“La moderna jurisprudencia recurre sólo a la razón humana como única fuente de todas las leyes. ¿Las leyes promulgadas por el hombre deben obligar a los otros hombres en conciencia si son promulgadas solamente por el hombre? ¿Quién ha dado al hombre la virtud de mandar sobre la conciencia de los otros hombres?”
-Karol Wojtyla
El siglo XIX en Estados Unidos fue un periodo marcado por cambios políticos, desarrollo y aparente progreso social. Habían pasado ya varios años desde la proclamación de la presuntuosa, y a la vez inspiradora Declaración de Independencia, que instauró en el país dos principios básicos que posteriormente acogerían los grandes textos sobre derechos humanos: libertad e igualdad. El resto del mundo quedó estupefacto.
Sin embargo, al interior de su Estado, esa realidad que reflejaban, no era boyante y mucho menos perfecta. Quizás todavía no estaban listos. Hacía falta una noción mucho más clara y profunda de esos dos importantes preceptos, y del hombre. No fue sino hasta 1865 que constitucionalmente se dictó la abolición de la esclavitud en todo el ámbito de la Unión. Sin duda se dio un paso importante, pero no suficiente. Hacía falta que el Estado verdaderamente se preocupara por garantizar la libertad de todas esas personas, y no se conformara con quitarles las restricciones que los ataban.
¿A qué quiero llegar con esto? En el caso concreto que estoy abordando, parece increíble que la legitimidad de un acto, o una realidad como la esclavitud, dependa de la legislación elaborada de hombres para hombres. Necesariamente, para que un Estado tenga en sus bases, principios de justicia –verdadera justicia, no en un sentido idealista o utópico-, se tiene que apelar a algo superior, algo con fundamentos tan sólidos y evidentes, que el transcurso del tiempo y el desarrollo de nuevos modelos sociales no pueda derribar. El iusnaturalismo parece ser el sistema al que el hombre está ordenado, en el que todo adquiere sentido, el que lo plenifica. En su obra “Mi visión del hombre” , Juan Pablo II explica:
“En la ley natural, como en todas las leyes, debe estar presente, en cierto modo, un legislador. Es claro que la naturaleza no puede identificarse con el legislador; sino que se limita a permitir al ser recional leer el pensamiento y la voluntad del legislador. El hombre, ya sea de modo individual o en sociedad, encuentra este pensamiento y esta voluntad en su naturaleza, en sus sanas inclinaciones, en el orden hacia el que las sanas inclinaciones se dirigen.
Sostengo entonces que, si una sociedad decide basar la legitimidad de sus instituciones y sus leyes en un contrato carente de principios naturales –es decir, verdades que apelan a la naturaleza humana y priorizan la vida, la libertad y la dignidad de las personas; no establecidas arbitrariamente o por consenso, sino fundadas en la naturaleza humana; universales y superiores al derecho positivo- tarde o temprano se verá rebasada por los acontecimientos de la época y sus argumentos no serán válidos ni suficientes para resolver sus problemas. Me remonto a la Grecia antigua, más de tres mil años atrás. Y me encuentro con Aristóteles, uno de los primeros y más importantes defensores del derecho natural. Sus ideas podrían ser muy discutidas en nuestra época, pero para él, una sociedad justa es aquella en la que la comunidad ayuda o promueve que todas las personas cumplan con su fin. Establece también que todo está ordenado por y hacia la naturaleza, y que es ésta la que, desde un inicio determina el papel que un hombre desempeña en su estructura social:
“Es evidente que los unos son naturalmente libres y los otros naturalmente esclavos; y que para estos últimos es la esclavitud tan útil como justa. Por lo demás, difícilmente podría negarse que la opinión contraria encierra alguna verdad. La idea de esclavitud puede entenderse de dos maneras. Puede uno ser reducido a esclavitud y permanecer en ella por la ley, siendo esta ley una convención en virtud de la que el vencido en la guerra se reconoce como propiedad del vencedor; derecho que muchos legistas consideran ilegal, y como tal le estiman muchas veces los oradores políticos, porque es horrible, según ellos, que el más fuerte, sólo porque puede emplear la violencia, haga de su víctima un súbdito y un esclavo.
