntes para que despejen las vías, pues el humoso tren ha llegado. Las puertas del tren apenas comienzan a abrirse, cuando los pasajeros ya se han amotinado en las distintas entradas. Rojos, pardos, negros, blancos, y grises; indistintamente todos los cabezas de liebres descubren sus filosos incisivos y uñas; y a mordiscos se disputen los escasos asientos dentro del tren.
Asustada, la joven decide imitar al señor gris y esperar a que el violento traqueteo termine. Cuando el anciano finalmente se levanta de su banca; la joven del sombrero pescador se percata del cuidado que éste pone en no pisotear los cuerpos mordisqueados que han quedado tirados en el suelo. Y sin embargo, diminutas motas rojas, manchan los zapatos tanto del anciano como de la pescadora; que torpemente ha caído en cada charco de sangre que los descuidados pasajeros han derramado en el andén.
Con trabajos, la joven se las arregla para hallar un asiento justo frente a una elegante mujer; con sombrero de plumas de avestruz y ropas distinguidas. Silenciosa y sonriente, la mujer saluda al señor gris; a la vez que descaradamente se burla de los cabezas de liebre. –“¡Pero qué curioso; La muerte viste de colores!” – Murmulla la joven pescadora para sí misma, al darse cuenta de ello.
Cuando termina de perforar los boletos, el maquinista de los ojos zurcidos exclama; “¡Todos abordo!”. Los cabezas de liebre se aferran a su lugar, y dormitan con un ojo abierto; siempre alertas, eternamente temerosos uno del otro. Tal es la silenciosa histeria en el vagón, que la tormenta no se hace esperar.
El agua los empapa hasta los huesos, y a través del techo, el Señor gris mira las nubes negras aglomerarse. Pues, por encima del sonoro bramido de los rieles; los relámpagos iluminan el cielo negro y el eco que dejan de tras (le parece al señor gris) suena como lo harían los engranajes de un poderoso reloj. Esto último, no lo nota la joven del sombrero pescador, pues para ella las estrellas ocultas en las nubes sencillamente se hallan más cerca de lo que deberían.
No comprende que la noche a nada está de estrellarse, pues la vida no le alcanza.
Las ruedas del vagón avanzan sin detenerse, y a su mismo ritmo, late el corazón de las horrorosas criaturas. – “Adelante, adelante, adelante, adelante, adelante…” – Intentan medir el tiempo que les queda, entre gruñidos y rabia espumosa.
Cuando la baba comienza a colgarles del hocico, la joven pescadora hace una mueca de disgusto. –“No debes tenerles asco.” – le aconseja el amable señor gris. – “Son tus compañeros de viaje, eso los hace hermanos tuyos.”
Sin embargo, a la joven le basta apenas un vistazo a los grotescos rostros de los cabezas de liebres, para convencerse de que el señor gris está senil o demente. – “Tal vez, las dos cosas.” – “Señor, ¿Sabe usted cuánto falta para llegar?”. El señor gris considera la pregunta unos instantes antes de responder. –“No lo sé, niña. Hace muchos rieles que dejé de preguntármelo.” * “Pero ¿No le molesta, no saber cuándo va a detenerse?” – pregunta sorprendida, pues ella, más que nada, desea saber.

* “Confieso, que antes lejos de molestarme me asustaba, el no saber. Pero ahora, lo he abordado tantas veces ya, que creo que me he resignado. Tú también deberías.”

* “No, señor. Yo no puedo, si lo hago podría pasarme de estación; y entonces tendría que volver a empezar por todo este peregrinaje que ya me tiene harta.”

El señor gris, mira de reojo el boleto prácticamente nuevo de la muchacha. * “¡Ya tan pronto! Pero si es la primera vez que te subes al tren. Podrías parar en cada estación si así lo deseas. Yo ya no puedo, por eso éste viaje, es mi último. Tengo que esperar hasta que nos lleven a la última estación, o mi boleto se arruinará por seguro.”

* “¡Ya sé! ¿Y si cambiamos? ¿Cree que el maquinista de los ojos zurcidos lo note?”

* “No puedo, niña. ¿Miras a ésa refinada dama?” – dice el señor gris, al tiempo que señala con la mirada, a la muerte colorida. – “Ya le he prometido, cambiar de boletos con ella.”

* “¿Con ella? Pero si el paso del tiempo, no significa nada para ella. Siempre está ahí sentada, sin hacer nada.”

* “Al contrario, es una dama de lo más puntual. Jamás llega tarde, aunque entre nos; es bastante inoportuna la mayoría de las veces.”
A la joven pescadora, se le ocurre que más bien la dama es una monserga. No le gusta la idea de tenerla sentada en frente suyo, todo el camino. Con ésa raquítica sonrisa, y mirándolos a todos sin cruzar palabra con nadie.
Pronto, la muchacha desespera. Se siente cansada, pero no se decide a dormir por temor a pasarse de estación o que algún cabeza de liebre se pase de listo y le arrebate su boleto. Sólo de vez en cuando, se halla vencida por el sueño, y cierra uno de sus ojos; y entre sueños imagina que el tren llega a una última pared en la que no puede andar más. Entonces, se despierta angustiada y bañada en lágrimas. – “¿Y si esperé tanto, para nada?” – Se pregunta a sus adentros, pero tan pronto la inundan las dudas; sacude la cabeza y repite para sí; “Adelante, adelante, adelante…debo siempre marchar hacia adelante…Adelante, adelante, adelante, adelante…”
Entre más espacio cubre el tren, más redondos y rojos se tornan los ojos de la joven pescadora, y un par de largas orejas pronto cercenan primero el frágil cráneo y después su sombrero; los huesos en su rostro se deforman al punto que ella misma no reconoce su reflejo en el cristal de las ventanillas. – “Disculpe usted, ¿Quién es ésa con el sombrero de pescador?” – Pregunta desconcertada, al señor gris. – “Ni idea. Es la primera vez que la veo.” – responde éste encogiéndose de hombros.
El tren, cruza un túnel de una oscuridad tan vasta, como profunda su garganta que sin piedad devora a los pasajeros. Entonces entre la confusión, la joven pescadora logra oír la voz del señor gris; “Aquí me bajo. Fue un placer, bella dama colorida.”
El tren está cubierto de un mar de aguas inmóviles; Las puertas se abren en medio de una solitaria estación. Y a través de ellas entra un muchacho con botas de pescador, el maquinista ciego sella por vigésima segunda vez su boleto, y se dispone a tomar asiento frente a la raquítica dama de colores que lo saluda con una sonrisa. Pero, asustado, el muchacho se frena en seco cuando mira a en la butaca de junto; una espantosa cabeza de liebre con un curioso sombrero de pescador. De su hocico destila un denso hilillo de baba, y el único ojo que mantiene abierto está inyectado de sangre por la falta de sueño; entre sus largos incisivos el muchacho distingue un claro murmullo; “Adelante, adelante, adelante…”
…. Es de temerse, la vida de éstas patéticas criaturas. Pues en el oscuro andén sin número, apenas y cabe el aire. Ahí, los cabezas de liebre encienden sus ojos rojos, y avanzan gritando y empujando; entre codazos y sombrillazos. “¡Adelante, adelante! Siempre adelante.” Exclaman al tropezar unos con otros. Todos sin saber en qué dirección caminar….