Estas dos opiniones opuestas son sostenidas igualmente por hombres sabios. […]Así, el Estado procede siempre de la naturaleza, lo mismo que las primeras asociaciones, cuyo fin último es aquél; porque la naturaleza de una cosa es precisamente su fin, y lo que es cada uno de los seres cuando ha alcanzado su completo desenvolvimiento, se dice que es su naturaleza propia, ya se trate de un hombre, de un caballo, o de una familia. [...] El estado es un hecho natural." Sería tal vez muy atrevido afirmar que Aristóteles resume de alguna manera la forma en que se concebía a la persona humana en la antigüedad, pero en cierto modo lo hace. De acuerdo con él, existen clases y desigualdad en la sociedad; en su doctrina por ordenamiento natural, pero podría ser por virtud o por la razón que sea. Pero el elemento medular, y el común denominador de la concepción antigua del hombre es que no valemos lo mismo y que si la evidencia nos muestra que somos diferentes, es porque efectivamente lo somos. Entendido todo esto, me transporto 1252 años en la historia y me detengo un momento en la llegada del cristianismo, con todo lo que ello implica, al mundo. Sus ideas cambiaron completamente la concepción que hasta entonces se tenía del hombre. No me suspendo mucho en este punto, para no desviar la atención de la tesis central que intento defender. Pero subrayo el aspecto más importante que, para efectos de este estudio, introdujo la doctrina cristiana y que provocó un choque cultural fortísimo con las culturas que entonces habitaban el planeta: que todos los hombres, por el simple hecho de serlo y sin importar origen o condición, somos iguales porque somos hijos de Dios, estamos hechos a su imagen y semejanza y Jesucristo murió y derramó su sangre por cada uno de nosotros.
Claramente, muchas de las ideas sobre temas cardinales que el mundo concebía como verdaderas fueron contradichas, y este nuevo modelo de pensamiento trajo además dudas y desconcierto. Por ejemplo, si todos somos iguales, estamos hechos a imagen y semejanza de Dios y tenemos dignidad, ¿en dónde queda la ley y supuesta distinción natural que Aristóteles defendió? Y si se dice además que ya no existen clases o niveles que encumbren a algunos y degraden a otros, ¿qué derecho tiene el fuerte de abusar del débil? ¿Por qué un hombre, desde el nacimiento y por pura obra del azar, puede ser amo y el otro ha de ser su esclavo? Ciertamente la concepción de la naturaleza que el filósofo griego introdujo al mundo no estaba mal pero había que matizarla.
Resulta difícil de creer que, a pesar de haber sido un país avanzado en muchos aspectos, Estados Unidos haya llegado a la mitad del siglo XIX con una ley que ante los ojos de cualquier contemporáneo nuestro con una mínima noción de humanismo, resulta vejatoria, indigna y claramente injusta, restrictiva y violatoria de cualquier derecho fundamental del ser humano. Pero en ese momento y porque así estaba pactado, no había que dar demasiadas explicaciones sobre lo que estaba ocurriendo y al menos en el plano general, la gente no parecía estar en desacuerdo; así había sido establecido.
Por extraño que parezca, sucedió que, un día de 1865 cierto grupo de personas pertenecían a otras y les debían obediencia, tenían prohibido ejercer la propiedad privada y participar en las decisiones del Estado. Sucedió que ese preciso día eran esclavos, y que, casi por arte de magia, a la mañana siguiente, dejaron de serlo. ¿Por qué? Porque, por extraño que parezca, de acuerdo con la lógica del contractualismo, un acto humano, de la naturaleza que sea –aun el más perverso si así se establece y por todos se acepta-, puede ser legítimo en un momento determinado; pero si las condiciones o incluso si la voluntad de quienes hicieron el acuerdo cambian, la legitimidad del acto se anula, pues los derechos y deberes no son inmutables o naturales.
Ahora bien, para llegar al punto al que dirijo esta exposición y lograr la convergencia entre ambas posturas, es preciso entender qué es y cómo se forma el contractualismo. De acuerdo con Rousseau, las personas acuerdan de forma implícita un contrato social que les permite vivir en sociedad y les concede ciertos derechos a cambio de abandonar en cierta medida la libertad de la que gozarían en estado de naturaleza. Así, es el Estado el encargado de hacer cumplir este contrato, en el cual los derechos y deberes de los individuos constituyen las cláusulas. Explica,
“Supongo a los hombres llegados al punto en que los obstáculos que impiden su conservación en el estado natural, superan las fuerzas que cada individuo puede emplear para mantenerse en él. Entonces este estado primitivo no puede subsistir, y el género humano perecería si no cambiaba su forma de ser. Ahora bien, como los hombres no pueden engendrar nuevas fuerzas, sino solamente unir y dirigir las que existen, no tienen otro medio de conservación que el de formar por agregación una suma de fuerzas capaz de sobrepujar la resistencia, de ponerlas en juego con un solo fin y de hacerlas obrar unidas y de conformidad. Esta suma de fuerzas no puede nacer sino del concurso de muchos.”
Y es que sin lugar a dudas, el contrato es indispensable si se pretende tener una convivencia, ya no feliz pero por lo menos ordenada y no conflictiva entre personas. Kant piensa que el contrato es natural y que de hecho, es un deber moral establecerlo. Siguiendo su propia naturaleza, los seres humanos van a llegar a ese contrato –podría ser de muchas maneras y por muchos motivos-, y éste es legítimo.
El contractualismo, como cualquier otra corriente, tiene matices y variantes. Otro exponente clave en este tema es Thomas Hobbes, quien, en la Parte II de su obra “Leviatán”, explica cómo se forma un Estado como mero contrato social, para garantizar la seguridad individual y poner fin a los conflictos que, por naturaleza, generan estos intereses individuales. A grandes rasgos se puede resumir de la siguiente manera: En un principio, en estado de naturaleza, todos tienen sus puños para defender sus propiedades o robar las de los demás. Hay caos. Entonces, ciertas personas le entregan su poder a uno o varios individuos para obtener beneficios, como la seguridad. Ya no son los dueños de sus puños. Se erige el Estado. El gobernante usa la fuerza que le fue conferida para aprovecharse de sus súbditos. Se forma un Leviatán. Los súbditos, insatisfechos, se rebelan y consiguen ponerle límites al poder del gobernante. Los súbditos no son dueños de sus puños, pero consiguen que la unión de todos los puños sirva para un bien común y les dé seguridad.
Para no dar lugar a malas interpretaciones, explico. Con todo lo anterior no pretendo satanizar el contractualismo, que de hecho en su forma más pura es una idea fantástica. ¿Qué escenario le podría venir mejor a una sociedad que el acuerdo de todos sus miembros? Con lo que expongo simplemente quiero resaltar los problemas que surgen cuando dicho acuerdo no se apega a lo que el hombre por naturaleza necesita y se origina más bien, en los intereses personales de las clases privilegiadas.
Consciente de esto, John Rawls, filósofo estadounidense del S.XX, propone un método a través del cual, el hombre podría establecer un Estado justo para todos sus habitantes, al que llama “el velo de la ignorancia”. Lo explica de la siguiente manera:
“La intención de la posición original es establecer un procedimiento equitativo según el cual cualesquiera que sean los principios convenidos, éstos sean justos. […] De alguna manera tenemos que anular los efectos de las contingencias específicas que ponen a los hombres en situaciones desiguales y en tentación de explotar las circunstancias naturales y sociales en su propio provecho. [...] Se supone, entonces, que las partes no conocen ciertos tipos de hechos determinados. Ante todo, nadie conoce su lugar en la sociedad, su posición o clase social; [...] Tendrán que escoger aquellos principios con cuyas consecuencias estén dispuestas a vivir, sea cual sea la generación a la que pertenezcan.”
Todo lo anterior apunta hacia una dirección. El iusnaturalismo y el contractualismo no son necesariamente posturas opuestas, y de hecho, la concordia entre ellas puede llevar al hombre a lugares inimaginables. Hemos superado ya la etapa en que el fin del hombre se reducía a la supervivencia. Apuntamos ya hacia algo más alto y el modelo social en que nos desarrollemos necesariamente debe proveer los medios para la dignificación y exaltación de la figura humana. Si esto no fuese así, podría decirse que el sistema tiene fallas y sería preciso tomar las acciones pertinentes; pero ese es otro tema.
Concluyo entonces que, en tanto un Estado logre convergencia entre el derecho natural y el contractualismo, es decir, en tanto sus principios y en consecuencia sus acciones, encuentren su origen y fundamento en la naturaleza, ese Estado será mucho más justo. Y ese Estado justo será aquél donde los ciudadanos encontrarán su érgon, donde entenderán y apreciarán el orden natural de las cosas, donde existirá verdadera libertad e igualdad y donde el desarrollo de sus capacidades más nobles los plenificará, los acercará a Dios y los hará felices; que eso, a final de cuentas, es lo más importante.